Authors: Douglas Niles
A pesar del dolor, la felicitación del comandante hizo vibrar de orgullo hasta la última fibra de su cuerpo. Sonrió casi sin fuerzas mientras Martine lo ayudaba a tenderse sobre la arena. Domincus, sin abandonar su mueca feroz, se arrodilló a su lado.
—Helm, libra a este guerrero de sus heridas —rezó el fraile, con los ojos cerrados—. Ha luchado con valor y lo ha hecho en tu nombre. ¡Concédeme el poder para cerrar sus heridas, y que pueda volver al combate en defensa de tu noble causa!
Halloran sintió que el dolor desaparecía de su cuerpo, como si hubiesen cerrado la brecha por donde se colaba el sufrimiento. Su brazo, que parecía muerto, recuperó la fuerza, y él intentó levantarse.
—Descansa —dijo Martine, en voz baja—. No te levantes todavía. —Su tono era tan suave y placentero como la arena y el calor del sol, y Hal no opuso ninguna resistencia. Ella apoyó una mano sobre su frente, y a él le pareció que el agua le refrescaba el cuerpo. En unos segundos, se quedó dormido.
El sol se aproximaba al ocaso cuando lo despertó Daggrande.
—último bote para el
Cormorán —
anunció el enano—. A menos que prefieras quedarte aquí y disfrutar esta noche de otro encuentro con el
hakuna.
Hal se levantó de un salto, lleno de vigor.
—¿Nos vamos?
—Sí. Han vuelto las naves exploradoras. No me había equivocado: ésta es una isla. Pero, según los informes, hay montañas de verdad, y un territorio enorme al que estas gentes viajan en canoas. Creo que nuestra próxima recalada será en tierra firme.
—¡Fantástico!
—Esto no es todo. ¡Dicen que allí hay una ciudad auténtica... y una pila de oro tan grande que te puede cegar a plena luz del día!
Halloran vio que unas cuantas muchachas nativas embarcaban en las chalupas. Un poco más allá, Martine y el fraile mantenían una discusión muy acalorada, aunque no alcanzó a escuchar las palabras. La muchacha gesticuló furiosa, y su padre le dio la espalda.
En el momento en que Hal y Daggrande llegaban al bote del
Cormorán,
Martine llamó al jinete. él aguardó en la playa mientras el enano embarcaba, sin ocultar su impaciencia.
—Voy contigo —anunció la muchacha, con una expresión muy decidida que llamó la atención del oficial.
—Encantado —respondió Halloran, sin ocultar su entusiasmo—. Pero ¿qué dirá tu padre? ¿No querrá que permanezcas a bordo del
Halcón?
—¡Bah! —Martine pasó a su lado para después volverse y señalar al fraile. Domincus ayudaba a un grupo de nativas a subir en una de las canoas—. A mi padre le han hecho un «regalo». —La joven le indicó una doncella de piel cobriza—. ¡Una esclava!
Halloran se quedó boquiabierto; adivinó que la docena de mujeres habrían sido repartidas entre los demás capitanes y oficiales de la flota.
—¡Le dije que debía liberarla! —añadió Martine—. ¡Helm no aprueba la esclavitud! Pero él ha puesto mil y una pegas. «Sería una ofensa para los indígenas», y cosas por el estilo.
La furia en la mirada de la muchacha era tremenda, y Halloran no pudo menos que alegrarse de no ser el blanco de ella. No supo qué decir cuando Martine lo miró, como si quisiera saber su opinión.
—¡Creo que le
gusta
tener una esclava joven y bonita! ¡Le he dicho que no estoy dispuesta a viajar en la misma nave que ella! ¡Así que aquí estoy!
—Entonces ¿vendrás con nosotros?
—Por favor, esta noche manda a buscar mi equipaje —dijo Martine.
Halloran asintió, atónito ante el ímpetu de la joven, e inquieto por las posibles consecuencias.
El roce de una capa negra sonó en la oscuridad. El sonido era intencionado; el Muy Anciano anunciaba su llegada a los demás. Pero había algo más; el susurro de la seda informaba a sus compañeros que había tomado su decisión; había que actuar.
—¡Kizzwryll!
La palabra mágica, murmurada por el Antepasado, despertó al Fuego Oscuro. El líquido negro se agitó en el caldero, y tendió un manto tenebroso sobre los reunidos bañándolos en una luz turbia.
El Fuego Oscuro se instaló en la olla, y los Muy Ancianos miraron a Spirali, que era el recién llegado.
—El clérigo es demasiado débil, hasta para ser humano. No podemos confiar en su capacidad para realizar el trabajo. —La voz de Spirali, un murmullo ronco, resonó en la enorme caverna.
—Tus palabras son ciertas. —El Antepasado brujo aparecía envuelto de pies a cabeza en su manto, mientras que los demás mostraban sus rostros; todos asintieron.
—Ahora hay una cosa que debo hacer.
Sonó el rumor de las telas; representaba un asentimiento mudo a la afirmación de Spirali, y un comentario acerca de lo drástico que debía ser.
—No deberás mostrarte a menos que sea imprescindible. Pero, si los humanos fallan,
tienes
que matar a la muchacha. —El Antepasado dio la orden sin alzar la voz. Sabía que Spirali había entendido la situación, mucho antes que cualquiera de ellos hubiese captado su gravedad. «Algunas veces, nuestras deliberaciones nos demoran», pensó el Antepasado. Los humanos actuaban mucho más rápidamente.
—Cumpliré la voluntad del Consejo —dijo Spirali. Hizo una profunda reverencia, y desapareció en la oscuridad.
Erix no podía ver los ciclos del sol, y, por lo tanto, no tenía manera de saber exactamente cuánto tiempo llevaba en la celda. Había recibido diez comidas —consistentes en una porción miserable de maíz frío y agua— y calculó que habrían pasado unos diez días.
Aparte de los silenciosos servidores que le llevaban la comida —la cual pasaban por una abertura de la puerta—, no había tenido contacto con ningún otro ser humano. A su alrededor se extendía un reino de silencio. El frío húmedo de su calabozo le hacía pensar que se encontraba en algún lugar subterráneo.
No había pasado mucho tiempo desde que le habían llevado su décima comida, cuando Erix escuchó los pasos de pies calzados con sandalias, al otro lado de la puerta, y llegó a la conclusión de que debía de tratarse de una visita inesperada. Se agazapó contra la pared opuesta a la puerta, y esperó. La hoja se abrió de golpe y la luz de las antorchas inundó el calabozo, al tiempo que iluminaba a un par de hombres vestidos con taparrabos.
Con un grito que contenía toda la rabia y la frustración de su vida, Erix saltó sobre el primer hombre. Pillado por sorpresa, éste dio un paso atrás, mientras las uñas de la muchacha le desgarraban el rostro. La víctima gritó de dolor y cayó al suelo, con la cara cubierta de sangre.
El segundo hombre dudó por un momento, y Erix, llevada por el impulso de su ataque, lo hizo caer de un empellón. Le pisó el estómago cuando pasó sobre su cuerpo, y echó a correr. ¡Había escapado!
Entonces chocó contra algo duro, algo que respondió a su empuje. Erix se desplomó, atontada, y sintió que unos dedos como garras la sujetaban por los brazos. A la luz vacilante de la antorcha, vio el terrible rostro de un Caballero Jaguar. Sus ojos oscuros la observaron furiosos a través de las fauces abiertas del yelmo. Los dientes de la fiera, largos y blancos como el marfil, parecían dispuestos a hundirse en su garganta.
—¡Has cometido una tontería, pequeña! —siseó el hombre. La levantó con toda facilidad y la sostuvo en el aire—. Podrías haber dejado ciego a uno de mis esclavos.
La sacudió como a una muñeca de trapo, y a ella le pareció que le volarían los dientes.
—¡Ahora, compórtate! —la advirtió el guerrero, antes de soltarla. En cuanto la dejó, Erix descargó un puñetazo contra su pecho, y se lastimó los nudillos con la armadura
hishna
de piel de jaguar. Le escupió en la cara, y él la abofeteó; ella le dio un puntapié en una rodilla, y él la tumbó de un empujón. Harto de su resistencia, la cogió como un saco y se la echó al hombro—. ¡Vaya genio que tienes! ¡Zaltec disfrutará con el sabor de tu corazón!
Por un momento, la confirmación de sus sospechas la privó de sus fuerzas, y colgó como un peso muerto sobre el hombro del guerrero. Pudo sentir cómo el caballero se relajaba. También comprendió que el comentario no le había informado nada nuevo, porque jamás había dudado que acabaría en el altar de los sacrificios.
Erix se retorció para descargar un golpe terrible con la rodilla contra la garganta del guerrero, quien jadeó desesperado por recuperar el aliento mientras ella lo golpeaba en los hombros con los codos. La joven se escurrió como un gato salvaje cuando el caballero cayó de rodillas. Vio que él intentaba sujetarla y, sin saber cómo, esquivó la zarpa que se cerraba sobre su brazo.
Corrió a lo largo del pasillo, y atravesó una cortina de junquillo que comunicaba con un patio pequeño. Una pared muy alta le impidió ver cualquier cosa excepto el cielo estrellado. Cruzó el patio y encontró un portón cerrado con una tranca.
Mixtal esperaba nervioso en el patio, paseándose inquieto de arriba abajo, mientras Gultec iba a buscar a la muchacha. Para el sacerdote, los últimos diez días habían sido un período de angustia. Era difícil pensar que alguien pudiese descubrir el paradero de la joven, pero su sola presencia le había causado un miedo que casi no podía controlar.
¿Qué ocurriría si Kachin conseguía alguna prueba de la participación de Mixtal? Este pensamiento sacudió el cuerpo esquelético del clérigo. El sacerdote de Qotal había sido muy persistente en su interrogatorio, y no había callado sus acusaciones contra los Jaguares.
La cofradía había alegado no saber nada del secuestro. Se había limitado a insinuar que el hecho quizá podía atribuirse a algunos guerreros jóvenes borrachos de tanto
octal.
No se conocían sus nombres; si los descubrían, Kachin recibiría la información.
Mixtal volvió a mirar por enésima vez la boca oscura de la entrada a los calabozos. ¿Por qué se demoraba tanto Gultec?
Un grupo de seminaristas esperaban en el exterior, listos para ser testigos del sacrificio. El ritual sería secreto y lo realizarían fuera de la ciudad. Todos sabían que los sacerdotes de Qotal, a pesar del pacifismo que predicaban, no vacilarían en descargar una venganza terrible contra el templo de Zaltec, si se demostraba la participación de sus fieles en el rapto de la sacerdotisa.
Ahora, algo no iba bien.
El clérigo vio una figura ágil que salía de la casa, y echaba a correr a través del patio hasta llegar al portón. ¡La muchacha había escapado! Con un gemido ahogado, Mixtal se volvió hacia la cortina, deseando ver aparecer a Gultec.
Escuchó los golpes de la joven contra la puerta, y el alma se le fue a los pies. No se hacía ilusiones respecto a su propia suerte si la muchacha conseguía huir. La orden de los Muy Ancianos había sido muy explícita. Mixtal corrió a través del patio, y vio a Erix que se movía a lo largo del muro.
Mixtal sujetó su collar de colmillos de serpiente, e invocó la brujería
hishna
de Zaltec. Después, sacó de su bolsa una piel de serpiente que se movía como si estuviese viva y, sosteniéndola ante los ojos, se concentró en la muchacha. Vio cómo ella se volvía al escuchar el sonido de su voz.
—¡Zaltec Tlaz—atl qool!
El sacerdote señaló a la muchacha y soltó la piel. El objeto atravesó el patio como una anguila voladora y comenzó a dar vueltas alrededor de Erix.
—
¡Tzillit! —
Mixtal completó el hechizo con la orden para que la piel estrangulara a la víctima.
Pudo ver cómo la joven se encogía ante el anillo mágico, y cómo después su mano buscaba algo en su garganta, en un gesto mecánico. El sacerdote escuchó una detonación, y de pronto soltó un chillido de dolor. La piel de serpiente cayó al suelo, y Mixtal no tuvo otra preocupación que la de soplarse las quemadas manos. De alguna manera, la muchacha había resistido al
hishna,
y con la fuerza suficiente para enviar ondas lacerantes contra el hechicero.
Sin dejar de gemir, Mixtal miró a Erix. Vio, o imaginó, una aureola en el amuleto emplumado que llevaba la muchacha en el cuello. Su
hishna
había sido derrotado por alguna cosa, y entonces notó la frescura de la
pluma,
que emanaba de la mujer que tenía delante.
Erix soltó el pendiente como si fuese una piedra caliente. Atónita, observó el fracaso del ataque mágico y, un segundo más tarde, comprendió que el regalo de su padre sólo podía ofrecerle la salvación si lo sujetaba en el acto.
Vio que las ramas de un árbol cercano pasaban por encima del muro, y corrió hacia aquel lugar con la velocidad del viento; de un salto esquivó por los pelos un banco del patio. En cuestión de segundos, alcanzaría la seguridad de las ramas. Entonces una figura oscura se cruzó en su camino, para desaparecer en las sombras junto al muro. Erix se detuvo, pero no alcanzó a ver nada en la profunda oscuridad.
Un gruñido ronco —un gruñido animal terrible— sonó en la sombra, y la muchacha gimió aterrorizada. Dio un paso atrás, y las fuerzas la abandonaron; agotada y dominada por el miedo, aceptó la derrota.
Un jaguar surgió de la oscuridad; sus zarpas la golpearon en el pecho, y cayó al suelo con tanta fuerza que se quedó sin respiración. Boqueó angustiada sin poder apartar la vista de los brillantes ojos amarillos llenos de odio, y sintió la baba caliente de la fiera sobre la cara y el cuello.
Entonces desapareció el jaguar, y en su lugar apareció el caballero que había atacado en el pasillo.
Sin muchos miramientos, el guerrero la levantó y le ató las manos con tanta fuerza que la cuerda le cortó la piel. Le metió un trapo sucio en la boca y después la amordazó. Hecho esto, la sacó a empellones del patio y la colocó en el centro de una columna formada por varias docenas de acólitos. Erix no tuvo necesidad de oler el hedor de la sangre seca para saber que se trataba de sacerdotes de Zaltec, porque bastaba verles las cabezas con los pelos como púas.
Comprendió que el sacrificio tendría lugar fuera de la ciudad, cuando se desviaron por una calle lateral y cruzaron los campos de maíz. No tardaron en entrar en la selva, pero unos minutos más tarde la abandonaron al llegar a la costa. Durante casi una hora, caminaron por la playa. Erix, embotada, apenas si notó la aparición de las primeras luces del alba.
Por fin la procesión llegó a un farallón muy alto. La joven vio dos enormes rostros de piedra esculpidos en la pared del acantilado, las imágenes de un hombre y una mujer que miraban hacia el mar. Reconoció el lugar como uno de los que había mencionado la niña en Pezelac; lo llamaban los Rostros Gemelos. Estos rostros, recordó con ironía, habían sido esculpidos por los seguidores de Qotal, como una muestra de esperanza y reverencia a la espera del regreso del dios. Ahora serían el escenario de un sacrificio al sangriento Zaltec.