Authors: Douglas Niles
Los músculos de Gultec se tensaron al escuchar las noticias, pero no se sorprendió. Así que los extranjeros venían en son de guerra. Muy bien, los guerreros de Payit se encargarían de darles lo que buscaban.
—¿Dónde están ahora?
—¡En la pirámide, junto a los Rostros Gemelos! —chilló el hombre.
Gultec arrojó al nativo a un lado, y echó a correr. En un minuto, desplegaría a sus hombres en la selva alrededor de la pirámide. Pero antes quería ver qué hacían los extranjeros.
—¡Alto! —gritó Daggrande. La línea de soldados se detuvo en el acto, mientras el último de los aborígenes desaparecía en la selva. Echó un rápido vistazo a sus hombres, y comprobó que ninguno presentaba heridas graves. Al menos una docena de nativos habían muerto a flechazos, y casi otros tantos a sablazos; sin embargo, el enano no perdió tiempo en felicitaciones.
—¡Estoy aquí! —gimió Hal, esforzándose por salir de debajo del cuerpo del guerrero muerto. Varios legionarios lo ayudaron a levantarse—. Jamás pensé que me alegraría tanto volver a ver tu barba! —Sonrió mientras el enano se acercaba. Sólo el hecho de tener los brazos y las manos ligadas le impidió abrazar a su compañero.
—¡Vaya! Jamás pensé que serías tan idiota como para dejarte pillar en una emboscada! —Hal comprendió que el enfado de Daggrande ocultaba el alivio que sentía al verlo vivo. No obstante, la regañina lo afectó de veras cuando el enano añadió—: ¡Más abajo he encontrado los cuerpos de cuatro soldados valientes!
—También han matado a Martine. —Hal miró hacia lo alto de la pirámide; volvió a sentir la ira y la repugnancia de antes. Pensó en si el sumo sacerdote, el fanático asesino, todavía estaría allí. Sin darse cuenta, forcejeó para librarse de sus ataduras, ansioso por ir en busca de su venganza.
—Estamos en un buen lío —gruñó el enano—. Volvamos a la playa. —Sacó su daga y comenzó a cortar las ligaduras—. ¡Por Helm! ¿Qué es esto? ¡Ni siquiera consigo mellarla!
—Es algo mágico —gimió Hal—. Pensaba que podrías cortarla. Esta gente tiene sacerdotes, o brujos. Uno de ellos, el mismo que mató a Martine, utilizó esto para atarme. —El joven contempló el rostro de su amigo, y el horror de la escena de la pirámide lo ahogó—. ¡Daggrande, él..., él le arrancó el corazón! ¡La asesinaron a sangre fría!
El enano asintió muy serio, el entrecejo fruncido por la preocupación. Daggrande sufría más por el destino que le aguardaba a Hal a manos del fraile que por la muerte de la muchacha.
Halloran miró a su alrededor, a pesar de la oscuridad, con la esperanza de descubrir al sacerdote asesino. En cambio, vio a dos soldados que se acercaban con una prisionera de piel cobriza sujeta por los brazos.
—¿Quién es? —preguntó.
—La encontramos en la selva —explicó Daggrande cuando el trío se unió al resto de los legionarios—. No podía dejarla ir. Pensé que podría avisar a los demás de nuestra presencia. Supongo que ahora no tiene sentido retenerla.
La muchacha mantenía la cabeza erguida, sus cabellos negros como un mar de tormenta enmarcando su hermoso rostro. Sus ojos resplandecían de ira —un fuego que Hal encontraba inquietante—, pero su ira contribuía a realzar su belleza.
Erix contempló a los extranjeros con una mezcla de miedo y fascinación. Sin duda eran soldados salvajes y poderosos, porque había numerosos cadáveres de guerreros y clérigos payitas en el suelo. No vio a Mixtal y pensó que había conseguido escapar con los demás nativos. Los dos hombres que la habían sujetado mientras sus compañeros atacaban, la llevaban ahora en volandas hasta la base de la pirámide.
La mirada de Erix se fijó en el joven alto y de barba rubia que había sido prisionero de Mixtal, y se alegró de que no hubiera muerto bajo el puñal del sumo sacerdote. Recordó los comentarios de
Chitikas
acerca de este extranjero. Sintió una extraña sensación de alivio al verlo entre sus compañeros, como si hubiese deseado su rescate aunque ella se había negado a realizarlo. No pasó por alto que aún permanecía ligado por la cuerda
hishna.
De pronto los dos hombres que la retenían la soltaron. El enano con el rostro piloso le hizo un gesto, señalando la selva, y comprendió que la dejaban en libertad.
Se apartó de los dos extranjeros, mientras su mente se convertía en un torbellino de pensamientos contradictorios. No confiaba en estos seres misteriosos; había visto pruebas de sobra de su eficacia en el combate. Aun así, no se atrevía a marcharse sólo para volver a caer en manos de Mixtal, que no debía de andar muy lejos.
Gultec se sentía tan furioso que a punto estuvo de salir de la espesura y atacar a los invasores por su cuenta y riesgo. Sólo gracias a su férrea autodisciplina consiguió dominarse y aceptar que debía actuar con precaución.
Su aguda visión nocturna le permitió ver los cuerpos de una veintena de payitas o más, al parecer muertos en el combate contra las dos docenas de extranjeros reunidos junto a la pirámide. Era obvio que los invasores eran gente aguerrida y preparada. Por lo tanto, no atacaría hasta tener a sus guerreros en posición.
Los hombres desfilaron rápido y en silencio a través de la selva. Diez centurias avanzaron por los flancos, guiados por Caballeros Jaguares. Gultec permaneció en el centro, y esperó a que su propio grupo estuviese preparado.
En un par de minutos, un millar de guerreros comenzarían el ataque.
—¡Ha estropeado el filo! —protestó Daggrande, después de otro intento de cortar las ligaduras de Hal. Uno de los legionarios alcanzó al joven su sable, pero la piel de serpiente que le sujetaba los brazos le impedía levantar el arma más arriba de la cintura. El enano echó un vistazo a la selva, y al sendero que llevaba hacia el acantilado y a la playa donde se encontraba el resto de la legión.
—Salgamos de aquí. Quizás aquella hechicera elfa —lanzó un escupitajo— pueda hacer algo con esta cuerda.
Halloran asintió de mala gana, a pesar de sentirse muy vulnerable con las manos y los brazos bien sujetos contra su cuerpo. Sintió la mirada de la joven. Intentó no parecer demasiado interesado, aunque no pudo evitar mirarla a su vez. Sus grandes ojos castaños no se desviaron como había ocurrido con las otras mujeres nativas que había conocido en las islas. Advirtió en ellos un toque de miedo, pero también un desafío orgulloso que parecía burlarse de él.
Y entonces el aire nocturno estalló en un coro discordante de alaridos, silbidos y gritos. Los sonidos surgían de todas partes, y los legionarios vieron los movimientos en la oscuridad.
—¡Formad el cuadrado! —vociferó Daggrande. El capitán se asombró ante el volumen del ruido, pero sus movimientos fueron rápidos y precisos. Enfundó la daga, sujetó el hacha de combate a su muñeca, y preparó su ballesta.
Los legionarios se colocaron hombro con hombro, alternando sables y ballestas. Tal como había ordenado Daggrande, formaron un cuadrado de acero, que los protegía por todas las direcciones. Ahora podía ver las sombras de los atacantes que se acercaban en la oscuridad.
—¡Disparen! —A la voz del enano, diez ballesteros soltaron sus dardos y empuñaron las espadas. Esta vez no había tiempo para una segunda andanada.
—¡Que Helm maldiga esta cosa! —rugió Halloran, sacudiendo la cabeza como un león furioso. A pesar de estar atado, buscó acomodarse en la fila.
Vio que la muchacha caminaba hacia él y la observó, boquiabierto. Ella se detuvo para mirarlo con aquellos grandes ojos, que incluso en la oscuridad parecían penetrar hasta el fondo de su alma. Entonces ella tendió una mano, y Hal vio que sostenía algo que parecía un ramillete de plumas; en el centro resplandecía una gema.
El sonoro choque del acero contra la piedra estremeció el claro. Centenares de guerreros payitas se encontraron con las dos docenas de legionarios de Daggrande, que aguantaron a pie firme. Los gritos de los heridos se sumaron al griterío general, y unos cuantos soldados acompañaron a un gran número de nativos en su caída.
La muchacha tocó el costado de Halloran con el objeto de plumas. El corazón le dio un salto cuando sintió que cedían las ligaduras y caían a sus pies. Sin pensarlo, se agachó y recogió la cuerda mágica que lo había tenido sujeto. Se sorprendió al ver que ahora era sólo una vulgar piel de serpiente, escamosa y multicolor, de unos dos metros de largo. él habría jurado que era mucho más larga; de todos modos, la guardó en su cinturón.
Un instante después, acabó el primer ataque. Halloran se colocó en una esquina del cuadrado, y observó a los guerreros que esperaban nerviosos unos pasos más allá. Eran tantos que se perdían fuera del alcance de su vista. Sabía que la muchacha permanecía a sus espaldas, y por un momento pensó en estimularla para que abandonara el perímetro defensivo, para que fuera a reunirse con su gente.
Se escuchó otro griterío, esta vez en un punto más alto y por el lado en que no se veían guerreros. La mole de la pirámide resultaba invisible en la oscuridad, pero Hal recordaba su altura y su tamaño.
En un instante, el capitán imaginó las jabalinas que volaban hacia ellos. Dio un paso atrás para sujetar a la muchacha, y la protegió con su coraza. Las lanzas cayeron a su alrededor, y los nativos reanudaron el ataque.
Hal empuñó su sable y fue a ocupar un lugar vacío en el cuadrado. Ante sus ojos tenía un caleidoscopio de aborígenes armados con lanzas y garrotes. En cuestión de segundos, su arma y sus prendas quedaron empapadas de sangre, y le pesaba el brazo; sin embargo, sabía que esto era sólo el principio de la batalla.
Kachin se unió a la carga contra los extranjeros, más que nada por pura curiosidad. No llevaba armas y sobre todo quería poder ver a los invasores de cerca. Al igual que los guerreros, le habían preocupado los informes de que los soldados habían atacado a un grupo de payitas en la pirámide. Uno de los aterrorizados nativos había mencionado un sacrificio, interrumpido por un ataque sorpresa.
Esto había intrigado a Kachin. Un sacrificio a la puesta de sol en un lugar tan remoto resultaba misterioso. Había hecho un gran esfuerzo por dominar el presentimiento de que la ceremonia tenía relación con el rapto de Erixitl, y había intentado suponer lo contrario, pero no se había permitido muchas esperanzas.
El sacerdote de Qotal vio a los extranjeros mantener la formación mientras la masa de guerreros los atacaba por todas partes. Observó el relámpago plateado del acero, y el bamboleo de los tocados de plumas. En el aire resonaban los gritos, choques, silbidos y chillidos, y después se produjo una calma momentánea cuando los payitas retrocedieron lo suficiente para quedar fuera del alcance de las espadas. Kachin vio muchos cuerpos dispersos alrededor de los extranjeros, y también los huecos abiertos en su formación.
Por uno de estos huecos, Kachin distinguió una cabellera negra, y soltó una exclamación. ¡Erixitl! ¡La tenían los extranjeros!
Más y más hombres de la columna de Gultec salieron de la selva, para unirse al cerco alrededor del pequeño cuadrado. Un gran número de lanceros subió por los escalones de la pirámide, para tener la ventaja de la altura contra los legionarios.
El súbito griterío de los guerreros en la pirámide acompañó el lanzamiento de un centenar de jabalinas, que cayeron como una lluvia mortal sobre los enemigos de abajo. Varias de las lanzas se hundieron en los hombros y espaldas de los hombres de Daggrande.
Al mismo tiempo, los demás nativos avanzaron para atacar el cuadrado con una fuerza terrible. Esta vez, la pequeña formación comenzó a ceder. Más legionarios se desplomaron, y los huecos en la línea no se podían cubrir.
Kachin volvió a ver a Erix. La había sujetado uno de los extranjeros, un hombre muy alto, antes que cayeran las jabalinas. El sacerdote tuvo la impresión de que el hombre protegía el cuerpo de la joven con el suyo. Después, vio que Erix luchaba para librarse de las manos del soldado.
El clérigo se abrió paso hasta la primera línea, agachado entre los combatientes. Divisó un hueco en la línea de los legionarios, cada vez más abierta, y se lanzó de cabeza.
Kachin rodó por el suelo y se levantó delante mismo de Erix, que lo contempló asombrada. Sólo lo reconoció cuando él la separó del extranjero alto.
Daggrande comprendió que el cuadrado cedía y fue consciente de que iba a morir, que todo su destacamento moriría a la sombra del maldito monumento. El hacha del enano cortó el brazo de un lancero. Giró sobre un pie, manteniendo el brazo estirado, y le abrió el vientre a un segundo nativo, mientras con el escudo detenía la lanza de un tercero.
Vio caer a otro legionario con la garganta abierta, y varios de sus hombres fueron aplastados por el peso de atacantes que avanzaban como una marea incontenible.
—¡Cuidado! —gritó, al ver a un nativo que se lanzaba sobre Halloran. El atacante no parecía un guerrero; vestía túnica blanca y no llevaba armas. Pese a ello, el enano vio cómo el hombre avanzaba con mucha valentía.
Daggrande se colocó de un salto junto a su viejo amigo en el momento en que éste abatía de un sablazo a uno de los temibles guerreros manchados, que se destacaban entre los atacantes.
Y entonces las cosas cambiaron de una forma imprevista.
Chitikas
volaba plácidamente en círculos por encima del campo de batalla, invisible para todos los participantes. La serpiente disfrutaba mucho con el salvajismo de la lucha, si bien su atención se concentraba en el hombre y la mujer, en el centro del cuadrado de los legionarios.
Vio que la mujer se acercaba al hombre, y una sonrisa apareció en la boca del ofidio. Entonces
Chitikas
enarcó sus escamosas cejas al divisar un hombre —al parecer, un clérigo— que corría hacia la muchacha. En el mismo instante, un enano se unió al hombre.
El ataque de los payitas se hizo incontenible. Era obvio que en cuestión de minutos el hombre estaría muerto. Enfadada por la necesidad de una prisa poco digna,
Chitikas
intervino en los hechos.
Hal vio al hombre rollizo ataviado de blanco salir de la masa y correr hacia él. Se volvió, dispuesto al enfrentamiento, antes de advertir que el desconocido buscaba a la muchacha. Vio a Daggrande a su lado. El hacha del enano abrió una profunda herida en la pierna de un guerrero, y el nativo cayó al suelo como un leño. De pronto una luz brillante alumbró el claro, y los combatientes quedaron inmóviles, sin saber qué hacer. Hal guiñó los ojos ante el resplandor y vio un círculo —la fuente de luz— que giraba descendiendo del cielo hacia el campo de batalla, hacia él. En el acto comprendió que se cernía sobre ellos una magia poderosa y levantó su sable dispuesto a enfrentarse al enemigo sobrenatural.