Authors: Douglas Niles
»Los elfos oscuros mantenían un foco mágico en las profundidades de la tierra, al que llamaban Fuego Oscuro. Lo alimentaban con los cuerpos de sus enemigos, y el Fuego Oscuro aumentaba su poder. Por fin, dominó a los que lo alimentaban y se convirtió por su propia voluntad en una fuerza terrible, de una capacidad de destrucción colosal: la Roca de Fuego.
»Consumió el mundo subterráneo y destrozó su mayor parte. Montañas como ésta nacieron del fuego, mientras ciudades enteras y naciones de las profundidades acabaron arrasadas. —Luskag hizo una pausa, y Poshtli notó el dolor que le producía el relato; daba la impresión de que el desastre hubiese ocurrido ayer.
»La raza de los enanos quedó aniquilada, excepto por algunas pequeñas tribus, entre las que estaban mis antepasados. Pero no pudieron continuar su vida bajo tierra, porque las enormes cavernas de la antigüedad, aquellas que se habían salvado del fuego, se llenaron de gases venenosos o se convirtieron en lagos de lava hirviente. Por lo tanto, los enanos salieron a la superficie, y ahora vivimos en cuevas poco profundas, muy cerca del brutal calor del sol. Los enanos que estamos aquí, en la Casa de Tezca, somos los últimos supervivientes de una orgullosa y noble raza.
»No obstante, la Roca de Fuego también hizo algo bueno: la destrucción total de los elfos oscuros. Ahora al menos vivimos en paz, libres de sus malvadas conspiraciones.
Poshtli bajó la mirada en respeto al dolor de su compañero. Pensó en la naturaleza de un poder capaz de acabar con todo un pueblo, con la totalidad de una nación. El viento seco le rozó la piel, y notó un escalofrío.
El orgullo de Luskag resultó evidente cuando levantó la cabeza para contemplar la Casa de Tezca. El árido y ardiente desierto parecía menos hostil visto desde un punto tan alto. Los rojos, tierras y ocres se mezclaban en tonos suaves por efecto de la distancia. El horizonte marcado por los picachos abruptos y puntiagudos se convertía en algo bello: distante, indiferente, inalcanzable.
—Y la Piedra del Sol... ¿también nació de la Roca de Fuego? —preguntó Poshtli, con la mirada puesta en la cumbre.
Luskag asintió y se puso de pie; se había acabado el descanso.
—Ya es hora de seguir, si quieres tener hoy la oportunidad de consultar la piedra. El sol no tardará en alcanzar el mediodía, y nosotros debemos llegar antes a la cumbre.
Poshtli mostró su conformidad con un gruñido y se levantó, envarado. Si la ascensión hasta aquí había resultado extenuante, ahora se veían enfrentados a la peor parte; la ladera casi vertical, sembrada de piedras sueltas y retazos de nieve sucia. La fatiga le veló la mente. El sudor le entraba en los ojos y le impedía ver. No habían traído agua. El enano le había dicho que el cuerpo y el alma debían ascender desnudos. Aquel que buscaba la visión de la Piedra del Sol debía ser puro y mostrar su devoción con la abstinencia.
Por fin alcanzaron la cima, y Poshtli vio que se encontraban en el borde de un enorme cráter volcánico. Casi ciego por el agotamiento, echó una mirada al fondo, y gritó su asombro al ver la Piedra del Sol. Su cuerpo recuperó las fuerzas y su mente se despejó del todo. ¡Este era un lugar divino!
Un gran disco de plata aparecía en medio del cráter, como un lago de metal líquido. La zona a su alrededor era árida y estéril, una superficie de roca negra recocida. Pero el disco, casi del mismo tamaño que la gran plaza de Nexal, parecía resplandecer con luz propia.
Poshtli no habría podido apartar la mirada ni aun deseándolo. Se sentó en cuclillas, hechizado. Sintió que Luskag se acomodaba a su lado, también de cara al interior.
Poco a poco, majestuosamente, el sol se elevó por el lado opuesto del cráter. En su ascenso, los calentaba con sus rayos, pero ninguno de los dos dejó de mirar el disco plateado. Poshtli vio que el metal comenzaba a moverse, a girar lentamente como una rueda gigante.
El disco giraba cada vez más rápido, y con cada revolución aumentaba el poder del hechizo. El Caballero águila y el enano del desierto permanecieron inmóviles, sin mover ni un solo músculo ni pestañear.
Por fin el sol alcanzó la vertical. Su luz cayó sobre el disco con un reflejo abrasador, y sus rayos concentrados eran como una columna incandescente.
Poshtli sintió que la fuerza se derramaba sobre su cuerpo, con tanta intensidad que casi lo hizo caer de espaldas. Resuelto a todo, mantuvo la mirada en el resplandor y notó que aumentaba la temperatura de su cuerpo. De pronto, su visión se convirtió en un vacío blanco, pero entonces se abrió un agujero en medio de la nada.
El agujero creció en el mismísimo centro de su visión, hasta que, a través de él, pudo ver un trozo de cielo azul. Miró a través del agujero, y vio buitres que volaban en círculos cada vez más abajo, alejándose de él.
Poshtli olvidó su dolor, olvidó el calor. Voló con los buitres, que se habían convertido en águilas. Al remontarse, recordó las sensaciones de otros vuelos, aunque ninguno le había producido tanta felicidad.
Entonces, con una brusquedad desconcertante, sobrevoló con las águilas un inmenso páramo incendiado. A través de las cenizas, podía ver el trazado de los canales, un túmulo derruido que podía haber sido una pirámide, y los pantanos en el lugar donde antes había lagos.
¡Nexal! Gritó su pena por la ciudad, su voz convertida en un áspero graznido. Era Nexal la que estaba allá abajo, pero una Nexal de muerte y destrucción. No había personas, sino unas cosas extrañas y horripilantes que se movían entre el fango y las ruinas, criaturas de una apariencia grotesca, deformes, con ojos bestiales y cargados de odio.
Poshtli continuó con la mirada puesta en el agujero; deseaba poder mirar en otra dirección, pero no podía. Pensó que la visión lo volvería loco. El desconsuelo amenazaba con romperle el corazón.
Entonces vio aparecer ante sus ojos a una mujer de una belleza indescriptible. Ella paseaba entre los escombros ennegrecidos, y la oscuridad desaparecía a su paso. Al hacerse la luz, la ciudad no recuperaba la normalidad, pero al menos la tierra emergía otra vez, verde y lozana.
El cuerpo volador de Poshtli se estremeció ante el brutal asalto de la visión. Se retorció en el aire, como si quisiera escapar del horror en tierra. Sin embargo, allí donde miraba encontraba nuevas escenas de destrucción.
Después vio la selva, salpicada de claros. El sol aparecía en su visión, colocado en la vertical de una pirámide enorme. La mirada de Poshtli se dirigió a la pirámide, y pudo contemplar una escena extraña: una mujer hermosa que luchaba desesperadamente por salvar su vida. Vio una manada de coyotes que lanzaban dentelladas contra sus piernas.
A su lado estaba un hombre blanco de los que habían atravesado el mar. él también luchaba contra los coyotes. Poshtli vio que los atacantes eran criaturas pequeñas y peludas, de diversos colores: amarillo claro, pardo y negro.
La próxima cosa que sintió fue la mano de Luskag que lo sacudía por el hombro. Se sentó, guiñando los ojos, incapaz de apartar de su vista el resplandeciente punto amarillo; el punto donde había estado el agujero. Advirtió que era de noche.
—Ven —dijo Luskag. El Caballero águila vio que el enano también parpadeaba—. ¿Los dioses han sido bondadosos contigo?
—Sí —respondió Poshtli, suavemente—. Ya sé lo que debo hacer.
Al mediodía, Kardann, el contable, se presentó a su cita con Cordell. El capitán general lo hizo esperar fuera de la casa mientras se vestía. Kardann aguardó inquieto, sentado en un banco de piedra en el patio, sin interesarse por el amplio palacio que había sido de Caxal.
La casa era inmensa, con un jardín cercado y una piscina. Más allá de esta zona abierta, las paredes encaladas encerraban las grandes y cómodas habitaciones del edificio de techo plano. La mayoría de las viviendas de Ulatos eran de madera o paja; ésta, en cambio, era de piedra.
Cordell no tardó mucho en salir de sus aposentos y reunirse con el representante del Consejo de los Seis.
—Desde luego, he tenido que trabajar en unas condiciones pésimas —protestó Kardann—. Esto no ha sido algo sencillo, como pesar monedas bien acuñadas. Mis cálculos tienen un margen de error en más o en menos de un diez por ciento.
Una vez expuesta la disculpa, Kardann entró en materia.
—No obstante —añadió, con una sonrisa de oreja a oreja—, mi primera estimación arroja el nada despreciable resultado de un millón cien mil piezas de oro, una vez realizado el fundido y el acuñado. El oro parece ser de gran pureza, si bien a este respecto he sido tan precavido como en las cuentas.
—Son unas noticias excelentes, señor —afirmó Cordell. Soltó un silbido de admiración—. ¡Sencillamente espléndidas!
Kardann agachó la cabeza en una actitud de modestia, y después carraspeó mientras miraba indeciso al capitán general.
—¿Puedo preguntar, excelencia, si pensáis ahora regresar a casa?
Cordell miró al hombre, pasmado ante la pregunta.
—¡Desde luego que no! ¡Apenas si hemos arañado la superficie de esta tierra!
—Con el perdón del general —insistió Kardann—, pero algunos de los hombres han hecho comentarios acerca de la magnitud de las distancias y lo reducido de nuestro número. ¿No sería prudente regresar a Amn en busca de provisiones y refuerzos?
«¿Y tal vez un nuevo contable, asqueroso cobarde?», pensó Cordell. Miró al hombre sin casi molestarse en disimular su desprecio.
—Haríais bien en dejar de lado cualquier idea de regresar a casa, amigo mío. —Su voz adoptó el tono habitual de firmeza propio de un comandante—. Revisad vuestras cifras, y esforzaos esta vez para que sean más exactas, por favor.
Con una mirada de odio, Kardann se retiró, y asintió sin volverse cuando escuchó la orden de Cordell a sus espaldas.
—Decidle al capitán Daggrande que pase.
El enano se presentó ante su comandante, y le hizo un saludo.
—La ciudad está tranquila, general —informó.
—¿Qué hay del jefe, Caxal? —preguntó Cordell.
—Espera en el patio.
—Muy bien. Cuando se presente mi señora Darién, lo haremos pasar. Por favor, quédese, capitán.
Unos segundos más tarde, la hechicera salió de sus aposentos privados al otro lado del amplio patio para unirse a ellos en el espacioso vestíbulo abierto que servía como sala de audiencias. Como siempre durante el día, la elfa iba cubierta de pies a cabeza.
Dos guardias hicieron pasar a Caxal, y Cordell comenzó a hablar en el acto, mientras Darién traducía.
—Habéis actuado bien en la recolección del oro. Estoy seguro de que ahora habrá paz entre nuestra gente. Pero hay algo más que debéis hacer.
Caxal puso mala cara por una fracción de segundo, para después borrar de su rostro toda expresión.
—Todos aquellos guerreros que son
jefes —
añadió el general—, los «Jaguares» y los «águilas», han de venir aquí. Ya tenemos a muchos, detenidos cuando trajeron el oro. Pero debéis encontrarnos al resto y enviarlos a nosotros. Una vez encerrados, vuestra ciudad volverá a la vida normal.
Por un momento, tras escuchar las palabras del conquistador, Caxal se irguió en toda su estatura.
—Mi ciudad jamás volverá a la vida de costumbre —gruñó. Después aflojó los hombros—. No sé por qué habéis de encerrar a un hombre, a menos que tenga miedo a morir en el altar. ¿Pensáis sacrificarlos a todos?
—¡Por Helm, desde luego que no! —El rostro de Cordell enrojeció—. ¡Esa práctica bárbara ha quedado prohibida para siempre! ¡Aquí, en Ulatos, y en cualquier otro sitio adonde vaya mi legión!
»Los guerreros serán encerrados en una habitación, y allí se quedarán hasta que estemos seguros de que no tendremos más problemas en Ulatos. Deberán presentarse aquí antes del anochecer.
—¡Pero morirán! —protestó Caxal—. No son la clase de hombres que puedan vivir enjaulados en una habitación. ¡Los mataréis a todos!
—Es un riesgo que estoy dispuesto a aceptar —afirmó Cordell—. La audiencia ha terminado.
Caxal hizo una reverencia, estremecido de emoción. Mantuvo la cabeza gacha mientras retrocedía hacia la salida.
—¡Esperad! —ordenó Cordell—. Una cosa más. Quiero saber algo más de aquel lugar que habéis mencionado, «Nexal». Traedme a unos cuantos de vuestra gente que lo hayan visitado, o vivido allí. Sin duda, conoceréis quiénes son.
—Se hará vuestro deseo. —Caxal asintió y salió casi a la carrera.
—¿Están bien acomodados sus hombres? —le preguntó Cordell a Daggrande.
—Desde luego, general. Comodísimos. La comida es abundante. La pena es que los payitas no tienen cerveza ni bebidas espirituosas —respondió el enano—. Beben una cosa que llaman
octal,
que tiene un olor acre y un sabor raro. Pero a los hombres parece gustarles.
—Nos quedaremos aquí dos días más. Dejaremos que los hombres disfruten un poco, que se busquen una mujer. Haga usted la vista gorda, si se pasan. Otra cosa, capitán. Cualquier legionario que robe oro, será encadenado y exhibido en la plaza como lección para sus compañeros. Que corra la voz.
»Después, capitán, tengo una tarea que requerirá su atención especial. —Daggrande miró a su general con picardía, y Cordell esbozó una sonrisa—. Quiero que se construya un fuerte en el lugar donde está anclada la flota. Estará a cargo de las obras, y dedicará por turnos a la mitad de la legión a las tareas, mientras la otra se encarga de la guardia.
Daggrande asintió. Había interpretado la idea de su comandante a la perfección.
—Una sabia decisión, señor. ¿Os parece adecuada la colina que da a la playa?
—Es el lugar idóneo. También necesitaremos un muelle. Quizá más tarde encaremos la construcción de un rompeolas, pero, de momento, será suficiente con un parapeto y un lugar donde amarrar una carraca. Ahora vaya a divertirse un poco, antes de que lo ponga a trabajar.
El enano saludó y se retiró. El capitán Alvarro fue el siguiente en presentarse.
—Ah, capitán —dijo Cordell—. Le explicaré el motivo por el que lo he llamado. En general, los nativos han aceptado nuestra presencia; sin embargo, creo que es necesario realizar una última demostración, para asegurarnos la obediencia de los payitas.
—¿Sí, general? ¿Qué sugerís?
—Quiero que observe a los guerreros que tenemos cautivos. Encuentre a los cuatro o cinco más decididos, los que destaquen como líderes. Después, al atardecer, tráigalos a la plaza. —El capitán general sonrió con severidad al oficial, y sus ojos brillaron como zafiros negros.