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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

Vuelo final (4 page)

BOOK: Vuelo final
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Un súbito ruido a su izquierda lo sobresaltó; se agazapó, con el corazón latiéndole alterado. Dirigió la mirada hacia los edificios. Una puerta se hallaba abierta, derramando luz. Un soldado salió por ella mientras Harald la observaba y cruzó corriendo el recinto. Entonces otra puerta se abrió en un edificio distinto, y el soldado entró corriendo por ella.

El pulso de Harald se normalizó.

Atravesó un grupo de coníferas y bajó por una pequeña hondonada. Cuando llegó al fondo del declive, vio una estructura que se elevaba en la penumbra. No podía distinguirla con claridad, pero no recordaba que se hubiera construido nada en aquel lugar. Acercándose un poco más, vio la curva de un muro de cemento que tendría aproximadamente la altura de su cabeza. Algo se movía por encima del muro, y Harald oyó un tenue zumbido, como el de un motor eléctrico.

Aquello tenía que haber sido erigido por los alemanes después de que los trabajadores locales fueran despedidos. Harald se preguntó por qué nunca había visto la estructura a través de la valla, y entonces cayó en la cuenta de que los árboles y la hondonada la ocultarían desde la mayoría de los puntos de observación, excepto quizá desde la playa, donde estaba prohibido entrar en la zona que pasaba antela base.

Cuando miró hacia arriba e intentó distinguir los detalles, la lluvia le cayó en la cara y golpeó en los ojos. Pero sentía demasiada curiosidad para seguir su camino. La luna brilló por un instante. Entornando los ojos, Harald volvió a mirar. Por encima del muro circular logró distinguir una parrilla de metal o de cable parecida a un enorme colchón, que tendría unos cuatro metros de lado. La totalidad del artefacto estaba dando vueltas como un tiovivo y completaba una revolución cada pocos segundos.

Harald estaba fascinado. Era una máquina de un tipo que nunca había visto antes, y el ingeniero que había en ello enseguida quedó hechizado. ¿Qué hacía? ¿Por qué giraba? El sonido le decía muy poco, porque procedía del motor que hacía girar a la cosa. Harald estaba seguro de que no se trataba de una pieza de artillería, al menos no del tipo convencional, ya que no había ningún cañón. Su mejor conjetura fue que tenía algo que ver con la radio.

Alguien tosió cerca de él.

Harald reaccionó instintivamente. Saltando hacia arriba, pasó los brazos por encima del borde del muro y se izó a lo alto de él. Permaneció inmóvil durante un segundo encima de aquel estrecho reborde, sintiéndose peligrosamente visible, y luego bajó al interior del recinto. Le preocupaba que sus pies pudieran encontrarse con alguna maquinaria en movimiento, pero estaba casi seguro de que habría una pasarela alrededor del mecanismo para permitir que este pudiera ser atendido por los ingenieros; después de un momento lleno de tensión tocó un suelo de cemento. El zumbido se había vuelto más intenso, y Harald pudo oler a aceite de motores. Sobre su lengua notaba el peculiar sabor de la electricidad estática.

¿Quién había tosido? Harald supuso que un centinela que pasaba por allí. Los pasos del hombre tenían que haberse perdido entre el viento y la lluvia. Afortunadamente, esos mismos ruidos habían ahogado el sonido que produjo Harald cuando se encaramó sobre el muro. Pero ¿lo había visto el centinela?

Pegándose a la curva interior del muro, Harald respiró entrecortadamente mientras esperaba a que el haz de una poderosa linterna lo delatara. Se preguntó qué ocurriría en el caso de que lo atraparan. Los alemanes se mostraban bastante amables en el campo y la mayoría de ellos no se dedicaban a ir de un lado a otro pavoneándose como conquistadores, sino que casi parecían sentirse un poco avergonzados de su dominio. Probablemente lo entregarían a la policía danesa. Harald no estaba muy seguro de qué actitud adoptarían los policías. Si Peter Flemming hubiera formado parte de la fuerza local, se habría asegurado de que Harald lo pasara lo peor posible; pero afortunadamente, lo habían destinado a Copenhague. Lo que Harald temía, más que cualquier castigo oficial, era la ira de su padre. Ya podía oír la sarcástica interrogación del pastor: «¿Escalaste la valla? ¿Y entraste en el recinto militar secreto? ¿De noche? ¿Y lo usaste como atajo para llegar a casa? ¿Porque estaba lloviendo?».

Pero ninguna luz brilló sobre él. Harald esperó, y contempló la oscura mole del aparato que se alzaba ante él. Le pareció poder ver unos gruesos cables que salían del borde inferior de la parrilla y desaparecían en la oscuridad, al otro lado del pozo. Aquello tenía que ser un medio de enviar señales de radio, o de recibirlas, pensó.

Cuando hubieron transcurrido unos cuantos lentos minutos, estuvo seguro de que el guardia había seguido su camino. Harald se encaramó a lo alto del muro y trató de ver a través de la lluvia. A cada lado de la estructura pudo distinguir dos formas oscuras más pequeñas que estaban inmóviles; Harald decidió que tenían que formar parte de la maquinaria. No había ningún centinela visible. Harald se deslizó por la parte exterior del muro y reanudó su camino a través de las dunas.

En un momento de oscuridad, cuando la luna se encontraba detrás de una gruesa nube, se dio de narices con una pared de madera. Aturdido y momentáneamente asustado, Harald dejó escapar una maldición ahogada. Un segundo después comprendió que había chocado con una vieja caseta para botes de la antigua escuela de navegación. Estaba medio en ruinas, y los alemanes no la habían reparado, aparentemente porque no se les ocurría ningún uso para ella. Harald se quedó inmóvil durante un momento, escuchando, pero lo único que pudo oír fue el palpitar de su corazón. Siguió andando.

Llegó a la valla más alejada sin ningún nuevo incidente. Trepó por ella y se encaminó hacia su casa.

Primero fue a la iglesia. La luz brillaba desde la larga hilera de pequeñas ventanas cuadradas del muro que daba al mar. Sorprendiéndose de que hubiera alguien en el edificio a aquellas horas de una noche de sábado, Harald echó una mirada al interior.

La iglesia era larga y de techo bajo. En ocasiones especiales podía acoger a los cuatrocientos residentes de la isla, llenándose hasta rebosar. Las hileras de bancos estaban encaradas hacia un atril de madera. No había altar. Los muros estaban desnudos salvo por algunos textos enmarcados.

Los daneses no eran nada dogmáticos en lo referente a la religión, y la mayor parte de la nación profesaba el luteranismo evangélico. No obstante, los pescadores de Sande se habían convertido, cien años antes, a un credo bastante más riguroso. Durante los últimos treinta años el padre de Harald había mantenido viva la llama de su fe, dando un ejemplo de puritanismo que no aceptaba los compromisos en su propia vida, fortaleciendo la determinación de su congregación con sermones semanales llenos de fuego y azufre, haciendo frente personalmente a los descarriados con la irresistible santidad de su mirada de ojos azules. Pese al ejemplo de aquella llameante convicción, su hijo no era creyente. Harald acudía a los servicios siempre que se encontraba en casa, por no herir los sentimientos de su padre, pero en su fuero interno no estaba de acuerdo con él. Todavía no tenía una opinión formada sobre la religión en general, pero sabía que no creía en un dios de reglas vacías y castigos vengativos.

Cuando miró por la ventana oyó música. Su hermano Arne estaba sentado al piano, tocando una pieza de jazz con delicadas pulsaciones de las teclas. Harald sonrió con placer. Arne había venido a casa para las fiestas. Su hermano era divertido y sofisticado, y animaría el largo fin dé semana en la rectoría.

Harald fue hacia la puerta y entró en la iglesia. Sin volverse a mirar, Arne convirtió la música sin una sola interrupción en la melodía de un himno. Harald sonrió. Arne había oído abrirse la puerta y pensaba que su padre era el que entraba en la iglesia. El pastor desaprobaba el jazz, y ciertamente no permitiría que fuera tocado en su iglesia.

—Sólo soy yo —dijo Harald.

Arne se volvió hacia él. Llevaba su uniforme marrón del ejército. Diez años mayor que Harald, era instructor de vuelo de la aviación militar en la escuela aeronáutica de las cercanías de Copenhague. Los alemanes habían puesto fin a toda la actividad militar danesa, y los aviones pasaban la mayor parte del tiempo en tierra, pero a los instructores se les permitía dar lecciones a bordo de planeadores.

—Viéndote por el rabillo del ojo, pensé que eras el viejo. — La mirada de Arne recorrió cariñosamente a Harald de arriba abajo—. Cada día te pareces más a él.

—¿Eso significa que me quedaré calvo?

—Probablemente.

—¿Y tú?

—No lo creo. Yo he salido a nuestra madre.

Era cierto. Arne tenía el abundante cabello oscuro y los ojos color avellana de su madre. Harald era rubio, al igual que su padre, y también había heredado la penetrante mirada de ojos azules con la que el pastor intimidaba a su rebaño. Tanto Harald como su padre eran formidablemente altos, y hacían parecer bajo a Arne a pesar de su casi metro ochenta de estatura.

—Tengo algo que quiero que escuches —dijo Harald. Arne se levantó del taburete y Harald se sentó al piano—. Lo aprendí de un disco que alguien trajo al internado. ¿Conoces a Mads Kirke?

—El primo de mi colega Poul.

—Exacto. Descubrió a este pianista americano llamado Clarence «Pine Top» Smith. — Harald titubeó—. ¿Qué está haciendo el viejo en este momento?

—Escribir el sermón de mañana.

—Perfecto.

El piano no podía ser oído desde la rectoría, a cincuenta metros de distancia, y era improbable que el pastor fuera a interrumpir su preparación del sermón para dar un paseo por la iglesia, especialmente con aquel tiempo. Harald empezó a tocar «Pine Top's Boogie—Woogie», y el interior del edificio se llenó con las sensuales armonías del Sur americano. Era un entusiasta del piano, aunque su madre decía que ponía demasiado ímpetu. Era incapaz de quedarse sentado para tocar, por lo que se levantó, empujando el taburete hacia atrás con el pie hasta hacerlo volcar, y tocó de pie, inclinando su largo cuerpo encima del teclado. De aquella manera cometía más errores, pero estos no importaban mientras pudiera mantener aquel ritmo compulsivo. Tocó vigorosamente el último acorde y luego dijo: «¡De eso es de lo que estoy hablando!», en inglés y exactamente igual que lo decía Pine Top en el disco. Arne se echó a reír.

—¡No está mal!

—Deberías oír el original.

—Salgamos al porche. Quiero fumar.

Harald se levantó.

—Al viejo no le gustará eso.

—Tengo veintiocho años —dijo Arne—. Soy demasiado mayor para que mi padre me diga lo que he de hacer.

—Estoy de acuerdo. Pero ¿lo está él?

—¿Le tienes miedo?

—Por supuesto. Como nuestra madre, y prácticamente cualquier otra persona de esta isla…, incluso tú.

Arne sonrió.

—De acuerdo, puede que un poquito.

Se quedaron delante de la puerta de la iglesia, resguardados de la lluvia bajo un pequeño porche. Desde allí podían divisar los oscuros contornos de la rectoría al final de una pequeña extensión de terreno arenoso. La luz brillaba a través de la ventana en forma de diamante que había en la puerta de la cocina. Arne sacó sus cigarrillos.

—¿Has tenido noticias de Hermia? — le preguntó Harald. Arne estaba comprometido con una joven inglesa a la que llevaba más de un año sin ver, desde que los alemanes habían ocupado Dinamarca. Arne sacudió la cabeza.

—Intenté escribirle. Encontré la dirección del consulado británico en Gotemburgo. — A los daneses se les permitía enviar cartas a Suecia, que era neutral—. Se la remití a ella a aquella dirección, sin mencionar el consulado en el sobre. Creí que había sido muy astuto, pero a los censores no se los engaña fácilmente. Mi oficial superior me trajo la carta y dijo que si volvía a intentar hacer algo semejante, me formaría un consejo de guerra.

A Harald le gustaba Hermia. Algunas de las chicas de Arne habían sido, bueno, rubias tontas, pero Hermia tenía cerebro y agallas. Cuando se la conocía asustaba un poco, con su intensa morenez y su manera de hablar tan directa; pero había sabido hacerse querer por Harald tratándolo como a un hombre, no solo como el hermano pequeño de alguien. Y estaba sensacionalmente voluptuosa en traje de baño.

—¿Todavía quieres casarte con ella?

—Dios, sí…, si está viva. Una bomba podría haberla matado en Londres.

—No saberlo tiene que ser muy duro.

Arne asintió, y luego dijo:

—¿Y qué me dices de ti? ¿Ha habido alguna novedad digna de contarse?

Harald se encogió de hombros.

—Las chicas de mi edad no están interesadas en los escolares. — Habló en un tono jovial, pero estaba ocultando un auténtico resentimiento. Había sufrido un par de rechazos que lo hirieron profundamente.

—Supongo que quieren salir con un tipo que pueda gastarse algo de dinero en ellas.

—Exactamente. Y las chicas más jóvenes… En Pascua conocí a una chica, Birgit Claussen.

—¿Claussen? ¿Esa familia de Morlunde que se dedica a la construcción naval?

—Sí. Birgit es guapa, pero sólo tiene dieciséis años, y te aburres muchísimo hablando con ella.

—Mejor. En esa familia todos son católicos. El viejo no lo aprobaría.

—Lo sé. — Harald frunció el ceño—. Pero a veces hace cosas bastante extrañas. En Pascua predicó acerca de la tolerancia.

—Es tan tolerante como Vlad el Empalador. — Arne arrojó a lo lejos la colilla de su cigarrillo—. Bueno, vayamos a hablar con el viejo tirano.

—Antes de que entremos…

—¿Qué?

—¿Cómo están las cosas en el ejército?

—Muy mal. No podemos defender a nuestro país, y casi nunca nos permiten volar.

—¿Cuánto puede durar esto?

—¿Quién sabe? Puede que siempre. Los nazis lo han conquistado todo. La única oposición que queda son los británicos, y están colgando de un hilo.

Harald bajó la voz, aunque no había nadie para escuchar.

—Seguro que alguien en Copenhague tiene que estar iniciando un movimiento de resistencia, ¿no?

Arne se encogió de hombros.

—Si lo estuvieran haciendo y si yo estuviera al corriente de ello, no podría decírtelo, ¿verdad?

Luego, antes de que Harald pudiera decir algo más, Arne echó a correr bajo la lluvia hacia la luz que salía de la cocina.

2

Hermia Mount contempló con abatimiento su almuerzo —dos salchichas medio quemadas, una masa de puré de patata que empezaba a deshacerse, y un montículo de repollo demasiado cocido— y pensó con anhelo en un bar de la zona portuaria de Copenhague que servía tres clases distintas de arenque con ensalada, pepinillos, pan caliente y cerveza lager.

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