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Authors: Juan Benet

Volverás a Región (6 page)

BOOK: Volverás a Región
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podían detener el avance de una compañía— significaba cuando menos una campaña de cuatro meses y un número prohibitivo de bajas y daños. Por consiguiente una vez conquistado el alto de Socéanos, situado a los dos tercios de longitud del valle, las fuerzas de la República tendrían que optar por defenderse en Región y aguantar el cerco o, siempre que se les enfrentara una capacidad ofensiva que les obligara a renunciar a esa división de sus efectivos que tan buen resultado les dio en la campaña anterior, buscar refugio en el valle alto y en la montaña. Si se decidían por defender Región y retirarse hacia aguas abajo bastaba con perseguirlos, en el sentido, favorable de la marcha, y aniquilarlos en las vegas bajas, destacando una fuerza que taponara la salida del valle, en la confluencia del Torce y del Formigoso. Por el contrario, si optaban por refugiarse en la montaña era posible afirmar que con sólo plantear la operación de tal suerte se habría conquistado Región y la zona más codiciada y valiosa del valle sin, necesidad de disparar un tiro, reduciendo la bolsa a un sector montañero de ocho ayuntamientos y menos de mil vecinos, carente de los más imprescindibles recursos para aguantar una guerra organizada durante más de un par de meses. Todo el informe, en efecto, no era sino una cadena de sofismas que el más inexperto oficial de Estado Mayor —a sabiendas de que para aquellas fechas lo último que la liquidación del frente de Región exigía era una operación de gran estilo— podía echar abajo con un comentario marginal. Pero en marzo de 1938, tanto en el Grupo de Ejércitos del Norte como en el Alto Estado Mayor un cierto número de oficiales de la más alta graduación —que con fundado recelo observaban el hormigueo político en torno a los organismos del nuevo Estado— no pudieron eludir su propio temor ante los progresos de la ofensiva de Aragón: su frenesí triunfal había de trocarse, a mediados de abril de aquel año, con la espectacular toma de Vinaroz y la división en dos del mapa republicano, en apetito de velocidad primero y en vértigo ante el vacío después. Ciertos ejecutores materiales de la guerra comprendieron por aquellos días que hasta entonces no habían hecho sino procurar la victoria, descuidando sus consecuencias y su inevitable desenlace y dejando a los hombres de la retaguardia —que jamás empuñaron el fusil ni calzaron las botas— el aprovechamiento de su triunfo. Todas las ofensivas, si se pueden llamar así, que se plantearán en la primavera y verano del año 38 se traducirán, por deseo expreso del Mando, en batallas de usura, en ataques frontales con los que desgastar los cuadros —los cuadros de campo sustituidos a menudo por oficiales políticos—, en largas campañas de inútil atrición al único objeto de prolongar hasta sus últimas consecuencias una guerra concluida con un plantel de vencedores demasiado numeroso e inquietante. Los italianos del CTV (en el momento en que se podían extraer sus largas espinas) y las divisiones marroquíes —todos los políticamente inofensivos— son apresurada e inexplicablemente retirados de las primeras líneas para sustituirlos por unas formaciones frescas procedentes de Valladolid, de Galicia, de Navarra y del Maestrazgo, hombres que ocuparon jubilosos las trincheras y que —antes que el manejo de las armas— aprendieron a cantar, a ensayar los aires triunfales con que se dispusieron a hacer su entrada en Madrid, en Valencia y en Región. El Plan Gamallo fue, por consiguiente, uno de aquellos de última hora que se estudió con severidad y rigor y que, a fin de cuentas, fue elegido como el más idóneo para terminar la campaña con la ayuda de un par de divisiones de navarros entusiastas y pugnaces, de vallisoletanos de honra y de flemáticos y reticentes gallegos cuyos nombres se inscribieron en unas cuantas cruces y lápidas de mármol, los ornamentos con que el nuevo Estado se decidió a pagar la destrucción que había acarreado a aquella comarca refractaria a su credo. En unas pocas semanas el autor del plan fue elevado al coronelato y a Macerta comenzaron a llegar camiones —capturados al enemigo en el frente de Levante—, atiborrados de soldados y capellanes, toda suerte de bastimentos y los pertrechos más inútiles para llevar adelante la ofensiva: cocinas de campaña, autoclaves, equipos de transmisiones y bengalas luminosas..., pero nada de artillería. De cualquier manera aquella campaña deparó la oportunidad que el coronel Gamallo —que se había unido al alzamiento después de ciertas vacilaciones—,tras tantos años de esperá, había llegado a pensar en ella como una extravagancia en el reino de las fantasías juveniles. Ya ni siquiera se trataba de venganza, hasta el rencor se había esfumado para dar paso a la curiosidad que habla renacido en su ánimo y que —con el plácet de su propia hija, detenida en Región como rehén, que le empujó al frente en un angustioso contacto personal que el servicio de canje arbitró en las postrimerías de la batalla— estaba dispuesto a satisfacer a cualquier precio y que, cuando era joven, ni su orgullo se atrevió a anticipar para reponer los agravios, ni su honor para saldar las deudas del juego ni su amor propio para cobrarse venganza de aquel donjuán de provincias que trampeó la apuesta y le quitó la mujer. Había confiscado en Macerta, en las afueras del pueblo, una casa de dos plantas muy semejante a la que habitó con sus tías cuando era estudiante. Una de las habitaciones —en la que no entraba nadie sino él, cerrada con un candado en su ausencia— había sido empapelada con todos los 50.000 del valle del Torce (muchos de los cuales no eran sino áreas en blanco rodeadas de curvas de nivel, de dudosa verosimilitud), pintarrajeados de cruces, rumbos, elipses peludas e inscripciones enigmáticas: «Montón dé fichas», «el burro muerto», «aquí la pastora», «volvemos». Todas las mañanas venía a buscarle un coche militar pintado de color verde oliva, con un chófer y dos ayudantes de su Estado Mayor a los que rara vez dirigía la palabra; apenas les correspondía con el saludo —una manera de llevar el dedo a la visera que ni era militar ni era civil, una regla que, salvando las ordenanzas, se transformaba en un modo de hacer elocuente su menosprecio— cuando le abrían la portezuela y entraba en el coche después de mirar al cielo y al tiempo que apretaba el labio inferior con un gesto de permanente pesadumbre. No confió con ellos ninguno de sus planes y limitó su trabajo en común a cuestiones de trámite. En secreto —aun cuando no eludía ninguna oportunidad para manifestar el carácter personal de toda guerra— recelaba de ellos y no tanto por su brillante porvenir —porque a ellos sin duda se referían los diarios cuando hablaban del mañana—,—, no por su altivez técnica ni por su seguridad e intransigencia en cuestiones de patriotismo sino porque carecían de un móvil personal que les hubiera empujado a la guerra y porque hablaban demasiado de principios. Además tenía que justificar aquel ascenso a deshoras y disimular su apetito cínico de curiosidad con un repliegue hacia la parsimonia cuartelera y —en algún modola prosapia guerrera. No podía dejar entrever cuáles eran sus intenciones e imaginó que una cierta hosquedad, una cierta repugnancia al mando y a la acción constituían el mejor disfraz para cobijar una revancha de la que ya nadie tenía por qué acordarse a pesar de desarrollarse en el mismo terreno en que una mujer adúltera, un donjuán de provincias y una moneda de oro sobre una mesa de juego destruyeron su carrera y arruinaron su porvenir. Cuando en los años de la segunda República conocieron la misma suerte aquellos compañeros de armas que le habían repudiado y obligado a despojarse del uniforme, no vacilaron en volverle a llamar a su lado, con protestas de reconocimiento y perdón, invitándole a unirse a ellos en la conspiración; respondió con evasivas, sus ojos puestos en aquella montaña de brezo donde un jinete con la mano vendada trata en vano de transformar su debilidad de carácter en un apetito de venganza y convencido, una vez más, de que no mediaba en aquella demanda un cambio en la estima sino una necesidad de ayuda. Pero en julio del 36 las cosas cambiaron como consecuencia del provecho que podía extraer de la inquietud que animaba a sus colegas. Sabía que no ahorrarían ningún esfuerzo por desmantelar la situación del país en aquel entonces, que tanto les enojaba. Decididos a todo sólo parecían esperar el mejor momento para actuar —como corresponde a quien está acostumbrado, por su oficio, a calcular las probabilidades de éxito de una acción tan temeraria y decisiva como la que se proponían—. Contaban en primer lugar con el rencor de los privilegiados, con las vacilaciones de un gobierno inexperto y amedrentado y con la brutalidad de una colectividad inculta e ingenua, torpe y sanguinaria, poco menos que satisfecha de dejar saldada la cuenta de cuatro siglos con los incendios y asesinatos de una noche anticlerical. Aparte de todo ello nunca había sido un hombre de porvenir; la mejor oportunidad de su vida se produjo cuando era niño, cuando —como consecuencia de las enfermedades del pecho, de la esterilidad de sus tías— se convierte en el único vástago varón de una familia en la que abundaron los militares y que conservaba un cierto orgullo por el apellido. Su madre —la única hermana que casó y tuvo hijos— hizo un matrimonio desgraciado con un hombre sin carácter que vivía en una capital de provincia, separado de su mujer y de sus hijos acogidos de nuevo a la hospitalidad paterna, la única capaz de darles la alimentación y educación que necesitaban. Sólo una vez al año, durante una breve temporada por las vacaciones de Pascua, le iban a visitar: apenas recuerda un cuarto esquinado en un barrio humilde y desportillado, cercano a la estación. Al final de una tortuosa escalera de madera se abre una habitación estrecha con una mesa camilla, una cama turca y una lámpara de flecos; un único armario donde se guardan las dos camisas de calle, las medicinas y la fuente del postre, unas pocas mandarinas y algo de turrón sobrante de la Navidad. Y un padre triste, amargado y silencioso —sin una palabra de reproche—, sentado tras la ventana junto al visillo mugriento, leyendo el diario que dejaba encima de la mecedora cuando ellos llegaban de la calle para observar de pie, con miradas furtivas, la colocación del mantel y los platos en la mesa camilla. Era hombre de facciones finas y escasa corpulencia: no parecía tener otro don que el de transformar la luz —incluso la de un mediodía del verano castellano— en esa coloración pajiza y purpúrea de una frente melancólica. Pero su formación se llevó a cabo en Región, entre sus tías (todas las noches rezaban ¿l rosario ante una lamparilla de aceite o espíritu del vino) que en primer lugar le enseñaron a andar derecho. En la casa de Región había dos palabras que predominaban sobre cualesquiera otras: dinero y hombre, la primera dominada por el disimulo, la segunda por el furor. La mayor de las tías —se recogía el pelo en dos bolas sobre las orejas que le daban un aspecto de precursor de telegrafista o piloto de pruebas— fue la que tomó a su cargo la responsabilidad de hacerle comprender lo que significaba cada una de ellas. Existía además la dignidad, el apellido: cada dos o tres meses rendían una visita al cementerio, a una sencilla lápida horizontal con tantos nombres masculinos que ya por sí sola constituía un memorial, ante la que se arrodillaban en fila india para persignarse, golpearse el pecho y contemplar el cielo siseando palabras semilatinas que al final de la pequeña ceremonia se traducían en la Oración del Soldado. Sólo salían de visita y andaban por la calle —dos, tres o cuatro en fondo, con el niño a un lado— con la barbilla alzada, haciendo girar sus cabezas a pequeñas sacudidas al igual que una procesión de cabezudos carentes de visión que recibían del éter —a través de las bolas de pelo brillante y alisado— mensajes cifrados acerca del apellido, la decencia, la compostura y la dignidad. Todos los años al llegar el buen tiempo volvían a regenerarse las esperanzas matrimoniales de la menor, ligada por un compromiso secular a un joven abúlico, de una familia de comerciantes, que sólo sabía andar en bicicleta. Así que en verano también paseaban a menudo con el hombre de la bicicleta que caminaba por la calzada, discretamente separado de su prometida —que en aquel trance se encargaba de llevar al niño de la mano— por las tres hermanas mayores que siempre llegaban sudadas a casa. Entraban agotadas, embargadas sin duda por una sensación de futilidad y estancamiento provocada por las indecisiones del ciclista o por el cúmulo de inhibiciones que imponía la decencia, y, en el recibidor en sombras bañado en el aroma del pavimento y las aspidistras regados al mediodía, caían sin resuello en los viejos sillones de mimbre para concentrar sobre el niño una unánime mirada en la que se destilaba todo el encono, la esperanza diferida y el recelo de una condición que no se decidía a unirse al hombre por temor a perder su dinero; he ahí el rayo que la mente del niño fijará para siempre en el negativo horrendo —un corro de mudas y admonitorias miradas en el fondo de la penumbra veraniega, con el zumbido de los abanicos y el agitado aliento de los pechos enlutados—, el signo indeleble de su propia formación: volverá a revelarlo, años más tarde, en los momentos de combate; ante la mesa de juego, al abalanzarse sobre el montón de fichas de nácar, ajeno, siempre ajeno, al gesto de una mujer que retrocede por los salones vacíos mientras e público corre hacia la mesa donde su mano quedó atravesada por la navaja; a lomos de la mula holgazana, la mente (espoleada por el eco vengativo y rencoroso de los abanicos) preocupada tan sólo por el peso de la moneda que nunca llegó a tener en la mano. Porque todo eso estaba previsto y decidido como consecuencia de una formación que descansaba sobre ese sobreentendido; tal era el deber –a la sazón su padre había descendido ya al reino de las sombras; nunca le había escrito y sólo de tarde en tarde, entre sueños, asomaba la melancolía de una expresión, envuelta en una luz cerúlea que apenas iluminaba el pómulo y la frente taciturna, en la que no había censura sino una mitigada pero insalvable retracción nacida de un concepto diferente del dinero—, un correlato de la gloria del apellido, un dogma para revestir de recelo el objeto de su afán, una forma hereditaria de defensa ante las imposturas del alma. Lo podía haber asumido el caballero de americana blanca y camisa rayada y sombrero de paja que todos los domingos por la mañana
dejaba su bicicleta apoyada en la verja pero también él fue vencido, a pesar de su espíritu pusilánime. Y sin embargo..., era también otra cara —aunque más risueña— de la misma corrupción y de la misma avaricia. Durante los inviernos, encerradas en un trastero del último piso desde donde se llegaba a columbrar la sierra, se ocupaban de poner a punto, con todos los ornamentos de seda y brocado que quedaban en el fondo de las arcas, un traje de

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