Authors: Juan Benet
—Pero ¿cuál es ese principio? ¿Por qué los únicos? ¿Qué seguridad es ésa? ¿Qué tienen que hacer aquí la compasión ni la fidelidad? ¿Quién le ha metido eso en la cabeza?
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«No lo sé. No lo he sabido nunca. Yo solamente he pretendido explicarme unos hechos que pasaron con arreglo a unos principios que entonces debían ser válidos. De otra forma no comprendo el sentido de esa guerra, qué es lo que defendían, en qué se diferenciaban de mi padre. Como le digo, nos encerraron en el último piso, en una habitación del servicio abarrotada de muebles inútiles del antiguo palacio. Un soldado hacía guardia en el rellano de la escalera. Allí estuvimos, sin salir durante un mes (la camarada Adela y yo). La camarada (Adela) era una mujer robusta, disciplinada e intransigente que en toda la guerra no se cambió una falda negra y una blusa blanca, sin mangas, que dejaba al aire unos brazos enormes a los que no afectaba el invierno. Se diría que había nacido para aquella situación: una sola muda, una sola habitación y un mismo y permanente enojo. A veces me he preguntado si no se trataba de una nueva encarnación, disimulada bajo un nuevo disfraz, de esa migratoria persona que tan desafortunada influencia ha ejercido sobre mí con el peso de su desmedida censura. (Adela), segura estoy de ello, era un ser ganado por la revolución proletaria e incorporado al Comité de Defensa para celar mis pasos, lo mismo que en el internado. Unas semanas más tarde, bajo el peso de la derrota, se convertirá en Muerte a fin de saldar con los beneficios de un burdel la deuda que ha contraído con la sociedad de los vencedores. Un poco más tarde se transforma en mi madre política —una señora autoritaria y lacónica— para reconciliarse definitivamente con aquella gente de orden de la que en el fondo de su alma nunca renegó. Si todas esas personas no son una sola y única me parece un despilfarro de la naturaleza y de la sociedad emplear tanta gente para cumplir una sola función: velar por mi conducta y tratar por todos los medios de tenerme sujeta al orden que encarnan. No sé de dónde partió (de Adela) la idea de llevarme con ellos, en la sospecha de que mi presencia y mi testimonio podían dar lugar a graves consecuencias en la ciudad recién conquistada, a la hora de la represión. Pero esa sospecha desgraciadamente se hizo extensible también a Juan de: Tomé, y a otros, en el sentido de que sus oficios de última hora fueron interpretados como un acto de traición. Más tarde vine a apercibirme de que yo había sido su anzuelo y su último recurso de apelación. Fue a través del mismo hilo telefónico y fue sin duda su voz, llamándome angustiada en auxilio suyo, quien vino a disuadirme de un deber y de un afecto que ya no representaban nada para mí. Yo no lo sabía pero aunque lo hubiera sabido tampoco habría acudido. Eso es lo trágico, eso es lo que se elevará en aquel momento a los más altos altares del egoísmo criminal, lo que me arrastrará a ese falso martirio a través del cual —paradoxalmente— recobraré por la vía de la doblez ese puesto en la sociedad al que no tenía ningún derecho. Fue una comunicación única que decidió las dos suertes; me lo imagino, vestido con la gabardina mugrienta y las manos atadas a la espalda, rodeado de pistolas y guerreras de cuero, y la mirada atenta en el oficial que con los auriculares puestos no hacía sino dar voces para reclamar silencio. Supongo que él también fue testigo de la misma escena, supongo que no necesitó recurrir a los celos o a cualquier otra cosa para escabullirse del cuchitril de la centralilla y venir al gabinete donde yo esperaba para apretar mi hombro, hacer un gesto de qué-más-da e intentar distraída, mente encender el chisquero. Pero de eso vine a convencerme mucho más tarde, cuando purificada por el falso martirio la grey de los vencedores quería —sobre un catre de estudiante, en una pueril habitación repleta de muñecos de trapo y trofeos universitarios— hacerme olvidar todas las estaciones de aquel' supuesto calvario. Fue en los salones de té de aquel primer año de posguerra, en compañía de aquellos engatillados y dicharacheros capitanes que habían servido con mi padre y que, entonces, se creían con derecho a tres meses de vacaciones, frivolidad y flirteo, antes de incorporarse a sus privilegiadas posiciones, cuando comprendí que ni siquiera el saber que se trataba de la voz de Juan hubiera sido capaz de alterar aquella decisión provocada por un maligno movimiento de hombros que (pero entonces, bajo el influjo de los nuevos uniformes, el gusto del pan blanco y del café de Guinea, la horrenda inocencia que parecían destilar aquellos muñecos para devolverme durante el sueño a una infancia blanca, su imagen había volado a una zona dominada por la incredulidad, el imposible y el no reversible, para quedar preservada por un preparado que el destino y el amor combinan para inmunizarle de todos los ataques de una certeza ineficaz e inoperante) quería sellar su suerte. Porque cuando la certeza le refiere —en un salón de té, en un paréntesis entre los lugares comunes con que, después de tres años de trincheras, aquellos militares sabían distraer a una mujer— que se trataba ni más ni menos que del asesino de Tomé, hay todo un registro imperecedero que ya no le hará caso y que prefiere cargar sobre sí aquella culpa o alterar la única imagen que permanecerá fija en el seno de su depravación. Unos días después —no por ser días de calma era menor la incertidumbre; nunca fue mayor el pánico ni siquiera cuando atravesamos los frentes, que durante aquellas tardes encerrada en un pequeño dormitorio con los cristales forrados de papel, sin poder hacer uso de la luz eléctrica, con los oídos atentos al ajetreo de todos aquellos que se preparaban para la fuga, temiendo en todo instante que aquella infeliz y espontánea decisión de unirse a ellos pudiera ser olvidada, traicionada y abandonada en un cuarto cerrado con llave donde la habían de encontrar, humillada y defraudada, los testigos de su desacato— los últimos contingentes que defendían la vega del Torce abandonaron sus puestos para refugiarse en Región y unirse al éxodo del Comité. Algunos de ellos durmieron en la misma casa y, entre otros, aquellos dos hermanos alemanes, probablemente los últimos supervivientes de aquel batallón Theobald que venía luchando sin interrupción desde finales del 36. Casi venían descalzos, con las polainas sueltas; ralos sacaron por fin del cuarto y nuestras camas fueron ocupados por los heridos. Nos repartieron por la ciudad, a mí me tocó (lejos por fin de Adela) el sofá de un salón todo cubierto de colchones, donde dormían más de veinte personas custodiadas por un centinela que, sentado a la puerta, hacía prolongar el cigarrillo durante toda la noche, apagándolo y devolviéndolo al bolsillo después de cada chupada. No sé el tiempo que estuvimos allí, más de una semana seguramente. Todos los días una pequeña caravana de fugitivos, a la hora del crepúsculo, abandonaba la ciudad haciendo uso de cualquier medio de transporte pero en cualquier caso —no sé por qué— sin atreverse a abandonar el colchón. He visto andar colchones de las formas más inverosímiles pero el resultado debió ser siempre el mismo: cuando del hotel de Muerte volví a Región toda la carretera estaba salpicada de restos de colchones, forros y borras mucho más resistentes y perdurables que los frágiles propietarios que se esfumaron de la faz de la tierra. La casa se fue despoblando poco a poco hasta que no quedamos allí más que el centinela —parece que no tenía más que un cigarrillo por noche, un cigarrillo que fue menguando con cada fecha hasta quedarse en un cucurucho de papel del tamaño de un mondadientes—, el más joven de los alemanes y yo. Era un joven atractivo y tímido, que llevaba la tragedia en los ojos; desaparecía por el día, no se apartaba del naranjero, ,para volver a dormir cada día con más polvo encima; el polvo de aquel alemán era, como su pelo, distinto del de los españoles, de un color verdoso. Ya no quedaba ningún colchón y aunque supongo que en Región debía haber muchas camas vacías venía siempre a dormir a un mismo rincón del suelo, acostado contra el zócalo de cara a la pared y cubierto por una manta gris. Doctor, en aquel rincón del suelo, bajo aquella manta gris, devoró el alemán mi flor.
»¿Estaba presente el centinela? No lo sé pero no me extrañaría que así fuera. No tenía por otra parte mayor importancia porque, en resolución, aquel testigo obligado de mi primera noche de amores tenía la misma conciencia que esos muñecos vestido de hindú que acuclillados en los escaparates de las expendedurías de café, alternativamente se llevan a los labios una taza con la diestra y un habano con la siniestra. Sólo que carecía de taza, en vez de turbante se tocaba con una boina y en lugar del habano no podía llevarse a los labios sino un escuálido cucurucho de papel de fumar. Y aunque durante muchos años no podré recordar cómo se llamaba, un día —apenas sin acordarme de él— me volvió la certeza: se llamaba Gerd, era alto como yo y debía tener cuatro o cinco años más. Sus ojos tenían un color verdoso indefinible, parecido al del agua estancada. La primera noche no hicimos sino dormir abrazados, debajo de las dos mantas para aprovechar mejor nuestro mutuo calor. Pero la segunda noche dormimos abrazados e hicimos el amor. Yo no podía mirarle a la cara sin sentir mucha pena. Hablaba muy poco, había perdido un hermano un mes antes pero no asomaba a su cara el deseo de venganza. Debía creer en la predestinación y esperaba la misma suerte que su hermano, sin impaciencia ni desesperación, como el final de una aventura que no deparaba otra solución. No tenía ninguna prisa en abandonar Región ni el menor deseo de unirse a una de aquellas caravanas pero en cambio durante los dos días que estuvimos juntos en aquel salón no se preocupó sino de mantener el orden y la limpieza en aquello poco que tenía a su alcance; se quitó el polvo, cosimos las polainas, se lavó, limpió el arma y me regaló una navaja alemana que no pude conservar. Aquella primera noche apenas se movió echado boca arriba, mirando el reloj de tanto en tanto y dibujando en la pared con la punta de la navaja. “Qué pena das, Gerd —yo no podía menos de pensar cuando lo miraba de soslayo—, qué poco van a brillar esos ojos. Qué cara tan serena tienes: qué lástima, Gerd, qué poco van a tardar en meterte una ráfaga en el pecho.” De forma que a la segunda noche cuando sin decir nada ni pedir nada volvió hacia mí la cabeza le besé en la boca e hicimos el amor. No creo que aquello fuera distinto del abrazo anterior, del beso en la boca o del impulso que incita a la mejilla insomne a buscar el latido de ese cercano y armonioso pecho pero cuando se carga tanto el acento sobre ese acto aislado, sin parar mientes en lo que le precede ni en lo que le sigue, es con objeto de poner de relieve la importancia de una cosa que el hombre, en el fondo, desearía que no la tuviera. En cambio en aquel gesto de indiferencia mientras el teléfono aullaba, en el breve pellizco que descubrió una nueva naturaleza al romper la gaseosa crisálida donde la larva se había desarrollado, nadie va a reparar y sin embargo allí empieza todo. Yo creo que en mi breve romance alemán aparte de la piedad y el deseo de profesión de la catecúmena tuvo mucha importancia el temor a que aquel primer fruto fuera recogido por Julián Fernández, el interés en engañarle anticipadamente y en defender mi castidad —con una rendición anterior. El lance fue interrumpido por la orden de marcha que perentoriamente vino a traernos un civil en un momento en que nos ocupábamos de remendar una casaca. Se refería sólo a mí y, con toda evidencia, había sido cursada por el propio Fernández; apenas tuve tiempo de echar a la maleta ese último resto de ajuar —dos blusas, un abrigo, una falda y una combinación desteñida y zurcida— , mantenido en situación de uso que la más expoliada fugitiva conserva en su largo camino hacia el exilio. Abandonamos Región aquella misma noche, un coche pintado de caqui y ocupado por Julián y los suyos y una camioneta del ejército cubierta con una lona camuflada, a cuya cabina me subieron a mí entre cuatro soldados. Marchábamos muy despacio, con las luces apagadas y al cruzar por las últimas casas le vi correr por la cuneta, sosteniendo el naranjero. No hizo ningún ademán para pararnos, echó el fusil en la caja y luego saltó él. Trataron de expulsarle, detuvieron la camioneta y fueron hacia él con las armas montadas. Yo oí, detrás de mi cabeza, el ruido de su cerrojo; dijo sólo cuatro palabras, en un español apenas comprensible y al punto volvieron todos a la cabina. Un poco más lejos el coche que marchaba delante de nosotros nos detuvo y no sé por qué permanecimos parados durante un largo rato. Volvieron a dar marcha atrás y de nuevo entramos en Región donde permanecimos toda aquella noche y la mañana del día siguiente. Julián Fernández había venido a verme, en el cobertizo donde hicimos la noche, pero sorprendido por la presencia del alemán se limitó solamente a decirme que con ningún pretexto abandonara la cabina de la camioneta. Sentado en la caja y apoyado en mi mismo espaldero, Gerd permaneció toda la noche cerca de mí, tan cerca que a través del tabique de tarima podía oír cómo se cortaba y limaba las uñas con un instrumento de bolsillo. Decidieron salir a plena luz, la tarde del día siguiente. Era un día de sol, muy despejado y bastante frío. Yo no había visto la calle tan cerca, y con sol, desde una eternidad. Cuando la camioneta arrancó volví la cabeza hacia atrás para ver por el ventanuco la casa donde me había alojado durante casi un año; cuatro o cinco: hombres salían en aquel momento del portal y aquel matrimonio Robal entre ellos —con ese aire de pacífica resignación y limitado gozo con que los internos de un hospital de menesterosos salen a disfrutar del sol de invierno. Y entonces a sabiendas que ante mí había un viaje, un viaje largo y sin compromisos, me: sentí libre, transportada, me atrevo a decir que feliz. El viaje no; tuvo muchas incidencias al principio; los de la camioneta no tenían otra preocupación que verse lejos de Región y reconocer aquella gente dispersa e indefinible que de vez en cuando nos cruzábamos en la carretera. Se decía que el coche delantero pretendía llegar a El Salvador sin pasar por El Puente, haciendo uso de un camino que alejándose del río remontaba las lomas de su margen izquierda y que por tanto debía estar en manos de la gente de Constantino. En un cruce nos volvimos a parar y Julián, en persona, vino a nosotros. Estaba vestido de paisano, con botas medias y cubierto con un capote militar. Con él venía un hombre de pelo blanco, enfundado en una gabardina abotonada hasta el cuello, que se dejaba conducir como un ciego. Le ayudaron a subir a la cabina mientras otros dos soldados y yo nos vimos obligados a trasladarnos a la caja y acomodarnos entre los embalajes, las cajas de munición y las mantas, y reanudamos el viaje por aquella carretera de tierra, a través de unos campos desiertos, tras la nube de polvo del coche de Julián que pronto se perdió de nuestra vista. Pronto me dormí con la cabeza apoyada en su hombro, sentada contra el testero de la caja y las rodillas abrazadas con su mano izquierda cogida entre las mías, esa única forma decente de ser libre que la niña había previsto ya en el dormitorio comunal del internado. Tuvimos infinitas paradas, no sé cuántos pinchazos, por exceso de la carga el motor se calentaba en aquellos repechos desolados. Me despertó un ruido —no un resplandor—, un inverosímil redoble de tambor seguido de un olor a ropa quemada. Gerd había disparado cuatro o cinco balas por debajo de la manta y, en la oscuridad, el cañón humeante asomaba debajo del agujero en esa actitud acechante de la víbora que después de morder e inocular su veneno asoma su cabeza de debajo de la piedra para cerciorarse del resultado. Frente a mí un soldado que parpadeaba con un solo ojo, trataba agachando la cabeza y echando atrás la espalda como un borracho, de mantener un equilibrio imposible hasta que se derrumbó sobre las mantas que cubrían las cajas de municiones. Cuando lo levantaron para echarlo fuera yo ya no quise mirar, la cabeza hundida en su pecho, con el olor de la pólvora entre los pliegues de la manta. Fue un viaje largo y penoso; muy entrada la noche bajamos a descansar en unos caseríos y apriscos abandonados, en una nava inculta en las terrazas inmediatas al río. Enfrente de nosotros y no muy lejos la boya del río quedaba iluminada por el resplandor del combate cuyo fragor nos acompañó durante todo aquél difícil sueño.»