Authors: Douglas Niles
La joven contempló boquiabierta los chorros que se volcaban sobre los costados de la pirámide. Podía ver la vegetación en la cima y escuchar el concierto de los cantos de miles de pájaros. El templo no sólo era un jardín sino también un aviario.
—Los pájaros no necesitan jaulas —dijo el clérigo, anticipándose a la pregunta—. Se quedan por amor a Qotal. Se dice que las criaturas favoritas del Silencioso son los pájaros de brillante plumaje.
A continuación, Kachin señaló un edificio blanco rodeado por un muro con arcadas en el frente.
—Nuestra residencia —anunció. La hizo pasar por uno de los arcos a un jardín amplio y umbrío, donde había bancos de piedra junto a los parterres.
A Erix le pareció un lugar encantador, propicio para el descanso y la meditación. El olor de las flores dominaba en el aire.
La casa constaba de una sola planta con muchas habitaciones amplias y frescas. Esteras rojas de junco cubrían los suelos, y tapices de plumas, junto con discos resplandecientes, estatuas y platos de oro y plata, adornaban las paredes. Los sirvientes y el personal de la casa se reunieron en el gran vestíbulo central, para recibir a la recién llegada.
—ésta es Erixitl —dijo Kachin, y todos guardaron silencio. El sacerdote habló durante varios minutos, y la joven no pudo entenderle del todo, porque hablaba muy rápido.
—Chicha, acompaña a la sacerdotisa a sus aposentos y prepara su baño —mandó Kachin a una adolescente alta y delgada, que asintió entusiasmada y besó el suelo delante de Erix, quien la miró, avergonzada—. Chicha es vuestra esclava, mi sacerdotisa —indicó el clérigo—. Ella se ocupará de vuestras necesidades hasta la hora de la cena.
—¡No necesito una esclava! —protestó Erix.
Kachin sonrió con aire paternal, y se alejó.
—¡Oh, os atenderé muy bien! —exclamó Chicha, a punto de echarse a llorar.
—Estoy segura de que sí, Chicha. No quería... —Hizo una pausa, sin saber si era propio disculparse con un esclavo. Desde luego, nadie lo había hecho con ella—. Por favor, enséñame mis habitaciones.
La muchacha la guió a través de una cortina de junquillo hasta una habitación que tenía una pequeña terraza. Había un colchón de paja limpia en el suelo, y un gran disco solar dorado en un nicho en la pared. El baño resultó aún más espectacular. Chicha quitó el tapón de un tronco en la pared y comenzó a salir agua limpia y fresca para la bañera. Erix se quitó la capa y la túnica sucias del viaje, aunque conservó el medallón colgado del cuello. Casi temblaba de la excitación. ¡Por fin un baño de verdad!
La sacerdotisa se sumergió en el agua, y sintió cómo su piel quedaba limpia del sudor y el polvo. Se echó hacia atrás y cerró los ojos; como siempre, el baño le producía una sensación de frescura y vitalidad.
Un súbito estrépito le hizo abrir los ojos. Vio cómo caía al suelo un esclavo con el rostro destrozado por unas garras. Chicha soltó un grito, y cuatro figuras manchadas entraron en el baño, armados con garrotes con puntas de obsidiana.
—¿Quiénes sois? —preguntó Erix, más furiosa que asustada.
La respuesta fue el golpe de uno de los garrotes contra su cabeza. Se desplomó inconsciente en el agua de la bañera, que poco a poco se tiñó de rojo.
Día 39, a bordo del
Halcón
Darién y fray Domincus nos han sostenido; cada uno de ellos ha recurrido a las más profundas fuentes de poder, para someter al viento a nuestras órdenes. Cuando uno cae agotado, el otro lo reemplaza, para que sigamos navegando hacia poniente. Ahora, por fin, se ha levantado una brisa natural, que sopla del este, y marchamos a buen ritmo.
¡Hemos recuperado las esperanzas! Se han visto bandadas de pájaros durante los últimos tres días. Las tripulaciones trabajan entusiasmadas, con los ojos...
Debo volver a cubierta; escucho gritos de alborozo.
—¡Tierra!
¡Tierra! Halloran escuchó el grito y lo transmitió, mientras corría hacia la proa del
Cormorán.
Podía ver al vigía en la cofa de uno de los mástiles de una carraca, tal vez la
Libélula,
que señalaba, frenético.
—¿A qué vienen tantos gritos? ¡Sin duda, no es más que otro montón de nubes! —Daggrande se acercó a Hal, y miró al frente, disgustado.
Durante varios minutos, no pudieron ver nada. Otros soldados y los tripulantes ociosos se unieron a ellos, esforzándose por descubrir alguna cosa en el horizonte.
Uno a uno, los demás vigías gritaron la confirmación, y la brisa pareció traerles el olor de la tierra.
De pronto, Halloran la vio. Los murmullos de los hombres se convirtieron en una algarabía a medida que la imagen tomaba forma, color y materia. Por fin, todos vieron una línea verde, muy cerca del horizonte, que se extendía a lo largo de kilómetros de este a oeste.
A un ritmo casi imperceptible, se hicieron visibles nuevos detalles: la espuma blanca de las rompientes en un amplio arrecife, una playa de arenas blancas, palmeras y la vegetación más allá de la playa. Los vigías anunciaron la existencia de un arroyo que vertía en el mar, ofreciendo la promesa de agua fresca.
De la crónica de Coton:
Que la sabiduría del Canciller del Silencio guíe mis pinceles y mi mano.
En la edad en que los dioses y los hombres eran jóvenes, llegó el tiempo de la Gran Polvareda. Dejó de llover durante diez años seguidos, y el calor abrasó la tierra. éste fue el tiempo de los Muy Ancianos, cuando el culto de Zaltec comenzó a florecer. Sus sacerdotes se untaban con sangre y gritaban que sólo a través del sacrificio se podría restaurar el favor de los dioses. En la profundidad de sus cuevas, los Muy Ancianos vestidos de negro observaban y sonreían.
Por fin, en el décimo año de la sequía, los portavoces de las tribus escucharon la llamada de Zaltec y de los Muy Ancianos. Se produjeron grandes batallas ceremoniales, y miles de cautivos entregaron sus corazones en los nuevos altares, acabados de consagrar a Zaltec. Desaparecieron las flores, las mariposas y las plumas ofrecidas a Qotal; en cambio, se ofrecieron corazones calientes a la gloria de Zaltec.
Las lluvias volvieron a Maztica, y una vez más el maíz maduró en los enormes campos verdes. Pero ahora la gente había jurado fidelidad a Zaltec, y su apetito sólo podía saciarse con sangre.
Qotal, furioso y avergonzado, dejó la tierra de Maztica, lleno de desdén hacia el Mundo Verdadero. Su gran canoa, adornada con las plumas doradas que eran su símbolo y su imagen, puso rumbo al este y cabalgó impulsada por el viento amigo más allá de la vista de los hombres. Algunos de sus fieles sacerdotes permanecieron en la playa, sin dejar de implorar su retorno.
A estos pocos, Qotal les prometió que volvería algún día como rey del Mundo Verdadero. Su canoa sería como una montaña en el mar y sus pisadas harían temblar la tierra. Las gentes de Maztica vivirían en libertad y alegría, cuando demostraran ser merecedoras de su presencia.
Pero, hasta que llegara aquel momento, les hizo prometer a sus sacerdotes más importantes que guardarían silencio. Dedicados a observar y vigilar al Mundo Verdadero, no podemos aconsejar ni ordenar a sus habitantes. Y así seguiremos siendo los Patriarcas Silenciosos hasta el regreso de nuestro Maestro Inmortal.
Día 40, a bordo del
Halcón
Los quince navíos permanecen apartados de la costa, detrás de la protección de un pequeño arrecife. Sopla viento de tierra, pero, si cambia a oeste con un poco de fuerza, lanzará a los barcos sobre la playa como si fuesen palillos.
Correré el riesgo de plantar mi estandarte en ésta, la primera costa occidental que hemos encontrado.
—¡En nombre de Helm el Vigilante, el Centinela Siempre Atento y Protector de la Legión Dorada, reclamo estas tierras! —El estandarte flameó con la brisa, y el águila bordada batió sus alas con el movimiento de la tela. El ojo en el pecho del ave, el símbolo de Helm, parecía no perder detalle de la ceremonia.
El capitán general hundió el mástil en la arena de la playa, rodeado por una sesentena de legionarios, y con el fraile, Darién y Kardann, el gran asesor, a su lado. La hija del fraile permanecía cerca de la costa, contemplando a los hombres encargados de llenar las barricas con el agua fresca del arroyo. Las cinco chalupas destinadas a transportar al grupo, descansaban en la arena lejos de la rompiente.
Halloran y unos cuantos guerreros escogidos montaban guardia para proteger de cualquier ataque imprevisto a los reunidos, mientras Kardann enumeraba las cantidades que se repartirían entre los príncipes mercaderes de Amn y la legión.
El joven contempló con curiosidad la masa tropical que amenazaba con tragarse la playa.
Caporal,
el sabueso, se mantenía junto a él; al parecer, lo había escogido por amo.
Volvió a mirar la selva y tuvo la impresión de que lo espiaban. A sus espaldas, Cordell pasó a definir los confines de su nuevo dominio, una región que comenzaba aquí para extenderse a una distancia poco precisa, pero muy grande hacia el oeste.
—Hola. —La voz sonó como música celestial en los oídos de Halloran, al tiempo que el corazón se le hacía un nudo en la garganta. ¡Martine! ¡Ella lo había saludado!
—Eh... —Se volvió para mirarla, con el rostro arrebolado—. ¡Soy Halloran! ¡Y tú eres Martine!
Ella rió, y su risa alivió un tanto el nerviosismo del joven.
—Y esto es el paraíso, ¿no crees? —Martine abarcó con un gesto la playa y la fronda.
—Sí, este..., eh, sí..., ¡sí, lo es! —tartamudeó Halloran, y ella rió una vez más. A él le pareció que jamás había escuchado antes un sonido tan encantador.
—He oído hablar de ti —dijo la hija del clérigo, con una mirada coqueta—. El general te tiene en gran estima, por tu arrojo en la carga que acabó con Akbet—Khrul.
Hal farfulló una respuesta; su entusiasmo le impedía articular las frases. ¡Apenas si podía dar crédito a sus oídos y a su suerte! Aquí estaba la mujer que había admirado durante todo el viaje, la única en medio de una fuerza integrada por centenares de hombres —Darién no contaba—, y ella hablaba con él.
—Me gustaría dar un paseo por la playa. ¿Quieres acompañarme?
Jamas Hal se había sentido tan masculino, tan romántico, pero tampoco tan ligado, tan frustrado por sus obligaciones de soldado.
—Me..., me gustaría —gimió, apenado—. Pero debo mantener la guardia... ¿Qué es aquello? —Miró atento hacia la espesura donde le parecía haber visto una silueta humana.
Martine, quien, enfadada por el rechazo, se disponía a marcharse, imitó a su acompañante.
El sabueso soltó un ladrido de advertencia, y los demás perros le hicieron coro. Las miradas de todos se centraron en las figuras que, vacilantes, aparecieron ante ellos.
Las criaturas surgidas de la selva —poco más de una veintena— eran humanos, de piel cobriza requemada por el sol, y abundantes cabelleras negras. Iban desnudos excepto por un taparrabos, y no llevaban nada que pudiera parecerse a un arma. Varios sostenían calabazas, y otros, bultos envueltos en hojas.
Halloran dio un paso al frente para proteger a Martine, con el sable en la mano. Sin embargo, el aspecto de esta gente no era amenazador. Mantuvo la guardia, aunque tenía la sensación de que venían en son de paz.
—¡Qué salvajes más patéticos! —comentó Martine, en voz baja. Halloran compartió la opinión.
Cordell había esperado el recibimiento de los señores de las especias de Oriente, y al ver a los indígenas sufrió una gran desilusión. El primer encuentro con Kara—Tur no resultaba muy prometedor.
Uno de los nativos, más alto que los demás, pero una cabeza más bajo que Cordell, avanzó hacia el grupo reunido en la playa. El general lo observó, sin ocultar su desencanto. Por fin él y Darién salieron a su encuentro. El hombre hizo una reverencia —correspondida por Cordell—, y dijo algo en un idioma incomprensible.
Entonces intervino Darién con uno de sus encantamientos, y de inmediato respondió al cabecilla en su propia lengua. El nativo se embarcó en un largo discurso, acompañado de gestos que señalaban a su alrededor y hacia las naves más allá del arrecife.
Varios de los otros indígenas, todos varones, se acercaron a Halloran y Martine. La pareja miró con curiosidad los rostros chatos y de nariz ancha. Todos llevaban una aguja larga que les atravesaba la nariz y sobresalía unos cuantos centímetros a cada lado.
Uno de ellos saludó con muchas reverencias al capitán, a la joven y a los legionarios, para después ofrecerles la calabaza que sostenía en sus manos. Hal la cogió y escuchó el ruido del líquido que se movió en el recipiente. Otro de los nativos los obsequió con uno de los bultos envueltos con hojas; en su interior, había un surtido de frutas.
En aquel momento Hal miró al cuello del hombre, y lo invadió una gran excitación. Escuchó la exclamación de asombro de Martine, al tiempo que se emocionaba por el contacto de la mano de la muchacha en su brazo.
—Parecen tan pobres, tan miserables... —susurró Halloran.
—Pero no lo son, ¿verdad? —Martine también habló en voz baja, sin dejar de mirar a los aborígenes—. Creo que la expedición es un éxito.
Colgado del cuello del indígena, y también en casi todos los demás, había un grueso medallón de oro puro.
Erix despertó con un terrible dolor de cabeza y, durante un buen rato, le fue imposible recordar dónde estaba o cómo había llegado hasta allí. Había ocurrido algo desgraciado, pero ¿qué había sido?