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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

Vuelo final (9 page)

BOOK: Vuelo final
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—Bien, reúna a un grupo y envíemelo para que les dé instrucciones —dijo Juel—. Luego vaya al aeródromo y telefonéeme desde allí cuando los pasajeros estén listos para embarcar.

Peter salió del despacho de Juel y volvió al escritorio de Tilde en la sección principal. La agente llevaba una chaqueta, una blusa y una falda de distintos tonos de azul claro, como una muchacha en un cuadro francés.

—¿Qué tal ha ido todo? — preguntó Tilde.

—Llegué con retraso, pero pude justificarlo.

—Estupendo.

—Esta mañana habrá una redada en el aeródromo —le explicó Peter, quien ya sabía a qué detectives quería tener con él—. Me llevaré a Bent Conrad, Peder Dresler y Knut Ellegard. — El sargento de detectives Conrad era entusiásticamente pro—alemán. Los agentes de detectives Dresler y Ellegard no tenían ningún fuerte sentimiento político o patriótico, pero eran unos policías muy concienzudos que sabían obedecer las órdenes y siempre hacían su trabajo a fondo—. Y me gustaría que tú también vinieras, si es posible, por si acaso hay alguna sospechosa a la cual cachear.

—Claro.

—Juel os informará a todos. Yo iré a Kastrup antes que vosotros. — Peter echó a andar hacia la puerta y luego se volvió—. ¿Qué tal está el pequeño Stig?

Tilde tenía un hijo de seis años de edad, que era cuidado por la abuela durante la jornada laboral de su madre. La agente sonrió.

—Muy bien. Está aprendiendo a leer muy deprisa.

—Algún día será jefe de policía.

El rostro de Tilde se ensombreció.

—No quiero que Stig sea policía.

Peter asintió. El esposo de Tilde había muerto durante un tiroteo con una banda de contrabandistas.

—Comprendo.

—¿Tú querrías que tu hijo hiciera este trabajo? — añadió ella en un tono defensivo. Peter se encogió de hombros.

—No tengo hijos, y no es probable que vaya a tenerlos.

Tilde le lanzó una mirada enigmática.

—No sabes qué te reserva el futuro.

—Cierto —dijo Peter, dando media vuelta. No quería iniciar aquella discusión en un día de mucho trabajo—. Ya llamaré.

—De acuerdo.

Peter cogió uno de los Buick negros sin identificaciones del departamento, que había sido equipado recientemente con una radio de doble sentido. Salió de la ciudad y cruzó un puente que llevaba a la isla de Amager, donde se hallaba ubicado el aeródromo de Kastrup. Hacía un día soleado, y desde la carretera podía ver a la gente en la playa.

Con su anticuado traje a rayas y su discreta corbata, Peter parecía un hombre de negocios o un abogado. No llevaba un maletín, pero en pro de la verosimilitud había llevado consigo una carpeta de expedientes que llenó con las hojas cogidas de una papelera.

Fue poniéndose nervioso conforme se acercaba al aeródromo. Si hubiera podido disponer de uno o dos días más, habría podido establecer si cada vuelo transportaba paquetes ilegales, o si solo lo hacían algunos. Existía la preocupante posibilidad de que ese día no consiguiera encontrar nada, pero que su registro alertara al grupo subversivo, y que optara por una ruta distinta. Entonces Peter tendría que volver a empezar desde cero.

El aeródromo estaba formado por un pequeño conjunto de edificios de escasa altura esparcidos a un lado de una sola pista. Se hallaba fuertemente vigilado por tropas alemanas, pero los vuelos civiles continuaban a cargo de la aerolínea danesa, la DDL, y la ABA sueca, así como por Lufthansa.

Peter aparcó delante del despacho del controlador del aeropuerto. Le dijo a la secretaria que trabajaba en el Departamento de Seguridad Aérea del gobierno y fue admitido de inmediato. El controlador, Christian Varde, era un hombrecillo con la sonrisa siempre a punto de un vendedor. Peter le enseñó su documentación de la policía.

—Hoy se efectuará una comprobación especial de seguridad en el vuelo de Lufthansa a Estocolmo —dijo—. Ha sido autorizada por el general Braun, quien no tardará en llegar. Debemos prepararlo todo.

Una expresión de miedo apareció en el rostro del controlador. Extendió la mano hacia su teléfono, pero Peter cubrió el instrumento con la suya.

—No —dijo—. Le ruego que no advierta a nadie. ¿Tiene una lista de los pasajeros que se espera que suban al avión aquí?

—Mi secretaria la tiene.

—Pídale que la traiga.

Varde llamó a su secretaria y ésta trajo una hoja de papel que su jefe entregó a Peter.

—¿El vuelo procedente de Berlín viene con el horario previsto? — preguntó Peter.

—Sí. — Varde consultó su reloj—. Debería tomar tierra dentro de cuarenta y cinco minutos.

Era tiempo suficiente, por muy poco. El que solo tuviera que registrar a los pasajeros que iban a tomar el avión en Dinamarca simplificaría la labor de Peter.

—Quiero que llame al piloto y le diga que hoy no se permitirá desembarcar a nadie en Kastrup. Eso incluye a los pasajeros y la tripulación.

—Muy bien.

Echó un vistazo a la lista que había traído la secretaria. Contenía cuatro nombres: dos daneses, una danesa y un alemán.

—¿Dónde se encuentran ahora los pasajeros?

—Deberían estar presentándose y haciendo su facturación.

—Recoja su equipaje, pero no lo suba a bordo del avión hasta que haya sido examinado por mis hombres.

—Muy bien.

—A los pasajeros también se los registrará antes de que suban al avión. ¿Hay algo más que se cargue aquí, aparte de los pasajeros y su equipaje?

—Café y bocadillos para el vuelo y una saca de correo. Y el combustible, claro está.

—La comida y la bebida tienen que ser examinadas, al igual que la saca de correo. Uno de mis hombres supervisará la operación de repostaje.

—Muy bien.

—Ahora vaya y envíe el mensaje al piloto. Cuando todos los pasajeros hayan terminado su facturación, venga a reunirse conmigo en la sala de partidas. Pero por favor, intente dar la impresión de que no está ocurriendo nada especial.

Varde salió del despacho.

Peter fue a la zona de partidas, exprimiéndose el cerebro mientras iba para asegurarse de que había pensado en todo. Se sentó en la sala y estudió discretamente a los pasajeros, preguntándose cuál de ellos terminaría en la cárcel en vez de a bordo de un avión. Aquella mañana había programados vuelos a Berlín, Hamburgo, la capital noruega de Oslo, la ciudad sueca de Malmoe en el sur del país, y la isla de recreo danesa de Bornholm, por lo que no podía estar seguro de cuál de los pasajeros tenía Estocolmo como destino.

Solo había dos mujeres en la sala: una joven madre con dos niños y una mujer ya mayor y de blancos cabellos que iba muy bien vestida. Peter pensó que la mujer mayor podía ser la que introdujera los periódicos, ya qué por su apariencia bien podía alejar las sospechas.

Tres de los pasajeros vestían uniformes alemanes. Peter consultó su lista: su hombre era un tal coronel Von Schwarzkopf. Solo uno de los militares era coronel. Pero era tremendamente improbable que un oficial alemán introdujera secretamente periódicos clandestinos daneses.

Todos los demás eran hombres como Peter, que llevaban traje y corbata y mantenían su sombrero encima del regazo.

Intentando parecer aburrido pero paciente, como si estuviera esperando un vuelo, Peter observó con gran atención a todo el mundo, manteniéndose alerta en busca de signos de que alguien hubiera percibido la inminente comprobación de seguridad. Algunos pasajeros parecían estar nerviosos, pero eso podía ser solo miedo a volar. Peter se concentró en asegurarse de que nadie intentara tirar un paquete, o esconder periódicos en algún lugar de la sala.

Varde reapareció. Sonriendo de oreja a oreja como si estuviera encantado de volver a ver a Peter, dijo:

—Los cuatro pasajeros han facturado su equipaje.

—Perfecto. — Había llegado el momento de poner manos a la obra—. Dígales que a Lufthansa le gustaría ofrecerles alguna clase de hospitalidad especial, y luego llévelos a su despacho. Yo lo seguiré.

Varde asintió y fue al mostrador de Lufthansa. Mientras pedía a los pasajeros que iban a Estocolmo que se reunieran con él, Peter fue a un teléfono público, llamó a Tilde y le dijo que todo estaba preparado para la operación. Varde se llevó consigo al grupo de cuatro pasajeros, y Peter siguió al pequeño cortejo.

Cuando estuvieron reunidos en el despacho de Varde, Peter reveló su identidad. Enseñó su identificación policial al coronel alemán.

—Actúo siguiendo órdenes del general Braun —dijo para acallar posibles protestas—. Él ya viene hacia aquí y lo explicará todo.

El coronel parecía un poco disgustado, pero se sentó sin hacer ningún comentario, y los otros tres pasajeros —la dama de los cabellos blancos y dos hombres de negocios daneses— lo imitaron. Peter se apoyó en la pared, observándolos y manteniéndose alerta para detectar cualquier conducta que indicara culpabilidad. Cada uno llevaba consigo algún tipo de bolsa de viaje: la señora mayor un gran bolso, el oficial alemán una delgada cartera para documentos, los hombres de negocios maletines. Cualquiera de ellos podía estar transportando ejemplares de un periódico ilegal.

—¿Puedo ofrecerles café o té mientras esperan? — preguntó Varde afablemente.

Peter consultó su reloj. El vuelo procedente de Berlín ya tendría que estar llegando. Miró por la ventana de Varde y lo vio disponerse a tomar tierra. El aparato era un trimotor Junkers Ju—52, y Peter pensó que se trataba de una máquina bastante fea: toda su superficie se hallaba acanalada, igual que el techo de un cobertizo, y el tercer motor, que sobresalía de la proa del aparato, parecía el hocico de un cerdo. Pero se aproximaba a una velocidad notablemente reducida para un avión tan pesado, y el efecto era realmente majestuoso. El Junkers tomó tierra y rodó lentamente hacia la terminal. La puerta se abrió, y la tripulación dejó caer al suelo los calces que aseguraban las ruedas cuando el avión se encontraba estacionado.

Braun y Juel llegaron con los cuatro detectives que había escogido Peter, mientras los pasajeros que esperaban estaban bebiendo el sucedáneo de café del aeropuerto.

Peter observó con un agudo interés cómo los detectives vaciaban los maletines de los hombres y el bolso de la señora de los cabellos blancos. Era muy posible que el espía llevara los periódicos ilegales en su equipaje de mano, pensó. Entonces el traidor podría afirmar que los había traído para leerlos a bordo del avión. No es que aquello fuera a servirle de nada, por supuesto.

Pero los contenidos de los equipajes de mano eran totalmente inocentes.

Tilde llevó a la señora a otra habitación para cachearla, mientras los tres sospechosos se desnudaban hasta quedarse en ropa interior. Braun cacheó al coronel, y el sargento Conrad se encargó de los daneses. No se encontró nada.

Peter se sintió bastante decepcionado, pero se dijo que era mucho más probable que el contrabando estuviera en el equipaje facturado.

A los pasajeros se les permitió regresar a la sala, pero no subir a bordo del avión. Su equipaje fue alineado encima de la pista, fuera del edificio de la terminal: dos maletas de piel de cocodrilo con aspecto de nuevas que sin duda pertenecían a la señora mayor, una gran bolsa de viaje hecha en lona flexible que probablemente era del coronel, una maleta de cuero marrón y otra maleta barata de cartón.

Peter estaba seguro de que encontrarían un ejemplar de
Realidad
dentro de uno de aquellos equipajes.

Bent Conrad recogió las llaves de los pasajeros.

—Apuesto a que es la vieja —le murmuró a Peter—. Yo diría que tiene aspecto de judía.

—Limítate a abrir el equipaje —dijo Peter.

Conrad abrió todo el equipaje y Peter comenzó a registrarlo, con Juel y Braun observando por encima de sus hombros, y una pequeña multitud mirando por la ventana de la sala de partidas. Peter imaginó el momento en el que sacara triunfalmente el periódico y lo agitara delante de todo el mundo.

Las maletas de piel de cocodrilo estaban llenas de ropa cara confeccionada en un estilo ya anticuado, que Peter fue tirando al suelo. La bolsa de lona contenía un equipo de afeitar, una muda de ropa interior y una camisa de uniforme impecablemente planchada. El maletín de cuero del hombre de negocios contenía papeles, así como ropa, y Peter lo examinó todo cuidadosamente, pero no había ningún periódico ni nada sospechoso.

Había dejado la maleta de cartón para el final, pensando que el menos acomodado de los hombres de negocios era el que tenía más probabilidades entre los cuatro pasajeros de ser un espía.

La maleta estaba medio vacía. Contenía una camisa blanca y una corbata negra, lo cual confirmaba la historia contada por el hombre de que iba a un funeral. También había una Biblia negra ya bastante gastada por el uso. Pero no había ningún periódico.

Peter empezó a preguntarse con desesperación si sus temores no habrían estado fundados y aquel realmente era el día equivocado para la operación. Lo que más lo irritaba era haber permitido que lo impulsaran a actuar prematuramente. Controló su furia. Todavía no había terminado.

Sacó un cortaplumas de su bolsillo. Luego hundió la punta del cortaplumas en el forro del caro equipaje de la señora y abrió un largo tajo en la seda blanca. Oyó cómo Juel soltaba un gruñido de sorpresa ante la súbita violencia del gesto. Peter pasó la mano por debajo del forro que acababa de rasgar. Para su consternación, allí no había nada escondido.

Hizo lo mismo con el maletín de cuero del hombre de negocios, obteniendo los mismos resultados. La maleta de cartón del segundo hombre de negocios no tenía forro, y Peter no pudo ver nada en su estructura que pudiera servir como escondite.

Sintiendo cómo su cara enrojecía de embarazo y frustración, cortó las costuras de la base de cuero de la bolsa de lona del coronel y metió la mano dentro de ella en busca de papeles escondidos. No había nada.

Levantó los ojos para ver a Braun, Juel y los detectives mirándolo fijamente. Peter se dio cuenta de su conducta estaba empezando a parecer la de un loco.

Al diablo con eso.

—Su información quizá estaba equivocada, Flemming —dijo Juel lánguidamente.

«Y eso te complacería muchísimo», pensó Peter con resentimiento. Pero aún no había terminado.

Vio a Varde mirando desde la sala de partidas, y lo llamó con una seña. La sonrisa del hombre pareció volverse un poco más tensa mientras contemplaba los destrozos sufridos por el equipaje de sus clientes.

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