Volverás a Región (30 page)

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Authors: Juan Benet

BOOK: Volverás a Región
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Puedes ir sin luces", le dijo. Los demás pasaron a la cabina y nosotros nos acurrucamos debajo de las mantas en el fondo de la caja. Me dijo que me quitara aquel mono embadurnado con la sangre del muerto y que todavía despedía un olor acre y denso y que en cierto modo obraba como una barrera, un sello en lacre impuesto por la guerra y el azar a nuestro mutuo anhelo. Fue en la caja de la camioneta, marchando hacia la sierra una noche fría y despejada que asomaba por los agujeros de la lona y el hueco del fondo; fue al compás de un motor ralentizado y renqueante, entre los crujidos de la madera y los suspiros del cambio de marcha; fue entre el aroma sutil y acerbo de las mantas húmedas cuando el amor de aquel hombre me vino a demostrar que el tiempo puede no existir, fundido en su totalidad entre todos aquellos instantes que acuden en tropel —cuando en el horno colmado de tantas sustancias necesarias para combinar en la fusión el producto final, se introduce al fin la llama—, todos los instantes pasados y futuros de ese largo y penoso proceso de formación de la mujer que se resumen, anticipan, actualizan y estallan cuando el hombre decide introducir la llama que robó al cielo; acuden en tropel y en la medida en que su anhelo se ha visto engañado por los fraudes de la esperanza descubre con incomparable y ay, única lucidez que todo aquel torbellino de emociones sepultadas y premoniciones remotas que nunca saldrán a la luz gozan de un momento de repentino resplandor; un momento a través del cual las estrellas de una noche de febrero y los crujidos de la madera y las sombras de los olmos de la carretera no forman parte de un mundo extraño, distante y hostil sino que constituyen el ornamento excepcional de ese presente fuera del tiempo donde un alma acrisola el orden pasajero del universo.

»Ya lo creo que duró poco. Dura lo que el miedo tarda en volver. Otra clase de miedo que nace de dentro, de un interior al que el éxtasis no ha servido sino para que germinaran recelos, inquietudes y sospechas. Entonces se entra, por decirlo así, en el terreno comercial porque ese interior asustadizo y colérico empieza a sospechar la mixtificación; la mujer lleva dentro un apetito de reclusión —no pudor— que la impide entregarse cuando el miedo anda cerca. Qué frecuente es entonces levantarse de la cama con la sensación de haberse sacrificado en vano por haber querido negociar con un gitano, habiendo pagado el precio convenido para descubrir que todas las nueces estaban podridas. Qué frecuente es tener que volver a esa reclusión involuntaria, bajo el mandato del temor, en la que el amor sexual se ejecuta como uno de los términos de un contrato con el tiempo que el miedo avala; y qué raro es que la mujer haya tenido que recurrir al pago en dinero cuando el trueque que ella desea le es, por naturaleza, negado. Me veo una mañana envuelta en las mantas y la mejilla pegada al cristal para contemplar cómo al pie de la ventana cargaban la camioneta con unas cajas; trato de entender cómo puede el hombre —las mismas manos, los mismos ojos, la misma camioneta— haberse alejado tan rápidamente; cómo la misma atención y la misma intensidad que me tomaron en aquella caja se pueden volver ahora, tres o cuatro días después, hacia un menester tan distinto. Qué capacidad de olvido, qué fuerza para separar las funciones, qué voluntad y qué orden para hacer cada cosa a su tiempo; me veo entonces y me he seguido viendo vuelta de nuevo a la cama para morder el borde de la manta y evitarme a mí misma una explosión de lágrimas que me revelara la pobreza de mi condición. Es cierto, yo no soy la que yo conozco porque la imagen que tengo de mí ha sido trazada en la soledad, purificada por el abandono e idealizada por el amor propio pero no se corresponde ni con la imagen de la joven que no acudió al teléfono pero sí al rincón del alemán, ni con la mujer que por conservar su secreto y preservar su decencia dejó agonizar a Juan de Tomé, en un sótano sin luz, consciente por fin del camino que debía tomar; ni siquiera con la de esa pobre mujer que, habiendo andado el camino, vuelve al sótano y al hotel de Muerte convencida de que, una vez más, es preciso rectificar. Después perdí la noción de las cosas; una mañana primaveral, quizá la primera mañana risueña tras aquel invierno tenaz, estaba yo a la puerta del hotel, después de fregar, secándome las manos en un delantal cuando vi en la carretera la columna de boinas rojas. Llevaban las mantas enrolladas al pecho, los fusiles al hombro y el segundo o tercero de la fila, encorvado bajo el peso del equipo, la bandera de dos colores.

Registraron la casa aunque toda su atención parecía acaparada por los pollos del corral. Matamos unos pollos y abrimos una docena de botellas de vino; cuando acabaron de comer se fumaron un cigarro en la hierba y reanudaron la marcha. Antes de ocultarse en la revuelta de la carretera nos saludaron con los brazos. "Esta historia ha terminado", dijo Muerte. "Terminado? ¿Qué es lo que ha terminado?", pregunté yo, a aquella cara que no comprendía nada. Todavía, puestas así las cosas, qué no hubiera dado en aquellas horas por participar de esa condición masculina que casi siempre encuentra un placer en sus actos, que rara vez y menos en el amor— siente el deseo suicida de desaparecer y sublimarse en aras de una simbiosis sexuada, que cuenta siempre con una naturaleza tan íntegra que no necesita ni el caparazón donde alojarse y un sexo que no tiene por qué aniquilarse o rebajarse para recibir lo que siempre ha considerado una deuda. Volví a salir a la puerta, después de fregar, para contemplar los pocos pollos que quedaban y una pareja de perros que se perseguían y olfateaban por entre la ropa recién lavada. Todavía aquella noche la pasé casi en vela, arrimada a la ventana de atrás para escudriñar en las montañas la llegada de una luz. No hubo nada. Era un silencio terrible, mucho más terrible que el eco y el resplandor del combate, porque todo lo que venía a sugerirme era que el monte, al igual que mi cuerpo, había quedado desierto, abandonado y olvidado. Volví a recuperar el miedo, el miedo necesario para abandonar una ilusión desesperada, pero ¿qué podía hacer? Yo sabía que había nacido de dentro para informarme de que, gracias a su traición, aquel monte y aquel silencio y aquella soledad y aquel despecho eran los únicos gananciales del matrimonio delirante con el hombre que había demostrado su intención de no volver, que quizá ya no existía y que —quizá también— no existió nunca. Esa idea me ha atormentado de tal manera que ha venido a constituir la ordalía de mi feminidad, la señal de maldición que dejó en mi cuerpo para sellar un compromiso y arrebatar al invasor e1 fruto que él se había cuidado de hacer madurar.

»¿Que no sabías que no quedé encinta? Por supuesto que lo sabías, ¿quién sino tú lo había de saber? Mirando la montaña nevada y, después de que tú te fuiste, dejando correr a la fantasía detrás de unos perros famélicos comprendí que precisamente me habías abandonado porque no había quedado embarazada y que el hijo que no se engendró te hubiera obligado a aceptar una solución que más tarde despreciaste. Tú no podías saber que mi padre había muerto y pudiste presumir, por tanto, que quedaba una solución para nosotros dos. Tampoco sabías que todavía vivía Juan de Tomé a quien disteis por muerto en el sótano del Comité. Y entonces me sentí herida, engañada y mortificada porque tu abandono me vino a demostrar que yo no valía ni como tabla de salvación. Y me sentí por primera vez avergonzada de este inútil cuerpo mío que jamás ha querido dar lo que se ha pedido de él. Y el hijo que no fue engendrado lo llevaré en lo sucesivo como el estigma de una naturaleza imperfecta y estéril y como el fallido vínculo que nos hubiera podido unir, aun cuando hubiera vivido mi padre. Luego no tendré más remedio que seguir la búsqueda de ese núcleo ausente de mi ser donde debió engendrarse aquel desmemoriado, ese núcleo que tú te llevaste o que dejaste incapaz para producir la glándula necesaria. En lo sucesivo qué no tendré que sufrir para sacar de su atonía a ese órgano paralizado, a qué intemperancias del cuerpo no tendré que doblegarme y a qué insufribles comedias me veré obligada a asistir, como esa ordinaria y desplazada madre de la debutante que entre bastidores, incapaz de apreciar la calidad de la declamación, calcula las posibilidades del éxito por los aplausos que la rodean. Porque no era solamente un hijo: era el pasado, eras tú y ese núcleo ausente donde residen las virtudes generatrices y se condensa el
élan
del futuro, recubierto de una carcasa coriácea que sólo representa un pasado protector. Porque con el hijo sin duda hubiéramos llegado a constituir esa molecular combinación fuera de la que tú y yo no éramos sino símbolos abstractos que carecían de representación física en el cuaderno de la naturaleza y por eso, a medida que se fue demostrando la esterilidad fue acariciando con mayor ternura la idea denigrante de edificar mi vindicativa supervivencia en el adulterio de aquel núcleo vacío. Pero entonces todo fue a peor y vine a suponer que el desmemoriado a quien yo buscaba –aquel que había de engendrar, alojar, concebir y alimentar como tuyo para que, mediante una transposición mística tú resucitases en el seno de la trinidad que te arrancaría de las sombras— obedecía órdenes, participaba de tu misma indiferencia y se negaba a acudir a mi presencia. Entonces deseé —y supuse— que había de nacer solamente para que tú pudieras morir y para restituirme un hogar en el que en lo sucesivo no faltaría más que el padre; en el que madre e hijo podrían haberse fortalecido lo suficiente como para cerrarle la puerta —si un día pretendía volver—, deseosos de no perturbar su paz con la presencia de un desconocido. Pero, en cambio, mientras él no naciera yo tenía que esperarte, yo no podía aspirar a mucho más que eso, la espera, el adulterio, la conservación pacata y pervertida de un culto inútil mucho más allá de los límites de la esperanza, de la edad y de la razón. Cuando volví a Región la poca gente que seguía allí me abrió sus puertas; aún brillaba la lumbre en la cocina de la vieja Adela y (yo creo que era lo único de todo Región que la guerra no había alterado), en el pasillo en sombras el chico jugaba a las bolas con la misma atención que en el año 36. No sabía a ciencia cierta quién podía ser, porque hay una forma de llorar, ahogada y contenida, que no delata la edad ni la voz ni el sexo; pero yo estaba segura de que no era el niño: no hacía sino jugar con las bolas y de tanto en tanto alzaba hacia mí una mirada muy singular, una mirada que procedía de un temor olvidado, pero no resuelto, y que había cristalizado en sus ojos, detrás de los lentes, con ese tenebroso reflejo del vacío que asomaba a su expresión cada vez que apartaba su atención de las bolas y las chapas. Le había visto un par de días antes de ser conducida al Comité y al cabo de dos años le volvía a ver en el mismo abandono, jugando en el pasillo o en el centro de la cocina mientras la vieja Adela intentaba con suspiros reavivar un fuego muy pobre. Pero tuve un sobresalto y yo creo que lo adiviné; el niño dormía, pero Adela no estaba en su cama; entonces corrí a la cocina y encontré abierta la trampilla
che
la leñera; percibí un suspiro y un quejido, envueltos en el acompasado y zumbante latido de las tinieblas. Alumbrándose con un candil en el suelo, Adela tenía su mano sobre su frente, cubierta con un paño húmedo. He vuelto a revivirle y encontrarle mil veces, echado en un camastro y cubierto con unas mantas que despedían el olor de la fiebre, con ese profundo y lejano estertor de los pulmones con que se anuncia la muerte. En una cara ardiente y afilada, la boca abierta y dos cavidades en sus pómulos, unos labios hinchados apenas se movían; pero llegó a verme, segura estoy, y entonces de aquella boca inmóvil, con ese sonido gutural del ventrílocuo que no puede mover los labios, salió mi nombre y tras un lapso, última sublimación de una respiración moribunda, salió también el tuyo. Yo despaché a Adela: "Se está muriendo", dijo, pero pienso que era eso lo que yo quería. No sé el tiempo que duró, acompañado de la música y las canciones callejeras. Pero entendí que era sólo para mi; lo quise sorber y esconder y guardar no sólo como única recipendaria de aquel póstumo legado, sino —aunque existía en cierne el presentimiento de que no volvería a ser pronunciado ni escuchado todavía estaban mis pistilos abiertos, aun cuando había pasado el momento de la fecundación, por la estratagema de un clima engañoso— para que en mí germinara la palabra, el nombre blanco, mortuorio y frágil que revoloteaba sobre un fondo de canciones de marcha; no sé si yo lo maté apretándole contra mí para extraer de él los últimos residuos de tu presencia, para ahondar y buscar en el estertor de unos labios exangües envueltos en el halo de la muerte, aquel último núcleo recóndito de donde había salido tu nombre, aquel último aire moribundo que tú transubstanciaste en tu nombre para hacerme llegar tu voluntad y que en lo sucesivo no pararé de buscar entre lágrimas y sábanas húmedas, en los espasmos amorosos de un deseo que —en el ínterin— si no aprendió a olvidarte supo al menos vengarse en mi cuerpo con la imposición de una receta imposible: estaba para siempre unido a aquel aliento enfermo, al aroma mortuorio que en el más acá el deseo destila para impedir el éxtasis en el más allá donde desapareciste, el aliento de ese ángel de la muerte que vela todas las noches de amor dispuesto a bajar la mano y cumplir la sentencia si en algún momento son transgredidas las reglas del juego y las cláusulas impuestas en el tratado de la camioneta que había de regular y mantener un orden desequilibrado y un apetito inmitigado, el ángel que aleteó ingrávido, sonoro y fétido en el sótano donde agonizó Juan de Tomé para soplarle tu nombre y sellar mi sumisión a un interrogante intemporal lo bastante firme para garantizar mi voto y lo bastante dúctil para no trocar en desesperación una condición atada a tu memoria, trabada por la incertidumbre e imposibilitada para la regeneración. "Ahora todo ha terminado", dijo Muerte, pero yo no supe reconocerlo mientras dentro de mí perduraron encendidas las brasas de aquel fuego en espera de que un nuevo soplo viniera a animarlo, pero ahora que considero este puñado de cenizas he optado por devolverlas al punto donde años atrás debían haber sido aventadas, en vez de venir a calentar una esperanza ficticia o ser abrigadas en un hogar extraño. No pude venir antes porque aún abrigaba alguna esperanza y la esperanza, por encima del tiempo, se da la mano con el temor para anticipar un nuevo desengaño que altere de nuevo los límites de mi desgracia. He venido, pues, cuando he alcanzado ese límite para saber hasta qué punto he sido impura e hipócrita o en qué medida he sido víctima de una ficción: en qué medida el amor, el miedo y la memoria a las que quise ser fiel no son más que esa ficción infantil que tú, al aniñarme, me indujiste y que, al romper la virginidad del éxtasis, al situarte fuera del tiempo y de la muerte y al incapacitarme para el consuelo y la regeneración, me obligaste a abrazar con todos los votos de castidad, humildad, pobreza, renuncia y sacrificio que voy a romper hoy para restituirme a la edad de unos primeros y tal vez últimos anhelos sin memoria, sin amor, sin pasado, sin miedo y sin esperanza.»

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