XXI (10 page)

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Authors: Francisco Miguel Espinosa

Tags: #Histórico

BOOK: XXI
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5 de noviembre de 2008

Esta mañana he salido a la calle esperando que fuese un buen día, incluso he tomado un café y he comprado el periódico. Pero cuando he subido al metro un gilipollas me ha dado un codazo y me ha tirado todo el café encima. Casi lo mato. Me ha venido toda la secuencia a la mente: yo tirándole por las escaleras mecánicas, el tipo con el cuello roto y una marabunta de gente a su alrededor, yo huyendo escaleras arriba, haciendo las maletas y cogiendo el primer avión hacia México.

En mi trabajo también estoy rodeada de estúpidos, parásitos sociales que tratan de hacerme la vida imposible. Hoy he recibido la primera reprimenda de mi jefe porque al final he llegado tarde a trabajar. Ruth me ha dicho que no sabe nada del asunto. Que ella podrá ser muchas cosas, pero nunca una chivata. ¡Y una mierda! ¿Acaso mi jefe se pasa el día mirando por la ventana de su gigantesco despacho esperando encontrar a trabajadores que llegan tarde a sus puestos? Cómo me gustaría levantarme ahora mismo, ponerme en pie sobre la mesa, pegar un grito y dirigir toda mi rabia hacia Ruth. Decirle que no es mi amiga, que nunca lo ha sido ni lo será, que ni siquiera somos compañeras. ¡Que no es más que un grano en el culo! Cómo me gustaría sacar un AK-47, un rifle semiautomático, y liarme a tiros en la oficina.

Tengo tanta adrenalina hoy en el cuerpo que he salido a la calle y he vuelto a casa y ni siquiera he tenido ansiedad. Mi terapeuta dice que tengo que ignorar el sentimiento de pánico y dejar de ver los espacios amplios como focos de peligro.

10 de noviembre de 2008

Llevo haciendo terapia más de un año y aún no he obtenido resultados. Aunque mi terapeuta, un viejo verde, dice que sí. Que he mejorado mucho. Mi miedo a los espacios abiertos casi no me dejaba vivir y ahora al menos puedo ir a trabajar. Pero nada más. Hace más de un año no podía salir ni para comprar. Así que me apunté a terapia y conseguí trabajo.

Pero es cierto que hace un año no podía poner un pie fuera de casa. Mi piso era seguro, era mi refugio. Cuando salgo a la calle me siento muy pequeña, como si el cielo se me fuese a caer sobre la cabeza, la gente me parece amenazadora. Siento presión y miedo y quiero acabar con todo. Cada paso que doy lejos de mi casa me siento más insegura. Y cuando sopla el viento todo es mucho peor. La calle parece mucho más grande de lo que es, el mundo me parece infinito. A veces, voy corriendo desde el metro hasta mi piso. Tardo mucho en calmarme. Y por eso llego tarde a los sitios o no voy al trabajo.

A veces me tumbo a llorar en mi cama. Me siento impotente por no poder conocer gente y por no poder salir a la calle como una persona normal. No sé por qué me ocurre esto a mí. A veces me meto en la bañera y duermo allí, desnuda, con las cortinas cerradas y las manos en la cara. Para no ver nada. Al mismo tiempo, es asfixiante vivir encerrada en tu casa durante años. Estudiar desde casa. No poder ir a hacer la compra. Que te visiten y no poder abrir la puerta. Y no saber por qué ocurre.

Mi terapeuta dice que llevo mucha rabia dentro de mí. Mis compañeros del colegio se reían de mí cuando no quería salir al recreo. Yo creía que siempre había tenido miedo al mundo exterior. Pero según mis padres no siempre ha sido así. Cuando era muy pequeña me encantaba jugar fuera, en el césped, frente a la casa de mi familia. Y un día dejé de salir. Y empecé a tener miedo.

Una vez, cuando era pequeña, mi padre me sacó a dar un paseo en coche. Mi padre era alto y fuerte y tenía una cicatriz en el cuello, de cuando estuvo en la guerra. Siempre hablaba muy despacio. Era un hombre muy cariñoso, tanto con mi madre como conmigo. Siempre me arropaba por las noches y me leía sus libros de poesía. Me encantaban la voz ronca pero suave y pausada de mi padre y la pasión que ponía en cada palabra. Decía que una vez me llevó en coche a dar un paseo. Y, mientras conducía, me iba diciendo:

—No pasa nada malo por salir a la calle. Nadie te va a hacer nada.

—No quiero salir, papá. Me da miedo. No quiero.

—Ahora vamos a parar a comprar un helado.

Y mi padre detuvo el coche y se bajó de él.

—Estaré esperando aquí fuera con el helado, hasta que quieras salir.

Y mi padre se sentó en un banco frente al coche con dos helados en las manos. Después de un rato, cuando mi cono se derritió, fue a comprar otro. Y después otro. Cuando se hizo de noche se rindió y volvió al coche. Ninguno de los dos dijo nada en el camino de vuelta a casa.

4

Adze se levanta sin hacer ruido y enciende la radio. Al otro lado podría no haber nadie.

Mientras, Alice descansa y piensa en lo diferente que era antes de que todo ocurriera. Al leer su propio diario, no se reconoce. También piensa en Fox, el nombre que más miedo le da. Se pregunta qué aspecto debe de tener ahora.

La radio emite un pitido y Adze se aleja intentando captar la señal con mayor nitidez. A lo lejos, la figura de Alice acostada en la arena parece mucho más delicada que cualquier cosa que Adze haya podido ver en su vida.

—¿Dónde estáis?

—No sabemos nuestras coordenadas, señor. Huimos de las llamas hacia donde pudimos.

—¿Habéis seguido a los leales a Fox?

—Negativo, señor.

—¡Maldita sea! Está bien, volved sobre vuestros pasos hasta la ciudad, nos reagruparemos y organizaremos una marcha en busca de esos bastardos. Traed las armas que os queden, partiremos en menos de seis horas y seguiremos el rastro de los leales hasta Fox.

—Negativo, señor.

—¿Cómo dices?

—Lo siento, señor, pero no vamos a volver. Es demasiado peligroso. Los leales a Fox estarán peinando el desierto en busca de supervivientes.

—¡Ni se os ocurra! ¡No podéis huir!

La comunicación se corta.

Alice se levanta y se acerca a Adze, que sigue mirando el horizonte sin luz, con la radio aún en las manos. Ambos se abrazan en la oscuridad y lloran juntos.

—No van a venir. No les puedo culpar. Tienen miedo.

—Adze…

—¿Recuerdas cuando nos conocimos, Alice?

—Sí. Tú me enseñaste a no tener miedo. Adza, debemos…

Adze no dice nada. Porque lo sabe. Sabe cada palabra que va a salir de la boca de Alice antes de que diga nada.

—… matar a Fox.

El campamento está calcinado. Las tiendas de campaña son ahora esqueletos metálicos. Alice y Adze buscan entre los desechos quemados de su hogar esperando encontrar algo, o a alguien. Ninguno de los dos lo dice en voz alta, pero piensan lo mismo: es como volver al pasado. Cada montón de huesos y piel calcinada que se cae a trozos tenía nombre. Y un pasado. Y echaba de menos a alguien. Y ahora no es nada más que polvo.

Se oye un ruido entre los restos. Adze y Alice encuentran algo que se mueve, un bulto que lucha por abrirse camino entre los cuerpos apilados de sus compañeros. Entre los cadáveres aparece una mano. Y Adze la agarra y estira, ayuda a salir a un hombre sin piernas que lucha por ponerse de pie.

—¿Quién es?

—Somos Adze y Alice. ¿Qué te ha pasado?

—No veo nada. Estoy ciego.

—¿Cómo sobreviviste al fuego?

—Me escondí bajo los cadáveres.

—¿Cuánto llevas ahí escondido?

—No lo sé. Uno de esos hijos de puta pensó que sería divertido cortarle las piernas a un cadáver y llevárselas de recuerdo. No sabéis lo que es aguantar sin gritar mientras te cortan las piernas.

Alice se aleja rápidamente y vomita sobre la arena. Adze no se mueve.

—Te ayudaremos.

—Prefiero quedarme aquí.

—¡Estás loco!

—Estamos todos muertos. Incluso los que sobrevivimos, estaríamos mejor muertos.

Alice se sienta en la arena. El hombre sin piernas dice:

—Adze, se llevaron a los niños y mataron a todos los demás. Sólo querían a las mujeres y los niños.

—¿Para qué?

—Experimentan con los niños, les torturan para saber cuánto dolor puede aguantar un ser humano. Iros de aquí, vosotros que podéis. Yo quiero quedarme aquí y morirme tranquilamente.

Adze y Alice contienen la respiración.

—Adze, sólo una cosa más. Fox está aquí, en África.

5

3 de diciembre de 2008

Anoche me desperté después de una pesadilla. Soñé que la casa se me caía encima literalmente. Abría los ojos y el techo empezaba a caerse, primero lentamente y luego cada vez más rápido. Cuando intentaba abrir una ventana para escapar, sólo había ladrillos al otro lado. Esta mañana, lo primero que he hecho ha sido buscar en internet las probabilidades reales que existen de que un edificio se caiga por la fuerza del viento.

Cuando mis padres me explicaron que sufría agorafobia me dijeron que podría llevar una vida normal, o algo parecido. Que podría resolverse. Mis padres. Ellos sabían que yo nunca había sido normal.

A veces, entro corriendo al metro. Otras veces entro fingiendo tranquilidad. Pero lo peor es cuando tengo que salir. Después del trayecto, me encuentro con las escaleras que ascienden. Si no veo el final, siento que no voy a poder hacerlo.

7 de diciembre de 2008

Estoy ansiosa. Hoy he visto ese programa. Como todo el mundo. Mis compañeros del trabajo dicen que es una estrategia de las cadenas de televisión y radio para conseguir audiencia. Lo estuve viendo mientras cenaba. Y ese tipo me pareció un verdadero psicópata. No creo que deban llevar a gente así a la tele. Ese tipo viejo, diciendo todas aquellas cosas en plan nazi, hablando de matar a todo el mundo, de exterminar a la raza humana en favor del planeta. Los de seguridad del programa acabaron sacándole por la fuerza. Pero nadie ha podido quitarse de la cabeza su rostro de rasgos duros, su voz profunda. Y sobre todo su mirada cruel, déspota.

Ese tipo me dio escalofríos.

8 de diciembre de 2008

He visto que todos los periódicos hablaban sobre él. Fox, no recordaba su nombre, pero lo he leído por encima del hombro de un viajero del tren. Había una foto de ese hombre intentando zafarse de los guardias de seguridad del plató. La presentadora tenía cara de no comprender nada. Lo que dijo heló la sangre a medio mundo.

Dijo que, si amásemos nuestro planeta, nos mataríamos.

13 de diciembre de 2008

Desde hace días, el tema me empieza a cansar. En mi trabajo hay todo tipo de especulaciones acerca de si Fox es en realidad la reencarnación de Hitler. De si le envían los extraterrestres. De si planea atacar el Pentágono. Y otras muchas teorías iguales o más estúpidas. Aquel tipo no era más que un demente. Uno entre tantos.

Mañana tengo que coger un avión, para ir a ver a mi madre y para visitar la tumba de papá. He ido sólo dos veces: cuando le enterraron y en el aniversario de su muerte. Mamá va todos los días, a llevar flores. A veces no puede permitirse gastarse tanto dinero y deja de hacer la compra: se gasta en flores lo que no se gasta en comida.

El pasaje de avión me ha salido terriblemente caro por culpa de la fecha. Volar es agobiante. Las pocas veces que he volado pensaba constantemente en que el avión se estrellaría en el océano. El año pasado, compré un libro, para entretenerme en el viaje. El libro era
Superviviente
de Chuck Palahniuk y no me ayudó lo más mínimo. Mi terapeuta dice que soy propensa a exagerar las cosas y que mi hipocondría agrava mi agorafobia. Después de años de terapia acabas conociendo palabras y expresiones que nadie más entiende: exposición a estímulos interoceptivos, tratamiento cognitivo conductual, síntomas somáticos de un ataque de pánico, benzodiacepina…

15 de diciembre de 2008

Mi madre está peor de lo que pensaba. Se le va la cabeza y a veces piensa que mi padre está en el sótano, trabajando con sus herramientas, arreglando algo para la casa. Le prepara un sándwich y una cerveza y baja. Y cuando ve que no está allí abajo se echa a llorar. Y al día siguiente, otra vez a comprar flores para llevarlas a su tumba.

La verdad es que echo de menos ser una niña. Echo de menos necesitar a mis padres para la mayoría de las cosas. Echo de menos preguntarles cosas que me sorprendían y de las que no tenía ni idea, y que mis padres siempre tuvieran la respuesta. Echo de menos que mi madre estuviera aquí y ahora, que fuese una mujer muy guapa, con un marido experto en labores del hogar. Echo de menos ser la niña pequeña que necesita a sus padres. Y supongo que todos nos sentimos así alguna vez. Pero cuando era pequeña, era más feliz. Ignoraba que en el mundo existiesen cosas malas. Y mucho menos personas malas. La primera vez que sentí que había perdido esa inocencia fue el día que perdí mi virginidad. A los dieciséis. Ni siquiera me gustaba aquel chico. Lo hicimos en su coche, que olía fatal. Y nunca se lo dije a mis padres.

Mi madre empezó a perder la cabeza cuando murió mi padre. Se querían tanto que no pueden vivir el uno sin el otro.

6

30 de diciembre de 2008

Anoche volvió a salir Fox por televisión y volvió a hablar sobre nuestro papel en este mundo, sobre lo injustos y crueles que somos los seres humanos. Y, por un momento, pensé igual que él. Pensé que sólo nos hacemos daño a nosotros mismos, a todo lo que nos rodea. Pensé que no merecía la pena contradecirle, porque el muy hijo de puta llevaba razón. Pero esta mañana me he despertado con una sensación fría en el estómago y me he asomado a la ventana. La navidad ya se acaba. Estoy en estado de shock.

Una mujer ha salido de su casa con sus dos hijos y se ha plantado en medio de la calle. La gente se los ha quedado mirando y los coches han empezado a pitar. Y yo estaba en la ventana, mirándolo todo, con esa sensación en el estómago, con la cabeza llena de las palabras de Fox. La mujer se ha puesto a llorar. Los niños estaban asustados y la mujer no paraba de llorar. Y nadie se ha acercado a ella. Ni siquiera yo. Todos nos hemos quedado quietos mientras esa mujer gritaba que tenían hambre y frío y que sus hijos estaban enfermos y que su marido les había abandonado. Y no he hecho nada. Nadie ha hecho nada. La mujer ha gritado que Fox lleva razón, que no hay esperanza, ni nada que hacer, que no hay motivo para seguir luchando.

Y mientras nosotros estábamos mirándolo, la mujer ha sacado una pistola y la ha apoyado contra la cabeza de uno de sus hijos. Y ha apretado el gatillo. Y después ha hecho lo mismo con el otro. Y, sin dejar de llorar, ha llevado la pistola bajo su mandíbula y se ha suicidado. Y la sangre ha empapado la nieve sucia.

7

De lejos, parece una piedra. Alice entorna los ojos y ve a la roca moverse. Adze no dice nada, aunque también lo ve. Escuchan unos gemidos. Esa masa grisácea, bulbosa y lastimera que se arrastra por la arena es un ser humano.

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