Authors: Douglas Niles
La serpiente bajó la cabeza y su lengua bífida azotó el aire.
—Te ordeno que lo rescates a cambio de haberte salvado la vida, porque el sacerdote cree que te mata a ti. Ya no te buscará más.
—¡No! —replicó, furiosa. Intentó dominar su incredulidad—. ¡No soy tu esclava, y no haré caso de tus órdenes! ¡Escapé por mis propios medios, sin tu ayuda! ¡Si quieres, puedes hacer que vuelva a ser ella misma y que el sacerdote me persiga! ¡No puedes obligarme a obedecer!
—No puedo. —
Chitikas
movió su cabeza despacio, como apenado—. Es la voluntad de los dioses.
—¿Dioses? ¿Qué dioses? ¿Quizá Zaltec? ¿Sus hijos, Calor Azul o Tezca Rojo? —La voz de Erix subió de tono, pero por fortuna la procesión ya había desfilado para desaparecer en la selva. No pudo evitar una nota de desprecio—. ¿Qué han hecho los dioses por mí, excepto demostrar el deseo de ver mi cuerpo en un altar de piedra?
—Hay más dioses de los que mencionas. Has disfrutado de una gran atención. —
Chitikas
la observó con severidad; Erix no se amilanó y le devolvió la mirada, con orgullo.
—¡Quizá Qotal, el mismísimo Canciller del Silencio, se digna ahora hablar conmigo, un esclava fugitiva! ¡Todo el mundo sabe que él sólo habla con sus más altos sacerdotes, y únicamente después de que ellos hacen su voto de silencio!
Chitikas
movió la cabeza y, por primera vez, Erix vio la insinuación de una amenaza en la postura del cuerpo. Los ojos amarillos la miraron sin pestañear.
—
Piensa lo que quieras —siseó con suavidad—, pero tendrás que obedecer.
—¡Ahora mismo me voy! —Erix se incorporó, furiosa, desafiando a la serpiente a que la detuviera.
—Muy bien —susurró
Chitikas.
La serpiente batió una sola vez sus alas, y se elevó en el aire para de inmediato deslizarse entre los árboles y desaparecer.
Sin dejar de rabiar, Erix observó la marcha de la serpiente voladora. Después dio media vuelta y se adentró en la selva. No advirtió que una vez mas seguía las huellas del sacerdote y sus prisioneros.
Halloran caminaba por el sendero como en una nube. Martine lo precedía tambaleante, fuera de su alcance y sin poder hacer nada para consolarla. Recordó a los cuatro valientes, muertos en el acantilado. Los prisioneros marchaban en medio de la procesión de soldados y sacerdotes, con dos fornidos lanceros a los costados.
¡Martine! ¿Cómo había podido suceder? Gimió para sus adentros, angustiado. Una parte de sí mismo la culpaba porque había sido su empecinamiento el motivo de la captura. Pero por encima de todo lo demás, recordaba la expresión de terror abyecto en su rostro cuando los clérigos la habían atrapado y atado. No podía evitar sentirse responsable del resultado de la batalla. ¡Había fracasado en su deber de protegerla!
El tiempo anterior a su captura, apenas unos minutos antes, era como de otra vida. Recordó los semblantes de los nativos. El trío con capas de leopardo, y los rostros enmarcados por las fauces abiertas de sus yelmos, le había resultado el más estrafalario; en cambio, el sacerdote fanático cubierto de cenizas y sonrisa retorcida lo había asustado.
Los aborígenes se habían mostrado muy curiosos. En cuanto consiguieron hacerlos prisioneros, la coraza de acero de Hal había sido motivo de atención general, a la vista de que muchas espadas de piedra se habían roto al golpear contra ella. Uno de los guerreros, ataviado con la piel manchada y la cabeza de jaguar, la había examinado con mucho cuidado y llegó a rascarla con los dedos. Después estudió el sable largo, y se lo quedó. Sin embargo, no le quitaron la coraza ni el yelmo.
Habían dejado los cuerpos de los soldados y los nativos en el lugar del combate. Dos de los tres guerreros con pieles y varias docenas de lanceros habían muerto en la pelea. Halloran dedujo que el guerrero manchado y el sacerdote estaban en desacuerdo acerca de abandonar los cadáveres, porque la pareja había discutido acaloradamente antes de iniciar la marcha. Al parecer, el sacerdote había ganado.
Las imágenes giraban en la mente de Halloran, que no alcanzaba a comprender del todo la rapidez de la catástrofe. ¿Con qué terrible propósito los habían hecho cautivos? Sólo a Martine le habían vendado los ojos y atado las manos. Esto le hacía pensar que la habían escogido con un propósito especial, y el pensamiento le heló la sangre.
—¡Martine! —exclamó, sin alzar mucho la voz. Vio que la espalda de la joven se ponía rígida, pero no tuvo ocasión de decir nada más porque recibió un golpe muy fuerte en el yelmo.
El guerrero que marchaba detrás gruñó y le dio un empellón. El lancero que iba a su lado le tapó la boca con una mano, y el capitán entendió el significado de la orden, con toda claridad.
El calor sofocante del crepúsculo se alivió cuando una suave brisa agitó el follaje. Una cortina de lianas y hojas impedía la visión del cielo, y Halloran no podía saber la dirección en que avanzaban. El sendero tenía tantas vueltas y revueltas que, a su juicio, debían de haber pasado varias veces por el mismo lugar. Sin embargo, la actitud del guerrero con la piel de jaguar —el hombre que mandaba la columna, si bien parecía aceptar una cierta autoridad del sacerdote— convenció a Hal de que no se habían perdido.
Poco a poco la mente del capitán recuperó la calma mientras se recordaba a sí mismo que la inactividad significaba el desastre. ¿Qué podía hacer? Se negaba a aceptar la perspectiva de un largo cautiverio en manos de estos...
No sabía cómo clasificar a sus captores. Mostraban un nivel de preparación militar muy superior al encontrado por la legión en sus contactos con los nativos de las islas. Además, utilizaban la magia —tenía la prueba en la piel de serpiente que le sujetaba los brazos— y luchaban en formaciones grandes y bien disciplinadas. Por otra parte, los Rostros Gemelos esculpidos en el acantilado y la pirámide eran una muestra del desarrollo de su construcción.
En cambio, el loco vestido de negro había atacado con un salvajismo primitivo que lo desconcertaba. Sus cabellos empapados de sangre, sus facciones cadavéricas y su aspecto roñoso resultaban grotescos. ¿Sería esta gente igual de fanática y criminal?
«Esto es peor que la bestia horrible que devoró a Arquiuius», pensó al recordar el que hasta ahora había sido el peor momento de su vida. Aquel desastre lo había llevado a abandonar los estudios de magia y escoger la vida del soldado.
Ahora marchaba con las manos atadas a la espalda, y su sable lo tenía otro hombre, un enemigo. Por un instante fugaz, lamentó haber dejado del todo sus estudios. Hasta un espadachín podía utilizar algún hechizo sutil de vez en cuando, aunque no creía poder sacar partido del puñado de encantamientos que conocía.
Un tirón de la cuerda lo volvió a la realidad. Sintió la brisa fresca contra su rostro, y el olor del mar le informó que volvían a la costa. La cubierta vegetal cerraba el paso de la luz del sol, pero aun así comprendió que no faltaba mucho para el ocaso. Sin saber por qué, el detalle le pareció significativo.
Halloran pensó otra vez en sus estudios de magia. Había aprendido a ejecutar unos cuantos hechizos, pero las fórmulas se confundían en su mente. Sacudió la cabeza, extrañado de que precisamente ahora sus pensamientos se centraran en algo ocurrido hacía más de diez años.
De pronto la procesión se detuvo al llegar a un claro de la selva. Sin ninguna contemplación, lo arrojaron de bruces contra el suelo. Desde esta posición, Halloran vio a los lanceros dispersarse entre los árboles. Algunos se detuvieron un segundo para asegurar las jabalinas en los lanzadores, antes de avanzar deprisa y sin ruido.
Unos momentos más tarde, los dos prisioneros fueron arrastrados al claro, y Hal vio la pequeña pirámide que habían divisado desde la nave. Había tres legionarios muertos al pie de la escalera. Al parecer, los primeros exploradores de Cordell habían sido pillados en un ataque por sorpresa.
Los clérigos se apresuraron a conducir a Halloran y Martine hacia la pirámide. El sacerdote fue el primero en subir la escalera y lo siguieron sus acólitos y guerreros con los dos cautivos.
Por el oeste, el sol rozó la copa de los árboles. Hal se estremeció al comprender que se pondría en unos minutos.
—Avisa a Cordell que se ha producido un ataque... —ordenó Daggrande a un soldado—. Cuatro exploradores muertos. No hay rastros de Hal ni de la hija del fraile. Intentaremos encontrar su pista.
El hombre asintió y comenzó a bajar la escalera hacia la playa, dando grandes voces; por su parte, el enano encaminó a su tropa hacia la selva.
—Grabert, tú has trabajado con los rastreadores, ¿no es así? —preguntó Daggrande a uno de los espadachines del destacamento. El interpelado asintió—. Ve delante. Intenta descubrir alguna huella.
El explorador se volvió para examinar los rastros del combate, y Daggrande dio nuevas órdenes a sus legionarios.
—Aquí está, capitán. Se han metido en la selva —anunció Grabert.
De inmediato, la tropa formó en columna.
Daggrande colocó a dos ballesteros detrás de Grabert, después se ubicó él mismo y mandó que el resto se alternara en parejas de ballesteros y espadachines. El grupo nativo había dejado un rastro muy claro, y el explorador no tuvo dificultades para seguirlo; la columna avanzó a buen paso entre la espesa vegetación.
El capitán marchaba con un ritmo rápido y silencioso, sin preocuparse del calor sofocante. No lo molestaba la coraza, y sus gruesas botas lo protegían de las espinas de las zarzas que pisaba. Echó una mirada a retaguardia y vio que los legionarios se mantenían alertas. En el grupo había media docena de enanos, y Daggrande sabía que tanto ellos como los humanos eran soldados valientes y curtidos.
En cambio, ¿qué sabía de su enemigo? Por un momento, también se preguntó qué se habría hecho de Halloran.
Hizo un gran esfuerzo de voluntad para olvidar la pregunta, al considerar que interesarse demasiado por un compañero podía ser peligroso para su objetividad en el ejercicio del mando. Sin embargo, no pudo dominar el miedo que lo embargaba al pensar en su joven protegido en manos de los salvajes.
Observó que faltaba muy poco para el ocaso.
—¡Vamos, por Zaltec,
moveos! —
rugió Gultec a la columna de lanceros que marchaba lentamente por el sendero en plena selva. El ejército payita, integrado por diez mil hombres, había salido de Ulatos poco antes del anochecer. Para Gultec, acostumbrado a moverse deprisa, las columnas marchaban a paso de tortuga, aunque en realidad los miles de guerreros avanzaban al trote por la red de tortuosos senderos que convergían hacia los Rostros Gemelos.
Ahora, el Caballero Jaguar permanecía en las sombras a un costado de la senda y observaba el desfile de las tropas. Cada centuria se distinguía por los colores de sus tocados de plumas. Los nativos llevaban jabalinas y lanzadores que les permitían arrojar los venablos a gran distancia. Otros cargaban mazas, y muchos —los guerreros veteranos— iban armados con las pesadas
macas.
El ejército payita avanzaba sin problemas, de dos en fondo, pero Gultec no dejaba de sentir una vaga inquietud. Desde luego, superaban en número a los extranjeros; sin embargo, el aspecto de los recién llegados era tan extraño y sus equipos parecían tan poderosos que Gultec desconfiaba del resultado del combate contra ellos. Claro que tal vez el encuentro podría no degenerar en una batalla.
De pronto una figura se unió a Gultec junto al camino; miró a su lado y vio a Kachin que lo observaba. Los cabellos grises del hombre, atados con una cinta, colgaban por encima de su hombro hasta llegar a la cintura. El Caballero Jaguar sintió por un instante el deseo de adoptar su forma felina y desaparecer en la jungla; en cambio, devolvió la mirada sin inmutarse.
—Hay mucho revuelo a nuestro alrededor —comentó Kachin, tranquilo—. Nadie, ni siquiera el reverendo canciller de Ulatos, el propio Caxal, sabe qué hacer respecto a estos visitantes. ¿Nos invaden, Gultec?
El interpelado estudió al sacerdote mientras le hablaba, extrañado por su sencilla túnica blanca, el vientre abultado y su cara redonda. Su aspecto le resultaba curioso; no se parecía en nada a los sucios y esqueléticos clérigos de los dioses más jóvenes. A Gultec le resultaba difícil creer que este hombre fuese religioso de verdad.
—Tienen una apariencia muy extraña, y se mueven como guerreros. —Gultec pensó con cuidado cada una de sus palabras—. Sospecho que no vienen en son de paz.
—A Caxal le preocupa que estos extranjeros sean los heraldos del propio Qotal, que el Plumífero haya vuelto a Maztica y lo haya hecho en los Rostros Gemelos, tal cual dice la profecía. —El tono de Kachin era irónico, y Gultec miró al clérigo sin ocultar su curiosidad. Los sacerdotes no solían hablar de sus propios dioses con tan poco respeto.
»Te sorprendes —dijo Kachin, soltando una risa irónica—. Te diré una cosa, Caballero Jaguar, y más te conviene creerla: aquellos hombres no son servidores de Qotal. Sus naves no han traído de regreso a nuestras costas al Canciller del Silencio.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Gultec—. ¿Los has visto?
—¿Crees que un sacerdote de Qotal no sabría si su Maestro Verdadero espera un recibimiento apropiado? —Kachin dirigió al guerrero una mirada severa, y Gultec se sintió como un gusano enganchado en un anzuelo.
»¡Escúchame, Gultec! Son hombres, y muy peligrosos. ¡Nos corresponde a los payitas como tú y yo asegurarnos de que su amenaza no se convierta en nuestra catástrofe!
El caballero miró al clérigo con mayor respeto. Este hombre era muy distinto del pusilánime Mixtal. Por un momento, Gultec lamentó la preparación que lo había llevado a servir entre los Jaguares, fíeles a Zaltec, dios de la guerra.
—La gloria de un dios no necesita ser medida por el número de cadáveres amontonados en su honor —añadió Kachin, como si le hubiese leído el pensamiento—. éste es el error de los dioses jóvenes, y su sed de sangre podría ser la causa del desastre que destruirá al Mundo Verdadero. —De pronto, el tono del clérigo se volvió muy duro—. Te repito la advertencia de Ulatos. Si tú o aquel «sacerdote» matarife habéis matado a la muchacha, Erixitl, me cobraré la venganza... en sangre.
—Entonces ¿por qué me ofreces consejo? —se extrañó el caballero.
—Nos encontramos ante un desafío mucho más importante que nuestras rencillas personales —contestó el clérigo, y Gultec pudo sentir la sinceridad en su voz—. Pienso que el futuro del mundo que conocemos está en juego. —La voz de Kachin se hizo más grave, revelando su gran preocupación.