Authors: Marc Levy
—No mucha, la verdad, pero si tiene a bien explicarse un poco más...
—Y usted, ¿cómo ha pasado la noche?
—Ha sido bastante movida.
—¿Salió de su cama? —preguntó Lauren, llena de esperanza.
—Más bien me he hundido en ella; mi cerebro se ha recalentado, por lo que parece, y han tenido que subirme de urgencia al quirófano.
Lauren lo miró atentamente.
—¿Qué pasa? —preguntó Arthur.
—Nada, una estupidez.
—¿Hay algún problema con mis resultados?
—No, no se preocupe, no tiene nada que ver con eso —dijo ella con voz suave.
—Entonces, ¿de qué se trata?
Lauren se apoyó en la barandilla de la cama.
—¿No recuerda nada de...?
—¿De qué? —la interrumpió Arthur, febril.
—Déjelo, es completamente ridículo, no tiene ningún sentido.
—¡Dígamelo de todas formas!
Lauren se dirigió a la ventana.
—Yo nunca bebo alcohol, y ya ve, creo que agarré la mayor borrachera de mi vida.
Arthur permaneció en silencio; ella se dio la vuelta y las palabras surgieron de su boca sin que pudiese siquiera retenerlas.
—No es muy sencillo de...
Una mujer entró en la estancia oculta detrás de un inmenso ramo de flores. Lo dejó encima de la mesa con ruedas y avanzó hasta la cama.
—¡Dios mío, cuánto miedo he pasado! —exclamó CarolAnn, al tiempo que abrazaba a Arthur.
Lauren observó la sortija cargada de diamantes que adornaba el dedo anular de la mano izquierda de la mujer.
—Era una tontería —murmuró Lauren—, sólo quería saber cómo estaba, lo dejo con su prometida.
Carol Ann abrazó a Arthur más fuerte todavía y le acarició las mejillas.
—¿Sabías que en algunos países, perteneces para siempre a la persona que te ha salvado la vida?
—Carol Ann, me estás ahogando.
La joven, algo confusa, aflojó su lazo, se enderezó y se atusó la falda. Arthur buscó la mirada de Lauren, pero ya no estaba allí.
Paul, que venía por el pasillo, vio a Lauren a lo lejos avanzando hacia él. Al cruzarse con ella, le dedicó una sonrisa cómplice que ella no le devolvió. Él se encogió de hombros, prosiguió su camino hacia la habitación de Arthur y no dio crédito a sus ojos cuando descubrió a Carol Ann sentada en la silla que había junto a la ventana.
—Buenos días, Paul —dijo Carol Ann.
—¡Dios mío! —gritó éste, dejando caer el café.
Se agachó para recoger el vaso de plástico.
—Las catástrofes nunca llegan solas —dijo, mientras se enderezaba.
—¿Debo tomármelo como un cumplido? —preguntó Carol Ann en un tono tirante.
—Si estuviera bien educado te diría que sí, pero ya me conoces: ¡soy de naturaleza grosera!
Carol Ann se levantó de la silla, ofendida, y miró fijamente a Arthur.
—¿Y tú no dices nada?
—Carol Ann, realmente me pregunto si no me traerás mala suerte.
Ella recuperó el ramo de flores y abandonó la habitación dando un portazo.
—Y ahora, ¿qué piensas hacer? —continuó Paul.
—¡Salir de aquí lo antes posible!
Paul dio una vuelta a la habitación.
—¿Qué te pasa?
—No me lo perdono.
—¿Qué?
—Haber tardado tanto en comprender...
Y Paul empezó a recorrer la habitación de Arthur de un lado a otro.
—Comprenderás, para mi disculpa, que nunca os había visto juntos, en fin, quiero decir conscientes a los dos al mismo tiempo. No deja de ser algo bastante complicado para vosotros.
Pero al verles a los dos a través del cristal, Paul lo había comprendido: tal vez ni siquiera ellos mismos lo sabían, pero era evidente que Lauren y Arthur formaban una pareja única.
—Así que no sé lo que debes hacer, pero no pases de largo, Arthur.
—¿Y qué quieres que le diga? ¿Que nos quisimos el uno al otro hasta el punto de planear juntos todos los proyectos del mundo, pero que ella ya no se acuerda?
—Dile mejor que para protegerla te marchaste a construir un museo al otro lado del océano y que no podías dejar de pensar en ella; dile que al volver de ese viaje seguías tan loco por ella como antes.
Arthur tenía un nudo en la garganta y no podía responder a las palabras de su amigo. Entonces, la voz de Paul se elevó un poco más en aquella habitación de hospital.
—Has soñado de tal forma con esa mujer, que me has convencido de entrar en tu sueño. Un día me dijiste: «Mientras uno hace cálculos y analiza los pros y los contras, la vida pasa sin que pase nada». Así que piensa deprisa. Fue gracias a ti que le di mis llaves a Onega. Sigue sin telefonearme y, sin embargo, no me he sentido tan ligero en toda mi vida. Ahora deja que te devuelva el favor, amigo. No renuncies a Lauren antes de haber tenido tiempo siquiera de amarla en la vida real.
—Estoy en un callejón sin salida, Paul. Jamás podría vivir a su lado en la mentira, pero tampoco puedo explicarle todo lo que ocurrió realmente... ¡y la lista es larga! Curiosamente, a menudo nos enfadamos con la persona que nos cuenta una verdad difícil de escuchar, o imposible de creer.
Paul se acercó a la cama.
—Lo que te asusta es decirle la verdad respecto a su madre, amigo mío. Acuérdate de lo que nos decía Lili: es mejor luchar por hacer realidad un sueño que un proyecto.
Paul se levantó y avanzó hacia la puerta, apoyó una rodilla en el suelo y, con una picara sonrisa en los labios, declamó: —¡Si el amor vive de esperanza, también perece con ella! ¡Buenas noches, Don Rodrigo!
Y salió de la habitación de Arthur.
Paul estaba buscando las llaves del coche en el fondo del bolsillo y sólo encontró su teléfono móvil. Un pequeño sobrecito parpadeaba en la pantalla. El mensaje de Onega decía: « ¡Hasta ahora, date prisa!» Paul miró el cielo y lanzó un grito de alegría.
—¿Por qué está tan contento? —preguntó Lauren, que estaba esperando un taxi.
—¡Porque he prestado mi coche! —contestó Paul.
—¿Qué cereales se ha tomado esta mañana para desayunar? —dijo ella, imitándole en la sonrisa.
Un vehículo de la Yellow Cab Company se paró delante de ellos. Lauren abrió la puerta y le hizo una seña a Paul para que subiera.
—¡Le llevo!
Paul se instaló a su lado.
—¡Green Street! —le dijo al chofer.
—¿Vive en esa calle? —preguntó Lauren.
—¡Yo no, pero usted sí!
Lauren lo miró, desconcertada. Paul tenía una expresión pensativa y susurraba con voz apenas audible: « ¡Me va a matar; si hago esto, me va a matar!»
—¿Si hace qué? —replicó Lauren.
—Abróchese primero el cinturón —le aconsejó Paul.
Ella lo miró fijamente, cada vez más intrigada. Paul vaciló unos segundos, luego respiró hondo y se acercó a ella.
—Ante todo, una aclaración: la loca furiosa de la habitación de Arthur con ese ramo de flores inmundas era una de sus ex, una ex que data de la prehistoria, en resumen, un error.
—¿Qué más?
—No puedo. Realmente me va a asesinar si continúo.
—¿Hasta tal punto es peligroso su compañero? —se inquietó el conductor del taxi.
—Pero ¿qué estoy diciendo? ¡Si Arthur no pisa ni a una mosca! —replicó Paul, con tono irritado.
—¿De veras que hace eso? —preguntó Lauren.
—¡Está convencido de que su madre se reencarnó en mosca!
—¡Ah! —dijo Lauren, mirando a lo lejos.
—Es absolutamente estúpido que le haya dicho eso, le va a parecer de lo más extraño, ¿no es así? —prosiguió Paul con voz incómoda.
—Ahora que lo dice —interrumpió el chofer del taxi—, la semana pasada llevé a mis hijos al zoo y el niño me dijo que uno de los hipopótamos era clavadito a su abuela. ¡Tal vez vuelva para verlo bien!
Paul lo fustigó con una mirada a través del retrovisor.
—En fin, qué más da, yo me lanzo —dijo, cogiéndole la mano a Lauren—. En la ambulancia que nos llevaba al San Pedro, usted me preguntó si alguien cercano a mí había estado en coma, ¿lo recuerda?
—Sí, perfectamente.
—¡Pues bien, en este preciso instante, esa persona está sentada a mi lado! Ya es hora de que le explique dos o tres cosillas.
El coche abandonó el San Francisco Memorial Hospital y subió hacia Pacific Heights. En ocasiones, el destino necesita que le den un empujoncito; aquel día, era una cuestión de amistad tenderle la mano.
Paul le contó cómo, una noche de verano, se había disfrazado de enfermero y Arthur de médico para llevarse a bordo de una vieja ambulancia el cuerpo de una joven que estaba en coma, y a la que querían desenchufar de los aparatos que la mantenían con vida.
Las calles de la ciudad desfilaban al otro lado del cristal. De vez en cuando, el chofer lanzaba una mirada perpleja a través del retrovisor. Lauren escuchó el relato, sin interrumpir en ningún momento. En realidad, Paul no había traicionado el secreto de su amigo. Si bien Lauren conocía desde ahora la identidad del hombre que la estaba velando cuando despertó, lo continuaba ignorando todo respecto a lo que había vivido con él mientras ella estaba en coma.
—¡Deténgase! —suplicó Lauren con voz temblorosa.
—¿Ahora? —preguntó el chofer.
—No me encuentro bien.
El vehículo dio un volantazo antes de aparcar en el arcén con un estridente chirrido de neumáticos. Lauren abrió la puerta y fue cojeando hacia una parcela de césped que bordeaba la acera.
Se inclinó para resistir mejor las náuseas que la acuciaban. Sentía un escozor en el rostro, una sensación de calor, aunque estaba temblando. Las arcadas no la dejaban respirar. Los párpados le pesaban y los sonidos le llegaban amortiguados. Le temblaban las piernas, vaciló y el chofer y Paul se precipitaron hacia ella con apenas tiempo de sostenerla. Cayó de rodillas sobre la hierba y se apretó la cabeza con las manos, justo antes de perder el conocimiento.
—¡Hay que pedir ayuda! —exclamó Paul, presa del pánico.
—¡Deje que me ocupe yo, tengo el diploma de socorrista, le haré el boca a boca! —contestó el chofer más sereno.
—Vamos a ser claros: ¡si acercas tus labios grasientos a esa chica, te doy de hostias!
—Yo lo decía por ayudar —replicó el chofer, con cara de enfado.
Paul se arrodilló junto a Lauren y le golpeó las mejillas suavemente.
—¿Señorita? —susurró Paul con voz delicada.
—¡Estupendo! ¡Así seguro que no se despierta! —refunfuñó el conductor.
—¡Oye, tú vete a hacerle el boca a boca al hipopótamo de tu madre y olvídame!
Paul colocó las manos debajo del mentón y presionó con todas sus fuerzas sobre la articulación de las mandíbulas de Lauren.
—Pero ¿qué está haciendo? ¡Le va a dislocar la mandíbula!
—¡Sé perfectamente lo que hago! —Chilló Paul—. ¡Soy cirujano interino!
Lauren abrió los ojos y Paul miró al chofer de arriba abajo con expresión más que satisfecha.
Los dos hombres la ayudaron a subir al coche de nuevo.
Había recuperado el color. Bajó la ventanilla y aspiró una gran bocanada de oxígeno.
—Lo siento mucho, ya me encuentro mejor.
—No debería haberle contado todo esto, ¿verdad? —prosiguió Paul con voz excitada.
—Si tiene otras cosas que contarme, y ya que hemos llegado hasta aquí... ¡adelante, ahora es el momento!
—Creo que eso es todo.
Cuando el taxi entraba en Green Street, Lauren interrogó a Paul sobre las motivaciones de su amigo. ¿Por qué había corrido tantos riegos?
—Es un secreto que no puedo traicionar. Ahora me estoy preguntando si Arthur me ahogará o me inmolará con fuego cuando sepa que he hablado con usted... ¡no querrá que compre también la urna para mis cenizas!
—Creo que lo hizo porque estaba pirrado por usted —afirmó el chofer, cada vez más apasionado por la conversación.
El vehículo se detuvo delante de la casa de Lauren y el conductor se volvió hacia sus clientes.
—Si quieren, paro el contador y podemos dar unas vueltas a la manzana. Así seguimos un poco, sólo en el caso de que tengan más cosas que contarse.
Lauren se inclinó por encima de Paul para abrirle la puerta. El la miró, sorprendido.
—Es usted quien vive aquí, no yo —le dijo.
—Lo sé —contestó ella—, pero el que se baja es usted, yo he cambiado de destino.
—¿Adonde va? —quiso saber Paul, inquieto, mientras salía del taxi.
La puerta se volvió a cerrar y el taxi desapareció por Green Street.
—Y yo, ¿puedo saber adonde vamos, señorita? —preguntó el chofer.
—Al mismo sitio del que venimos —contestó Lauren.
La señora Morrison había escondido a
Pablo
en su bolso para atravesar el vestíbulo del hospital. El perrito se instaló en las rodillas de Arthur. En la pantalla del televisor que estaba colgado de la pared, Scarlett O'Hara descendía los peldaños de una gran escalinata y
Pablo
, encima de la cama, meneó el rabo. En cuanto Rhett Butler entró en la casa y se aproximó a la señorita Scarlett, el perrito se irguió sobre sus patas traseras y se puso a gruñir.
—Nunca lo había visto en este estado —comentó Arthur.
—Sí, a mí también me sorprende: el libro no le gustó nada —replicó Rose.
Scarlett miraba a Rhett, desafiante, cuando sonó el teléfono. Arthur descolgó sin apartar la vista de la película.
—¿Te molesto? —preguntó Paul con voz temblorosa.
—Lo siento, no puedo hablar ahora, estoy con los médicos, ya te llamaré.
Y Arthur volvió a colgar, dejando a Paul, solo, en mitad de Green Street.
—¡Mierda! —exclamó este último mientras bajaba caminando por Green Street con las manos en los bolsillos.
La película de los diez Óscars acababa de terminar. La señora Morrison hizo entrar a
Pablo
en el bolso y le prometió a Arthur que volvería a visitarle muy pronto.
—No se moleste, saldré dentro de unos días.
Al salir, Rose se cruzó por el pasillo con una interna que avanzaba en sentido inverso con paso apresurado. ¿Dónde la había visto antes?
—¿
V
a todo bien? —preguntó Lauren a los pies de la cama—. No le molestará que me siente en esa silla, ¿verdad? —añadió, con voz algo quebrada.
—Claro que no —dijo Arthur, enderezándose.
—Y si me quedo quince días, ¿tampoco le molestará?
Arthur la miró, desconcertado.
—He llevado a su amigo Paul en mi taxi y hemos mantenido una pequeña conversación...