Authors: Marc Levy
—¿Tiene que operar de urgencias al decano, o esto lo hace para ponerme nervioso? —preguntó el vigilante, sacudiendo la cabeza.
—Una pequeña descarga de adrenalina no puede hacerle ningún daño a su corazón; debería agradecérmelo, John. ¿Me deja entrar ahora, por favor?
—No tiene guardia esta noche, no hay ninguna plaza reservada para usted.
—Me he olvidado un manual de neurocirugía en la taquilla. ¡Es sólo un minuto!
—Entre su trabajo y este bólido, acabará matándose, doctora. La 27, al fondo a la derecha, está libre.
Lauren le dio las gracias con una sonrisa, la barrera se elevó y ella apretó de inmediato el acelerador, provocando un nuevo chirrido de neumáticos. El viento le levantó varios mechones de pelo, descubriendo en su frente la cicatriz de una antigua herida.
Solo en el salón, Arthur se iba familiarizando con el lugar. Paul había instalado una pequeña cadena estéreo en una de las estanterías de la biblioteca.
Encendió la radio y se ocupó en desempaquetar las últimas cajas apiladas en un rincón. Sonó el timbre de la puerta y Arthur atravesó el pasillo. Una anciana encantadora le tendió la mano.
—¡Soy Rose Morrison, su vecina!
Arthur le propuso que entrara, pero ella declinó la invitación.
—Me encantaría charlar con usted —le dijo—, pero tengo una noche muy apretada. En fin, vamos a aclarar las cosas: nada de rap, nada de techno, de vez en cuando algo de rythm & blues, pero únicamente del bueno, y en cuanto al hip Hop, ya veremos. Si necesita cualquier cosa, llame a mi puerta; e insista un poco: ¡estoy sorda como una tapia!
La señora Morrison volvió a atravesar el pasillo enseguida Arthur, divertido, se quedó unos instantes en el rellano antes de ponerse otra vez manos a la obra.
Una hora más tarde, los calambres en el estómago le recordaron que no había ingerido nada desde la comida en el avión. Abrió el frigorífico sin grandes esperanzas y descubrió con sorpresa una botella de leche, una barrita de mantequilla, un paquete de tostadas, una bolsa de pasta fresca y una notita de Paul deseándole buen provecho.
El vestíbulo de Urgencias estaba a reventar. Camillas, sillas de ruedas, sillones, bancos... Hasta el menor espacio estaba ocupado. Detrás de los cristales de recepción, Lauren consultaba la lista de ingresos. Apenas había tiempo de borrar de la gran pizarra blanca el nombre de los pacientes que ya habían recibido tratamiento, cuando otros los reemplazaban.
—¿Se ha producido un terremoto y no me he enterado? —le preguntó a la recepcionista con ironía.
—Tu llegada es providencial: estamos desbordados.
—¡Ya lo veo! ¿Qué ha ocurrido? —quiso saber Lauren.
—Un remolque se ha desenganchado de un camión y ha terminado en el escaparate de un supermercado. Veintitrés heridos, diez de ellos graves. Siete están en las cabinas detrás de mí, tres en el escáner, y he avisado a los de reanimación para que nos envíen refuerzos —prosiguió Betty, al tiempo que le entregaba una pila de carpetas.
—¡Empieza una bonita noche! —concluyó Lauren mientras se ponía una bata.
Entró en la primera sala de exploración.
La joven que parecía dormida sobre la mesa de exploración tendría unos treinta años. Lauren consultó rápidamente su ficha de ingreso. De su oído izquierdo brotaba un hilo de sangre. La aguerrida interna echó mano del pequeño bolígrafo que llevaba colgado del bolsillo de la bata y levantó los párpados de su paciente, pero las pupilas no reaccionaron al haz luminoso. Palpó las extremidades azuladas y volvió a dejar suavemente la mano de la joven. Para asegurarse, le aplicó el estetoscopio en la base del cuello, luego la cubrió con la sábana. Lauren miró el reloj de pared, anotó algo en la cubierta de la carpeta y salió de la estancia para ir al box vecino. En la hoja del historial que había dejado encima de la cama, estableció la hora del fallecimiento a las 20 horas 21 minutos; la hora de una muerte debe ser tan precisa como la de un nacimiento.
Arthur inspeccionó todos los rincones de la cocina, abrió los cajones y apagó el fuego bajo el agua hirviendo. Salió de su casa y llamó a la puerta de su vecina. Al no obtener respuesta, ya se disponía a dar media vuelta cuando contestó.
—¿Usted cree que eso es llamar fuerte? —dijo la señora Morrison.
—No quería molestarla; ¿tendría un poco de sal?
La señora Morrison lo miró, consternada.
—¡Me cuesta creer que los hombres sigan utilizando estos trucos tan obvios para ligar!
Cuando Arthur la miró con expresión inquieta, la anciana estalló en una franca carcajada.
—¡Tendría que verse la cara! Entre. Las especias están en el cesto que hay junto al lavaplatos —dijo ella, señalando la pequeña cocina contigua al salón—. Coja todo lo que necesite le dejo: estoy muy ocupada.
Y se apresuró a ocupar de nuevo su sitio en el gran sillón que estaba frente al televisor. Arthur pasó al otro lado de la barra y miró, intrigado, la cabellera blanca de la señora Morrison agitándose tras el respaldo del sillón.
—Oiga, hijo mío, quédese o váyase, haga lo que quiera, pero sin hacer ruido. Dentro de un minuto, Bruce Lee hará un kata increíble y le meterá una buena tunda a ese jefecillo de la tríada que está empezando a ponerme de los nervios.
Le anciana le hizo un gesto para que se instalara en el sillón vecino, ¡pero en silencio!
—Cuando termine esta escena, coja el plato de carne fría del frigorífico y venga a mirar el resto de la película conmigo ¡no lo lamentará! ¡Además, una cena para dos siempre es mejor que para uno solo!
El hombre tumbado en la mesa de exploración padecía múltiples fracturas en las piernas; y a juzgar por la palidez de su rostro, «padecer» era la palabra adecuada.
Lauren abrió el botiquín y sacó una ampollita de cristal y una jeringuilla.
—No soporto las inyecciones —gimió su paciente.
—¿Tiene las dos piernas rotas y le da miedo una aguja? ¡Los hombres nunca dejarán de sorprenderme!
—¿Qué va a inyectarme?
—El remedio más viejo del mundo para luchar contra el dolor.
—¿Es tóxico?
—El dolor provoca estrés, taquicardia, hipertensión y secuelas irreversibles en la memoria... Créame: es más nocivo que unos miligramos de morfina.
—¿En la memoria?
—¿A qué se dedica, señor Kowack?
—Soy mecánico.
—Entonces le propongo un trato: confíe en mí en lo que respecta a su salud y el día en que yo le traiga mi Triumph, le dejaré hacer todo lo que quiera.
Lauren hundió la aguja en el catéter y apretó el pistón de la jeringuilla. Al liberar el alcaloide en la sangre, liberaría a Francis Kowack de su suplicio. El líquido opiáceo penetró en la vena basílica y, en cuanto alcanzó el tronco cerebral, inhibió al instante el mensaje neurológico del dolor. Lauren se sentó en un taburete con ruedas y le secó la frente mientras controlaba su respiración. Se estaba tranquilizando.
—A este producto lo llaman morfina, por Morfeo. Ahora, descanse. Ha tenido mucha suerte.
Kowack levantó los ojos al cielo.
—Estaba haciendo mis compras —murmuró el hombre—. Me ha atropellado un camión en la sección de congelados y tengo las piernas hechas trizas.
—¡Que no se encuentre en la cabina que tiene justo al lado!
La cortina de la sala de exploración se deslizó sobre sus rieles. El profesor Fernstein ponía cara de tener un mal día.
—¿No tenía libre este fin de semana? —dijo.
—¡La creencia es un cuestión religiosa! —Contestó Lauren, con brusquedad—. Sólo me he pasado un momento pero, como puede comprobar aquí no falta trabajo —añadió prosiguiendo su examen.
—Raramente falta trabajo en un servicio de Urgencias. Si juega con su salud, también está jugando con la de sus pacientes. ¿Cuántas horas de guardia ha realizado esta semana? No sé por qué le hago esta pregunta, aún es capaz de contestarme que cuando a uno le gusta, no cuentan las horas —dijo Fernstein, furioso, saliendo del box.
—¡Es un caso! —refunfuñó Lauren, aplicando el estetoscopio sobre el pecho del mecánico, que la miraba aterrorizado—. Tranquilícese, sigo en plena forma, y él siempre es así de cascarrabias.
—Yo me ocuparé de él —dijo Betty dirigiéndose a Lauren —.Te necesitamos. ¡Estamos totalmente desbordados!
Lauren se levantó y le pidió a la enfermera que telefonease a su madre. Iba a quedarse toda la noche y alguien tendría que cuidar de su perra
Kali
.
La señora Morrison estaba lavando los platos y Arthur se había adormecido en el sofá.
—Creo que ya es hora de que vaya a acostarse.
—Yo también lo creo —dijo Arthur, estirándose—. Gracias por la velada.
—Bienvenido a Pacific Sreet 212. A menudo soy demasiado discreta, pero si necesita cualquier cosa, siempre puede llamar a mi puerta.
Cuando iba hacia la puerta, Arthur reparó en un perrito blanco y negro que estaba tumbado debajo de la mesa.
—Es
Pablo
—dijo la señora Morrison—. Al verle así parece que esté muerto, pero se conforma con dormir: es su actividad favorita. Aunque ya es hora de que lo despierte para sacarlo a pasear.
—¿Quiere que lo haga yo?
—Vaya a acostarse: en su estado, me temo que los encontraría a los dos mañana por la mañana roncando al pie de un árbol.
Arthur la saludó y regresó a su casa. Le habría gustado hacer un poco más de limpieza, pero el cansancio pudo más que su impulso.
Tumbado en la cama y con la cabeza apoyada en las manos, miraba a través de la puerta entreabierta del dormitorio. Las cajas apiladas en el salón le reavivaron el recuerdo de una noche, de otros tiempos, cuando vivía en el último piso de una casa victoriana, no lejos de allí.
Pasaban de las dos de la madrugada y la enfermera jefe estaba buscando a Lauren. El vestíbulo de Urgencias por fin se había vaciado. Aprovechando el momento de calma, Betty decidió ir a abastecer los botiquines de las salas de exploración. Avanzó por el pasillo y descorrió la cortina de la última cabina. Acurrucada encima de la cama, Lauren dormía el sueño de los justos. Betty volvió a correr el velo y se alejó, sacudiendo la cabeza.
A
rthur se despertó al mediodía. La caricia de un sol cenital entraba por la ventana del salón. Se preparó un desayuno ligero y llamó al móvil de Paul.
—Hola, Baloo —dijo su amigo al descolgar—, veo que has aprovechado al máximo.
Paul le propuso salir a comer, pero Arthur tenía otros fines en mente.
—Resumiendo —dijo Paul—, que puedo elegir entre dejarte ir a Carmel andando o llevarte en coche.
—¡No! Me gustaría pasar por el garaje de tu padrastro, recuperar el Ford, y que fuéramos los dos juntos.
—No se ha puesto en marcha desde la noche de los tiempos ¿quieres pasarte el fin de semana en la autopista esperando una grúa?
Pero Arthur le señaló que aquella ranchera había conocido sueños más prolongados y, además, conociendo la pasión del padrastro de Paul por los coches antiguos, seguro que lo había mimado.
—Mi viejo Ford de los años sesenta tiene mejor salud que tu cabriolé prehistórico.
Paul consultó la hora; dentro de unos minutos llamaría al garaje, Arthur sólo tendría que reunirse allí con él.
A las tres, los dos amigos se encontraron ante la puerta del establecimiento. Paul hizo girar la llave en la cerradura y entró en el taller. En medio de los vehículos de policía en reparación, Arthur creyó reconocer una vieja ambulancia durmiendo bajo una lona. Se aproximó y levantó un extremo de la tela. La calandra tenía cierto aire nostálgico. Arthur rodeó el furgón, vaciló y acabó abriendo la puerta trasera. En el interior de la cabina, bajo una espesa capa de polvo, una camilla le reavivó tantos recuerdos que Paul tuvo que alzar el tono de voz para arrancar a Arthur de su ensueño.
—Olvídate de la calabaza y ven aquí, Cenicienta: hay que mover tres coches para sacar tu Ford. ¡Ya que vamos a Carmel, no nos perdamos la puesta de sol!
Arthur volvió a dejar la lona en su sitio, acarició el capó y murmuró: —Hasta la vista, Daisy.
Cuatro intentos con el pedal del acelerador, apenas tres carraspeos y el motor del Ford se puso a ronronear. Después de unas cuantas maniobras, y de otras tantas invectivas de Paul, la ranchera abandonó el garaje, y se dirigió al norte de la ciudad para coger la carretera N.° 1, que bordea el Pacífico.
—¿Sigues pensando en ella? —preguntó Paul.
Por toda respuesta, Arthur bajó la ventanilla; un viento tibio entró en el automóvil.
Paul dio unos golpecitos en el retrovisor, como si fuese a probar un micro.
—Uno, dos, uno, dos, tres. Ah, sí, funciona; espera, lo intentaré de nuevo... ¿Sigues pensando en ella?
—A veces —contestó Arthur.
—¿A menudo?
—Un poco por la mañana, un poco a mediodía, un poco por la tarde y un poco por la noche.
—Hiciste bien marchándote a Francia para olvidarla: ¡pareces completamente curado! ¿Y los fines de semana también piensas en ella?
—No he dicho que me impidiera vivir. Querías saber si pensaba en ella y yo te he contestado, eso es todo. He tenido aventuras, si eso te tranquiliza; y ahora cambia de tema, no me apetece hablar de ello.
El coche circulaba hacia la bahía de Monterrey y Paul contemplaba las playas del Pacífico, que iban desfilando al otro lado del cristal; los kilómetros siguientes transcurrieron en silencio.
—Espero que no intentarás volver a verla —aventuró.
Arthur no dijo nada y un nuevo silencio se instaló a bordo.
El paisaje alternaba playas y marismas, que el trazo de asfalto de la carretera ribeteaba. Paul apagó la radio porque crepitaba cada vez que pasaban entre dos colinas.
—¡Acelera, nos vamos a perder la puesta de sol!
—Llevamos dos horas de ventaja y, además, ¿desde cuándo tienes un alma tan bucólica?
—¡Pero si a mí me da lo mismo el crepúsculo! ¡Lo que me interesa son las chicas que están en la playa!
El sol declinaba y sus rayos se filtraban entre las estantería de una pequeña biblioteca que ocultaba una ventana en el ángulo del salón. Lauren había dormido gran parte de la tarde. Miró el reloj y fue al cuarto de baño. Se refrescó la cara bajo el chorro de agua, abrió el armario y dudó ante un pantalón de
jogging
. Apenas tenía tiempo de ir a correr a Marina si quería volver a tiempo a la guardia de noche, pero necesitaba airearse.