Authors: Juan Benet
«Había dejado de temblar pero mis ojos estaban a punto de romper a llorar porque antes de conciliar el sueño le vi muchas veces abandonado en una ribera del río, acribillado a balazos y cubierto de sangre y barro hasta el pecho. Yo creo que fue la primera vez en mi vida, y quizá la única, que no lloré por mí sino por él porque sin haberle llegado a amar no lo daba por perdido para mí sino por él mismo abandonado, malgastado y perdido como un nuevo José que enajenado por el amor fraterno hubiera optado por el sacrificio sin prestar atención a sus sentimientos para consigo, sin dejarlos siquiera hablar, y por eso seguramente las lágrimas no acertaron a brotar.
»Yo creo que aquella misma noche llegamos a El Salvador; la estancia allí fue muy breve, dos o tres días todo lo más, lo bastante para que, sin la protección del alemán, Julián Fernández me hiciera su amante en esa cama de los pináculos, bajo el retrato de ese señor. Cuanto más nos retirábamos más recelaba de sus compañeros; aquí estuvimos casi solos con los conductores de los coches y unos pocos soldados que había convertido en su guardia personal. En El Salvador le debieron tender una trampa, yo nunca supe lo que pasó y lo único que llegué a percibir fue que tenía el propósito de detenerse allí lo menos posible, convencido de que Mazón y Asián y todos los demás, le estaban aguardando. Lo que no sabía es que también estaba allí Constantino quien, herido en la cabeza y en una pierna, había sido transportado en camilla desde El Puente. Yo ni siquiera bajé de la camioneta; nos detuvieron junto a la iglesia y le obligaron a bajar. Un desconocido, mucho más tarde, subió al asiento del conductor y metió el coche en el portalón de la fonda donde nos alojamos varios días, los hombres y las mujeres mezclados, durmiendo en los pasillos, las habitaciones y las escaleras. Hay cosas que como no sirve de nada recordarlas la memoria las guarda en un cajón de sastre, convencida de que nunca más volverán a tener un uso o que sólo han de servir para un remiendo. Yo creo que lo supe aquella misma noche, pero no logré sentirme cerca de él ni le eché de menos porque todas mis fuerzas y mis sentimientos parecían afanados en guardar el calor de mi horno como si temieran la próxima extinción de la llama que lo mantenía encendido. Pero, además, mi vocación me estaba diciendo que no había hecho sino empezar, poco menos que vestirme con las prendas impolutas del neófito que va a ser introducido en los misterios que ha elegido; había algo en mi interior que repugnaba aquella situación porque, sin querérselo confesar, temía que los verdaderos misterios no alcanzasen otro nivel que el de las ceremonias de iniciación, pero yo misma —no en balde educada en un colegio religioso y en cierto modo intoxicada de una mentalidad que se defiende de lo que desconoce con el desprecio— lo atribuía al miedo y la fugacidad de una pasión que no admitía otro equilibrio ni otra temperatura que los del horno. Había algo que temía un desarreglo profundo —algo que no podía dejar de lamentar la clase de llanto que siguió a la muerte de Gerd y que no por estar abrumado y silenciado por la sumisión al deseo sexual dejaba de sentirse sincero, limpio y decente, el verdadero tabernáculo donde se guardaban los aceites para alimentar la llama— y que no veía tras el chisporroteo lujuriante de partículas incandescentes (vapores viciados por el anhelo, esperanzas sumergidas en la pasión, ideales retraídos por el apetito), sino unos tejidos desgarrados al rojo por la llama masculina y que al ser retirados de aquel soplete horrendo que los había cortado a su antojo habían de mostrar en sus heridas informes y en sus fragmentos irrecomponibles la naturaleza destructora de la prueba. Era una conciencia moral una vez más, una conciencia decente e íntegra pero tan inoperante para detener la catástrofe como esos comités de objetores de conciencia que pretenden salir al paso de una conflagración mundial, quizá la única parte del cuerpo que se conoce a sí misma y que además de anticipar el futuro daño —sin saber ponerle remedio— se complace en acusar y avivar el dolor de la carne donde se desarrolla el conflicto. No hay duda de que es lo único que —sin inhibirse, sin abandonar la carne que la aloja— no se tambalea cuando todo lo demás empieza a vacilar: al tiempo que los residuos de aquella educación son trasladados, ante el próximo incendio, al sótano de los resentimientos, los viejos tejidos destruidos, las paredes del horno recubiertas de una carbonilla refractaria y los fragmentos de una persona que se creía formada dividida ahora en sus componentes simples a inertes, tratan de recomponer su naturaleza con una infantilización, una vuelta —por así decirlo— a la edad ninfa sin memoria que sabía asimilar el más completo desamparo, la más amarga desilusión y el olvido más negro en un limbo intemporal, un trance anodino en una hora —para el organismo que lo tiene todo en el futuro— desalojada del tiempo. Nunca he comprendido por qué el amor llega tan tarde a la cita con la persona y por qué, por consiguiente, se complace tantas veces en destruir de un manotazo insolente y extempóreo toda una organización anterior. Debe ser porque el proceso previsto por la naturaleza antepone el amor al deseo sexual por lo mismo que ese guiso que no ha sido salado cuando estaba al fuego no entregará su sabor cabal por mucha sal que se le eche en el plato. Ése es el purgatorio de quienes transgredimos su regla, ni conoceremos su sabor ni nos libraremos del vicio para calmar el hambre con un alimento atroz. Lo comprendí mucho más adelante, después de mi matrimonio; el amor y el deseo sexual se excluyen tras la primera prueba; el deseo y el acto sexual constituyen fa única defensa contra la amenaza de un amor que ya en la adolescencia desfiguró su fisonomía, desgarró sus tejidos y destruyó la integridad de su persona. Me imagino que quien sabe conservar una porción de aquel amor —si es que esa mezcla de veneno y explosivo admite la conservación— debe sufrir una acción recíproca e inversa, recluido en su gozosa y aberrante castidad. Tengo para mí que la niña se prepara en secreto a ese sacrificio porque una cierta y arcana adivinación le enseña a esperarlo todo de la edad núbil y a restar importancia a los sucesos de la juventud; por eso es más serena, más sabia y... más hipócrita; y todas las ceremonias y ritos que anteceden a la pérdida de su virginidad no son sino la preparación abreviada para esa vuelta a la infancia —si es madre como si no lo es— en que se traduce su carrera cuando alcanza el clímax del sacrificio. Hay un instinto en ello, un mecanismo de defensa que la naturaleza ha reglado en secretó para atajar los efectos de una posible destrucción; no es sólo la infantilización sino la vuelta también a ciertos refugios inconscientes que la niña creó en otra edad y al abrigo de la lucha amorosa, donde oculta su fracaso y clausura sus penas cada vez que el orgasmo viene a desvanecer esas aspiraciones a la fusión masculina puramente ilusorias. Cada edad tiene su terreno acotado, sus aspiraciones, sus peligros y su clima, hablando en términos masculinos; pero cuando se intenta saltar y la mujer lo intenta siempre, carente de una acotación precisa— de una edad no saturada a otra en la que no se aprovechó el espíritu, ridiculizado y vapuleado por una serie de reveses, retrocede aún más a una edad ambigua, epicena y pueril, poblada tan sólo de alegrías playeras; pero entonces sí que el tiempo ha pasado, el salto no lo mide el tiempo sino el terreno que se ha querido pisar. He llegado a pensar que mis primeros amores no tuvieron otro efecto que lanzarme fuera de mi edad a una suerte de anacrónica y lasciva ingravidez, de senilidad prematura —si la senilidad es eso, hastío, desesperanza, falta de curiosidad— que sólo conoció su propio horror cuando se vio acompañada de las arrugas. ¿O será acaso esa pérdida del miedo que —se diría— es lo único que nos sujeta a la edad y nos coarta esa curiosidad demente? Vivíamos —bueno ¡vivir!— en el hotel de Muerte, a bastantes kilómetros de las líneas de fuego cuando inopinadamente fuimos atacados por una unidad de reconocimiento que sin duda desconocía que en aquel pequeño y escondido chalet se habían refugiado los restos del ejército enemigo. Sonaron unos disparos y corrimos al sótano, Muerte y yo y un par de mujeres más, mientras ellos salían por la puerta trasera armando los fusiles. Porque el resto del tiempo no hacían sino jugar. Una vez, tiempo atrás, después de llamar, había abierto tímidamente la puerta y asomé la cabeza en aquella habitación secreta donde no entraban las mujeres, donde los antiguos y nuevos miembros del Comité se reunían casi siempre de noche a la vuelta del campo. Había tanto humo que al principio no vi nada, los haces rectilíneos de la lámpara de carburo colgada de un garfio sobre la mesa camilla donde el viejo Constantino, la cabeza vendada y un ojo tapado con un retazo negro, jugaba un solitario. Pero había dinero en la mesa y otras cartas sueltas, muestras de una partida interrumpida. Eugenio Mazón, tumbado en un catre cerca de la puerta, dormía y roncaba boca arriba con la mano caída en el suelo sobre una novela barata. Asián, que venía del baño con una toalla al cuello y un vaso en la mano, abrió la puerta por detrás de mí: "¿Qué haces tú ahí? ¿Qué estabas mirando?". "Quería ver si había vuelto... Anoche." "Y si no ha vuelto, ¿qué?" En el fondo de la habitación, sobre una palangana, empezó a hacer gárgaras. Después de vaciar cada buche se volvía a mirarme para repetirme aquello: "¿Qué puede pasar si no vuelve, eh? ¿Qué crees tú que puede pasar?". Luego, cuando terminó las gárgaras, se acercó al espejo para observar las órbitas de sus ojos y las manchas de su cara mientras yo espantada y boquiabierta no podía mover un dedo, plantada en el umbral, hasta que el viejo volvió hacia mí su único ojo: "¿Quieres cerrar esa puerta y largarte de una vez?".
»Pero me dije que para vencer el miedo no hacía falta valor ni serenidad ni lucidez; era cuestión de soledad. Allí, el ciclo que la niña había iniciado con la conversación telefónica, entre incertidumbre y esperanzas, lo cierra la mirada del viejo con una nueva certeza y una necesidad mucho más apremiante de vencer al miedo que de alcanzar el amor porque el miedo es siempre real y el amor... una invención especulativa para superar aquél sin querer combatirlo. Fue un combate muy breve, los rodearon por todas partes y los acribillaron como a conejos, pero algunos debieron escapar, dejando cuatro o cinco cadáveres cerca de la casa; por lo que aquella misma noche, en previsión de un nuevo ataque, abandonamos el hotel en los coches para refugiarnos en los senderos de la montaña durante unos días prudenciales. Me acuerdo del tiempo que permanecí acurrucada junto a la pared posterior de la casa, oculta por la esquina, espiando mucho rato después de haber cesado los disparos el arbusto donde el intruso se había refugiado. Los demás cruzaron corriendo y silbando entre sí, como colegiales que iban a repetir con el fusil lo que en las calles de i niñez habían aprendido a hacer con la pelota, la piedra o la intención. V i de pronto cómo más allá de la cerca se incorporaba y corría hacia mí, sin armas, la guerrera desabrochada con un gesto de alegría. Aún tuve tiempo de pensar que aquella expresión de juventud, alegría y triunfo ya no tenía cabida más que en el otro bando y por eso me he quedado con la idea de un hijo de familia, a punto de saborear en su primera juventud los frutos de su entusiasmo y de su triunfo. Se oyeron en el mismo instante un par de disparos perdidos pero con extraordinaria agilidad saltó por encima de la cerca y fue a refugiarse entre las matas a pocos metros de mi escondrijo. Su cabeza sobresalía por encima de los tallos y una cara muy joven, vuelta hacia el sol de poniente, con una expresión de malicia y un par de guiños me hizo saber la complicidad de nuestra mutua situación. Fue una tarde soleada y fría, muy larga; unos pocos pájaros negros volaban sobre nosotros, ensayando sus graznidos vespertinos y su tímida acrobacia invernal. De repente la casa y sus alrededores quedaron desiertos y me sentí completamente sola, en compañía nada más de aquella cara semioculta que sin atreverse a abandonar su escondite insistía en sus guiños. Comprendí entonces lo del miedo y no quise —o no pude— llorar ni temblar porque me sentí embriagada, la cabeza turbia envuelta en un caos apacible y luminoso, acompañado de breves sonidos solitarios y distantes, del que a medida que las horas se alargaban temía no poder librarme. No sé si dormí; de nuevo levanté la cabeza cuando se repitió un breve silbido y, al tiempo que un grajo abandonaba un roble, le vi de nuevo correr tras los arbustos de la cerca, asomando tan sólo la cabeza. No creo que fuera una ilusión, provocada por el vuelo del pájaro, aunque mis ojos se hallaban nublados por un sopor desconocido. Me acordé otra vez de esa inmemorial situación infantil del niño que abre los ojos para encontrarse en el jardín, abandonado de todos sus compañeros de juego y espiado por mil ocultas miradas que trata de adivinar a través de las hojas temblorosas. Cuántas veces ese juego, angustiado el niño por la impotencia y la soledad, termina en lágrimas y burlas, una serie de cabezas que salen entre las ramas para afearle su cobardía y reprocharle la rotura de las reglas. Las reglas..., las reglas..., ni siquiera la alumna precoz que un día se escapa con el profesor de gimnasia se verá nunca en situación de eludirlas porque tratará, en último término, de regir con ellas su subversión y sus desatinos. Cuando pienso en ello, doctor, me pregunto qué es lo que hago aquí y para qué vine si es imposible reconstruir toda aquella juventud que había de incapacitarme para una madurez ulterior; no pretendo reconstruir nada ni desenterrar nada, pero sí quiero recobrar una certeza —lo exige una memoria viciosa, amamantada por su enfermiza mitomanía— que es lo único que puede justificar y paliar mi cuarentona desazón. Ha pasado tanto tiempo y ha sido tal mi soledad que he llegado a dudar si todo aquello ocurrió como lo he dicho. Hay algo en nuestra conducta que todavía no obedece a la razón y que, en secreto, confía en el poder de la magia. En el poder de la voz que unida al sentimiento será capaz de atraer al amado llamándole con insistencia. Y el poder de la mirada y el puro poder obcecado de la repetición: cuántas veces cree el amor que ha de reencontrar al amado en aquel solitario banco donde lo vislumbró por primera vez, una tarde lluviosa. Y que insatisfecho y contrariado vuelve las culpas a una razón venal y un tiempo implacable que sólo la esperanza mágica logrará vencer. Ya no cree en la carne ni quiere creer en la edad y se niega a reconciliarse con la muerte y no desea sino que le devuelvan al limbo fétido de una edad en que todas aquellas partículas andaban en armonía. Yo no sé muy bien para qué he venido porque no me conozco, cada día me conozco menos, siento cada día más relajada mi autoridad sobre aquellas partículas que antes del conflicto sabían marchar de consuno y hacer gala de un orden y una disciplina únicos, pero que desde la guerra se han puesto a guerrear cada cual por su cuenta, para ridiculizar el mando y destruirse en mil acciones esporádicas. Supongo que vengo por todo eso, en busca de una certeza y una repetición, a volver a pisar el lugar sagrado donde al conjuro de un perfume y un exorcismo resucitarán los héroes desaparecidos, los que inocularon en mis entrañas estériles las células cancerosas de su memoria, para recuperar su presa postrera. Por el contrario, yo he llegado a la conclusión que el tiempo es todo lo que no somos, todo lo que se ha malogrado y fracasado, todo lo equivocado, pervertido y despreciable que hubiéramos preferido dejar de lado, pero que el tiempo nos obliga a cargar para impedir y gravar una voluntad envalentonada. Pero sólo hubo un momento —repito—, un solo momento en el que batallan el amor y el miedo, en el que el tiempo se esfumó; cuántas veces he vuelto a la cama esperando del hombre que puesto que no podía devolverme el sabor de aquel momento fuera al menos capaz de hacérmelo olvidar, para en las horas de penumbra de un cuarto cerrado a través de cuyas persianas llegaban a la alcoba los ruidos de una actividad callejera, no encontrar sino la corrupción, la pesadumbre del pasado y la pereza del futuro. Cuántas veces intenté hacer este viaje y cuántas me quedé a medio camino, vencida y estupefacta, aturdida por tantos impulsos contradictorios y críticos ninguno de los cuales se demostró lo bastante enérgico para dirigir mis pasos y para distraerme de una vez de aquella parpadeante juventud que con el alejamiento cobró tan falsa proporción, como las luces de esa ciudad rutilante que para el pasajero que se despide desde la bahía parecen ocultar tantos secretos que pasaron desapercibidos cuando pisaba sus calles. He pensado recobrar una parte de mi salud a cambio de una mutilación; el único desaire se dirige a un amor propio obligado a malvender su joya más preciada para pagar la deuda de un antiguo chantaje. Chantaje, sí. Esa fotografía apareció muchos años después, entre viejos papeles; no recordaba haberla tenido nunca y me costó cierto trabajo reconocer unos rasgos que yo conocí en una juventud menos demacrada y atormentada. No, no se levante, estoy segura que usted la conoce tan bien como yo. Nunca lograré averiguar por qué procedimiento llegó hasta mi escritorio, una de esas materializaciones del deseo que pugnaba por devolver a una retina atormentada por los esfuerzos de una evocación imposible y contrariada por una imagen deformada, torcida e inmóvil que había sido impresionada en una película defectuosa, pero que la mente no podía apartar de sí. También las reglas de la memoria son así cuando se trata de un asunto que no concierne a la razón; apenas suministran otros datos que una serie de gestos atroces y rasgos exagerados, mil veces repetidos e hipertrofiados en una recurrente sucesión de decepcionantes contrastes. Pero, en cambio, guardará intangible la cabeza de aquel joven, caída sobre mi regazo en una tarde muy clara y fría de enero o febrero. Tardé mucho en llegar hasta él, caminando a gatas y echándome al suelo cada cuatro pasos. Cuando llegué a la cerca casi me había olvidado de la cabeza, del combate y de los pájaros. Estoy segura de que algo me dijo; algo, con una voz apagada, y yo pasé a su lado: agitó la mano y trató de enderezar el cuerpo porque sus fuerzas ya no podían con la cabeza, en una postura violenta e insostenible. Yo le quise ayudar, sostuve su cabeza y fui a pasarle el brazo por la espalda cuando levantó la mirada, lanzó un profundo eructo y su cabeza se desplomó en mi regazo con un enorme y repentino vómito de sangre, sangre negra, ardiente, vertiginosa y chispeante como la colada de un horno, apresurada por abandonar aquel cuerpo exánime para buscar a ciegas otro alojamiento más duradero. Tuve un escalofrío y quedé alelada en aquel final apacible de una tarde fría, vaciada y paralizada en aquella menstruación horrenda con que vino a inaugurarse la fase adulta de la mujer entronizada en la pérdida del miedo y los misterios de la desolación. Una mano salida de detrás rodeó mi espalda, retiró el despojo de mi regazo y me ayudó a incorporarme cuando el sol ya se había acostado y la helada se anunciaba en el parpadeo de la estrella de occidente. Volví a despertarme en la cabina de la camioneta, con un sabor en la boca a sangre coagulada y el zumbido del motor en los oídos. Nos detuvimos cerca del río para que otro tomara la dirección: "Vete despacio.