Yelmos de hierro (39 page)

Read Yelmos de hierro Online

Authors: Douglas Niles

BOOK: Yelmos de hierro
12.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

Halloran observó a Erix, avergonzado por no haber considerado esta posibilidad. La muerte de Kachin había sido una muestra de que los enemigos de la muchacha eran poderosos y despiadados. Recordó que el atacante había abandonado la lucha con el alba, exactamente en el momento en que habían cesado los aullidos la noche anterior.

Cansados y doloridos, se prepararon para reanudar la marcha. Los aullidos se escuchaban con más claridad que la noche anterior, aunque seguían siendo lejanos.

La pareja caminó durante toda la noche y, poco a poco, el sonido quedó atrás. Humanos y animales ya no podían dar un paso más, cuando el alba puso fin a los aullidos de sus perseguidores.

Casi al mismo tiempo que asomaba el sol, salieron de la selva para entrar en una llanura de hierbas, juncos y —milagro— un estanque. Se lanzaron al agua para calmar su sed, quitarse la roña de los cuerpos y refrescarse.

Cuando los primeros rayos alumbraron la tierra a su alrededor, Halloran descubrió a los tres buitres que volaban en círculos por encima de sus cabezas.

—¡Más alto! ¡Hace falta otro metro y medio! —ordenó Daggrande al grupo de legionarios que se apoyaban en sus palas, muertos de cansancio. Los hombres dirigieron miradas asesinas al enano, pero volvieron a empuñar las palas y continuaron añadiendo tierra al terraplén que ya rodeaba tres cuartas partes de Puerto de Helm.

A pesar de sus gritos y maldiciones, el enano no podía disimular su orgullo por el trabajo de sus legionarios. En el transcurso de unos pocos días, habían movido una enorme cantidad de tierra. No tardarían mucho más en tener un fortín de fácil defensa que dominaba un excelente fondeadero natural y un buen trozo de costa de este país, llamado Payit.

La pequeña aldea de pescadores al pie de la colina ya no volvería a ser la misma. Los amplios campos de hierba que la rodeaban se habían convertido en lodazales. Habían construido una pequeña herrería cerca del arroyo, y el agua bajaba marrón y cargada de cenizas hasta la bahía, mientras el humo de la forja se extendía por la llanura. La carretera que unía el fuerte con Ulatos también era ahora un fangal. Las provisiones para los hombres —cacao, maíz, pavos, venado: lo mejor de Payit— llegaban a diario, y la legión comía bien.

A medida que progresaba la edificación, también habían arrojado piedras y tierra a la bahía para construir un espigón que se extendía hasta unos treinta metros de la costa. Asimismo, avanzaba la construcción de un muelle adicional, que formaba una T con el espigón. Ahora las carracas y las carabelas podían amarrar al espigón, y las operaciones de carga y descarga no dependían de las chalupas.

Daggrande continuó con la inspección del terraplén. La cumbre de la colina quedaría rodeada por un muro de tres metros de altura con una zanja exterior de un metro y medio de profundidad. Habían dejado una pequeña abertura, libre de zanja y pared, para el acceso. Darién había dicho que, por medio de un hechizo, podía cerrar la brecha en un instante. El capitán no dudaba de su palabra.

El enano se dirigió hasta el extremo más alejado del reducto, el que miraba a tierra. Este sector había sido el primero en quedar acabado, y nadie trabajaba allí. Daggrande subió a lo alto del muro, y miró hacia el sur. La llanura costera que rodeaba Ulatos se unía un poco más allá con la selva. Los legionarios habían escuchado relatos acerca de una tierra llamada Lejano Payit, en la región más al sur del país, pero se sabía muy poco de la extensión selvática.

Los nativos de Ulatos colaboraban de buena gana con sus conquistadores. Se presentaban en Puerto de Helm cargados de viandas,
octal
y objetos de plumas, pero sin oro. Durante los últimos días, Cordell se había dedicado al estudio de su mapa, y consultado en varias ocasiones a los hombres que conocían Nexal. Daggrande estaba seguro de que su general sólo pensaba en aquella ciudad, cargada de tesoros.

Personalmente, no lo entusiasmaba la idea de una larga campaña en estas tierras desconocidas, tan lejos de su base de suministros y refuerzos. Al menos aquí, junto a Ulatos, se encontraban cerca de las naves. La flota representaba la garantía de seguridad frente a un enemigo cuya embarcación más grande era la canoa.

Nexal era una ciudad interior, a muchos días de marcha desde el mar. Sin duda, Cordell no podía ser tan osado como para arriesgarse a llevar su reducido grupo, apenas quinientos hombres, al corazón de una nación con un ejército que debía de contar con decenas de miles de soldados. Sin embargo, y a pesar de sus reflexiones, Daggrande era un legionario, y había jurado obediencia a su capitán general. Por lo tanto, lo acompañaría aunque en ello le fuera la vida.

De pronto, lo distrajo el sonido de unas voces. Alerta, miró a lo largo del terraplén y después hacia el interior del reducto, sin ver a nadie. Se acercó al borde exterior del muro, espió hacia la zanja y vio a varios capitanes, incluido su amigo Garrant. Con mucha cautela para no ser descubierto, se asomó un poco más y vio el sombrero del representante de Amn.

Era Kardann el que hablaba.

—¡Quiere que muramos todos en aras de su propia grandeza! —La desesperación del hombre se reflejaba en su murmullo—. ¡Cualquier persona sensata enviaría a buscar refuerzos y formaría un ejército antes de marchar tierra adentro!

—Sí —gruñó el capitán Leone, un hombre valiente pero corto de ideas, que tenía el mando de los arqueros—. Me han dicho que el ejército que derrotamos aquí no es nada comparado con los que tienen en el interior.

—Debemos ir a buscar más fuerzas a Amn —insistió el asesor—. No hay por qué abandonar esta base. Sólo hay que enviar unos pocos barcos, los suficientes para transportar el tesoro.

—Es lo más razonable —opinó un capitán, a quien Daggrande no reconoció pues el ala del casco le ocultaba el rostro.

—Quizá si nos presentásemos ante el general... —sugirió Garrant.

—¡No! —siseó Kardann—. Teme demasiado perder su poder. Sólo serviría para empujarlo a una acción descabellada. Escuchad, tengo otro plan...

Un viento súbito se levantó desde la bahía, y Daggrande retrocedió, alarmado. El rumor de la brisa cálida ahogó los murmullos de traición, pero el enano tenía suficiente.

Era el momento de ir a buscar al capitán general.

Durante el día, avanzaban hasta que la fatiga los obligaba a detenerse en el primer refugio que podían encontrar. Dormían unas horas de siesta, pero con la caída de la noche se reanudaban los aullidos, y, una vez más, proseguían con su fuga desesperada. El sonido infernal se oía siempre más cercano, y les parecía que, en cualquier momento, la jauría saldría de la espesura. Sin embargo, después de cuatro noches de carrera por tierras despobladas, pantanos y selva, no habían visto a sus perseguidores.

En más de una ocasión, Halloran pensó en detenerse y luchar contra la jauría, o desafiarlos con su espada. No obstante, había algo en las voces siniestras de las bestias que lo convenció de que el reto sería un acto de locura.

Además, le resultaba insoportable pensar que la muchacha pudiese tener una muerte tan violenta y sangrienta como la de Martine. La terrible imagen del sacrificio torturaba su memoria. La muerte de Erix acabaría por hacerle perder la razón.

Avanzaron poco a poco debido a las dificultades del terreno, sin encontrar ninguna señal de asentamiento humano, al menos actual. Abundaban los montículos cubiertos de matorrales, en especial en los claros. Cuando los examinaron, resultaron ser pirámides de épocas remotas. La región era cada vez más abierta; todavía encontraban trozos de selva, pero dominaban los campos de pastoreo.

Caporal
se había convertido en el proveedor de carne. El sabueso corría por los cañaverales o la llanura, a la caza de sus presas, y casi siempre regresaba con un pavo o un conejo, y, en una ocasión, con un mono. Con esto y la abundancia de frutos en la selva, no pasaban hambre.

Pero el terrorífico aullido los saludaba cada noche, cada vez más cerca, y los empujaba a continuar la huida. Dominados por el miedo omnipresente, apenas si hablaban. Sólo por las mañanas, cuando se apagaba el aullido para el resto de la jornada, hacían una pausa para descansar y charlar un poco.

—¿Quién era ella? —le preguntó Erix, en uno de estos descansos.

Halloran sabía a quién se refería, aunque no tenía muy claro cómo explicar sus sentimientos acerca de Martine. Los jóvenes se encontraban en uno de ios claros de la selva desde hacía horas. A la vista de que los perseguidores sólo se movían durante la noche, habían decidido no desperdiciar sus fuerzas durante todo el día.

—Era una muchacha muy decidida. Me habían encomendado protegerla.

—¿Era tu... esposa? ¿Tu mujer? —preguntó Erix, nerviosa.

El capitán la miró sorprendido.

—¡No! —De pronto, el recuerdo de su enamoramiento le pareció tonto y vergonzoso. Su muerte permanecería en su memoria como una barbaridad imperdonable, el asesinato de una víctima inocente, pero no como la pérdida del ser amado. Sacudió la cabeza, enfático—. No. Era la hija de nuestro sacerdote. Ella lo acompañaba en la expedición.

Recordó que, hacía poco, había deseado llamar a Martine su dama, su amante, incluso su esposa, y lo encontró absurdo y ridículo. La mujer que deseaba no se parecía en nada a lo que había sido Martine. Su escogida tendría que ser inteligente, valerosa, serena, comprensiva...

Tendría que ser Erixitl. Halloran la miró, y esta vez se dejó arrastrar por aquellos profundos ojos oscuros. Se sintió mecido en su calidez, y entonces la rodeó con sus brazos, y ya nada más tuvo importancia.

—Me asustas, capitán Halloran —susurró ella, mientras yacían en la hierba—. Pero no tengo miedo.

Daggrande no encontró a Cordell hasta última hora de la tarde, cuando vio al capitán general en la playa junto al espigón, admirando los trabajos en compañía de Domincus y Darién. Habían instalado antorchas en el muelle, que se reflejaban en el agua transparente de la laguna, y que servían para que los legionarios pudieran trabajar hasta bien entrada la noche. El enano frunció el entrecejo mientras recordaba la conversación que había escuchado desde lo alto del terraplén.

—¡Espléndido trabajo el que ha realizado en la bahía, capitán, estupendo! —Cordell señaló el muelle en forma de T—. También hemos visitado las obras del fuerte, y comprobado que todo marcha a la perfección.

—Gracias, general. —A pesar de ser un hombre poco partidario de los halagos, Daggrande apreció el elogio de su comandante. Después de asentir cortésmente, añadió—: Con vuestro permiso, señor, hay un tema que necesito discutir con vos.

—Adelante —dijo Cordell.

—Es... Bueno, es un asunto un tanto confidencial, señor. —Daggrande no estaba dispuesto a dar por garantizada la lealtad de los dos lugartenientes.

—Estos dos gozan de mi absoluta confianza —afirmó Cordell—. ¡Habla!

—Sí, general. —Daggrande carraspeó—. Esta mañana me encontraba en el terraplén, para controlar el trabajo, cuando por casualidad escuché unos comentarios de la parte lejana.

—Vaya. ¿Quizá nuestro buen contable?

El enano asintió, sorprendido.

—¡Habla de traición, general! Pretende reclutar oficiales y soldados para robar algunas de las naves, y regresar a Amn. ¡Con el tesoro!

Cordell no mostró ninguna reacción, más allá de entornar un poco los párpados. Permaneció inmóvil durante un momento muy largo.

—Bien hecho, capitán —dijo—. No confiaba en esa sabandija, pero tampoco lo creía capaz de ser tan atrevido. —La voz del capitán general sonó tensa, entrecortada—. Pero, con este aviso, podemos cortarle las alas. Desde luego, creo que es la única solución.

Poco a poco, una sonrisa socarrona apareció en su rostro.

El ataque se produjo al atardecer, silencioso y rápido desde las sombras de la selva. No lo precedió ningún aullido. Sólo
Caporal
vio a los sabuesos infernales, mientras Hal y Erix dormían tranquilos sobre la hierba. Sus ladridos sonaron agudos y frenéticos.

Halloran se levantó de un salto a tiempo para ver a
Caporal
lanzarse hacia los árboles que rodeaban el claro. Se divisaba una sombra grande, casi el doble del tamaño del perro. El joven vio los ojos rojos como ascuas y las mandíbulas abiertas.

Caporal
corrió hacia el atacante, sin preocuparse de los otros sabuesos que aparecieron más allá. Halloran vio saltar al sabueso mientras la sombra con aspecto de lobo permanecía agazapada.

En el momento en que
Caporal
buscaba su garganta, el monstruo vomitó una nube de fuego. El pobre animal se retorció y ladró una sola vez, antes de quedar envuelto en una mortaja letal. Las llamas salieron de las fauces del ser demoníaco, para acabar con la vida del noble sabueso con su calor infernal.

Caporal
cayó al suelo mientras Halloran avanzaba, sorprendido y rabioso por el ataque. Su espada hendió el aire como un relámpago plateado, y de un solo tajo decapitó al atacante.

Pero entonces Halloran miró hacia el bosque y vio que nuevas sombras se movían en la oscuridad. Parecían estar por todas partes.

De la crónica de Coton:

En silencio y obediente hasta el final, espero anhelante una señal de esperanza.

Naltecona ha decidido enviar regalos a los extranjeros, como una muestra de su bienvenida y de su miedo. La decisión que él había dejado a los dioses ha sido tomada por hombres, y ahora saluda a estos hombres como dioses.

Se ha enterado por sus exploradores y espías de que los hombres blancos quieren oro, así que el reverendo canciller les enviará oro para saciar sus apetitos. También les hablará de la larga y difícil carretera hasta Nexal, y les informará que no vale la pena emprender un viaje tan arduo.

Sus señores y sacerdotes le han aconsejado que no lo haga, y han sido unánimes a la hora de afirmar que los regalos de oro no curarán a los extranjeros de su apetito por el metal amarillo.

Pero Naltecona es obstinado, y los regalos salen de la ciudad en una colorida caravana de esclavos, literas cargadas de tesoros, embajadores y espías de la corte del reverendo canciller. Ellos se encargarán de dar los presentes a los extranjeros.

Mucho me temo que, una vez que estos hombres hayan visto nuestro oro, no los podremos mantener alejados de nosotros.

20
Encuentro y despedida

Gultec renunció finalmente a intentar saltar por encima de las paredes del pozo. Al cabo de unas horas, escuchó que se aproximaban unos hombres, que no tardaron mucho en asomarse a la boca del agujero. El guerrero miró furioso hacia lo alto, y rugió al ver los rostros de una veintena de nativos de piel oscura. Antes de que pudiese intentar hacer algo, los hombres lanzaron una pesada red que lo envolvió en su malla.

Other books

A History of the Middle East by Peter Mansfield, Nicolas Pelham
Skirting the Grave by Annette Blair
Key Lime Blues by Mike Jastrzebski
Tooth and Nail by Jennifer Safrey
The Big Boom by Domenic Stansberry
Death of Innocence : The Story of the Hate Crime That Changed America (9781588363244) by Till-Mobley, Mamie; Benson, Christopher; Jackson, Jesse Rev (FRW)