Authors: Douglas Niles
El sacerdote había discutido un buen rato con el guerrero de la piel manchada, y Hal creía que él había sido el tema. Al parecer, el guerrero había impuesto su opinión, porque el otro no se había acercado a él. En realidad, el legionario casi deseaba ser sacrificado. Su sentimiento de culpa era tan grande que consideraba injusto seguir con vida después del brutal asesinato de Martine. Por unos momentos, pensó en arrojarse desde lo alto de la pirámide, como merecido castigo por su fracaso.
No obstante, en su corazón de guerrero ardía el deseo de venganza, y para vengarse necesitaba seguir vivo. Al menos, el tiempo suficiente para matar a los culpables.
—¡Reúne a la legión! —gritó fray Domincus—. ¡Nos amenaza el desastre!
—¡Calla! —dijo Cordell, sin alzar el tono—. Todavía no sabemos a ciencia cierta qué ha ocurrido. —Los dos hombres, con Darién y Kardann, permanecían junto a un soldado casi sin aliento, en el perímetro del campamento legionario instalado en la costa—. ¿Habéis encontrado alguna señal de Halloran o de la hija del fraile?
—No, señor —jadeó el soldado. Apenas si podía respirar después de descender de dos en dos los escalones desde lo alto del acantilado, y correr a través de la playa hasta dar con el capitán general—. Encontramos cuatro hombres, todos muertos, y unos cuantos nativos.
—¡Que la maldición de Helm caiga sobre su cabeza y su alma! —rugió el fraile. Furioso, amenazó con el puño en dirección al lugar donde habían visto a Halloran por última vez.
—¡Quizás ella esté bien! ¡No es bueno que nos pongamos en contra de los nuestros, especialmente cuando no sabemos qué ha ocurrido! —Cordell luchó por conservar la calma.
—¡Tal vez tú no lo sepas —gimió el clérigo, a punto de echarse a llorar—, pero yo sí! ¡El mal ha golpeado! ¡Mi hija sufre en las manos de los perversos! ¡Lo sé, puedo sentirlo!
—¿No sería aconsejable volver a bordo de las naves? —sugirió el asesor de Amn. El nerviosismo de Kardann aumentaba a la par de la desesperación del fraile. Cordell le dirigió una mirada de mal disimulado desprecio.
—No hay peligro que la legión no pueda afrontar. Si lo deseáis, podéis embarcaros ahora mismo. Mis hombres permanecerán en tierra.
—Sí, quizá sea lo mejor —afirmó el asesor, sin advertir el tono afilado en la voz del comandante—. ¡Me ocuparé de supervisar la actividad en las naves! —El rechoncho contable les dio la espalda, y corrió a buscar una chalupa que lo llevara hasta el
Halcón.
—¡Enviaré más grupos allá arriba! —dijo Cordell. Los exploradores habían encontrado tres amplias escaleras esculpidas en el farallón. Sólo la central, que pasaba entre los dos rostros gigantescos, mostraba señales de un uso regular.
—¡Que Helm permita que no sea demasiado tarde! —rogó Domincus.
Spirali se puso en marcha cuando la oscuridad envolvió otra vez el mundo, pero el Muy Anciano utilizaba medios desconocidos para el resto de Maztica. Su viaje comenzó en la boca de la Gran Cueva, en el pico del volcán más alto de Nexal.
Pronunció una sola palabra, y al instante se encontró en Ulatos, capital de los payitas. El Muy Anciano llegó al patio del templo de Zaltec, sin que nadie advirtiera su presencia en las sombras. La capa, la capucha y las botas de caña alta, todas negras, lo convertían en parte de la noche.
Un joven acólito montaba guardia junto a las puertas del templo. Spirali percibió de inmediato que no había nadie más. El Muy Anciano se acercó al muchacho, que no advirtió su presencia hasta escuchar su voz.
—Busco a Mixtal, sumo sacerdote de Ulatos.
El acólito abrió la boca, y dio un paso atrás dominado por el terror. Podía ver una forma oscura y amenazadora, y la voz tenía un tono de autoridad impresionante. Hizo un gran esfuerzo por responder.
—La co... costa... —tartamudeó—. Se marcharon esta mañana. Fueron a ver la llegada de los extraños...
El muchacho se quedó sin palabras, y sólo entonces descubrió que la sombra había desaparecido.
—¡Eh, capitán, quizás esta moza pueda decirnos algo! —Grabert, que encabezaba la columna, se volvió hacia Daggrande sin soltar el cuerpo que se retorcía entre sus fuertes brazos.
El enano vio a una joven hermosa, de cabellos negros y piel cobriza, que pataleaba y arañaba, en un esfuerzo inútil por zafarse del abrazo del explorador. El hombre mostró una expresión de dolor cuando le alcanzó un puntapié, pero la sujetó
más
fuerte mientras uno de los ballesteros la cogía por los pies.
Daggrande gruñó sin dejar de estudiar a la niña... o mujer; no estaba muy seguro. La piel tersa de su rostro y su cuerpo esbelto correspondían al final de la adolescencia; sin embargo, había algo en sus ojos brillantes, en la firmeza de su boca, que pertenecía a un adulto.
También Erixitl observó a estos hombres extraños, sus nuevos captores después de un corto día de libertad. A todos les crecía cabello en el rostro y la piel tenía un color blanco enfermizo. Sintió una especie de repulsión ante sus ojos, órbitas de azul acuoso, que parecían ojos de pescado.
Algunos de los hombres eran muy bajos de estatura, aunque esto no disminuía la ferocidad de su aspecto. Con el abundante adorno piloso en sus caras y las piernas retorcidas, estos seres pequeños resultaban aún más desagradables que sus camaradas humanos. Recordó los relatos acerca de los hombres peludos del desierto que, según decían, habitaban en las zonas áridas del sur de Kultaka y Nexal. Las leyendas los describían como gentes de poca estatura, hombros anchos y patizambos. La descripción encajaba con los seres que tenía delante.
—Bueno, no creo que ella sea la autora de las muertes y las capturas —dijo Daggrande—. Pero no sería prudente dejarla ir, antes de enterarnos mejor de lo que pasa. —Llamó a un par de ballesteros—. Atadla y encargaos de su custodia. ¡No tardéis! Seguimos la marcha.
Erix no entendió el habla áspera y gutural de los extraños, aunque sus intenciones resultaron evidentes cuando le ataron las manos. Sus esfuerzos por librarse de estos hombres rudos eran como los de un bebé en brazos de su madre. En unos segundos la habían amarrado, si bien para su sorpresa no la amordazaron ni le vendaron los ojos.
Mientras tanto, el soldado que encabezaba la columna se había adelantado para explorar el terreno, y ahora volvía para dar su informe.
—¡Capitán, venga a ver esto! —llamó. En su voz había una nota de urgencia.
Erix supo que el hombre había visto la pirámide y los restos del horrible sacrificio.
De la crónica de Coton:
Como siempre al servicio de la gloria resplandeciente del dios Dorado.
Observo al joven señor Poshtli mientras abandona la ciudad por la salida del sur. Deja Nexal a solas, pero esto no empequeñece la grandeza de su misión.
Poshtli lleva un par de lanzas, una
maca
con borde de obsidiana, su arco, flechas y un pellejo de agua. Evitará las tierras de Kultaka y Pezelac. En cambio, recorrerá la Casa de Tezca, el gran desierto que marca el límite sur del Mundo Verdadero.
Todavía viste el manto y el yelmo del Caballero águila, pero no realizará su misión por el aire. En cambio, se ajusta los cordones de sus sandalias porque camina hacia tierras tan terribles como la peor pesadilla de los dioses. Pretende encontrar la verdad, y no se conformará con menos; una búsqueda que puede necesitar un tiempo muy largo.
Pero Poshtli ha soñado con la piedra solar. Este sueño debe proveer una chispa de esperanza, porque muestra la presencia, por débil que sea, y la voluntad del Plumífero. Además, esta visión le fue dada por el
cuatl,
la serpiente emplumada que es la voz del propio Qotal.
Por lo tanto, prefiero creer que, quizá, Poshtli pueda encontrar su verdad en la gran rueda plateada de la piedra solar.
Halloran observó a los lanceros bajar por la pirámide, atraídos por la charla de un pájaro cerca de la base de la estructura. La criatura remontó el vuelo para desaparecer en la selva, y el guerrero al mando, el que vestía la piel manchada, hizo una señal a sus compañeros en lo alto del templo. Dos de ellos empujaron a Halloran hacia la escalera. Pese a la dificultad de tener las manos atadas, el legionario consiguió no caerse durante el descenso.
En cuanto llegó abajo, los guerreros y la mayoría de los clérigos formaron un grupo. Hal percibió que se sentían confusos e indecisos; miró a su alrededor y, al ver que faltaba el sumo sacerdote, supuso que se había quedado junto al altar.
Uno de los guerreros soltó un grito de dolor y cayó al suelo, fulminado. Varios más corrieron la misma suerte. En cuestión de pocos segundos, media docena de hombres yacían muertos, o agonizaban en medio de la hierba.
Para los nativos, sus compañeros acababan de sufrir el ataque de algo invisible, y por lo tanto sobrenatural. Sin embargo, el capitán alcanzó a ver el astil de los dardos que asomaban en la carne de los heridos.
Sin perder un instante, Halloran se zafó de las manos de sus custodios para lanzarse al suelo, y rodar hacia un costado.
Una nueva descarga de saetas plateadas surgió de la espesura, con un resultado mortífero para los aterrorizados aborígenes. Los dardos eran pequeños, pero no invisibles, y algunos de los guerreros comprendieron la naturaleza del ataque; de inmediato, lanzaron las jabalinas hacia donde suponían que venían las flechas, y otros esperaron el momento de ver al enemigo.
—¡Por Helm! —El grito estalló entre los árboles, y para Halloran fue el sonido más hermoso que había escuchado jamás. Reconoció la voz de Daggrande por encima de todas las demás.
—¡En el nombre de Helm! —respondió Hal. Se retorció hasta conseguir sentarse, y después se puso de rodillas. Maldijo la cuerda mágica que sujetaba sus brazos cuando pudo ponerse de pie. Un fornido guerrero vino hacia él enarbolando una maza, pero Halloran consiguió derribarlo de un puntapié.
Los legionarios salieron de la espesura en una línea irregular, y cargaron hacia la base de la pirámide. El joven vio que no eran más de veinticinco, y rogó que fuesen suficientes.
Escuchó un gruñido a sus espaldas; se volvió y vio al guerrero cubierto con la piel de leopardo que avanzaba hacia él. El rostro del hombre aparecía contorsionado en una máscara de odio mientras sacaba el sable de Hal de su cinturón; lo empuñó con las dos manos y cargó con un grito de guerra que imitaba el rugido de una bestia.
Halloran le dio la espalda y echó a correr, pero el atacante lo siguió. Estaba a punto de descargar el mandoble, cuando se detuvo como si hubiese chocado contra un muro invisible. Su expresión airada se cambió por otra de asombro mientras contemplaba la flecha plateada hundida en su pecho. La sangre, espesa y casi negra a la escasa luz del crepúsculo, brotó de sus labios, y la espada se escapó de sus dedos, antes de que su cuerpo cayera al suelo.
Los soldados avanzaron a la carrera, sin deshacer la formación. El grito legionario sonó otra vez por encima del estrépito del combate. Los ballesteros llevaban sus arcos a la espalda, y blandían sus espadas cortas, mientras que los soldados empuñaban sables largos en una mano y rodelas en la otra. Los pequeños escudos protegían el lado izquierdo del hombre que lo llevaba y el derecho del compañero a su izquierda, gracias a que la formación se mantenía compacta.
Halloran se lanzó a tierra y rodó hacia su sable, olvidado por los demás nativos en la confusión del ataque. Su corazón vibró de orgullo ante el intrépido avance de los legionarios, superados en número por el enemigo. Sin mucha convicción, los salvajes se dispusieron a responder a la carga, con sus lanzas con punta de pedernal.
En unos momentos, la línea atacante alcanzó la base de la pirámide. Las
macas
de pedernal y obsidiana se estrellaron contra los escudos y corazas de acero, mientras las espadas cortaban como mantequilla las armaduras de algodón y los escudos hechos con cuero mágico de
hishna
o
pluma.
Halloran vio a un joven guerrero descargar su garrote con filo de obsidiana contra el rostro de un legionario. El hombre alzó su rodela para contener el golpe, y la maza se partió en dos al tiempo que el legionario atravesaba de lado a lado el cuerpo del muchacho con su espada de acero.
El nativo cayó sobre Hal y lo empapó con la sangre de su mortal herida. El capitán se zafó del cuerpo que lo aprisionaba, en el momento en que sus compañeros rebasaban su posición. Los salvajes cesaron en su resistencia y corrieron hacia la seguridad ilusoria de la selva.
Gultec trotaba sin esfuerzo por el sendero, una vez más a la cabeza de la columna de guerreros. Su mirada aguda distinguía con claridad todas las vueltas y recodos de la senda, a pesar de ser casi noche cerrada. Gultec sabía que otras columnas como la suya convergían hacia la costa por muchos otros caminos. Para la medianoche, diez mil lanceros y centenares de Caballeros Jaguares y águilas se concentrarían en el acantilado.
Por ser la ruta más directa hacia la pirámide, podían avanzar sin pérdidas de tiempo, como había ocurrido durante la madrugada al recorrer el camino costero. El caballero percibió la proximidad del mar, en el olor del aire y el frescor húmedo contra su rostro. Pero también sabía por instinto dónde se encontraba. En unos minutos más, la columna alcanzaría la pirámide.
Entonces Gultec escuchó un sonido débil, desacostumbrado en la noche selvática. Hubo más ruidos, y se detuvo; alzó una mano enfundada en una garra, y la columna obedeció la orden. Los guerreros esperaron inmóviles y en silencio.
Los sonidos se hicieron más fuertes; eran los ruidos típicos de gente que se abría paso entre el matorral. Escuchó insultos ahogados en lengua payit, y casi de inmediato percibió la cercanía de muchos hombres sudorosos y asustados.
Una figura jadeante avanzó hacia ellos por el sendero. El hombre no advirtió la presencia de Gultec, hasta que éste surgió de las sombras y lo sujetó por la garganta. El caballero reconoció el tocado de plumas naranja, distintivo de un pueblo cercano. El guerrero sin duda había sido uno de los primeros en llegar a la costa.
—¿Qué significa esto? —preguntó Gultec, su voz como un rugido ronco—. ¿Por qué escapas como una niña?
Los ojos del hombre se abrieron en una expresión de absoluto terror. Soltó un murmullo incomprensible, y Gultec aflojó un poco la presión sobre su cuello.
—¡Los extranjeros! —gimió el guerrero—. ¡Brujería! ¡Nos atacaron! ¡Mataron a muchos! ¡Quedarse significaba morir!