Authors: Douglas Niles
Los atacantes reanudaron su carrera, detrás de su fanático líder. Sorprendido por el aspecto roñoso y la cabellera empapada de sangre del cabecilla, Halloran observó boquiabierto el avance del enemigo. Vio la daga de obsidiana, y el emblema negro en el mango.
El hombre intentó esquivar a Hal, y éste estrelló su escudo contra el rostro del hombre vestido de negro, que cayó al suelo como fulminado por un rayo. Sin embargo, los demás prosiguieron su avance.
—¡Golpead a matar! —ordenó, sin mucha confianza en las posibilidades de salir con vida. Echó una última mirada a sus espaldas y vio que Martine se había puesto de pie, aunque el miedo le impedía dar un paso. Desesperado, Halloran la arrastró al interior del pequeño círculo formado por los legionarios.
Su escudo detuvo una lanza, y su espada atravesó la armadura acolchada de un nativo. Otro hombre lo atacó, y Halloran le partió en dos la espada de madera, al tiempo que con el escudo asestaba un golpe en la cara de un tercer agresor.
Vio el relampaguear de los aceros de sus soldados a cada lado. Entre los cuatro rodeaban a Martine, defendiéndola contra un aluvión de lanzas. Halloran fintó, paró y descargó mandobles, y le pareció que estaba en medio de una tromba de rostros cobrizos, plumas naranja y sangre.
Escuchó un grito de dolor cuando cayó uno de los espadachines, con una profunda herida en la pierna. Los tres hombres restantes estrecharon el círculo, y entonces perdieron a otro soldado cuando una lanza se abrió paso entre las trenzas de su coraza.
Dos docenas de cuerpos cubiertos de sangre yacían en el suelo a su alrededor, pero el número de atacantes era muy grande. A Hal le pesaban los brazos y casi no podía levantar su sable, mientras luchaba de espaldas a su compañero. No vio a los acólitos que se arrastraban entre los dos, para sujetar a Martine, y llevársela con ellos.
En cambio, Halloran vio cómo el primer sacerdote, el fanático que había iniciado el combate, se ponía lentamente de pie, justo fuera del alcance de su espada. Durante una fracción de segundo, los nativos detuvieron su carga y los dos espadachines intentaron recuperar el aliento en medio del montón de cadáveres. En aquel momento, Halloran escuchó el grito de su compañero que cayó sobre él, alcanzado en el vientre por una jabalina.
Entonces el sacerdote cogió un trozo de cuerda de su cintura, y lo mantuvo extendido en el aire; la cuerda se retorció como una serpiente en sus manos. En un primer momento, Halloran creyó que se trataba de una serpiente, pero después vio que sólo era la piel de un ofidio, aunque por sus movimientos se podía pensar que estaba viva.
El hombre gritó algo que pareció una orden, y Halloran fue incapaz de reaccionar antes de que la cuerda volara hasta él, para enrollarse como una red alrededor de su cuerpo y tumbarlo.
Un segundo después, una docena de guerreros se lanzaron sobre su cuerpo; lo ataron de pies y manos, y lo despojaron de su espada.
De la crónica de Coton:
En busca de la verdad en el corazón del Plumífero.
Los heraldos del Ocaso han desembarcado en las costas de Maztica. Poshtli, en su forma de pájaro, ha observado su llegada. Dice que su número es pequeño, pero que sus navíos son enormes.
Ahora Naltecona sufre un período de angustia y de presión. No ve a nadie, no habla de sus problemas. En cambio, envía más águilas a espiar a los recién llegados, mientras aguarda escuchar palabras que no le ofrecen ningún consuelo.
Mientras tanto, los comandantes de los ejércitos de Naltecona, águilas y Jaguares por igual, exigen que se reúnan las tropas, que se prepare una fuerza para echar a los extranjeros al mar. El joven sobrino de Naltecona, el honorable señor Poshtli, es el más ardiente defensor de esta postura. Pero Naltecona no hace caso de sus palabras de consejo.
El está seguro de que estos visitantes no son otros que el Canciller del Silencio y sus servidores, que por fin han vuelto a su reino en el Mundo Verdadero.
Mariposas de todos los tamaños y colores volaban en el interior de la jaula de junquillo. Coton, el patriarca silencioso de Qotal, cargó con la jaula por la escalera de la pirámide. En la otra mano sostenía un ramillete de flores acabadas de arrancar. Si bien había una litera de
pluma
junto a la base de la pirámide, Coton prefería subir a pie.
La edificación no era tan alta como la Gran Pirámide, que soportaba los templos de Zaltec, Calor y Tezca, y Coton no tardó en llegar a la cima. Una vez allí, dejó la jaula sobre el bloque de cuarzo blanco que servía de altar. La piedra resplandecía con el sol del mediodía.
Desde su posición, el clérigo podía mirar sin obstáculos hacia los cuatro puntos cardinales, y observar las casas de Nexal. Sin prisas, distribuyó las flores entre los cuatro lados del altar. Después, abrió la puerta de la jaula.
Una tras otra, las mariposas salieron de su encierro, y se elevaron en el aire para formar un cordón multicolor que parecía unir el altar con el cielo.
En cuanto desaparecieron, Coton, emocionado por la sencilla ceremonia, descendió de la pirámide a buen paso. No se sorprendió al ver al señor Poshtli que lo esperaba en el patio.
El sobrino de Naltecona vestía el uniforme de un Caballero águila. En el labio inferior, agujereado hacía muchos años, llevaba un tapón de oro puro. Su capa y tocado resplandecían con el colorido de las plumas. Calzaba sandalias nuevas con cordones hasta las rodillas, y un abanico de
pluma
flotaba por encima de su cabeza; le daba sombra y le refrescaba con una suave brisa.
—Coton de Qotal, deseo hablar contigo. Tú sabes muchas cosas acerca del Mundo Verdadero, y yo muy pocas. Quizá todo lo que sé es que no sé nada.
El clérigo observó al joven señor durante unos segundos, mudo como siempre. Poshtli había estudiado con él años atrás, antes de que el sacerdote se convirtiera en patriarca, e hiciera su voto de silencio. El muchacho había sido el mejor de los alumnos de Coton y un líder natural entre sus compañeros, incluidos los de mayor edad y más fuertes. Coton había vigilado complacido el crecimiento de Poshtli, que no tardó en convertirse en un hombre cabal.
Poshtli había mostrado los mismos sentimientos hacia su maestro. A diferencia de la mayoría de los jóvenes aspirantes a guerreros que se herían en los brazos en señal de penitencia, y buscaban cautivos para el altar de Zaltec, el sobrino de Naltecona había tomado la senda del dios Plumífero. Quería ser un Caballero águila, la más importante y noble de las órdenes militares de todo Maztica.
Los Caballeros Jaguares seguían a Zaltec, porque el
hishna
mágico de la zarpa requería sacrificios de sangre, y sin este poder los miembros de la orden no eran nada. En cambio, los guerreros del credo águila, eran libres de escoger a su dios, y muchos elegían a Qotal. Pero los muchos años de estudios, las duras pruebas —tanto físicas como intelectuales— y la disciplina rigurosa, hacían que nueve de cada diez aspirantes a águilas no pudieran conseguir su meta.
Incluso entre los que llegaban, Poshtli destacaba como un hombre de habilidad, valor e inteligencia excepcional. Había capturado muchísimos prisioneros en combate, prisioneros que entregaban su corazón en los altares de Zaltec, o eran vendidos como esclavos en la gran plaza. No hacía mucho había dirigido al ejército de Nexal en una misión de reconquista contra Pezelac —un estado vasallo rico en obsidiana, sal y oro—, donde se había producido una sublevación. Las tropas de Poshtli habían restaurado el orden y dado un castigo ejemplar a los cabecillas rebeldes, para después encargarse de recaudar el pago de los tributos que se debían a Nexal.
Ahora Coton presintió que Poshtli se enfrentaba a una decisión crucial. Si bien no podía hablar con él, nada le impedía escucharlo.
—Mi tío, el gran Naltecona, se ha convertido en el más grande entre los grandes —dijo Poshtli, sin alzar la voz—. Es el más poderoso de todos los cancilleres en la larga historia de Nexal. Jamás nuestro pueblo ha recaudado tantos tributos, ni dominado regiones tan inmensas.
Coton asintió. Tenía a Poshtli no sólo por un magnífico soldado, sino también por alguien dotado de una inteligencia analítica. Era capaz de unos razonamientos muy poco habituales entre los jóvenes guerreros. El sacerdote esperó sus próximas palabras.
—Nuestras ciudades crecen a diario, y reclaman más y más tierra a las aguas a medida que los jardines flotantes aumentan sus superficies. Más tesoros, más cacao, maíz, plumas..., además de oro, entran a raudales en la poderosa Nexal, corazón del Mundo Verdadero. Cada día se ofrecen más corazones en sacrificio a Zaltec.
»Sin embargo, tú, Coton, vienes aquí y sueltas tus mariposas. Colocas tus flores y no dices nada —afirmó Poshtli, sin apartar su mirada de los ojos del sacerdote.
»No dices nada porque nos enseñas mucho y, no obstante, somos incapaces de comprender. —Algo parecido al asentimiento brilló en la mirada de Coton—. Creo que nos muestras lo que una vez fuimos y lo que podemos volver a ser. Nos lo muestras, y no lo vemos.
»Ahora, Coton, he tenido un sueño. Creo que este sueño es una visión de Qotal, y por lo tanto iré a buscar la voluntad del dios. —El joven paseó arriba y abajo lentamente, mientras recordaba los detalles del sueño.
»Soñé con un gran desierto, ¡un desierto que incluía a Nexal! Atravesé el desierto a pie, agotado por el calor y el sol, sin gota de agua. De pronto me vi rodeado de hombres pequeños, y estos hombres tenían una gran rueda de plata. —El caballero observó que Coton enarcaba las cejas al escuchar la descripción.
»En la rueda, vi el reflejo de una serpiente alada, una cosa larga y sinuosa de brillante plumaje y gran sabiduría. ¡Y esta serpiente era la voz de Qotal! ¡Estoy seguro de ello!
Poshtli permaneció callado durante varios minutos, y Coton esperó paciente sus próximas palabras.
—Abandonaré Nexal en busca de la verdad. Quizá la encuentre entre los extranjeros. Los he visto, he volado por encima de ellos, cuando llegaron a la playa de Payit. Quizás esté entre sus maneras y las nuestras; tal vez, no la encuentre jamás. —Poshtli volvió a mirar los ojos de Coton—. ¡Debo encontrar la rueda de plata!
La mirada de Coton se desvió hacia el azul claro del cielo, y después por un segundo hacia el sur, antes de mirar al vacío. Poshtli comprendió la guía ofrecida.
—Caminaré. Mis pies, no mis alas, me llevarán a través del Mundo Verdadero, hasta el conocimiento que todavía me esquiva, o quizá no. Pero lo encontraré, o moriré en el intento.
Daggrande podía ver en su imaginación cómo el aire salino devoraba el acero, corroía la pátina brillante de su yelmo, picaba el metal impoluto de su coraza y perforaba la hoja de su espada, mientras marchaba al frente de un destacamento de dos docenas de legionarios, un grupo formado por ballesteros y espadachines, hacia lo alto del acantilado. Halloran y Martine habían desaparecido en algún lugar de allá arriba, unos pocos minutos antes.
«¡Maldita sea esa mujer! —protestó para sí mismo—. ¡Ahora Cordell quiere que siga a Martine, que "la cuide". ¿Acaso soy su niñera?»
El enano sospechaba, no sin razón, que el fraile tenía algo que ver en el asunto. Daggrande había visto el enfado de Domincus en cuanto su hija y Halloran subieron por la escala.
«Suponía que el muchacho tenía más entendederas —pensó—. Desde luego, es un humano, pero podría haberse comportado de otra forma.»
De pronto, Daggrande se olvidó de sus rezongos, y se convirtió en lo que siempre había sido: un magnífico guerrero. No podía definir qué le había llamado la atención; quizás era el olor de la sangre, el rumor lejano de un combate, o algo más visceral. Sin perder un segundo señaló a sus ballesteros que prepararan las armas.
El curtido veterano subió con precaución los últimos peldaños. Vio el alto del acantilado; una franja de matorrales que se extendía por el borde del precipicio, y la selva al otro lado, a un centenar de metros de distancia.
Daggrande avanzó por el matorral, bien agachado, con la ballesta preparada. Ordenó a sus hombres que subieran y los desplegó en un semicírculo. No veía ninguna señal de presencia humana excepto la pirámide a casi dos kilómetros costa arriba. No perdió tiempo en pensar qué se había hecho de Martine, Halloran y los soldados. En cambio, mandó a la formación avanzar hacia la derecha, hacia la pirámide, en una hilera que casi se extendía hasta la selva. Los legionarios avanzaron, examinando el matorral.
Un minuto más tarde, encontraron los cuerpos.
Erixitl espió sin aliento, oculta tras la escasa protección de unos helechos. Vio al sumo sacerdote que pretendía matarla, encabezar la marcha; caminaba con un vigor insospechado en alguien tan esquelético. Lo seguían sus alumnos y una compañía de guerreros. También vio a los prisioneros, incluida la muchacha, atada tal como la habían atado antes a ella: con una venda en los ojos, amordazada y las manos ligadas delante.
No pudo menos que sentir curiosidad por el guerrero plateado que daba traspiés detrás de la joven, al que no habían cegado ni amordazado. Observó que la camisa de plata era un trozo de metal; el peso le dificultaba la marcha.
—Es a él a quien debes rescatar —dijo una voz suave junto a su oreja, y a duras penas consiguió reprimir un grito de espanto.
—
¡Chitikas! —
exclamó, mientras la aterciopelada serpiente salía de la espesura para enroscarse a su lado.
Si bien ésta era la segunda vez que veía a la criatura, sintió una profunda alegría ante su aparición, como si acabase de encontrar a su más viejo y sabio amigo. De pronto, se extrañó ante su reacción y se encaró a la serpiente alada.
—Dime, ¿qué ocurre? ¿Por qué el sacerdote ha capturado a la extranjera y al guerrero?
—Lleva a la mujer, convencido de que eres tú, al altar de Zaltec, para sacrificarla.
Erix se volvió hacia la procesión, incrédula.
—¿Cómo puede creer que soy yo? Nuestro color de piel es diferente, nuestras cabelleras son distintas, no hay nada...
—El poder de la
pluma
confunde sus ojos. —
Chitikas
sacudió sus grandes alas, y a Erix le pareció que el movimiento correspondía a la risa humana—. Al creer que eres tú, el sacerdote se dispone a obedecer a su dios.
La joven recordó las primeras palabras de
Chitikas.
—Has dicho que debo rescatar al hombre. ¿Por qué? ¿Y cómo? ¿Qué quieres decir?