Yelmos de hierro (17 page)

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Authors: Douglas Niles

BOOK: Yelmos de hierro
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—¡Los invasores! —En la mente de Mixtal surgió una idea. Su mirada aún parecía ver a través de una cortina de humo, pero su cerebro discurría a toda velocidad—. ¡Sí, ellos son los responsables! ¡La arrebataron del altar de Zaltec! ¡Está muy claro! ¡Son una afrenta para nuestros dioses! ¡Debemos reclamar lo que es de Zaltec!

—Tengo mis órdenes, dadas por Gultec en persona —gruñó el caballero, nervioso.

—¿Aceptaría Gultec que no hicieses nada, mientras insultan a nuestros dioses, arrebatando la mujer destinada a su sacrificio? —Mixtal se sintió imponente, como si los guerreros fuesen enanos reunidos a su alrededor.

El caballero se reunió con los otros dos Jaguares para decidir la actitud a seguir. El sacerdote los observó gesticular mientras hablaban en susurros.

—¡Debemos irnos! —gritó—. Os guiaré hasta los invasores, y vosotros me ayudaréis a reclamar lo que es nuestro.

Mixtal abrió la marcha, seguido por sus acólitos. Poco a poco, la columna de guerreros formó tras ellos.

—¡Allí! ¡Vamos a acompañarlos! —exclamó Martine. Halloran miró resignado a los cuatro espadachines que se abrían paso a golpe de machete por el acantilado. A su alrededor, otros pequeños grupos de exploradores se movían a lo largo de la playa, o buscaban senderos entre la vegetación que condujeran hacia la tierra alta.

—¡No! —Hal se volvió, enfadado—. ¡Ni siquiera deberías estar en la playa! —El joven desesperaba por asumir el mando de uno de los grupos, pero sabía que Martine no se separaría de él. Miró a Cordell, que se encontraba unos cuantos centenares de metros playa arriba, en compañía del fraile y Darién. Tenía la impresión de que el sacerdote no lo perdía de vista. Se volvió para enfrentarse a la mirada de la muchacha.

—¡Para que lo sepas, no soy una niña! —exclamó Martine—. ¡Puedo cuidar de mí misma, y, si no quieres acompañarme, no tienes por qué hacerlo! ¡Me basto y me sobro para explorar por mi cuenta! —Le volvió la espalda, y una vez más él corrió tras ella.

Se disponía a sujetarla por un brazo, cuando ella le dirigió una mirada tan furiosa que él se quedó como paralizado.

—De todos modos, ¿a qué viene tanta preocupación? —preguntó Martine, provocativa.

—Puede haber otro
hakuna.
¿Acaso piensas que la gente es amistosa en todas partes? —El enfado de Hal fue en aumento. Lo frustraba la manera en que ella lo engatusaba para obligarlo a aceptar todos sus caprichos. Sin embargo, no podía mostrar su enojo. Había algo en su interior que lo contenía mientras se veía manipulado, por lo que su cólera se convertía en frustración y disgusto contra sí mismo.

—¿Acaso no te tengo a ti para protegerme? —Martine le tocó el brazo, y él enrojeció—. ¡Mira, una escalera!

Llegaron al pie del acantilado y vieron a los cuatro soldados que Martine había señalado antes, que se abrían paso entre la vegetación. Descubrieron que el sendero era en realidad una escalera de anchos escalones de granito, que ascendía por la cara del farallón en ángulos muy agudos. A la derecha, tenían los Rostros Gemelos que miraban el mar.

La muchacha inició el ascenso, y los jóvenes no tardaron en unirse a los soldados. Halloran deseó haber traído al sabueso con él. Los perros de la legión eran expertos en la detección de emboscadas y otras sorpresas desagradables.

La presencia de estos peldaños, al igual que los rostros y la pirámide, era la prueba de que existía una cultura más organizada y numerosa que la encontrada por la expedición en las islas. No obstante, la cantidad de matorrales de la escalera daba fe de que no era utilizada con frecuencia. En cualquier otro momento, Halloran habría disfrutado con la exploración, del magnífico espectáculo de la laguna, las extrañas esculturas y la escalada. En cambio, se sentía disgustado consigo mismo por su flaqueza ante la conducta de Martine.

Les llevó algún tiempo alcanzar la cumbre del acantilado, y Halloran observó las naves que se hacían cada vez más pequeñas a medida que subían. La mayoría de la legión se encontraba en tierra, pero él se sintió aislado. Vio que Daggrande marchaba al frente de una compañía de espadachines y ballesteros en dirección a la escalera, y esto lo animó.

—Capitán... —Uno de los soldados se apartó para dejar paso a Halloran cuando llegaron al último peldaño. Hal vio que se encontraban en una franja cubierta de matojos que se extendía de norte a sur por el borde del acantilado. Unos centenares de metros hacia el oeste aparecía la vegetación selvática.

—¡Allá está la pirámide! —gritó Martine. El joven miró en la dirección señalada, y vio la estructura rechoncha que asomaba entre los matorrales a poco más de un kilómetro al norte.

—¡Vamos allá! —sugirió el capitán, consciente de que encontrarían en el lugar a otros miembros de la expedición.

Se sorprendió al ver que Martine no protestaba.

9
Primera sangre

Erix despertó de pronto. Se sentó, con la mente totalmente despejada, sin el menor resto de la confusión que suele acompañar al despertar. Su primer pensamiento fue para
Chitikas,
y vio que la serpiente había desaparecido.

Todavía era de día, y hacía mucho calor. Su posición en el acantilado le ofrecía una cierta protección, pero sabía que los extranjeros no tardarían en explorar la zona. El matorral no la mantendría oculta de las miradas cercanas.

A la búsqueda de un refugio más seguro, se arrastró a través de la franja de matojos hacia la espesura de la selva. No tardó en encontrar el sendero que había seguido antes, y se adentró en el bosque, sin dejar de mirar a su alrededor, alerta a cualquier sonido a sus espaldas.

Pasó por uno de los recodos de la senda, y en aquel instante comprendió, desesperada, que su atención debía haber estado dedicada a lo que podía haber delante. El sumo sacerdote Mixtal apareció en la siguiente revuelta, marchando hacia ella, con el rostro retorcido por una expresión de fervor religioso. él la miró directamente a los ojos mientras ella se lanzaba fuera del camino para ir a caer en medio de un zarzal.

Sin perder un segundo se acomodó detrás del tronco de un árbol enorme, y esperó el grito de alarma. El sacerdote tenía que haberla visto, y pese a ello pasó por delante de su escondite sin detenerse, con su mirada de fanático siempre al frente.

Erix intentó calmar los latidos de su corazón, inmóvil debajo de un techo de hojas húmedas. Vio desfilar los pies de los acólitos de Mixtal, y después los pies calzados con sandalias de una larga columna de guerreros. Poco a poco, aceptó que, sin saber por qué, había conseguido escapar de sus perseguidores. Mixtal la había visto y había hecho caso omiso de ella, y los demás, ocupados en seguir el ritmo del patriarca, ni siquiera habían tenido ocasión de verla.

Aun así, la joven permaneció oculta después del paso de la columna durante varios minutos. Cuando se sintió más calmada, salió del escondrijo para volver al sendero.

Los sacerdotes y los guerreros habían desaparecido. Sabía que lo más adecuado sería marchar tierra adentro, en la dirección opuesta a la de Mixtal, e intentar llegar a Ulatos. No podía olvidar la expresión fanática de Mixtal, y le pareció algo tan antinatural, tan extraño, que provocó su curiosidad.

Sin dejar de reprocharse por su decisión, Erix avanzó por el sendero detrás de Mixtal y su columna de lanceros.

Mixtal marchaba como una tromba, estimulado por el propósito de su misión. Todo había quedado claro. ¡Las palabras susurradas a su oído
debían
provenir de los Muy Ancianos! ¿Acaso no habían aparecido los guerreros tal cual le habían anunciado? Ahora su mirada, si bien un tanto borrosa, permanecía fija en el linde del bosque que tenía delante. Abandonó la protección de los árboles y se detuvo, asombrado.

Mixtal se frotó los ojos incapaz de creer lo que veía, pero no había lugar a equivocación. ¡Allí estaba ella, la muchacha que había escapado del altar con la primera luz del alba! Caminaba por el claro junto al borde del acantilado, acompañada por cinco de los extraños guerreros.

—¡Es ella! —siseó. Dio un paso atrás para ocultarse mientras los caballeros se unían a él.

Los acólitos y guerreros permanecieron en la selva, espiando a través de la vegetación a los extranjeros. Los cinco hombres, uno de ellos envuelto en plata, marchaban formando un pequeño círculo protector alrededor de la mujer. El grupo se movía lentamente por el claro, a tiro de las jabalinas.

Atax miró a Mixtal, asombrado, y después miró a la mujer de cabellos rojos. No tenía el menor parecido con Erix.

—Muy venerable maestro... —dijo, pero se interrumpió al comprender que Mixtal no lo escuchaba. En cambio, el sumo sacerdote no dejaba de mirar y asentir. Atax seguía viendo a una extraña de cabellos de fuego, mientras que Mixtal veía a alguien diferente. El acólito pensó en si él mismo no se habría vuelto loco, aunque sospechaba que la locura tergiversaba la visión de su maestro.

—¿Lo veis? —explicó Mixtal, ansioso, a los Caballeros Jaguares—. ¡Son los villanos que la arrebataron de nuestro altar!

El clérigo observó una vez más a la muchacha. La niebla que molestaba sus ojos lo enfurecía, si bien podía ver sin dificultad a la joven, pues a ella no la oscurecían las sombras. Veía sus cabellos negros, la piel cobriza, incluso los rotos en la túnica, con una perfección cristalina.

—Nos han ordenado no atacar a los extranjeros —protestó uno de los caballeros.

Por un momento, Mixtal parpadeó confuso. Vio a los guerreros que observaban curiosos a la joven, y después a él. Pensó otra vez en las perspectivas de la derrota, de tener que enfrentarse a los Muy Ancianos con el relato de su vergonzoso fracaso, de perder su propia vida a cambio de la muchacha que se le había escapado de las manos.

¡No podía fallar! No cuando estaba tan cerca, cuando tenía a la presa ante sus ojos.

—¡Que la furia de Zaltec caiga sobre vuestras cabezas! —les espetó a los guerreros—. ¡La muchacha será mía!

Mixtal lanzó un grito de desafío y salió al claro. Levantó el puñal de obsidiana por encima de su cabeza y, sin dejar de gritar, echó a correr.

En obediencia a instintos más fuertes que su disciplina militar, los Caballeros Jaguares sólo vacilaron un segundo después de que el clérigo inició el ataque. Entonces, los caballeros se irguieron, un centenar de lanceros se levantaron a sus espaldas, y los guerreros de Payit siguieron a su sacerdote en la carga.

—¡Envía a Alvarro a buscarla! —exigió el fraile, furioso, con la mirada puesta en lo alto del acantilado—. ¡Halloran no tenía por qué llevarla con él a territorio salvaje!

—Daggrande va de camino —replicó Cordell, con toda la calma de que fue capaz. Conocía a Halloran. Además, el capitán general comprendía el fuerte temperamento de Martine, una característica que su padre parecía desconocer, y sospechaba que no había sido idea de Hal el apresurarse a desaparecer de la vista de la legión.

—¡Que la maldición de Helm caiga sobre ese tunante! —vociferó el clérigo, poco dispuesto a entrar en razón—. De todos los caraduras...

—Escucha, amigo mío. —El capitán general maldijo para sus adentros al fraile, aunque su voz mantuvo el tono aplacador—. No tardarán en regresar. Alvarro está ocupado en el flanco derecho; busca un lugar donde los caballos puedan pastar. —Cordell señaló costa arriba, hacia el norte. Sabía de la mala voluntad entre los dos hombres, y no concebía nada peor para la confianza de Halloran que enviar a su rival en su búsqueda.

»Dentro de unos minutos, estarán de vuelta, y hablaré con el muchacho. Es un buen soldado.

Cordell conocía el profundo amor que el fraile sentía hacia Martine. Pero para Domincus la importancia que tenía su hija era algo más profundo, hasta un punto que el comandante no alcanzaba a comprender del todo; quizá porque ella era el único vínculo del sacerdote con sus tiempos de juventud, mucho más tranquilos. No siempre había sido un capellán militar.

—Si deja que le ocurra algún daño... —manifestó el fraile, con aire belicoso. No tuvo tiempo de añadir nada más.

El maníaco grito de batalla volvió la atención de Halloran hacia la selva. Comprendió la importancia del grito antes de ver al nativo armado con un cuchillo, seguido un segundo más tarde por una fila de guerreros. Sus tocados de plumas naranjas se sacudieron al unísono cuando la fila hizo una pausa, y el legionario pudo ver cómo colocaban las jabalinas en los lanzadores.

Halloran saltó para colocarse delante de Martine mientras las jabalinas surcaban el aire, y levantó el escudo para protegerle la cabeza y el torso. Soltó un gruñido de dolor cuando uno de los proyectiles le rozó el muslo. Otro se estrelló contra su peto, y otro en el escudo.

Uno de los soldados tardó en reaccionar, y una jabalina le atravesó la garganta. Los demás levantaron los escudos y lograron desviar casi todas las lanzas, si bien uno de los hombres recibió una herida en el antebrazo. Las corazas de cuero trenzado de los infantes no resultaban tan efectivas contra estas armas como la de acero que llevaba Hal.

—¡Escudos juntos! —ordenó, y los tres soldados unieron sus escudos al suyo para formar un arco delante de los guerreros nativos, y defender con sus espadas a Martine, acurrucada detrás.

Observaron, sin poder hacer nada, la agonía del cuarto espadachín, que murió unos segundos más tarde.

—¡Retrocede..., corre! —le ordenó Hal a Martine, sin mirarla—. ¡Baja la escalera! ¡Busca a Daggrande!

Miró sobre el hombro y vio que la mujer permanecía conmocionada ante el espectáculo de los aborígenes que corrían hacia ellos con las lanzas en alto, sin dejar de gritar. Las plumas se bamboleaban en sus cabezas, y las muecas hacían que las agujas atravesadas en sus narices oscilaran arriba y abajo. Los silbidos y alaridos provocaban un estrépito tremendo.

Los atacantes se detuvieron cuando estaban a medio camino de sus presas, y echaron hacia atrás los brazos para lanzar otra andanada.

—¡Por Helm, corre! —Se volvió hacia Martine y la sujetó por un hombro. La muchacha salió del marasmo; dio media vuelta y echó a correr, pero de inmediato tropezó con unas raíces y, para desesperación de Halloran, cayó de bruces. ¡Tenía que ponerla a salvo! Esto era lo más importante.

—¡Capitán! —gritó uno de los soldados.

Halloran alzó su escudo en el acto, y se colocó en cuclillas junto a Martine, acurrucado con los otros tres hombres. La segunda andanada de jabalinas, a pesar de haber sido lanzada desde menor distancia, no encontró blancos entre los bien protegidos soldados de la Legión Dorada.

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