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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (39 page)

BOOK: Yo mato
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Durand prosiguió su camino, que lo llevaba a descargar un carro de estiércol en el patio de Hulot.

—Pero comprenderéis que las autoridades no pueden asistir semejante cadena de homicidios sin tomar medidas, por desagradables que sean.

Frank observó a Nicolás. Estaba apoyado en la pared, de pronto se encontraba solo en aquel campo de batalla, con la expresión del condenado a ser fusilado que rechaza la venda para los ojos. Durand tuvo la decencia de mirarlo a la cara mientras hablaba.

—Lo lamento, comisario. Sé que usted es un gran policía, pero me veo obligado a suspenderlo.

Hulot no reaccionó. Probablemente se sentía demasiado cansado Se limitó a asentir con la cabeza.

—Comprendo, doctor Durand. Por mi parte, no hay problema.

—Puede usted tomarse unas vacaciones. Esta investigación debe de haberle agotado. Por supuesto, para la prensa...

Hulot lo interrumpió.

—No se esfuerce. No hace falta que me dore la píldora. Somos adultos y conocemos las reglas del juego. El departamento puede llevar el asunto como mejor le parezca.

Si a Durand le hizo mella la respuesta de Hulot, no lo demostró. Se dirigió a Roncaille. El director, hasta aquel momento, escuchaba en silencio.

—A partir de hoy las investigaciones están en sus manos, Roncaille. Manténgame al corriente de todo, hasta de lo más insignificante. A cualquier hora del día y de la noche. Buenos días, señores.

El procurador general Alain Durand se llevó de la estancia su inútil elegancia, dejando tras de sí un silencio que se alegraba de no compartir.

Roncaille se pasó una mano por el pelo peinado impecablemente.

—Lo lamento, Hulot. Le aseguro que esto no me complace en absoluto.

Frank pensó que las palabras del jefe de la policía eran más sinceras de lo que podían parecer. Verdaderamente no se sentía complacido, pero no por los motivos que daba a entender, sino porque ahora era él quien se encontraba en la jaula con el látigo en la mano, y debía demostrar que era capaz de domar a los leones.

—Vayan ustedes a dormir; creo que a los dos les hace falta. Después querría verlo en mi despacho, en cuanto sea posible, Frank. Hay algunos detalles que quiero discutir con usted.

Con la misma calma aparente de Durand, Roncaille se apresuro a salir. Frank y Hulot se quedaron solos.

—¿Has visto? Me detesto cuando me oigo decir: «Te lo advertí… el problema es que no puedo echarle la culpa a nadie.

—Nicolás, no creo que Roncaille o Durand, en nuestro lugar hubieran obtenido mejores resultados. Es la política lo que se ha puesto en movimiento, no la lógica. Pero yo sigo dentro.

—Tú sí. Pero ¿yo qué hago ahora?

—Tú sigues siendo comisario, Nicolás. Solo te han apartado de una investigación; no te han despedido. Tómate las vacaciones que te han ofrecido. Así tendrás una ventaja que no tienen los demás.

—¿Cuál?

—Veinticuatro horas al día para continuar tus investigaciones sin rendir cuentas a nadie, sin tener que perder el tiempo escribiendo informes.

—El que sale por la puerta entra por la ventana, ¿eh?

—Exacto. Hay algo que todavía debemos comprobar, y en este momento tú me pareces la persona indicada. Creo que todavía no les he mencionado el detalle de la cubierta del disco que salía en la filmación...

—Frank, eres un cabrón. Un grandísimo cabrón.

—Pero un cabrón amigo tuyo. Y esa te la debo.

Hulot cambió el tono y movió la cabeza en círculos para aliviar la tensión del cuello.

—Pues bien, creo que iré a dormir. Ahora puedo hacerlo, ¿no crees?

—Y a mí me importa un comino que Roncaille me espere en su despacho «en cuanto sea posible». Ya me veo acostado en mi cama.

Mientras salían, aquella imagen despertó lo mismo en la mente de ambos: el cuerpo sin vida de Gregor Yatzimin, tendido con el rostro desfigurado sobre las sábanas blancas de su lecho. Y sus ojos que miraban el techo de la alcoba, esos ojos ya ciegos aun antes de morir.

36

Frank se despertó y miró el rectángulo azul encuadrado en la ventana. Al volver al piso del Parc Saint-Román estaba tan cansado que no había tenido fuerzas ni para ducharse; se había desnudado y se había echado sobre la cama, sin siquiera cerrar las persianas.

«No estoy aquí, en Montecarlo —pensó—. Todavía estoy en la casa en la orilla del mar, tratando de reponerme. Harriet está fuera, en la playa, no muy lejos, tendida sobre una lona tomando el sol, con el viento en el cabello y una sonrisa en los labios. Ahora me levantaré e iré hacia ella y no habrá ninguna figura vestida de negro. No habrá nadie que se interponga entre nosotros.»

—Nadie... —dijo en voz alta.

Volvieron a su memoria los dos muertos de la noche anterior. Se levantó con la desgana de Lázaro después de la resurrección. A través de los cristales se veía una línea de mar, sobre la cual las ráfagas de viento dibujaban manchas de gamuza. Fue a la ventana y la abrió; un soplo de aire tibio infló la liviana cortina y ahuyentó los residuos de las pesadillas nocturnas. Miró el reloj. Era más de mediodía. Había dormido pocas horas, y sentía la necesidad de dormir Para siempre.

Fue al cuarto de baño, se dio una ducha, se afeitó y se puso ropa interior limpia. Se preparó un café mientras reflexionaba en las nuevas complicaciones de la investigación, ahora que Nicolás quedaba fuera de juego. No creía que Roncaille estuviera en condiciones de llevarla adelante. Sin duda era un mago para las relaciones públicas y las relaciones con la prensa, pero la investigación de campo no era su punto fuerte. Quizá lo había sido, pero ahora era más político que policía. Sin embargo, contaba con buenos colaboradores que podían trabajar en su lugar. No en vano la policía; del principado se consideraba una de las mejores del mundo, bla, bla...

Su propia presencia en el principado, mientras tanto, se había transformado en una exigencia diplomática que no había que descuidar, lo que implicaba ventajas y desventajas, como todos. Frank estaba seguro de que Roncaille buscaría tener el máximo de unas v el mínimo de otras. Frank conocía muy bien los métodos de la policía de Montecarlo, un lugar donde nunca nadie decía nada pero donde se sabía todo.

«Todo, salvo el nombre de un asesino...»

Decidió que no le importaba un ardite. Como desde el principio, por otra parte.

Aquella historia no era una investigación realizada conjuntamente por dos policías. Ni por Roncaille y Durand —que aunque representaban la autoridad, no tenían mucho que ver en todo aquello— ni, mucho menos, por Estados Unidos y el principado. Era un asunto personal entre él, Nicolás Hulot y un hombre vestido de negro que coleccionaba las caras de sus víctimas como si fueran máscaras de un delirante y sanguinario carnaval. Los tres habían puesto su vida en suspenso, a la espera del resultado de aquella lucha entre tres muertos en un lugar donde todos se declaraban vivos.

Fue a sentarse ante el ordenador. Había un correo electrónico de Cooper con unos documentos adjuntos. Sin duda se trataba de la información sobre Nathan Parker y Ryan Mosse. Ya no servia de mucho, con Mosse en prisión y Parker reducido a la inactividad por un tiempo. Por un tiempo, se repitió. No se hacía ilusiones en cuanto al general. Parker era uno de esos hombres a los que solo se puede considerar muertos cuando los han devorado los gusanos.

En el mensaje del correo electrónico había una nota de Cooper.

Cuando tengas un momento entre tus carreras por los mares tu nuevo yate, llámame. A cualquier hora. Necesito hablarte.

Coop

Se preguntó qué podría ser tan urgente. Miró la hora y lo llamó casa. No había peligro de molestar a nadie ya que Cooper vivía solo en una especie de loft a orillas del Potomac.

—¿Diga? ¿Quién es?

—Coop, soy Frank.

—Hola, holgazán, ¿cómo estás?

—Ha explotado un superpetrolero cargado de mierda, y ahora la mancha se extiende hasta donde me alcanza la vista.

—¿Qué ha sucedido?

—Otros dos muertos, anoche.

—¡Hostia!

—Y que lo digas. Uno, obra de nuestro asesino, con su ritual de costumbre. Es el cuarto. A mi amigo, el comisario, lo han destituido con la elegancia y el
savoir faire
de Nerón... Al otro tío lo ha puesto en la lista de las necrológicas el bueno de Ryan Mosse. Ahora está en prisión, mientras el general hace todo lo posible para sacarlo.

Cooper ya se había despertado por completo.

—¡Joder, Frank! ¿En qué clase de lío andáis metidos? La próxima vez me dirás que ha estallado la guerra nuclear.

—Todavía no excluyo esa posibilidad... Y tú, ¿qué es eso tan urgente que tienes que decirme?

—Hay novedades en el asunto de los Larkin. La investigación nos ha llevado a sospechar que hay una bonita tapadera en alguna parte; se prepara algo gordo, pero todavía no hemos conseguido determinar qué. Y de Nueva York ha llegado Hudson McCormack. ¿Quién es? ¿Y qué tiene que ver con los Larkin? Es lo que nosotros querríamos saber. Oficialmente ha venido a defender a Osmond Larkin. Lo que nos sorprende es que este carbón podría permitirse algo mucho mejor, es decir, uno de esos abogados que cobran honorarios de seis ceros. McCormack, en cambio, es un abogaducho mediocre, de treinta y cinco años, más famoso por haber formado parte del equipo Stars and Stripes en la copa Louis Vuitton que por sus éxitos en el campo legal.

—¿Lo habéis investigado?

—¡Pues claro! Pero no hemos encontrado nada de nada. Lleva una vida acorde a sus ingresos, sin gastar de más. Ningún vicio, ni mujeres, ni coca. Fuera de su trabajo solo le interesa la náutica. Y de pronto salta como un muñeco de una caja de sorpresa para recordarnos qué pequeño es el mundo.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que en estos momentos Hudson McCorrnack está volando hacia Montecarlo.

—Me alegro por él, aunque no es el mejor momento para venir.

—Va por una regata bastante importante, según parece. Sin embargo...

—¿Sin embargo?

—Frank, ¿no te parece raro que un modesto abogado de Nueva York, hasta ahora desconocido, que tiene por primera vez en su vida un caso importante lo deje de lado, aunque solo sea por un tiempo, para ir a Europa a pasear en velero? Cualquier otro, en su lugar, ni siquiera dormiría para poder trabajar las veinticinco horas.

—Visto así, tienes razón. ¿Y yo qué tengo que ver?

—Tú estás ahí y conoces la historia. En este momento ese hombre es la única conexión de Osmond Larkin con el resto del mundo. Tal vez no sea más que su abogado, pero también podría ser otra cosa. Hay montañas de droga y de dólares en juego. Todos sabemos lo que es Montecarlo en cuanto a blanqueo de dinero... Tú estás colaborando con la policía de Monaco; no te costaría nada pedir que vigilen a McCormack, de manera discreta pero eficaz...

—Veré qué puedo hacer...

No le dijo a Cooper que allí casi todos, incluido él mismo, se hallaban bajo discreta pero eficaz vigilancia.

—Te he enviado por correo electrónico una foto para que puedas verle la cara. Y toda la información que hemos reunido sobre la estancia de McCormack en Montecarlo.

—Vale. Vuelve a tu siesta. Los tíos poco inteligentes como tú necesitan recargar las pilas para rendir como es debido.

—Hasta pronto, idiota. Rómpete la pierna.

Cortó la comunicación y dejó el inalámbrico al lado del ordenador. Otra vuelta, otra carrera, otras dificultades. Guardó el archivo adjunto en un disquete con los datos relativos a Huodson McCormack, sin siquiera abrirlo. Le puso una etiqueta que encontró en el cajón del mueble y escribió «Cooper». Ningún otro nombre a la vista.

Por un instante, la breve conversación con su colega lo devolvió a su país, aunque este era un concepto vago en aquel momento de su vida. Sentía como si su cuerpo astral, sin emociones, merodeara por las ruinas de su existencia a millares de kilómetros de distancia, con la transparencia de los fantasmas que ven sin que los vean. Estaba en casa de Cooper y al mismo tiempo en el despacho que durante tanto tiempo habían compartido en el Bureau, y en su casa desierta hacía meses, y caminando por las calles de Washington sumergidas en la oscuridad.

« ¿Para qué sirve todo esto? ¿Hay alguien, en toda esta miserable historia de pobres seres humanos, que haya comprendido algo? Y si lo ha comprendido, ¿por qué no lo ha explicado a los demás?»

Quizá la respuesta fuera que nadie le habría creído...

Cerró los ojos y recordó una conversación que había mantenido con el padre Kenneth, un sacerdote y psicólogo de la clínica donde se había recuperado después del suicidio de Harriet. Cuando no estaba en terapia o en análisis, iba a sentarse a un banco del parque de aquella especie de manicomio de lujo; miraba al vacío, luchando con el deseo de seguirla por el mismo camino. El padre Kenneth se acercó sin ruido y se sentó a su lado en el banco de hierro forjado y tablas de madera oscura.

—¿Cómo estás, Frank?

Lo miró con atención antes de responder. Estudió aquel rostro largado y pálido, de exorcista, los ojos agudos y conscientes de la complejidad de ser a un tiempo un hombre de ciencia y de fe. Vestido de civil, podía pasar por un pariente de un paciente cualquiera.

—No estoy loco, si es eso lo que quiere oírme decir.

—Ya sé que no estás loco, y tú sabes muy bien que no es eso lo que quisiera oírte decir. Cuando te pregunto cómo estás, de veras quiero saber cómo estás.

Frank abrió los brazos en un gesto que abarcaba cualquier cosa o todo el mundo.

—¿Cuándo podré irme de aquí?

—¿Estás listo para marcharte?

El padre Kenneth había respondido a su pregunta con otra pregunta.

—Si me lo planteo, mi respuesta es que no lo estaré nunca por eso se lo he preguntado a usted.

—¿Eres creyente, Frank?

Se volvió para mirarle con una sonrisa amarga.

—Por favor, padre, no caiga en esas banalidades, como «Mira hacia Dios, y Dios mirará hacia ti». Últimamente, cuando le he mirado, Dios ha desviado los ojos.

—No ofendas mi inteligencia, y sobre todo no ofendas la tuya Te obstinas en darme un papel que recitar, quizá porque también tú has decidido recitarme uno. Tengo un motivo para haberte preguntado si crees en Dios...

Frank se puso a observar a un jardinero que podaba un arce.

—No me interesa. Yo no creo en Dios, padre Kenneth. Y no es una ventaja, pese a lo que pueda pensar la gente.

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