Authors: Douglas Niles
Los sacerdotes iniciaron el ascenso del farallón por un sendero que serpenteaba entre las dos esculturas. La marcha les llevó mucho tiempo, porque la altura era mucho mayor de lo que parecía. Abajo, las olas descargaban contra la playa, invisibles en la penumbra, aunque en el cielo la luz de la aurora había barrido casi todas las estrellas.
La fatiga y el aturdimiento de Erix se disiparon ante la proximidad de su muerte.
En lo alto del farallón se levantaba una pequeña pirámide de roca desnuda. La muchacha intentó oponer resistencia, pero los acólitos la alzaron y la cargaron a hombros, por los cincuenta y dos escalones de la pirámide.
Los acólitos formaron un círculo en la plataforma superior. Por su parte, el Caballero Jaguar y el sumo sacerdote se acercaron al altar. El bloque de piedra manchado de sangre se encontraba en uno de los costados y junto al ara había una escultura bestial de Zaltec. La boca del dios de la guerra aparecía abierta, a la espera de su repugnante festín.
Erix vio las manchas negras en el altar, en sus costados y en gran parte de la plataforma. Una vez más, pretendió luchar contra sus captores, pero fue inútil.
La luz rosada se volvió naranja, y después roja. Erix contempló, con horror y fascinación, cómo se aproximaba el momento de la salida del sol; también todos los sacerdotes tenían las miradas puestas en el horizonte. Apenas si advirtió que el caballero le desataba las manos y le quitaba la mordaza. Sabía que cuatro oficiantes la mantendrían tumbada sobre el altar, mientras Mixtal blandía su puñal de obsidiana. Alcanzó a ver el arma, sujeta en la faja; una hoja negra resplandeciente con empuñadura de turquesas y jade.
Entonces la concentración de los sacerdotes se rompió. Uno susurró una exclamación, otro comenzó a rezar. La atención se volvió hacia el océano. Erix no percibió el cambio hasta que el propio Mixtal miró hacia el mar, y una expresión casi de pánico apareció en su rostro.
—¿Qué es
aquello? —
murmuró el sumo sacerdote, nervioso.
Los demás clérigos continuaron con sus murmullos, e incluso Gultec miró hacia el mar para descubrir el motivo de tanta alarma.
Erix permaneció como hechizada mientras la luz de la aurora tocaba la pirámide y la costa. Vio criaturas, monstruos elegantes, unas cosas barrigudas y blancas, más grandes que una casa. Parecían volar, apenas rozando el agua, y su curso las traía hacia la playa. Sus alas eran enormes, pero no batían; en cambio, parecían mantenerse erguidas como si quisieran contener el impresionante impulso de las criaturas. Los acólitos se apiñaron en el lado este de la pirámide, desde donde se podía contemplar mejor la aparición.
—¡Es una señal de Zaltec! —gimió Mixtal.
—¡Tonterías! —replicó Gultec, apartando a los clérigos que le impedían la visión; sin embargo, no hizo más comentarios.
La joven se quedó sola con Mixtal en el centro de la pirámide. El sacerdote no hacía otra cosa que retorcerse las manos, sin desviar la mirada del mar, y Erix no dejó pasar la oportunidad.
Su mano voló hacia la faja de Mixtal, se apoderó de la daga y, con el mismo movimiento, descargó un golpe con la empuñadura contra la cabeza del hombre, justo por encima de la oreja. Mixtal se desplomó en silencio.
El cuerpo no había tocado el suelo, cuando Erix ya corría escalera abajo por el lado oeste de la pirámide en busca de la tenue protección de la selva.
De la
Crónica del Ocaso:
¡Que la luz del Plumífero ilumine mi miserable ignorancia!
Mi mano tiembla de tal manera que a duras penas puedo escribir este relato. Sólo puedo contar lo que he visto, y espero que el tiempo y quizás el sueño me permitan sumergirme en sus profundidades. El momento es el ocaso del día de hoy...
Naltecona asiste a los sacrificios en la gran pirámide, y realiza dos él mismo; corazones ofrecidos a Zaltec y Tezca Rojo. La muchedumbre en la plaza, e incluso los sacerdotes en la pirámide, parecen estar sumidos en una especie de hechizo. Los movimientos se retardan, aumenta la percepción.
Un gran ruido atrae nuestras miradas hacia el cielo, y allí aparece la bestia, una criatura enorme nunca vista en Maztica. Tiene la forma de un pájaro, aunque carece de plumas, y está cubierta de una piel correosa como la de un cocodrilo. Un pico largo, que parece una sierra puntiaguda, sobresale de su garganta. El monstruo se posa lentamente en la cumbre de la pirámide mientras los sacerdotes retroceden espantados. Yo mismo caigo de rodillas.
Naltecona se mantiene firme ante la presencia. Su sobrino Poshtli, vestido con su armadura de Caballero águila, se coloca delante del canciller y levanta su
maca
para defender a su tío. Las plumas blancas y negras de la capa de Poshtli se extienden desde sus hombros en abierto desafío al monstruo.
La bestia despliega y bate sus alas, enviando un huracán de viento que barre la pirámide; los sacerdotes se alejan aún más. Por fin también cae Poshtli. Y entonces vemos la voluntad de los dioses.
En el ancho pecho de la criatura aparece una superficie brillante, como obsidiana pulida o una capa de hielo impoluta. Contemplo, atónito, mi propio reflejo en este espejo celestial. Los demás, según me entero después, han visto lo mismo que yo: un reflejo de la pirámide y de los sacerdotes apiñados.
Excepto Naltecona.
El reverendo canciller retrocede dos pasos, la mirada puesta en el espejo. La bestia se adelanta hacia él, y Naltecona no oculta su pavor. Mira durante un minuto y, si bien ningún otro ve la visión concedida a sus ojos, él gime y llora. Se golpea el pecho aterrorizado e incrédulo. Habla de monstruos de dos cabezas, de lanzas de plata y de casas que flotan en el océano.
Entonces la bestia despliega sus alas y remonta el vuelo, y el viento que provoca en su ascensión casi nos arroja al vacío. También Naltecona cae de rodillas y besa las piedras delante de las huellas de la criatura.
El águila ganó altura impulsada por las corrientes ascendentes de la costa. Mucho más abajo, las rompientes castigaban un trozo de playa que desaparecía en la distancia por el norte y el sur.
De pronto el pájaro batió las alas un par de veces para conseguir más velocidad y se lanzó en picado. El aire se llenó con la humedad de la espuma, pero la aguda mirada del águila atravesó la niebla para estudiar las formas extrañas en el agua.
Los ojos eran animales; en cambio, la mente que recibía las imágenes era humana. El Caballero águila en su forma de ave era Poshtli, sobrino del gran Naltecona, que realizaba una misión de reconocimiento para el reverendo canciller.
El águila hizo una segunda pasada por encima de los objetos con forma de nube, sin perder ningún detalle. Nadie observó su vuelo a varios centenares de metros del agua.
Entonces picó hacia el mar, en un descenso que en cuestión de segundos alcanzó una velocidad vertiginosa. Después, niveló el vuelo y batió las alas mientras volaba en línea recta hacia la costa casi tocando las olas. Sólo remontó lo suficiente para evitar las montañas ocultas tras el horizonte.
Volaba en dirección noroeste, en busca de la lejana Nexal.
Erix se escurrió entre los matorrales sin hacer caso de las agudas espinas que le arañaban los miembros, preocupada sólo por la necesidad desesperada de escapar del altar de Zaltec. Utilizó el puñal de ceremonia para cortar la vegetación, pero la hoja de obsidiana no resultaba práctica como machete. Optó por abrirse paso apartando las ramas con las manos y aguantar el dolor de las heridas.
Después de dos minutos de carrera, hizo una pausa, y contuvo la respiración en un esfuerzo por escuchar los sonidos de los perseguidores. Un pájaro chilló en un lugar cercano, invisible en la hojarasca, y una nube de insectos gordos zumbaron alrededor de su cabeza.
Sin embargo, no había ningún ruido humano. Durante varios minutos, Erix permaneció atenta a los sonidos de la selva. Muy a lo lejos sonaba el rumor de las rompientes.
El sonido del mar le recordó las grandes cosas aladas que había visto. Por alguna razón, desconfiaba de que fuesen criaturas. No obstante, su aparición le había salvado la vida.
Por unos momentos más, Erix mantuvo la vigilancia, extrañada de que no la persiguieran. ¡No podían haber pasado por alto su huida! Sólo se le ocurrió una explicación: los objetos frente a la costa mantenían hechizados a los sacerdotes y al Caballero Jaguar.
Pensó en el espectáculo, y su curiosidad pudo más que el miedo. Buscó orientarse, y recordó que tenía el océano a sus espaldas. Con más lentitud y precauciones que antes, se volvió hacia la izquierda y comenzó a caminar paralela a la costa.
Poco a poco se alejó de la pirámide de Zaltec, y no tardó en verse en medio de la profundidad de la selva. Empapada de sudor, y sin hacer caso de las moscas y los mosquitos que la asaltaban, se abrió paso penosamente hacia el sur. Por fin encontró un angosto sendero, y aquí torció otra vez, para ir a buscar la costa.
Le sangraban los brazos cubiertos de rasguños, y las espinas habían convertido en harapos su túnica de algodón. Pero ahora avanzaba sin obstáculos, y se olvidó de sus dificultades, estimulada por el deseo de contemplar otra vez las grandes alas sobre el océano.
Por fin cruzó entre las lianas de un árbol inmenso, y se encontró en el acantilado. Una franja de matorrales recorría el borde del precipicio. Sin descuidar la vigilancia, se arrastró al abrigo de la vegetación hasta encontrar un punto desde el cual podía contemplar el océano.
Las alas blancas de las cosas marinas colgaban fláccidas, más pequeñas que cuando las había visto desde la pirámide. Si bien los objetos caían a su izquierda, a una distancia de casi dos kilómetros, podía ver más detalles.
En un instante comprendió que eran grandes navíos, como unas canoas inmensas llenas de hombres. Mientras los observaba, pudo ver embarcaciones más pequeñas —más parecidas a las canoas de verdad, aunque más grandes que las utilizadas en Maztica— que se apartaban de los barcos. Como ballenas gigantescas dando a luz, cada uno de los navíos descargaba un bote más pequeño, que comenzaba a moverse lentamente hacia la costa.
Erix se sintió maravillada. ¿Tenía la ocasión de ver un milagro? ¿De dónde provenían estos visitantes? Desde luego no eran originarios del Mundo Verdadero. Entre los extranjeros divisó figuras diminutas, que parecían humanas, pero no podía creer que fuesen humanos como ella. ¿Podían ser mensajeros de los dioses? ¿O incluso dioses?
—¡Bonita!
La voz, que habló en mal payit, la volvió a la realidad. Erix se volvió y levantó el cuchillo dispuesta a defenderse; no vio a nadie. De espaldas al abismo, observó la fronda que tenía delante.
—¡Vaya, si tiene un cuchillo! ¡Cuidado, cuidado! —El tono no disimulaba la burla.
—¿Quién está allí? —siseó furiosa.
—Estamos todos, bonita. —Un súbito estallido de color le hizo dar un respingo. Lanzó una exclamación, y casi dejó caer el puñal, cuando un pájaro de plumaje multicolor surgió de un arbusto junto a su cara, y voló para instalarse en lo alto de una palmera—. ¡Ahora tiene miedo! —Erix se quedó boquiabierta al descubrir que la voz misteriosa pertenecía a un guacamayo.
—¡No tengo miedo! ¡Me has pillado por sorpresa, cabeza de chorlito! —Movió la cabeza en dirección al pájaro, un tanto avergonzada. Había escuchado hablar de guacamayos y loros que podían imitar voces humanas. Entonces advirtió con un escalofrío que el pájaro no había imitado ningún sonido. ¡Había hecho comentarios acerca de cosas que había observado, como su cuchillo!
—¡Un pajarraco muy listo! —murmuró otra voz. El sonido sibilante emergió de un arbusto.
Erix se quedó boquiabierta al ver aparecer una cabeza alargada y multicolor entre las hojas. La siguió un cuello de serpiente y parte de un cuerpo delgado pero ágil y nervudo que se ondulaba para avanzar. Los ojos de la serpiente le dirigieron una mirada inteligente y un poco picara.
—¡Hoy eres una muchacha afortunada, Erixitl! —La criatura movía los labios con suavidad mientras su negra lengua bífida entraba y salía de la boca—. Tienes suerte porque
yo
estoy aquí.
»Yo soy
Chitikas
.
Día 10 desde la recalada, a bordo del
Halcón
Helm nos ha concedido un fondeadero magnífico, un lago profundo rodeado de promontorios. La costa áspera que nos recibe se distingue por las dos caras enormes esculpidas en el acantilado.
Cada una representa un rostro humano, al parecer macho y hembra, en un tamaño muchas veces superior a la altura de un hombre. En lo alto del farallón, hay una estructura con forma piramidal.
Nos apresuramos para poner la legión en tierra, dejando una tripulación mínima a cargo de las naves. Los infantes ya reclaman la posesión de este territorio; dentro de unas horas, desembarcaremos a los caballos.
«¿Quién los habrá esculpido?», pensó Halloran, asombrado. La luz del amanecer iluminó una pareja de rostros enormes tallados en el acantilado que tenían delante.
—¡Míralos! —murmuró Martine, con una discreción poco frecuente, al tiempo que sujetaba el brazo de Hal.
él no pudo menos que sentirse molesto al pensar en la excitación que este contacto le habría producido unos pocos días antes. Ahora la mano de Martine le parecía un helado grillete de hierro, que le oprimía la carne. Sus atenciones, que tanto lo habían entusiasmado, lo mantenían prisionero, y cada nueva frase, cada mirada, era una cadena más alrededor de su cuello.
Ella no se había separado de su lado durante los tres días que llevaba a bordo del
Cormorán,
excepto para dormir. Hal le había ofrecido de buen grado su camarote, el único alojamiento privado de la nave, y la joven aceptó como si le correspondiera por derecho propio. El capitán había pasado las tres últimas noches en compañía de los caballos y los perros debajo del entoldado en cubierta, y había llegado a valorar aquellas horas como su único tiempo libre.
Daggrande los había evitado en todo lo posible —algo muy difícil en una carraca de treinta metros— y a Halloran le parecía escuchar la incesante charla de Martine hasta en sueños. Quizás esta recalada le diera la oportunidad de volver a ser un soldado, aunque tenía sus dudas.
Halloran y Martine permanecieron junto a la borda del
Cormorán,
mientras bajaban la chalupa hasta las aguas de un azul cristalino. En las profundidades, grandes cantidades de peces exóticos se movían entre las ramas del coral.