XXI (12 page)

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Authors: Francisco Miguel Espinosa

Tags: #Histórico

BOOK: XXI
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—No quiero robarte ni hacerte daño. Estoy muerto de sed.

—¡Largo de aquí, no tengo nada para ti!

—No voy armado. No tengo casi fuerzas ni para andar. Sólo busco un poco de agua.

—No te lo repetiré.

Pero el hombre no se mueve. Levanta un poco la cabeza, en un gesto digno pero no desafiante, y suelta la mochila en el suelo.

—Puedes quedarte con mi mochila si quieres, a cambio del agua, no la necesitaré más. No tengo comida, pero tengo ropa de abrigo.

Alice baja el arma. El hombre no se mueve.

—¿Qué haces aquí?

—He venido a matar a Fox.

Alice guarda el arma en el interior de su abrigo y se acerca al hombre. Le tiende una mano.

—Me llamo Alice. Estamos aquí por lo mismo, entonces.

—Yo me llamo Luis.

—¿Desde dónde vienes?

—De España.

—¿Has cruzado África andando para venir a matar a Fox? ¿Cuál es tu plan?

—Entraré, oiré lo que tenga que decir y le mataré. Y después me suicidaré.

—¿No quieres seguir viviendo?

—Mira a tu alrededor. Ya no merece la pena seguir viviendo.

Luis y Alice deciden acampar para descansar antes de ir a visitar a Fox. El resplandor del fuego es lo más parecido a un faro en medio de la noche.

—¿Cómo has llegado desde tan lejos? —dice Alice.

—Vine en barco. Llegué aquí con mi hija, pero no sobrevivió al viaje.

—Lo siento mucho. Sé lo duro que es perder a alguien. ¿Es por eso por lo que vas a matar a Fox?

—Sí.

—Entonces, ¿sólo te interesa la venganza?

—Yo tenía una hija. La secuestraron y la violaron. Yo mismo escuché cómo un grupo de leales a Fox la penetraban, se corrían sobre su pequeño cuerpo y se meaban sobre ella. Y cuando nos libramos de ellos, murió.

Las lágrimas recorren su cara, su barba, y caen en silencio al suelo. Alice contiene las ganas de llorar también.

—Su cuerpo no aguantó más. Y el responsable de que este mundo exista es ese hombre que duerme tranquilamente en un edificio.

Luis deja la cantimplora y se recuesta en el suelo. Se tapa con un trozo de tela sucio y raído. Alice espera hasta que oye su respiración ronca y entrecortada y sabe que está dormido. Saca la pistola y la contempla a la luz del fuego. Adze tenía razón, ella vive pensando en la muerte. Nadie tiene derecho a vivir, ni ella, ni Fox, ni Luis ni nadie. Apunta el arma hacia Luis. Pero no aprieta el gatillo. Luego dirige la pistola hacia sí misma y contempla el cañón del arma apoyado sobre su barbilla. Todo sería tan rápido que ni se daría cuenta. Alice deja el arma guardada y se recuesta en el suelo. Al amanecer, irán a por Fox.

Historia del mundo (III)

Les habla Fox, en la radio, desde África para el mundo del mañana. Hace una eternidad, le dije al mundo lo que necesitaba oír. Se destruyeron obras de arte, ciudades enteras se vinieron abajo, el espíritu destructivo de la humanidad se desplomó. Y nadie supo agradecérmelo como me merecía. El ser humano estaba al borde de un precipicio y yo sólo le di el empujón que necesitaba. La única salida que necesitaba era convertir su afán destructivo en algo autodestructivo. Sólo eso. Lo que toda la humanidad necesitaba yo se lo di. Tal vez, ahora estoy demasiado cansado para deciros lo que tenéis que hacer. Moriré pronto. Pero todos vosotros también. No hay forma de escapar de la autodestrucción. Estoy cansado de hablar del mundo.

Algo destructivo
1

¿Sabes ese tipo que te mira fijamente en un bar, con la copa en la mano, con una mirada penetrante que te atraviesa como un cuchillo y que te hace sentir un escalofrío que te recorre la espalda? ¿Ese tipo que te da tanto miedo que no quieres ni estar en el mismo planeta que él?

Pues ese tipo solía ser yo.

A veces todavía tiendo a mirar fijamente a la gente. Y a la gente no le gusta que un desconocido les mire a los ojos. Les pone nerviosos. La mayoría baja la mirada. Algunos intentan desafiarte hasta que no pueden aguantar y desvían la vista. Incluso me han llegado a preguntar qué cojones estaba mirando. Si quieres reírte de verdad, acércate a alguien que no hayas visto en tu vida, pero que sepas que tiene mucho que ocultar. Acércate a esa persona, y mírala fijamente a los ojos. Y con tu voz más neutra di: «lo sé todo». Y verás qué reacción.

Todas esas cosas solía hacerlas mucho. Meterme en problemas.

Hacer que la gente confiese.

No es algo malo, es una forma de pasar el rato. Paga un par de rondas y cualquier persona te contará lo que sea, sobre ella misma o sobre cualquier otro. Es cuestión de parecer alguien de confianza, el típico desconocido al que acabas confesando que mataste a tu esposa. O que te masturbas metiéndote zanahorias y lapiceros por el culo. El típico desconocido que escucha toda esta clase de mierda y no dice nada. Ese desconocido solía ser yo.

A veces me gusta experimentar con las cosas más absurdas. Privación de sueño. Drogas. Automutilación. Ese tipo de mierda que internet ha puesto de moda, yo ya lo hacía mucho antes de que la gente supiera que existe. Prueba a masturbarte con la piel de un plátano alrededor de tu miembro y cuéntame tu experiencia. No es una mala campaña de marketing. Tampoco es que fuese un tipo raro, ni nada de eso, pero en el transcurso de los veinte a los treinta hice cosas muy raras. La época que me tocó vivir era muy aburrida. Y te hablo de los años sesenta. Los jodidos años sesenta. No tengo la menor duda de que me adelanté a mi época, lo notarás por la manera que tengo de expresarme. ¿Adivinas cuántos años tengo? ¿Está sucediendo esto en la misma época en que tú lo estás descubriendo? Si fuese así, toda la historia de la humanidad sería un testimonio claro de lo que ocurrió hace diez minutos. Y no es así. Vas varios siglos por detrás, enterándote de las noticias de última hora de hace miles de años. Jesucristo crucificado, toda la información en la página 547. Y ahí estás tú, un par de milenios de retraso, leyendo lo que ya no tiene sentido para nadie que estuvo allí. No sé si me entiendes, pero si es así, escucha atentamente: no me juzgues por mi época. Es importante dejar claro que un hombre no siempre es víctima de la época en que le toca vivir, ni del país, ni siquiera de sus padres. Yo tuve una infancia feliz, más o menos, y eso no ha condicionado para nada mi forma de ser. Ni para bien ni para mal. Todo esto tienes que entenderlo desde un punto de vista más subjetivo, porque los años sesenta no eran todo lo estirados que nos quieren hacer creer.

En esa época, la gente ya se odiaba.

Cuando tengo 28 años miro a mi padre a la cara. Pero él no me devuelve la mirada, básicamente porque está muerto. Tiene el rostro inexpresivo y amarillo como la cera, los dientes apretados. Las cortinas de la habitación están corridas y la cama deshecha. La televisión todavía encendida. Es algo digno de recordar: mi padre muerto de un ataque al corazón provocado por un sobreesfuerzo, con los pantalones por los tobillos y la polla en la mano.

Mi madre ahoga un grito y se lleva la mano a los ojos. Yo no sé si apagar el televisor o esconder las revistas porno. Mi madre sale corriendo hacia el baño y la oigo vomitar. Mi padre aún tiene los calcetines puestos, lo que a lo mejor no importa y no tiene ninguna relevancia, pero es un detalle a tener en cuenta cuando no quieres ver el miembro arrugado y morado de tu padre en un insano rígor mortis. La misma fuente de vida que te creó a ti, lista para ser disecada. Mi madre vuelve del baño y se seca las lágrimas con un trozo de papel higiénico.

—Tenemos que arreglar esto. No podemos permitir que la gente le vea así. ¿Qué pensarían los vecinos?

—No me importa lo que piensen los vecinos, papá está muerto, hay que llamar al hospital.

—Primero arreglaremos esto. Voy a hacer la cama. Tú súbele los pantalones y quítale eso de la mano.

Y yo le subo los pantalones a mi padre, unos pantalones muy caros grises, planchados al estilo de la época, con la raya en el centro. Y agarro su miembro y tengo que romperle los dedos para que lo suelte. Es algo para recordar. Tiene la polla completamente morada. Este tipo de cosas son las que luego te hacen visitar más o menos veces a tus padres. He visto a gente ir a terapia por mucho menos. Así que estiro de la polla de mi padre para que la suelte y le cierro el puño, para que parezca que apretó las manos sabiendo lo que se le venía encima, y le meto la polla dentro de los calzoncillos y le subo los pantalones mientras mi madre hace la cama, escondo las revistas en el armario, junto a las cajas viejas de zapatos, y apago el televisor. Por último, dejo a mi padre en una postura reposada, un digno ataque al corazón mientras descansaba. Y me vuelvo hacia mi madre y digo:

—Ya está.

Y mi madre le mira con una expresión de incredulidad y dice:

—No, esto no me cuadra.

Y el mundo se me viene encima. Mi padre muerto a base de masturbación. La polla de mi padre en mi mano, por unos instantes.

Y a mi madre algo no le cuadra. Dice:

—Si ha muerto tranquilamente mientras dormía no puede llevar ropa de calle.

—No me jodas, mamá. Llamemos al hospital.

—Hay que quitarle esa ropa. Hay que arreglar la imagen de tu padre.

Así que entre los dos levantamos a mi padre y le cambiamos la ropa de la cabeza a los pies. Mi madre eligió su pijama más elegante. Y así fue cómo, para mí, los años sesenta acabaron. Con la muerte de mi padre, una muerte plácida, mientras dormía, nada fuera de lo común.

Mi padre tuvo la decencia de morir el mismo día que JFK, pero varios años después. Claro que al buen presidente Kennedy nadie tuvo que hacerle esto. O sí. No pierdas el norte, imagina que tienes que desvestir a tu padre, de la cabeza a los pies, envolver toda su ropa en unos trapos y llevarla a la cocina, vigilando que ningún vecino se asome por la ventana para ver qué es todo este alboroto, y cuando vuelves ves a tu madre eligiendo el pijama más elegante para poner al cuerpo de tu padre muerto, un cuerpo arrugado y amoratado que ahora descansa a tus pies sobre una alfombra verde que nunca te ha gustado. Y te preguntas en qué momento esto se salió de toda lógica.

Te dije que este tiempo no me correspondía.

Recibió una medalla del ejército, por su participación en el ejército del aire durante la guerra de Corea. Tuvo un funeral con todos los honores, con la familia llorando, mi madre visiblemente (y fingidamente) afectada y yo en silencio, sin poder creerme todo aquel circo y con la imagen de la polla erecta de mi padre grabada en el recuerdo para siempre. Y te esfuerzas por no pensar en las palabras «masturbación» ni «placer autoinducido».

Cuando acaba el funeral mi madre me mira con orgullo. Desde ese día, todo el asunto de la muerte de mi padre se convierte en el secreto mejor guardado. Algo que en teoría debería unirnos mucho más.

Los años sesenta acaban con la muerte de mi padre.

2

Tengo diez años. Las piernas me arden con los calcetines demasiado largos. La verja del parque a mi derecha hace que el sol zigzaguee en mi cara. Voy corriendo, doblo una esquina y resbalo con algo. Doy con la boca contra el bordillo de la acera y empiezo a sangrar a chorros. Detrás de mí hacen su aparición Vincent Clarence y su banda de gángsteres de primaria. He perdido el gorro que mi padre me trajo de San Francisco.

—Te dijimos que no queríamos volver a verte por aquí. Te vamos a dar una buena tunda, cabrón.

Cuando me golpean, no siento nada. Tengo la vista puesta en una ventana, al otro lado del callejón, una ventana casi abierta por completo y con las cortinas corridas, que dejan ver tan sólo una cómoda y un espejo colgado de la pared. Me pegan en la cara y en el estómago, pero por más que lo intentan, no logran que me caiga al suelo. Estoy apoyado contra la pared y soy como una estatua. Soy un muro. No me pueden mover.

—¡Traed los palos!

Alguien trae unos listones de madera que se rompen en cuanto golpean por primera vez contra mis huesos. Detrás de esa ventana podría haber un prado, un campo abierto de hierba y flores, un cielo claro y despejado, podrían estar el mar y las gaviotas. Y podría estar San Francisco, adonde mi padre me llevará en su próximo viaje. Detrás de una ventana abierta puede haber cualquier cosa. Y me pregunto, durante un segundo, por qué Vincent Clarence y su banda me están pegando.

Una vez, mi padre me dijo que yo sería un gran hombre.

Que yo cambiaría el mundo.

Al otro lado de la ventana aparece una mujer rubia. Se mira en el espejo y suelta su melena, que le cae por la espalda mientras la sangre sale disparada de mi piel. Se desabrocha la blusa y no comprueba si alguien puede verla por la ventana, la deja sobre la cama y se quita el sostén. Son los primeros pechos que veo. Astillas de los listones rotos se me clavan en la carne. No sé por qué, pero quiero tocar y besar esos pechos perfectos y redondos y acurrucarme entre ellos para dormir. Su piel es blanca y delicada. Se quita la falda, pero el alféizar de la ventana no me deja ver nada más. Desaparece. Y la imagen de su desnudez se me queda grabada en la retina, imborrable, imperecedera. Al otro lado de la venta, ella podría ser la belleza más perfecta. Caigo al suelo, por fin.

—Si vuelvo a verte por aquí, te pasará algo peor. ¡Vamos, chicos!

La mujer vuelve a la ventana vestida con un camisón y me ve tirado en el callejón.

—¡Dios mío! ¡No te muevas, ahora bajo!

Sólo para que lo sepas, acaban de empezar los años cincuenta y Al Capone ya está muerto. Vincent dice que es su sobrino y por eso cuando me hace algo nunca le delato.

—Muchacho, ¿qué te ha pasado?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? ¿Quiénes eran esos niños que te estaban pegando?

—No lo sé.

—Deja que vaya a por el botiquín.

Al cabo de un rato, vuelve y me limpia las heridas con unas cuantas gasas, me echa alcohol para que no se me infecten y me da un beso en la frente.

—¿Cómo te llamas?

—Colin.

—Colin. Encantada, me llamo Mary.

Miro a mi alrededor y me siento mal por haberle mentido. No me llamo Colin.

—¿Es usted famosa?

—Un poco. Soy actriz.

—Creo que no he visto ninguna de sus películas, lo siento.

—No importa. Creo que eres un poco pequeño para ir a verlas.

—Gracias por ayudarme.

—De nada. Puedes volver a verme cuando quieras.

Mi padre me dice que más me vale que los otros hayan quedado peor que yo. A mi padre no le gustan los cobardes. Por eso le digo que han tenido que salir corriendo. Estamos cenando, mi padre corta el asado y yo le digo:

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