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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

Vuelo final (5 page)

BOOK: Vuelo final
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Hermia se había educado en Dinamarca. Su padre había sido un diplomático británico que pasó la mayor parte de su carrera en los países escandinavos. Hermia había trabajado en la embajada británica de Copenhague, primero como secretaria y más tarde como asistente de un agregado naval que de hecho trabajaba para el MI6, el servicio secreto de inteligencia. Cuando su padre murió y su madre regresó a Londres, Hermia se quedó en Dinamarca, en parte debido a su trabajo, pero más que nada porque se había comprometido con un piloto danés, Arne Olufsen.

Entonces, el 9 de abril de 1940, Hitler invadió Dinamarca. Cuatro días llenos de tensiones más tarde, Hermia y un grupo de oficiales británicos salieron del país en un tren diplomático especial que los llevó a través de Alemania hasta la frontera holandesa, desde donde viajaron a través de la Holanda neutral y siguieron adelante hasta llegar a Londres.

Ahora a la edad de treinta años Hermia era analista de inteligencia a cargo de la sección danesa del MI6. Junto a la mayor parte del servicio, había sido evacuada de sus cuarteles generales de Londres en el 54 de Broadway, cerca del palacio de Buckingham, a Bletchley Park, una gran casa de campo que se alzaba junto a un pueblecito a ochenta kilómetros al norte de la capital.

Un cobertizo Nissen erigido a toda prisa en la propiedad servía como cantina. Hermia se alegraba de haber escapado al Blitz, pero deseaba que por algún milagro también pudieran haber evacuado de Londres a uno de sus encantadores pequeños restaurantes italianos o franceses, de tal manera que ella pudiese tener algo que comer. Se metió en la boca un poco de puré con el tenedor y se obligó a tragarlo.

Para alejar sus pensamientos del sabor de la comida, puso el Dady Express junto a su plato. Los británicos acababan de perder la isla mediterránea de Creta. El Express trataba de poner al mal tiempo buena cara, asegurando que la batalla le había costado 18.000 hombres a Hitler, pero la deprimente verdad era que para los nazis se trataba de otro triunfo más en una larga sucesión.

Cuando alzó la mirada, Hermia vio venir hacia ella a un hombre no muy alto que tendría su edad. Llevando una taza de té en la mano, el hombre andaba rápidamente pero con una perceptible cojera.

—¿Puedo acompañarte? — preguntó jovialmente, y se sentó delante de ella sin aguardar una respuesta—. Soy Digby Hoare. Sé quién eres.

Hermia arqueó una ceja y dijo:

—Haz como si estuvieras en tu casa.

La nota de ironía que había en su voz no produjo ningún impacto aparente. El hombre se limitó a decir:

—Gracias.

Hermia lo había visto por allí en una o dos ocasiones. Tenía un aire enérgico, a pesar de su cojera. No era ningún ídolo del cine, con sus rebeldes cabellos oscuros, pero tenía unos bonitos ojos azules y sus facciones agradablemente marcadas recordaban un poco a Humphrey Bogart.

—¿Con qué departamento estás? — le preguntó Hermia.

—La verdad es que trabajo en Londres.

Aquello no era una respuesta a su pregunta, plato a un lado.

—¿No te gusta la comida? — preguntó él.

—¿Y a ti?

—Te contaré una cosa. He interrogado a pilotos que fueron derribados sobre Francia y consiguieron volver a casa. Nosotros creemos estar experimentando la austeridad, pero no conocemos el significado de la palabra. Los franchutes se están muriendo de hambre. Después de haber oído esas historias, todo me sabe bien.

—La austeridad no es una excusa para cocinar fatal —dijo Hermia secamente.

Hoare sonrió.

—Ya me habían dicho que tenías bastante mal genio.

—¿Qué más te han dicho?

—Que hablas tanto el inglés como el danés. Lo cual supongo es la razón por la que estás al frente de la sección de Dinamarca.

—No. La razón para eso es la guerra. Antes, ninguna mujer había llegado a superar el nivel de secretaria—asistente en el MI6. Las mujeres no tenemos una mente analítica, ¿comprendes? Estamos más hechas para crear un hogar y educar a los niños. Pero desde que estalló la guerra, los cerebros de las mujeres han experimentado un notable cambio, y nos hemos vuelto capaces de hacer trabajos que antes solo podían ser llevados a cabo por la mentalidad masculina.

Hoare aceptó su sarcasmo con tranquilo buen humor.

—Sí, yo también me he dado cuenta de eso —dijo—. La vida nunca dejará de sorprendernos.

—¿Por qué te has estado informando sobre mí?

—Por dos razones. La primera, porque eres la mujer más hermosa que he visto nunca —dijo, y esta vez no estaba sonriendo.

Había conseguido sorprenderla. Los hombres no solían decir que fuese hermosa. Guapa, quizá; llamativa, algunas veces; imponente, a menudo. El rostro de Hermia era un largo óvalo, perfectamente regular, pero con severos cabellos oscuros, ojos velados por los párpados y una nariz demasiado grande para que fuera bonita. No supo qué replicar.

—¿Cuál es la otra razón?

Él volvió la mirada hacia un lado. Dos mujeres ya bastante mayores estaban compartiendo su mesa, y aunque no paraban de hablar entre ellas, probablemente también estaban medio escuchando a Digby y Hermia.

—Te lo diré dentro de un momento —dijo él—. ¿Te gustaría ir de juerga? Había vuelto a sorprenderla.

—¿Qué?

—¿Saldrías conmigo?

—Desde luego que no.

Por un instante él pareció quedarse perplejo. Luego la sonrisa regresó a sus labios, y dijo:

—No dores la píldora y házmela tragar tal como esté.

Hermia no pudo evitar sonreír.

—Podríamos ir al cine —insistió él—. O al pub Shoulder of Mutton en Old Bletchley. O al cine y al pub.

Hermia sacudió la cabeza.

—No, gracias —dijo firmemente.

—Oh —dijo él, pareciendo sentirse bastante abatido.

¿Pensaba que lo estaba rechazando debido a su incapacidad física? Hermia se apresuró a dejarle claro que no se trataba de eso.

—Estoy comprometida —dijo, enseñándole el anillo en su mano izquierda.

—No me había dado cuenta.

—Los hombres nunca lo hacen.

—¿Quién es el afortunado?

—Un piloto del ejército danés.

—Que ahora se encuentra allí, supongo.

—Que yo sepa. Hace un año que no tengo noticias de él.

Las dos señoras se levantaron de la mesa, y las maneras de Digby cambiaron. Su rostro se puso muy serio y su voz se volvió más baja, pero adoptó un tono apremiante.

—Echa una mirada a esto, por favor —dijo, sacando de su bolsillo una hoja de papel cebolla y alargándosela.

Hermia ya había visto hojas como aquella antes, allí en Bletchley Park. Tal como esperaba, era el desciframiento de una señal de radio enemiga.

—Me imagino que no necesito decirte lo desesperadamente secreto que es esto —dijo Digby.

—No hace falta.

—Creo que hablas el alemán tan bien como el danés.

Hermia asintió.

—En Dinamarca, todos los niños aprenden alemán en la escuela, así como inglés y latín. — Estudió la señal durante unos instantes—. ¿Información procedente de Freya?

—Eso es lo que nos tiene perplejos. No es una palabra alemana. Pensé que podía significar algo en una de las lenguas escandinavas.

—Sí, en cierta manera —dijo Hermia—. Freya es una diosa nórdica. De hecho es la Venus vikinga, la diosa del amor.

—¡Ah! — Digby puso cara pensativa—. Bueno, ya es algo. Pero no nos llevará muy lejos.

—¿A qué viene todo esto?

—Estamos perdiendo demasiados bombarderos.

Hermia frunció el ceño.

—Leí acerca de la última gran incursión en los periódicos. Decían que había sido un gran éxito.

Digby se limitó a mirarla en silencio.

—Oh, comprendo —dijo ella—. No le contáis la verdad a los periódicos.

Él permaneció en silencio.

—De hecho, toda la imagen que tengo de la campaña de bombardeos es pura propaganda —siguió diciendo Hermia—. La verdad es que está siendo un completo desastre. — Para su consternación, él seguía sin contradecirla—. Por el amor del cielo, ¿cuántos aparatos perdimos?

—El cincuenta por ciento.

—Santo Dios. — Hermia desvió la mirada. Algunos de aquellos pilotos tenían novias, pensó—. Pero si esto continúa…

—Exactamente.

Hermia volvió a examinar la hoja.

—¿Freya es una espía?

—Mi trabajo consiste en averiguarlo.

—¿Qué puedo hacer yo?

—Cuéntame más cosas acerca de la diosa.

Hermia rebuscó en su memoria. Había aprendido los mitos nórdicos en la escuela, pero ya hacía mucho tiempo de eso.

—Freya tiene un collar de oro que es un tesoro muy preciado. Le fue entregado por cuatro enanos. Se encuentra custodiado por el centinela de los dioses… Heimdal, me parece que se llama.

—Un centinela. Eso tiene sentido.

—Freya podría ser una espía con acceso a información previa sobre las incursiones aéreas.

—También podría ser una máquina para detectar a los aviones que se están aproximando antes de que lleguen a hacerse visibles.

—He oído decir que disponemos de máquinas semejantes, pero no tengo ni idea de cómo funcionan.

—Hay tres maneras posibles: infrarrojos, lidar y radar. Los detectores de infrarrojos captarían los rayos emitidos por un motor de avión caliente, o posiblemente sus escapes. El lidar es un sistema de impulsos ópticos transmitidos por el aparato de detección que se reflejan en el avión. El radar es lo mismo con ondas de radio.

—Acabo de recordar algo más. Heimdal puede ver a un centenar de kilómetros de distancia tanto durante el día como durante la noche.

—Eso hace que suene más a una máquina.

—Es lo que estaba pensando yo.

Digby terminó su té y se levantó.

—Si se te ocurre algo más, ¿me lo harás saber?

—Claro. ¿Dónde puedo encontrarte?

—En el número diez de Downing Street.

—¡Oh! — Hermia estaba impresionada.

—Adiós.

—Adiós —dijo ella, y lo vio alejarse.

Hermia se quedó sentada a la mesa. Había sido una conversación interesante en más de un aspecto. Digby Hoare era toda una figura, ya que el primer ministro en persona tenía que estar preocupado por la pérdida de bombarderos. ¿El uso del nombre en código Freya era una mera coincidencia o había una conexión escandinava?

Le había gustado que Digby le propusiera salir con él. Aunque Hermia no estaba interesada en salir con otro hombre, siempre es agradable que te lo pidan.

Pasado un rato, la visión del almuerzo que no había comido empezó a deprimirla. Llevó su bandeja a la mesa de los restos y vació su plato en el cubo de la basura. Luego fue al lavabo de señoras.

Mientras estaba dentro de un cubículo, oyó entrar a un grupo de mujeres bastante jóvenes que charlaban animadamente. Se disponía a salir cuando una de ellas dijo:

—El tal Digby Hoare no pierde el tiempo. ¡Para que luego hablen de los que siempre van a cien por hora!

Hermia se quedó inmóvil con la mano encima del picaporte.

—Vi cómo le echaba los tejos a la señorita Mount —dijo una voz de mayor edad—. Debe de ser uno de esos hombres a los que les van las tetas.

Las otras rieron. Dentro del cubículo, Hermia frunció el ceño ante aquella referencia a su generosa figura.

—Pero creo que ella se lo quitó de encima —dijo la primera chica.

—¿Y qué hubieses hecho tú? Yo nunca podría hacer nada con un hombre que tuviese una pierna de madera.

Una tercera joven habló con un acento escocés.

—Me pregunto si se la quita cuando te folla —dijo, y todas rieron. Hermia ya había oído suficiente. Abrió la puerta, salió del cubículo y dijo:

—Si lo averiguo, os lo haré saber.

Las tres chicas se sumieron en un silencio consternado, y Hermia se fue antes de que hubieran tenido tiempo de recuperarse.

Salió del edificio de madera. La gran extensión de césped, con sus cedros y su estanque de los cisnes, había sido desfigurada por cobertizos levantados a toda prisa para acomodar a los centenares de integrantes del personal llegados de Londres. Hermia cruzó el parque hacia la casa, una elegante mansión victoriana construida con ladrillo rojo.

Pasó por el gran porche y fue a su despacho en los alojamientos de la antigua servidumbre, un diminuto espacio en forma de L que probablemente había sido el cuarto donde guardaban las botas. Tenía una pequeña ventana situada demasiado alta para que se pudiera ver por ella, así que Hermia trabajaba todo el día con la luz encendida. Encima de su escritorio había un teléfono y una máquina de escribir en una mesa lateral. Su predecesor había tenido una secretaria, pero se esperaba que las mujeres hicieran sus propios trabajos de mecanografía. Encima de su escritorio, Hermia encontró un paquete procedente de Copenhague.

Después de que Hitler invadiera Polonia, Hermia había puesto los cimientos de una pequeña red de espionaje en Dinamarca. Su jefe era el amigo de su prometido, Poul Kirke. Este había reunido a un grupo de jóvenes que creían que su pequeño país iba a ser absorbido por su mucho más enorme vecino, y que la única manera de luchar por la libertad era cooperar con los británicos. Poul había declarado que el grupo, cuyos integrantes se hacían llamar los Vigilantes Nocturnos, no se dedicaría al sabotaje o al asesinato, sino que pasaría información militar a los servicios de inteligencia británicos. Aquel logro conseguido por Hermia —realmente único para tratarse de una mujer— le había valido su ascenso a directora de la sección danesa.

El paquete contenía algunos de los frutos de su capacidad de prever el futuro. Había una serie de informes, ya descifrados para ella por su sala de códigos, sobre las decisiones de naturaleza militar que los alemanes habían ido tomando en Dinamarca: bases del ejército en la isla central de Fyn; tráfico naval en el Kattegat, el mar que separaba a Dinamarca de Suecia; nombres de los oficiales alemanes de mayor antigüedad destacados en Copenhague.

Dentro del paquete también había un ejemplar de un periódico clandestino llamado
Realidad
. La prensa clandestina era, hasta el momento, el único signo de resistencia a los nazis en Dinamarca. Hermia le echó un vistazo y leyó un artículo lleno de indignación en el que se afirmaba que había escasez de mantequilla porque toda era enviada a Alemania.

El paquete había salido en secreto de Dinamarca hasta llegar a manos de un intermediario en Suecia, quien se lo había entregado al hombre del MI6 de la legación británica en Estocolmo. Con el paquete había una nota del intermediario diciendo que también le había pasado un ejemplar de
Realidad
al servicio cablegráfico de Reuter en Estocolmo. Hermia frunció el ceño al leer aquello. A primera vista, dar publicidad a las condiciones de vida bajo la ocupación parecía una buena idea, pero a Hermia no le gustaba en absoluto que los agentes mezclaran el espionaje con otros trabajos. La acción de la resistencia podía atraer la atención de las autoridades sobre un espía que de otra manera hubiese podido trabajar durante años sin ser detectado.

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