Authors: Marc Levy
—No quiere ayudarme, ¿verdad?
—¡Todavía no me ha dicho qué está buscando!
—Intento comprender.
—Lo único que hay que comprender es que ese tipo le salvó la vida.
—¿Y por qué lo hizo?
—No me toca a mí responderle. Pregúnteselo a él. Lo tiene a mano: es su paciente.
—No quiere decirme nada.
—Tendrá sus razones, supongo.
—Y usted, ¿cuáles tiene?
—Yo, igual que usted, doctora, me debo al secreto profesional. Dudo mucho que cuando uno se jubila se libere de esta obligación.
—Sólo quiero conocer las motivaciones de ese hombre.
—¿No le basta con que le salvase la vida? Usted hace lo mismo cada día por desconocidos... ¡No le irá a reprochar que él lo haya intentado una vez!
Lauren tiró la toalla.
Agradeció al inspector su recibimiento y se dirigió al coche. Pilguez la siguió.
—Olvídese de mi lección de moral: era una fanfarronada. No puedo contarle lo que sé porque me tomaría por un loco; usted es médica y yo un hombre viejo, y no me acaba de seducir que se me lleven los de servicios sociales.
—¡Me debo al secreto profesional, acuérdese!
El inspector la calibró y se asomó a la puerta para explicarle la más loca aventura que había vivido en toda su vida, la historia comenzaba una noche de verano, en una casa junto al mar, en la bahía de Carmel...
—¿Qué más puedo decirle? —prosiguió Pilguez—, hacía treinta grados en el exterior y casi otros tantos en el interior. ¡Y me entraron escalofríos, doctora! Usted estaba durmiendo en la cama de aquel despachito, muy cerca del lugar donde nos encontrábamos nosotros, y mientras él me contaba al lado de él y a veces incluso era como si usted estuviera sentada a mi lado. Entonces lo creí. Probablemente, porque deseaba hacerlo. No es la primera vez que le doy vueltas a este asunto. Pero ¿cómo explicarlo? Cambió mi mirada, y tal vez incluso cambió un poco mi vida. Así que tanto peor si me toma usted por un viejo extravagante.
Lauren puso su mano sobre la del policía. Su rostro irradiaba luz.
—Yo también he creído volverme loca. Un día, le prometo que le contaré una historia igual de increíble que ocurrió en la fiesta de la pesca del cangrejo.
Se inclinó para darle un beso en la mejilla y el coche desapareció por la calle.
—¿Qué quería? —preguntó Nathalia, que acababa de aparecer ante la puerta de la casa con la cara soñolienta.
—Se trata de aquella vieja historia.
—¡Han reabierto la investigación!
—Ella sí. Vamos, voy a prepararte el desayuno.
A
l día siguiente, Paul se presentó en el hospital a media mañana. Arthur lo estaba esperando en su habitación, ya vestido.
—¡Sí que has tardado!
—He llegado hace una hora. Me han dicho que no podías salir antes de la visita de los médicos, y la visita de los médicos es a las diez, así que no he podido subir antes.
—Ya han pasado.
—¿Y estaba el viejo cascarrabias?
—No, no lo he visto desde mi operación, el que me trata a mí es uno de sus colegas. ¿Vamos? No puedo estar aquí ni un minuto más.
Lauren atravesó el vestíbulo con paso resuelto. Insertó su credencial en el lector magnético y pasó al otro lado del mostrador de recepción. Betty levantó la vista de sus carpetas.
—¿Dónde está Fernstein? —le preguntó con determinación.
—¡Conozco la expresión «buscarse problemas», pero es que tú corres tras ellos!
—¡Contesta a mi pregunta!
—Lo he visto subir a su despacho, tenía que ir a buscar unos papeles pero me ha dicho que volvería enseguida.
Lauren le dio las gracias a Betty y se dirigió a los ascensores.
El profesor estaba sentado detrás de su mesa, escribiendo una carta. Llamaron a la puerta. Dejó su bolígrafo y se levantó para ir a abrir. Lauren entró sin esperar.
—Creí que este edificio aún le estaba vetado. Tal vez he contado mal —dijo el profesor.
—¿Qué sanción se infligiría a un médico que mintiera a sus pacientes?
—Depende de si es en interés del enfermo.
—Pero ¿si fuese en interés del médico?
—Yo trataría de comprender sus motivos.
—¿Y si el paciente es también una de sus alumnas?
—Entonces perdería toda credibilidad. En tal caso, creo que le aconsejaría que dimitiera o que cogiera la jubilación.
—¿Por qué me ha ocultado la verdad?
—Ahora le estaba escribiendo.
—¡Estoy delante de usted, así que hable conmigo!
—Seguramente piensa en ese chalado que se pasaba el día en su habitación. Después de dudar en ingresarle por demencia precoz, me conformé con neutralizarlo. ¡Si hubiera permitido que le contara su historia, usted habría sido capaz de hacer sesiones de hipnosis para llegar hasta el fondo! Si la saqué del coma, no fue para que volviera a caer en él usted sola.
—¡Chorradas! —gritó Lauren, golpeando con el puño el escritorio del profesor Fernstein—. ¡Dígame la verdad!
—¿Realmente quiere saberla? Le advierto que no es fácil de escuchar.
—¿Para quién?
—¡Para mí! ¡Mientras yo la mantenía con vida en mi hospital, él aseguraba que vivía con usted en otra parte! Su madre me aseguró que ustedes dos no se conocían antes del accidente pero, cuando él me hablaba de usted, cada una de sus palabras me demostraba lo contrario. ¿Quiere escuchar lo más increíble de todo? ¡Se mostró tan convencido, que estuve a punto de creer en esa fábula!
—¿Y si fuera cierto?
—Ahí está el problema: ¡me habría sobrepasado!
—¿Y por eso me ha mentido todo este tiempo?
—Yo no le he mentido, sino que la he protegido de una verdad imposible de admitir.
—¡Me ha subestimado!
—Sería la primera vez, así que no irá a reprochármelo.
—¿Por qué no intentó comprenderlo usted?
—¿Y para qué? Fue a mí a quien subestimé. Usted tiene toda la vida por delante para arruinar su carrera dilucidando este misterio. He conocido a varios estudiantes brillantes que quisieron hacer avanzar la medicina demasiado deprisa, y todo ellos se echaron a perder. Un día se dará cuenta de que, en nuestra profesión, el genio no se distingue ensanchando los límites del saber, sino haciéndolo a un ritmo que no desequilibre ni la moral ni el orden establecidos.
—¿Por qué renunciar?
—Porque usted va a vivir mucho tiempo y yo voy a morir muy pronto. Una simple ecuación temporal.
Lauren se calló. Miró a su viejo profesor, al borde de las lágrimas.
—¡Se lo suplico: no me haga pasar por esto! Por eso prefería escribirle. Hemos pasado juntos unos años maravillosos, no voy a dejarle como último recuerdo el de un viejo profesor patético.
La joven interna rodeó el escritorio y estrechó a Fernstein contra ella. El se quedó con los brazos colgando. Luego, algo turbado, acabó por abrazar a su alumna y le susurró al oído:
—Usted es mi orgullo, mi mayor logro. ¡No renuncie nunca! Mientras esté aquí, yo continuaré viviendo a través de usted. Más adelante, le tocará enseñar; tiene aptitudes y talento para ello. Su único enemigo será su carácter, pero con el tiempo, ya lo arreglará. Míreme a mí, no lo he hecho tan mal. ¡Si me hubiera conocido a su edad! Vamos, ahora váyase de aquí sin mirar atrás. Es muy probable que llore por su causa, pero no quiero que se dé cuenta.
Lauren abrazó a Fernstein con todas sus fuerzas.
—¿Qué voy a hacer sin usted? ¿Con quién me voy a encabritar? —dijo ella, sollozando.
—¡Ya se casará!
—¿No estará aquí el lunes?
—Aún no habré muerto, pero ya me habré marchado. No volveremos a vernos, aunque pensaremos a menudo el uno en el otro, estoy seguro de ello.
—Le debo tantísimas cosas...
—No —dijo Fernstein, alejándose un poco—. Sólo se las debe a sí misma. Lo que yo le he enseñado se lo habría podido enseñar cualquier otro profesor, pero la diferencia está en usted. Si no comete los mismos errores que yo, será una gran médica.
—Usted no ha cometido ninguno.
—Hice esperar a Norma demasiado tiempo; si le hubiera permitido entrar antes en mi vida, si yo hubiera entrado en la suya, habría conseguido ser mucho más que un gran profesor.
Le dio la espalda e hizo un gesto con la mano: ya era hora de que se fuese. Y, tal como había prometido, abandonó aquel despacho sin mirar atrás.
Paul había llevado a Arthur a su casa. Cuando apareció la señora Morrison en compañía de
Pablo
, se escabulló hacia el despacho. La jornada del viernes siempre era demasiado corta y tenía un montón de trabajo atrasado. Antes de su partida, Arthur le pidió un último favor, algo con lo que llevaba varios días soñando.
—Ya veremos cómo te encuentras mañana por la mañana. Pasaré a verte esta noche. Ahora, descansa.
—¡Pero si no hago otra cosa!
—¡Muy bien, pues continúa!
Lauren se encontró un sobre de papel de estraza en su buzón. Despegó la pestaña mientras subía las escaleras. Al entrar en su apartamento, sacó del sobre una gran foto que iba acompañada de una notita.
En el transcurso de mi carrera, he resuelto la mayor parte de los enigmas buscando la solución en la escena del crimen. Aquí tiene la foto y la dirección de la casa donde la encontré. Cuento con su discreción. Esta carpeta se perdió por descuido...
Buena suerte.
GEORGE PILGUEZ
Inspector de policía retirado.
P. D.: No ha cambiado usted nada.
Lauren volvió a cerrar el sobre, consultó su reloj y fue enseguida al ropero. Mientras preparaba su bolsa de viaje, llamó a su madre.
—No es muy buena idea, ¿sabes? La última vez que te fuiste de fin de semana a Carmel...
—Mamá, sólo te pido que te quedes con
Kali
un poco más.
—Me hiciste prometer que no te tendría miedo, pero no puedes prohibirme que tenga miedo por ti. Sé prudente y llámame para decirme que has llegado bien.
Lauren colgó. Regresó al ropero y se puso de puntillas para llegar a otras bolsas de viaje. Empezó a llenarlas apilando prendas de vestir... y muchas otras cosas.
Arthur se había puesto un pantalón y una camisa. Dio los primeros pasos en la calle del brazo de Rose Morrison.
Detrás de ellos,
Pablo
tiraba de su correa, frenando con las cuatro patas.
—¡Ya veremos el final de la película cuando hayas hecho lo que tienes que hacer! —le dijo la señora Morrison a su perro.
La puerta del apartamento se abrió. Robert entró en el salón, Lauren estaba de espaldas y la estrechó entre sus brazos. Ella se sobresaltó.
—¡No quería asustarte!
—Pues lo has hecho.
Robert miró el equipaje agrupado en mitad de la estancia.
—¿Te vas de viaje?
—Sólo el fin de semana.
—¿Y necesitas todas esas bolsas?
—Solamente la pequeña y roja que hay en la entrada, las demás son las tuyas.
Se acercó a él y le puso las manos sobre los hombros.
—Tú dices que las cosas han cambiado desde mi accidente, pero no es cierto. Antes tampoco éramos muy felices. Pero yo tenía mi trabajo, que me impedía darme cuenta. Lo que me fascina es que tú no lo hayas sabido ver.
—Tal vez porque te quiero.
—No, lo que amas es nuestra relación; nos protegemos el uno al otro de la soledad.
—Ya no pitamos tan mal.
—Si fueras más sincero, serías más lúcido. Quisiera que te marcharas, Robert. He reunido todas tus cosas para que te las lleves a tu casa.
Robert la miró con aspecto desamparado.
—¿Así que ya está, has decidido que se ha terminado?
—No, creo que lo hemos decidido juntos, pero yo he sido la primera en formularlo, eso es todo.
—¿No quieres que nos demos una segunda oportunidad?
—Sería la tercera. Hace ya mucho tiempo que nos conformamos con estar juntos, pero este conformismo no es suficiente, ahora necesito amar.
—¿Puedo quedarme aquí esta noche?
—¿Lo ves? El hombre de mi vida jamás habría preguntado eso.
Lauren cogió su bolsa. Besó a Robert en la mejilla y salió del apartamento sin mirar atrás.
El motor del viejo coche inglés contestó de inmediato. La puerta del garaje se elevó y el Triumph se lanzó hacia Green Street. Giró en la esquina de la calle. En la acera, un jack russell correteaba hacia el parque, y un hombre y una anciana pasaban cerca de un plátano.
Eran casi las cuatro de la tarde cuando cogió la autopista 1, la que bordea el Pacífico. A los lejos, los acantilados parecían recortarse en la bruma, como un bordado de sombras rodeado de fuego.
Al caer el día, llegó a una ciudad casi desierta. Dejó el coche en el aparcamiento junto a la playa y lo instaló, sola, en el malecón. Grandes nubes ocultaban el horizonte. A lo lejos, el cielo viraba del malva al negro.
Cuando comenzaba la noche, bajó al Carmel Valley Inn. La recepcionista le entregó las llaves de un bungaló que daba a la bahía de Carmel. Lauren deshizo su equipaje cuando los primeros rayos rasgaron el cielo. Corrió al exterior para poner su Triumph al abrigo de un tejado y regresó bajo una lluvia diluviana. Enfundada en un albornoz de algodón grueso, encargó una bandeja y se instaló delante del televisor. En la ABC estaban dando su película preferida,
Tú y yo
. Se dejó mecer por las gotas que golpeaban los cristales. Con el beso que Cary Grant dio por fin en los labios a Deborah Kerr, cogió la almohada y la apretó contra su cuerpo.
La lluvia cesó a última hora de la madrugada. Los árboles goteaban en el gran parque y Lauren seguía sin poder dormir. Se vistió, se echó una gabardina encima de los hombros y salió de la habitación.
El coche recorría los últimos minutos de aquella larga noche, y los faros iluminaban las rayas anaranjadas y blancas que se alternaban entre cada curva tallada en la parte cóncava de los acantilados. Adivinó a lo lejos los contornos de la propiedad y se metió por un camino de tierra batida. Después de una curva aparcó en un hueco, escondiendo el coche detrás de una hilera de cipreses. El pórtico verde de hierro forjado se alzaba ante ella. Empujó la verja cerrada con la cadenilla de un letrero que indicaba la dirección de una agencia inmobiliaria de la bahía de Monterrey. Lauren se deslizó entre los dos batientes.
Contempló el paisaje que la rodeaba. Largas franjas de tierra ocre, donde había plantados algunos pinos piñoneros y plátanos, secuoyas, granados y algarrobos, parecían extenderse hasta el mar. Subió por la pequeña escalera de piedra que bordeaba el camino y, a mitad del trayecto, adivinó a su derecha los restos de una rosaleda. El jardín estaba abandonado, pero una multitud de perfumes entremezclados despertaban a cada paso un carrusel de recuerdos. Las hojas de los árboles vibraban por el viento ligero del alba.