Authors: Douglas Niles
Pero la atención de los dos jóvenes se centraba en las dos caras gigantes. Representaban a un hombre y a una mujer, ambos con la boca ancha, labios gruesos y la nariz aplastada. Los rostros eran redondos y chatos; el masculino no tenía barba. Los ojos —agujeros tallados en la piedra— parecían contemplar las naves con gran interés.
—Tu padre dice que estas gentes carecen de dioses —dijo Hal—. Sin embargo, al ver estas caras creo lo contrario.
—¡Venga, vamos allá! —exclamó Martine, sin hacer caso del comentario. Señaló la chalupa amurada al navío.
—¡Ya lo hemos discutido antes! —protestó Hal. Gimió para sus adentros—. ¡Debes permanecer a bordo hasta que hayamos explorado la costa!
—¡No seas tonto! —respondió Martine, encaramándose en la regala.
—¡No puedes ir a tierra con los primeros infantes! —Halloran sintió pánico, al ver cómo la muchacha se descolgaba por la escala de cuerda con la habilidad de un marinero. Resignado, inició el descenso mientras Martine se acomodaba a popa—. ¡Prométeme que te quedarás cerca de los botes!
Halloran sintió la misma mezcla de emociones que lo confundían desde el momento en que Martine había subido al
Cormorán,
tres días antes. La atracción que sentía por ella se unía al miedo que le producía no saber cómo oponerse a sus caprichos, y esto lo mortificaba.
Además, estaba el tema del padre. El fraile representaba el pilar moral de la legión, una autoridad espiritual equiparable a la de Cordell en lo militar. Hasta donde sabía, Domincus servía sin faltas a un dios severo e implacable. El poder de Helm había curado las heridas de Hal cuando el fraile había rezado al Vigilante. A su juicio, era un gran riesgo provocar la ira del sacerdote.
Hal aceptaba a Helm igual que aceptaba la existencia de otras deidades. En realidad, el dios de la vigilancia eterna representaba un gran consuelo para los hombres de armas. Pero ahora parecía querer provocar el disgusto de los dioses con sus acciones, aunque... ¿qué había hecho de malo? Sólo había permitido que Martine se saliese con la suya, y no había nada que él pudiese hacer al respecto.
Soltó un suspiro, se volvió hacia proa y contempló las caras gigantes, que ahora parecían observarlos con burla, mientras los botes penetraban en la sombra del acantilado.
—¡Despierta, maldito imbécil! —Gultec propinó un puntapié al sacerdote tendido en el suelo.
Mixtal abrió los ojos; a duras penas podía ver el rostro furioso del Caballero Jaguar.
—¿Qué..., qué ha ocurrido? ¿Dónde está la muchacha?
—Ha escapado. Al parecer, es mejor guerrera que tú.
—¿Cómo...? —Mixtal se sentó alarmado, sin hacer caso del terrible dolor en su cabeza—.
¡Las señales de Zaltec! ¿Dónde están?
—No son señales de Zaltec, idiota. —Gultec señaló hacia el este, y Mixtal advirtió que lo habían bajado al pie de la pirámide—. Son hombres, guerreros, que ahora se reúnen en la playa en gran número.
Mixtal miró hacia el mar. Un terror helado se mezclaba con un asombro incoherente en su pecho. Temía el castigo de los Muy Ancianos, por haber dejado escapar a la muchacha, al mismo tiempo que era testigo de algo que parecía un milagro.
—¿Qué te hace creer que son guerreros? —preguntó—. ¡A mí me parecen mensajeros de los dioses!
Gultec le dirigió una mirada de desprecio.
—Primero enviaron a sus exploradores a tierra. Investigaron el bosque junto a la playa. Ahora puedes ver cómo desembarcan y forman por compañías.
—¡Pero si no llevan plumas! ¡No llevan garrotes! ¡Y, mira, algunos son de plata!
El Caballero Jaguar gruñó mientras estudiaba el panorama.
—Me preocupa ver la plata. No entiendo por qué un guerrero ha de cargarse a sí mismo con tanto peso. Sospecho que deben de ser muy fuertes. —Se volvió hacia el sacerdote—. Quédate aquí y vigila. No dejes que te vean. Iré a Ulatos para avisar al canciller.
Mixtal asintió, atontado. Gultec le dio la espalda y trotó hacia el borde de la jungla. En cuestión de segundos, desapareció entre los matorrales. El Caballero Jaguar apoyó las manos sobre un tronco caído y dio un salto; cuando aterrizó al otro lado se había transformado. Su piel manchada se confundió con el fondo vegetal mientras corría con el paso elástico y poderoso de los grandes felinos.
Para acelerar la marcha, Gultec se encaramó a un árbol y voló de rama en rama con una velocidad aterradora. Sólo tardó unos minutos en recorrer el camino que la procesión había hecho en dos horas, y recuperó la forma humana antes de salir de la selva. En cuanto pisó el sendero que atravesaba los campos de maíz, comprendió que las noticias acerca de los extraños visitantes lo habían precedido. No había nadie trabajando en los cultivos; en cambio, en las calles de Ulatos parecía reinar una actividad poco habitual.
Gultec entró en la ciudad al trote. La muchedumbre se apartó al paso del Caballero Jaguar, y en unos momentos llegó a la plaza.
—¡Gultec, ven aquí! —La voz procedía de una pequeña pirámide en el centro de la plaza, y el caballero vio a Caxal, el reverendo canciller de Ulatos, que le hacía señas, desesperado. Gultec subió los doce escalones de la pirámide, y descubrió que Caxal se encontraba en compañía de otros cuantos Jaguares y Caballeros águilas, además de Kachin.
—¡Nos han invadido! —gritó el canciller, furioso.
—Los he visto con mis propios ojos —asintió Gultec—. Hombres extraños que viajan en canoas enormes. Se han concentrado en la playa delante de los Rostros Gemelos. Son seres misteriosos, aunque pocos en número.
—¡No sabemos si se trata de una invasión! —insistió una voz, y Gultec se giró para mirar a Kachin, clérigo de Qotal—. ¡Debemos intentar hablar con ellos, ver quiénes son y qué quieren!
Caxal miró alternativamente a Kachin y a Gultec.
—¿Cuántas tropas podríamos reunir ahora mismo? —El reverendo canciller desconfiaba de sus guerreros, pero la situación indicaba que sus servicios eran necesarios.
—Quizás unos doscientos Jaguares, y el mismo número de águilas. —Gultec interrogó con la mirada a Lok, jefe de los Caballeros águilas.
—Es probable... Desde luego, más de un centenar —respondió Lok, pensativo. Los guerreros no eran amigos pero se respetaban como hombres valientes, capaces y sensatos.
—Podríamos tener diez mil lanceros para el anochecer, tal vez el doble para mañana —afirmó el Caballero Jaguar.
—¡Reúnelos! —ordenó Caxal—. Lleva a las tropas hasta el acantilado, cerca de los Rostros Gemelos. ¡Pero no ataques! ¡Debemos saber más cosas de ellos!
El grupo se separó; Kachin se colocó junto a Gultec, sin darle tiempo a dejar la pirámide.
—¡La muchacha, Erixitl! —siseó Kachin, con una mirada reluciente por el fuego de la venganza, que inquietó a Gultec—. Sé que tú o alguno de tus lacayos la secuestró. ¡Su muerte será castigada!
El caballero, un hombre de gran coraje, un veterano de mil combates, esquivó la terrible mirada del clérigo.
—No sé a qué te refieres —respondió Gultec, y se apresuró a bajar los escalones, mientras maldecía en su interior a todos los sacerdotes y a sus dioses.
Chitikas
salió de la espesura, y Erix se quedó boquiabierta. En primer lugar, vio que la piel de la serpiente no tenía escamas, sino que la cubría algo parecido al plumón sedoso y brillante del pecho de los loros. El guacamayo que había sido el primero en hablar con Erix permaneció inmóvil, contemplando el espectáculo que ofrecía el ofidio en su marcha.
Su asombro aumentó cuando un par de alas muy grandes, de plumas rojas, oro, verdes y azules, que apenas si aleteaban, quedaron libres del follaje. Colocadas a un par de metros de la cabeza, tenían la altura de un hombre. La serpiente parecía no tener peso porque ninguna parte de su larguísimo cuerpo tocaba el suelo.
El ofidio se enroscó y desenroscó perezosamente en el aire, sostenido por la lenta cadencia de sus alas. Los ojos amarillos observaron a Erix, que no tuvo miedo de la mirada. Para descansar sus músculos agarrotados, la muchacha se sentó en un tronco caído.
—Tienes problemas —siseó la criatura—. Quizá yo pueda ayudarte.
—¡Sí, ayudarte! —chilló el guacamayo, que abandonó su rama para ir a posarse sobre la cabeza de la serpiente.
Por fin Erix se relajó. Sin saber por qué, se sentía a gusto en presencia de la extraña criatura. El zumbido de los insectos y el intenso calor de la mañana contribuyeron a serenarla. Suspiró. Le pareció que los ojos de la serpiente giraban en direcciones opuestas, mientras el cuerpo continuaba con su danza aerea.
—Vengo de Nexal —dijo Erix, soñolienta—. Muy lejos de aquí. —No pudo continuar porque se quedó dormida.
Mixtal gimió, con el alma torturada por el miedo. Los Muy Ancianos lo matarían, pero no antes de haber sometido su cuerpo a todo tipo de tormentos. Apenas advirtió la presencia de los veinte acólitos que lo rodeaban, inquietos; poco a poco, comprendió que esperaban sus órdenes, que asumiera el mando.
Varios jóvenes vigilaban los movimientos de los extraños visitantes, que todavía no habían hecho ningún intento de escalar el acantilado. Sin embargo, Mixtal no dudaba que, después de un viaje tan largo desde el lugar donde estuviese su hogar, los forasteros no limitarían sus exploraciones a un trozo arbolado de la costa.
De inmediato comprendió que la pirámide sería uno de los primeros sitios que investigarían los recién llegados cuando avanzaran tierra adentro.
—¡La muchacha! —dijo—. ¿Alguien ha visto la dirección que tomó?
Los acólitos miraron al suelo. Los tirabuzones erguidos de sus cabelleras remojadas en sangre se sacudieron lentamente, como un grupo de puercos espinos en una danza ceremonial.
—Hacia la selva —apuntó uno de los acólitos, un joven corpulento llamado Atax.
Mixtal lo recordaba por haber utilizado el puñal de sacrificio con una habilidad excepcional en sus primeros intentos. Como cualquier otro aprendiz, Atax había cometido fallos, y se había tenido que repetir el sacrificio; en una ocasión se habían necesitado tres víctimas antes de conseguir el corte correcto. Pero Atax había aprendido deprisa, y su fuerza podía ser ahora de gran ayuda.
—¡Debemos encontrarla! —exclamó Mixtal, incorporándose. Se acercó al borde del acantilado para observar a los extranjeros; reconoció que parecían ser hombres. Sus grandes canoas habían plegado las alas, y apreció que los reunidos en la playa sumaban una centena.
»¡Dame tu cuchillo! —ordenó a uno de los acólitos. Intentó olvidar la vergüenza de la pérdida de su propio puñal, pero los colores le subieron a la cara—. ¡Al bosque! ¡Seguidme!
Durante muchas horas, y con un calor cada vez más intenso, los clérigos recorrieron la selva a lo largo de la costa. Caminaron en dirección este y, en muchas ocasiones, cruzaron las huellas de Erix, pero ninguno fue capaz de descubrir el rastro. Después, volvieron sobre sus pasos, a medida que la atmósfera se hacía más opresiva y la mañana daba paso a la tarde.
—Descansemos un momento —jadeó Mixtal, apoyado en el tronco de un árbol. Observó enfadado que ninguno de los jóvenes parecía tan cansado como él. No obstante, sus tirabuzones se habían convertido en una masa de cabellos empapados de sudor.
—Venerable maestro, quizá deberíamos buscar ayuda —sugirió Atax.
—¡No! —Mixtal se irguió en el acto; el pánico le devolvió el vigor—. ¡La encontraremos
nosotros!
¡Es
nuestra
obligación!
Atax retrocedió asustado por el estallido, y Mixtal sonrió satisfecho. ¡Al menos había algunos que debían tratarlo con respeto! Entonces se quedó de una pieza al ver que Atax se desplomaba al suelo. ¡El hombre dormía!
Furioso, Mixtal se volvió hacia los demás acólitos. En un instante, su furia se convirtió en algo casi rayano al miedo cuando vio que
todos dormían.
—¿Qué pasa aquí? —chilló—. ¡Despertad!
—No tan fuerte, venerable maestro —dijo una voz muy suave.
—¿Quién es? ¿Dónde está?
—Yo hablaré, y vos me escucharéis. —La voz calmó su inquietud, y Mixtal se sentó en el suelo, dispuesto a escuchar.
»Buscar a la muchacha de esta manera es una tontería. En cambio, debéis buscar guerreros. —Mixtal buscó sin mucho entusiasmo la fuente de la voz, pero sólo vio pájaros y flores, colores que se movían a su alrededor. No recordaba la selva como un lugar tan colorido; resultaba muy hermosa.
—¿Guerreros? —preguntó. Le pareció que su voz sonaba lejana—. ¿Cómo? —El sacerdote notó como si le hubiesen cubierto los ojos con un velo; era como mirar algo a través de un humo de colores, sólo que el humo estaba dentro de sus ojos.
—Espera aquí. —La voz tenía una seguridad que lo tranquilizó del todo. Mixtal no podía desconfiar de sus palabras—. Los guerreros vendrán a ti. Después, no tendrás que ir muy lejos para encontrar a la que buscas.
Entonces también Mixtal se durmió; soñó con flores cantarinas, serpientes locuaces y pájaros charlatanes. No despertó hasta que una voz gutural lo arrancó de su sueño.
—Sacerdote, ¿por qué duermes aquí?
—¿Qué...? —Mixtal abrió los ojos y se sentó. Vio a tres Caballeros Jaguares, incluido el que lo había interrogado, y más allá una columna de lanceros que se perdía en la selva. Cada lancero vestía el taparrabos típico de los payitas y cargaba con tres jabalinas con punta de obsidiana, un lanzador y un escudo redondo de madera revestida de piel de jaguar. Todos tenían la nariz atravesada por una aguja de madera o hueso, y se cubrían la cabeza con un tocado de plumas naranja.
—¡Guerreros! —El sacerdote se puso de pie, entusiasmado—. ¡Despertad, pandilla de holgazanes! —Propinó puntapiés a los acólitos que tenía más cerca—. ¡Los guerreros están aquí!
—¿Nos esperabas? —preguntó el caballero, mientras los jóvenes se despertaban.
—¡No dudes de la voluntad de Zaltec! —replicó Mixtal—. ¡Recibí un aviso directamente de los Muy Ancianos! —Esto al menos era lo que pensaba. Las cosas ocurrían demasiado rápido para poder seguirlas. Pero disfrutó del miedo que apareció en el rostro del Caballero Jaguar al escuchar su respuesta.
»¡Tenemos una tarea muy importante que cumplir! ¡La escogida para un sacrificio exigido por Zaltec ha huido, y ahora provoca las iras del dios! ¡Debemos encontrarla!
—¿Qué historia es ésta? —preguntó el caballero—. Nos han enviado aquí, con una centuria, para vigilar a los invasores. Diez mil guerreros más vienen hacia la playa. No sé nada acerca de un sacri...