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Authors: Juan Benet

Volverás a Región (31 page)

BOOK: Volverás a Región
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No era aún de día cuando el Doctor despertó. Había oído esos ladridos desolados de «un perro que a tales horas también cree en los fantasmas»
[3]
, envueltos en un olor especial, aquel aroma combinado del salitre y la fetidez orgánica, primer síntoma de las noches de venganza.

Se levantó inquieto pero antes de llegar a la mesa tropezó un par de veces con sus zapatillas. Entonces le llegó el ruido del motor y un reflejo del resplandor de los faros asomó por el ventanal. Buscó el vaso y contempló el desorden de la mesa, intacto durante varios años, los montones de papeles, carpetas y libros donde no había puesto los ojos desde no sabía cuándo. En el borde de la mesa estaba aún la fotografía. No era una tarjeta. Se caló los lentes y con manos temblorosas la observó con atención: una fotografía de carnet con los bordes arrugados y amarillentos, una cara aguda y una mirada oblicua pero no particularmente penetrante, dignificada y entontecida por un punto de anacronismo. En el revés tenía una inscripción a lápiz medio borrada, un nombre del que sólo la primera sílaba era reconocible y una fecha que había sido tachada. «Olvidó usted el salvoconducto. No le iba a servir de nada pero de cualquier forma se le ha olvidado. Se le ha olvidado también que las cosas son como son y que nadie es capaz de volverlas atrás. Si hemos aceptado tu ley es porque el que venga a cambiarla impondrá una más dura. Deja las cosas como están y no la permitas llegar. Aquellos que no se conforman con su desgracia, en esta tierra nuestra, acarrean la catástrofe. Deja las cosas como están y cumple con tus compromisos de la misma forma que nosotros acatamos tu mandato.»

Los pasos de arriba sonaron con mayor violencia y de nuevo prorrumpió en voces. «Cálmate, hijo, cálmate.» Se bebió una copa de castillaza; luego fue al baño y llenó un vaso de agua donde echó una pastilla. Mientras revolvía observó la noche por la ventana, el primer resplandor en el horizonte, y pensó que debía estar subiendo la presión; soplaba el viento del norte para llevar hasta allí el aroma del espliego y los mirtos del monte. Luego dio una vuelta a la casa para comprobar que todos los cierres estaban echados. Se asomó a la ventana del despacho y tanteó la reja. Luego se detuvo a escuchar. Los pasos se habían detenido y sólo de tarde en tarde se oía un suspiro. «Cálmate, que ya queda poco.» Cerró la puerta, echó la barra y apretó el candado. De una escarpia detrás de la puerta descolgó una llave del tamaño de una pistola. En el piso de arriba volvió a comprobar la firmeza de los cierres. Luego encendió la luz del rellano; era una puerta más fuerte que las demás, al final del corredor, cerrada por una barra de acero que la cruzaba en diagonal. Golpeó con los nudillos y esperó. No se oyó el menor ruido, la habitación estaba encendida y por el resquicio inferior asomaba una raya de luz azulada. Volvió a repetir la llamada y entonces se oyó un gemido.

—¿Qué te ha pasado? ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué has gritado tanto? Los sollozos, entrecortados, se hicieron continuos.

—¿Qué te pasa, hombre? ¿Por qué lloras?

Con sumo tiento descolgó la barra, dejando el vaso en el suelo. Metió la llave y dio una vuelta a la cerradura, cuidando de no hacer ruido, sosteniendo la empuñadura con ambas manos. Luego aplicó el oído a la puerta.

—Dime, ¿estás acostado?

Cogió el vaso con la izquierda y abrió la puerta de un golpe.

Estaba en el fondo del cuarto, acuclillado en un rincón, con las manos cogidas sobre la nuca tapándose los oídos con los brazos. Estaba descalzo, las piernas abiertas salpicadas de barro y estiércol. Despacio, levantó hacia él sus gafas no tanto con objeto de mirar como de ser visto. Tenía la cara bañada en lágrimas, la boca abierta y el labio inferior, mojado por ellas, temblaba convulsivamente; un halo sombrío y morado parecía nacer de sus lentes para envolver su cara con un desordenado reverbero. Inmóvil, tras tres o cuatro vacilaciones, pareció crecer en lugar de incorporarse, como si hinchado repentinamente de un gas se hubiera liberado de sus amarras para ocupar toda la altura del rincón. El Doctor dejó el vaso en el suelo.

—Espera, espera —le dijo.

No veía; detrás de los gruesos vidrios de sus lentes no había sino una turbulenta y delicuescente mezcla de brillos y lágrimas, temblor y furor. No dijo nada tampoco, de la boca abierta emergió ese género de sonido hueco y débil, como el de un conducto obturado, que no es más que el aborto de otro cualquiera.

—No, no era ella. Espera. Te digo que no era ella. Créeme. ¿Cómo crees que te iba...?, hijo...

La puerta se cerró de nuevo bajo su peso. Antes de que su vista se nublara alcanzó a ver aquellos ojos; detrás de los vidrios había también una amorfa, iridiscente sustancia donde fosforescía el acecho anterior al asalto, que con su quietud, severidad y dureza reflejaban el consenso de una conciencia oculta a la venganza de aquella sustancia.

Cuando su cabeza fue golpeada contra la pared sus lentes cayeron al suelo y de su boca salió la palabra «hijo», como si caída y palabra fueran las dos acciones de un mecanismo. Volvió a repetirla —mecánicamente, el sonido que fue repetido con la gradual disminución del muñeco que va perdiendo su cuerda— tres o cuatro veces al compás de los golpes de su cabeza hasta que, casi abatida, sus ojos rodaron por las órbitas para quedar mirando al suelo como dos bolas prisioneras que al desprenderse del mecanismo caen al fondo de las esferas.

El ruido de sus pasos descalzos sonó por el corredor hasta que cayó por las escaleras.

Durante el resto de la noche en la casa cerrada y solitaria, casi vencida por la ruina, sonaron los pasos apresurados, los gritos de dolor, los cristales rotos, los muebles que chocaban contra las paredes; los muros y hierros batidos, un sollozo sostenido que al límite de las lágrimas se resolvía en el choque de un cuerpo contra las puertas cerradas. Hasta que, con las luces del día, entre dos ladridos de un perro solitario, el eco de un disparo lejano vino a restablecer el silencio habitual del lugar.

Pantano del Porma, 1962. — Madrid, 1964.

[1]
El Doctor sabía muy bien a lo que se refería y podía, con cierto conocimiento de causa, hacer patentes ciertas reservas a las que evidentemente deseaba sustraerse. Pero en cuanto Doctor y en cuanto mentor accidental no podía menos de interrogarse —y de interrogarla— acerca de una conducta que, habiendo dejado tantos puntos oscuros, no servía para justificar una decisión tan grave como su viaje. Aun cuando a veces se trataba de leyenda y otras veces de realidad lo cierto es que existía una finca que en tiempo fue propiedad de Alejandro Cayo Mazón; existía también una fotografía de su pupilo y una requisitoria —que podía comprobarse en cualquier hemeroteca— del juzgado de Región reclamando la comparecencia de aquellos reos en rebeldía. La sentencia no se hizo pública; solamente el señor Rubal, el único de ellos que fue aprehendido, fue sentenciado a la pena capital y desapareció en las sombras de la posguerra al poco tiempo de terminarse la guerra, llevándose consigo los secretos dei sumario. Pero en aquella sentencia en rebeldía —yen la fotografía ulteriormente, que no correspondía a la época de la guerra— estaba implícita la supervivencia de unos reos que, veinte años después, fueron dados por muertos. Aparte de la leyenda del Numa existían, además, los disparos y —como consecuencia confirmatoria— la inviolabilidad del bosque a partir de una revuelta evocadora del camino que el Doctor conocía muy bien a través de una imagen imborrable: una vez hubo de seguir al guarda (semejante a una estampa piadosa y caminera, un chambergo de peregrino y una espalda encorvada por sus muchos años o por el peso de un inmenso gabán) hasta un lugar extraño, metido en el fondo de un valle, unas pocas casas de piedra en seco cubiertas de pizarra y paja, escondidas entre la arboleda, de donde salía humo, para asistir de parto a una dama que ocultó su identidad tras un velo negro. Le habrían visto volver, al final de un verano, dos o tres años después, sin guarda ni mulo ni alforja, ni cabás, repentinamente flaco, desencajado de cara y la ropa estropeada, aunque con un paso más resuelto y una apostura más recia. Cuando a la vuelta de aquel viaje entró en su casa y vio a su madre —la viuda le había esperado todo el verano, sentada a la mesa de despacho de su padre que conservaba el olor de papel engomado, con el puño cerrado apoyado en la mesa sobre una factura impagada y, con una altiva sonrisa de triunfo, la mirada clavada sobre la puerta que tarde o temprano se tenía que abrir— tal vez tenía tomada su decisión. Pero es probable también que aquella actitud le determinara a cerrar la puerta de nuevo y volverse a Región para alquilar un coche; cuarenta y ocho horas después abrirá de nuevo la puerta, empujando hacia el interior una muchacha muy tímida y humilde, para decirla: «Ahí tienes a la nueva señora de la casa» y cerrar la puerta trae ella. Todos los años, por las mismas fechas y en cumplimiento de un compromiso, hacía aquel viaje doble para visitar el niño y vigilar su salud y para sanear sus pulmones de aquel ambiente de papel engomado y formaldehído que respiraba todo el año. El niño vivía en la casa de los guardas, separada de la otra. Acostumbraba a llegar a la caída de la tarde y a hacer noche en la casa. A la mañana siguiente le miraba la garganta las pupilas y le auscultaba el corazón. No parecía crecer día a día sino un tanto cada año en el espacio de una noche. Luego la guardesa le lavaba y peinaba, le embutía en un traje de ceremonia y ambos, cerca ya del mediodía, subían a ver a su madre en la otra casa. Era una entrevista breve que no duraba más de un cuarto de hora, en un salón gigantesco y vacío, con el suelo combado, al fondo del cual la señora enlutada la cara cubierta con un velo negro, sentada en un sillón de mimbre que situaba al otro lado de un ventanal para ocultarse de su vista con los rayos de luz que entraban por él. «Buenos días, Doctor, ¿qué tal viaje hizo usted?, ¿cómo se encuentra el chico?» «El chico está fuerte, se ve que le prueba el aire de la sierra» «Un poco pálido, ¿no?» «Ha salido poco el invierno; cosa de bronquios, un par de catarros fuertes.» «Pero nada serio, ¿no?» «No, nada serio.» «Y su educación, ¿conoce las reglas?» « La educación... quizá convendría...» «Buenos días, Doctor, muchas gracias por su visita.» Era un niño que apenas hablaba pero en cuya mirada no había el menor indicio de debilidad, ni la más leve súplica: impenetrable, enigmático y huraño parecía estar tan lejos de solicitar ayuda como de reprocharle su incapacidad para prestarle porque era incapaz de comprender aquella compasión con que podía mirarle el Doctor ya que, no habiendo salido de allí, no tenía la misma idea acerca de su soledad. La última vez había tenido la sensación de que alguien —por el lindero del bosque, el horizonte anaranjado de tanto en tanto por la silenciosa y lejana tormenta que descargaba en la Sierra— le había estado siguiendo, escondiéndose tras los árboles. Era una sensación ya vivida pero no recordada, uno de esos estímulos que —como los aerolitos que cruzan la estratosfera y se funden con su roce— entran en el campo denso de la memoria pero no llegan a caer en ella, dejando una estela de dudosa luz en una zona convexa y sombría de la razón, que posteriormente se unirá a aquella visión casi olvidada, una noche templada en los alrededores de la clínica, unas palabras de funestos augurios y un aliento de un ardiente y violento verano. Una presencia oculta, zumbona e inaprensible, que parecía detectarse en hacerle llegar, a todo lo largo del camino, ciertos guiños de la luz y algunos cucús apenas perceptibles para demostrarle que estaba dispuesta a seguirle hasta aquel lugar secreto. No sabía el Doctor si era el octavo o noveno aniversario pero fue antes de la llegada de la República. Le vio primero bajar las escaleras con porte tranquilo y resuelto, el mismo día de su llegada, una última tarde de una primavera precoz, vestido con el traje oscuro de ceremonia; pero cuando le vio apretó a correr, cruzó junto a él sin mirarle en dirección a la casa de los guardas y la puerta de la finca. Luego oyó un único y débil sollozo en el piso de arriba. En el salón de recepción, apenas iluminado por la luz del crepúsculo, su madre yacía en el suelo, debajo del mueble, observando (su velo se había despojado de su cara por primera vez) el techo de la habitación con la supina, muda y absorta atención de quien en los reflejos de la luz sigue los avatares de un juego en el que ha perdido todos sus envites y agotados sus recursos. No le volvió a ver hasta bien entrada la guerra, diez u once años después, en un pasillo del Comité de Defensa, vestido con una guerrera militar con las insignias de capitán y una pistola al cinto. No supo qué había pasado entretanto, tal vez entre esos dos momentos no media otra cosa que la fuga; como si al abandonar la casa hubiera seguido corriendo hasta el año 1938 para detenerse en el único edificio donde él tenía cabida. Es con certeza el destino el que —aprovechando un instante sin equilibrio y la poca visión de unos ojos cubiertos con un velo negro— impulsará esos pasos infantiles por encima del armario donde se guardaba la famosa medalla, para trazar la carrera de un huérfano, un cabecilla y un desertor. De debajo del mueble solamente sobresalía una pequeña y arrugada cabeza, como la de esa tortuga que en posición invertida ya no pugna por enderezarse y ahorra todo movimiento para prolongar una agonía cierta; se había desprendido su velo y —encaramado en el armario— el hijo de María vio por primera y última vez la cara de su madre: nada más que dos ojos desmesurados, verdosos y alucinantes, alojados en ese montón de podredumbre de que extraían su alimento. Luego tres pasos, tres patadas furiosas y un grito de estupor serán suficientes para lanzarle a esa carrera desenfrenada y fatídica, ese interminable viaje a la noche del odio y la soledad para huir de cuanto le rodea y olvidar la faz de su madre, sepultada bajo el armario, la mano crispada sobre la moneda de oro, convertida por la enfermedad de una sangrienta calavera salpicada de mordeduras negruzcas, dos bolas luminosas encima de un boquete que despedía un intenso tufo de mucosidades.

[2]
Faulkner.

[3]
Nietzsche.

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