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Authors: Juan Benet

Volverás a Región (21 page)

BOOK: Volverás a Región
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pot-pourri
, surge otra vez la cadena brutal de explosiones de un motor que a todo gas se ha puesto de nuevo en marcha a pocos metros de su lecho. Entonces se levanta y se pone a gritar, está atardeciendo. El sol se ha ocultado detrás de los sombríos montes de pizarra y contra un cielo purpúreo describen sus altos círculos una pareja de aguiluchos que no parecen afectados por esa extraña contingencia. Cuando exhausto y afónico comprende la inutilidad de su gesto se ha hecho de nuevo el silencio, tras unos resoplidos fallidos y fatídicos que se prolongan lo bastante para resultar convincentes. No está dormido, ni se siente febril y como la luz declina, decide, antes de que se haga de noche, deshacer su camino para inspeccionar los alrededores. Pero no logrará encontrar nada hasta que, desconcertado y entristecido, se verá obligado a hacer noche en aquella misma peña donde horas antes, con un estado de ánimo bien distinto, había decidido hacer un alto en aquel itinerario que se iba desarrollando de acuerdo con los mejores auspicios. Así que enciende la lumbre y ante ese fuego corto y azulado de las raíces del roble, con unos cuantos mordiscos a las galletas y al queso —porque ya recela del vino su espíritu se reconforta para recobrar una parte de aquella confianza cuya pérdida una vez más atribuye al cansancio, las moscas o el sol. El cielo está estrellado y en derredor suyo cantan los grillos; poco a poco se va sintiendo vencido por un sueño que se promete reparador. ¡Cómo te equivocas, paisano! Un poco antes de la medianoche una luz inesperada, acompañada del canto de una carraca, le deslumbra y despierta. Ofuscado, obligado a protegerse la vista con las manos y a gatear con los codos para salirse de entre las matas, acierta a levantar la cabeza. Pero ¿qué haces, desgraciado? Antes de que un círculo de luz fosforescente, en cuyo centro parpadea una luz roja envuelta en capitosos vapores, se desvanezca en la noche entre furiosos aleteos y graznidos, un terrible e instantáneo aguijón se hunde en su espalda a la altura de sus riñones para derrumbarle de nuevo al suelo entre gritos de dolor y lágrimas de miedo; y toda la noche permanecerá tirado sobre la roca, tembloroso y tiritón, mordiéndose las falanges, acariciando con temor y aprensión el bulto ardiente que emerge de la picadura, maldiciendo su imprudencia, insultando a esa tierra que no se deja hollar y que sólo otorga su hospitalidad a los ángeles caídos..., el joven Aviza, el viejo Atilano, los Cayetano Corral, Eugenio Mazón, Enrique Ruán, adversarios en la victoria y hermanos en el pavoroso exilio. También se dice que por allí existe —aunque el viajero nunca lo logrará saber con certeza— una especie degenerada de ave rapaz, de plumaje oscuro y alas cortas y pegajosas (una suerte de cuervo de corral, hipertrofiado de abdomen, de extraña torpeza y ninguna inteligencia) que parece haber perdido el derecho a perpetuarse y que, en su fase de extinción, sólo acierta a alimentarse de insectos nocturnos, en las noches claras, gracias a una estratagema de la luz que refleja en su paladar. Son —en cierta manera— parecidos a aquellos hombres y mujeres fosforescentes que por un azar —no por una tradición— solían en el verano concentrarse en un caserón de las riberas altas del Torce al que aun careciendo de manantial transformaron en balneario para poder jugar toda la noche, en la primera década del siglo. Fue en aquellos años cuando ciertas licencias en las costumbres de la alta burguesía acarrearon tal incremento de las enfermedades secretas —que entonces adoptaron tal título— que en casi todos los ríos se alumbraron manantiales con poderes curativos. «Yo creo que por aquel tiempo —había de añadir el Doctor, y si no lo añadió lo pudo hacer— también se inventó el verano. No sé mucho de historia, pero no puedo menos que pensar que un gran número de cosas que hoy consideramos naturales y que, a primera vista, han existido siempre, son en realidad consecuencia de la máquina de vapor: el verano, la noche de bodas y —en gran medida— el horror. O al menos se revistieron entonces de una nueva importancia y una intención social de indudable carácter. Mi padre fue el prototipo de persona nacida en un medio rústico, arrastrada por su tiempo a otro muy distinto y que, en verdad, nunca llegó a comprender. Fue telegrafista, pero hasta muy entrada su juventud no había conocido otro sistema de comunicación a distancia que las señales de fuego. Compréndalo, después de eso que el telégrafo tuviese hilos o no ¿qué importancia podía tener? Lo importante e incomprensible fue lo primero, la rueda maldita que giraba a una velocidad endemoniada y que perforaba en el papel lo que a cualquier insensato se le podía ocurrir en el otro extremo de la península o en el más allá. Y eso, a una persona como mi padre no sólo no le incrementó su confianza en su país y en sus contemporáneos, sino que le restó la poca que tenía. Esa civilización demoníaca —esto es, inútil e impuesta, dada que no elegida— tenía que, para ser atractiva, presentar su contrapartida y por eso se inventó el verano, los viajes de placer, la emancipación de la mujer y tantas otras cosas que a nadie un poco avisado le tentaban lo más mínimo. Y para disfrutar de todo ello también se inventó Región. Pronto comprendieron que como se trataba de una civilización cuyo mayor orgullo era que se diferenciaba de todas las anteriores, muchas cosas que habían existido con anterioridad (tales como el adulterio, la virtud, el fraude, el amor al prójimo) debían adaptarse a las nuevas circunstancias y vestirse con la ropa adecuada. Y entre ellas —y no la menos importante— el miedo. Ya se comprende que como el miedo siempre se refiere a algo cambia mucho con los gustos y las modas. Aquellas máquinas y aquellas costumbres acabaron con muchos miedos de carácter menor y casi familiar— que eran un alivio para el hombre, como se vino a demostrar después porque a partir de entonces surgió el miedo a sí mismo y sobre todo a sus semejantes. Y sin embargo, creo que nunca se percataron cabalmente de la trampa en la que habían caído; fue un momento difícil, el país vivía en paz, el bandolerismo, la facción política habían pasado a la historia, unos casos aislados de suicidio o de locura no eran suficientes para disipar la alegría de aquella inconsciente convivencia. Cuando yo llegué a la edad de la razón muchos hombres conservaban una barba hirsuta, de color de humo; parecían tranquilos, decentes, bastante cultivados y enteros. Y creo que también gozaban de una salud más corta pero más completa; es decir, tenían tan buena salud que morían muy jóvenes. Fue una generación notable que desapareció —
spurlos versenkt
— en menos de cuarenta y cinco años y de la que hoy ya no se acuerda nadie. Aún conservaban la costumbre dé subir al monte casi todas las semanas, espoleados por el miedo ciudadano, armados de una garrota y una navaja, ya que nunca se decidieron a aceptar la escopeta que les ofrecía El Siglo XX, aquel pedante almacén atiborrado de géneros, quincalla y molinillos domésticos, que se abrió en cada pueblo. Se escondían entre los matorrales, se llamaban unos a otros imitando el canto del pecu o del faisán y, de tarde en tarde, le abrían la cabeza a una zorra o a un peluquero, de un solo garrotazo. Acostumbraban a poseer a su mujer los sábados por la tarde —antes del paseo— y los domingos por la mañana se bañaban en un barreño de agua tibia y cambiaban la blusa de fustán por una extraña pechera escarolada por entre cuyos pliegues y ojales asomaban —como restos de otra edad— aquellos pelos morenos y rizados. Acudían a misa y al paseo y a la tertulia siempre del brazo de la mujer: tenían mucho más de domesticados que de civilizados; en verdad, se veía que aquellas costumbres y aquella vida ciudadana les encajaba y cuadraba tan bien como el traje de camarero con que se viste a un mono en un entreacto circense. No sólo era falta de confianza lo que se vislumbraba en el guiño de sus ojos, era miedo, algo de furor, un extraño fluido que debajo de cada almidonada pechera vibraba y pugnaba por salir de ella, parecido al zumbido interno que se percibe en los postes de conducción eléctrica mucho antes de que en el horizonte asomen los primeros síntomas dé la tormenta. Era una pasión anacrónica, pero no suicida; no tenía en cuenta a sus hijos —bien es verdad— ni se paraba a pensar en el progreso porque no acertaba a creer en el fin del rencor. Lo único que puede progresar es la ingenuidad, eso ya se sabía por entonces: esas abuelas en cuyo vientre se engendró la soledad y que, respirando su propio horror, deambulan sin sentido ni duración (no existe el aburrimiento ni el tiempo ni la memoria en esa suerte de limbo sideral en el que oscilan) por las desnudas habitaciones donde la luz no ha entrado desde hace años para no levantar acta del estado de ruina; y ese pequeño jardín donde antaño se celebraban las veladas de julio y septiembre, que han convertido ^en el minúsculo huerto cavado con la pala y la rastrilla del niño que vivió lo justo para morir o enloquecer en la guerra civil, y del que logran sacar unas pocas patatas pardas, algunas matas de habas y unas cuantas plantas de col polaca con la que en tiempos mejores se alimentaba el ganado de matanza y que, hervida con un poco de sal gruesa, constituye la alimentación básica de la generación superviviente; sus grandes hojas pálidas cuelgan a secar y amarillean junto a las centenarias palmas en casi todos los balcones del barrio aristocrático del tiempo de la regencia lo que da a Región, cuando se entra por el puente de Aragón, ese singular aspecto de estación bacaladera. Existe una terracilla donde secan unas pocas mazorcas y un pozo del que la anciana, una vez a la semana, saca un cubo de agua que hervirá durante seis días encima del hogar, alimentado con patas de sillones y viejas mecedoras, montones de libros y retratos patricios que en la hipóstasis del fuego lanzan su última mirada de sereno rencor hacia las tinieblas de la supervivencia, desde las primeras horas del domingo hasta el atardecer del sábado no se sabe si para hacer comestible la hoja de ese cardo o para mantener viva —a fuerza de palmetazos— la llama memorial de los difuntos en una enorme y desvalijada cocina convertida en santuario gracias a una estampa ahumada que representa un beato levantino el cual contempla el crucifijo que sostiene con las manos en alto con el mismo supino asombro con que el pescador extasiado levanta una pieza que no esperaba cobrar. Vecina al hogar una habitación en sombras —se han caído y roto los cristales y los huecos se hallan cubiertos de papeles y esparadrapos— conserva aún un resto de mobiliario: el lecho virginal que ha perdido su dosel pero ornado aún con el rosario colgado en la cabecera, el espejo cuyo azogue se ha ido desprendiendo para dejar a la vista las manchas y escamas del degenerado estaño, y el pequeño tocador donde ya no queda sino un solo frasco que no sostiene sino polvo endurecido sobre una sustancia seca y transparente como resina mineralizada en la que quedó encerrada y conservada una mariposa nocturna para materializar y preservar la imagen del revolotear sin causa. Hasta hace relativamente poco tiempo, los seguía visitando aun cuando ni siquiera se apercibían ya de mi presencia: un brazo delgado, duro y pálido como un cirio, cubierto de una piel moteada de manchas ocres y lentejuelas pardas y encrespadas venas donde yo aplicaba el aparato para constatar una vez más que aquel pulso hermético y empecinado, sitiado por la soledad y e¡ desamparo, seguía latiendo con el mismo ritmo violento que el día de sus primeros amores. Y no lo comprendía; trataba de hacerlo y, una y mil veces, hasta el enfurecimiento, de llegar a entender la razón de ese asedio y de tal resistencia sin tener que recurrir a la respuesta más obvia: sólo vivimos para nosotros, tan sólo es necesario un suelo de odió y rencor para alimentar y desarrollar y hacer prevalecer a la planta humana. Y ese pulso no es nada misterioso, la medida del rencor, acaso el mismo furor que vibraba en las pecheras almidonadas, aquellas gorgueras y puñetas escaroladas que quedaron manchadas de sangre, colgando desgarradas entre los matorrales del monte de Mantua a lo largo de un camino señalado por fichas de nácar, restos de cadáveres mutilados y esqueletos que se conservan completos bajo aquellas balmas, vestidos de levita y calzados de botines. Tan es así que sin mucho esfuerzo se llega a pensar hasta qué punto es verosímil esa maldición, hasta qué punto el futuro (persistiremos mucho en llamar futuro a eso, el verano de las viudas, las hojas hervidas de la polaca, las reverberaciones urticantes de un pasado dominguero?) ha de seguir determinado por la cerrazón y la puntería y el insomnio de ese viejo guarda. Quizá ya no existe sino como cristalización del temor o como la fórmula que describe (y justifica) la composición del residuo de un cuerpo del que se sublimaron todos los deseos. Ahora sabemos lo caro que costaban, un precio que no es comparable al poco valor de lo que ahora gozamos; al conjuro de esta cuenta se ha decidido —créame usted— que la maldición se prolongue cuanto sea posible. Por eso acostumbran a ir allí cada año, a escuchar los disparos celestiales de un Numa que, por lo menos, no se equivoca nunca. No entrega nada pero al menos no permite el menor progreso; no aprieta pero ahoga. No vea usted en él una superstición; no es el capricho de una naturaleza ni el resultado de una guerra civil; quizá todo el organizado proceso de una religión, unido al crecimiento, desemboca forzosamente en ello: un pueblo cobarde, egoísta y soez prefiere siempre la represión a la incertidumbre; se diría que lo segundo es un privilegio de los ricos. Yo no creo que siempre fuera así, pero a estas alturas es difícil— hacerse cargo de cómo el crecimiento y el progreso —esa acumulación de números y subterfugios con que la historia se regala a sí misma para darse un aspecto consolador— han trastornado nuestra naturaleza original. ¿De qué estaré hablando, demonio? Pues bien, no cabe duda de que el así llamado progreso se consigue a costa de algo, quizá de lo que no puede progresar; el juicio, el sano juicio, es uno de ellos, ¿no será menester sacrificarlo si hemos de andar todos al mismo paso? Esa enfermedad se avecina. El Numa no es más que el pródromo. Es cierto que vivíamos atrasados, ¿y por qué no habíamos de hacerlo así? Y ahora nos estamos embutiendo en un disfraz sin saber cuáles eran las ventajas del antiguo vestido, sólo porque era una antigualla. Al hombre le pasa lo mismo, es otra antigualla. Cuando se escribe tanto acerca de él es porque apenas cuenta, a punto está de ser retirado a los desvanes y los museos. Lo que importa es su sociedad, su religión, su estado y su silencio; en tiempos de mi padre se creía todavía que había que cuidar y celar esas cosas para servir al individuo; y ahora, a lo más, es al revés. El hombre es una pieza arqueológica; en tiempos de mi padre se creía que era posible redimirle de su esclavitud y liberarle de la explotación por sus semejantes; y todo eso ha venido a parar en que ya nadie explota pero todos somos explotados, por el Estado, por la religión, por el bien común, por lo que sea y contra lo que nadie puede luchar de forma que lejos de suprimir la explotación lo que se ha hecho es transformarla en cosa invulnerable y sacramental. Y los que antes eran unos retrógrados hoy serán unos adelantados y así será siempre, en este mundo. Lo que no sabía la generación de mi padre es que aquella fuerza común que había de liberarles de sus opresores iba, inconsciente, taimada y sibilinamente (y lo que es peor, con el consenso de todos) a transformarse en un instrumento impersonal y electivo de explotación contra el que, por su propia índole, no cabe lucha alguna. Me imagino que así debe ser el reino de los cielos: apenas nos hemos apercibido de ello y estamos cruzando sus umbrales. Y todo por hablar demasiado de los hombres y de sus derechos. Pero ¿es que se habían preocupado alguna vez de aquella palabra?, ¿una denominación común implicaba unos derechos?, ¿no bastaba con llamarse Sebastián o Mazan o Tomé para saber lo poco que había de común entre ellos?, ¿qué derechos podían gozar en común sólo porque una palabra, cuyo significado a diario se cuidaban de negar, les abrazase a todos para destruir aquella condición diferencial que les había bautizado? Así que la cabeza del rey Sidonio —como reza la leyenda— saltando sobre las aguas revueltas del Torce y remontándose aguas arriba hacia sus escondidas fuentes ¿apunta hacia el poder omnímodo de un río y de un monte que no admite n otra jerarquía ni otro estado de cosas que el dictado de sus caprichos? ¿Y la locura del joven Aviza, abriendo las entrañas del cadáver de su padre para purgarle del vino que lo mató (y al clamor de las copas sucede el de las espadas ultrajadas), informará para siempre la conducta de un pueblo desahuciado y envilecido, empujado hacia la decadencia y el atraso a fin de preservar su legítima potestad? Tal es el enigma que en estos años, quizá en estos días, se ha de resolver. Cuando se levanta el telón para dar comienzo al segundo acto (o tercero, cuarto... ¿qué más da?) se advierte al instante que el escenario ha cambiado: la escena representa, con un decorado convencional, un paraje semejante al anterior pero el estado del tiempo es mucho menos apacible que en los días venturosos de la mina y la casa de juego; corre una ligera brisa setembrina —no se sabe qué preludia— y los urces se agitan con un susurro singular; acaso como símbolo de la paz perdida, en el centro, una pastora tocada a la usanza del país, apacienta el rebaño que bala entre las peñas sin temor. Yo no he visto nunca pacer a las ovejas con temor, pero eso, amiga mía, es igual. Al pronto surge por el lateral derecho una agitada turba de caballeros vestidos a la moda de 1925, los unos a caballo, los seguidores a pie, armados de toda clase de instrumentos. En segundo plano, apenas visibles, se distinguen unos militares con sus teresianas azules. Al balido de las ovejas suceden los ladridos de la jauría y el toque de las cornetas. Al detenerse la turba en el centro se levanta una nube de polvo que durante varios minutos —o largas horas— oculta los confines de la sierra mientras otro toque cazador, mucho más lejano, indica que un segundo escuadrón cabalga por las riberas del Torce. Un corneta —portavoz de los caballeros— descabalga y se dirige a la pastora con tonos agresivos y apremiantes para que, sin la menor dilación, le señale el camino que ha seguido el fugitivo. La pastora, indiferente, se arregla la falda, se sacude el polvo y le mira de soslayo. Hay quien opina que no se trata sino de la vieja barquera, en uno de sus famosos travestis. Todos los caballos relinchan a la vez y la turba se impacienta. El corneta le advierte, con malos modos, que su vida peligra pero la pastora, a guisa de respuesta, saca de entre las faldas un caramillo y entona una canción obscena. Muchos caballos se ponen de manos y algunos jinetes, mal precavidos o poco diestros, muerden el polvo. Por entre los brezales, apartando las ramas, surgen las miradas llenas de malicia de la

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