—Señor —gritó Mariquilla con terror, volviéndose hacia Montoria—. Vd. no se opondrá tampoco a que dejen en libertad a mi padre. ¿No se acuerda Vd. de mí? Ayer estaba Vd. herido y yo le curé.
—Es verdad, niña —dijo gravemente D. José—. Estoy muy agradecido. Ahora caigo en que es Vd. la hija del Sr. Candiola.
—Sí señor: ayer, cuando le curaba a Vd., reconocí en su cara la de aquel hombre que maltrató a mi padre hace muchos días.
—Sí, hija mía, fue un arrebato, un pronto… No lo pude remediar… Tengo la sangre muy viva… Y usted me curó… Así se portan los buenos cristianos. Pagar las injurias con beneficios, y hacer bien a los que nos aborrecen es lo que manda Dios.
—Señor —exclamó María toda deshecha en lágrimas—, yo perdono a mis enemigos: perdone usted también a los suyos. ¿Por qué no han de poner en libertad a mi padre? Él no ha hecho nada.
—Es un poco difícil lo que Vd. pretende. La traición del Sr. Candiola no puede perdonarse. La tropa está furiosa.
—¡Todo es un error! Si Vd. quiere interceder… Usted será de los que mandan.
—¿Yo?… —dijo Montoria—. Ese es un asunto que no me incumbe… Pero serénese Vd., joven… De veras que parece Vd. una buena muchacha. Recuerdo el esmero con que me curaba, y me llega al alma tanta bondad. Grande ofensa hice a Vd., y de la misma persona a quien ofendí he recibido un bien inmenso, ¡tal vez la vida! De este modo nos enseña Dios con un ejemplo que debemos ser humildes y caritativos, ¡porr…!, ¡ya la iba a soltar…! ¡Maldita lengua mía!
¡Señor, qué bueno es Vd.! —exclamó la joven—. ¡Yo le creía muy malo! Vd. me ayudará a salvar a mi padre. Él tampoco se acuerda del ultraje recibido.
—Oiga Vd. —le dijo Montoria tomándola por un brazo—. Hace poco pedí perdón al Sr. D. Jerónimo por aquel vejamen, y lejos de reconciliarse conmigo, me insultó del modo más grosero. Él y yo no casamos, niña. Dígame Vd. que me perdona lo de los golpes, y mi conciencia se descargará de un gran peso.
—¡Pues no le he de perdonar! ¡Oh señor, qué bueno es Vd.! Vd. manda aquí sin duda. Pues haga poner en libertad a mi padre.
—Eso no es de mi cuenta. El Sr. Candiola ha cometido un crimen que espanta. Es imposible perdonarle, imposible: comprendo la aflicción de Vd… De veras lo siento; mayormente al acordarme de su caridad… Ya la protegeré a Vd… Veremos.
—Yo no quiero nada para mí —dijo María, ronca ya de tanto gritar—. Yo no quiero sino que pongan en libertad a un infeliz que nada ha hecho. Agustín, ¿no mandas aquí? ¿Qué haces?
—Este joven cumplirá con su deber.
—Este joven —repuso la Candiola con furor— hará lo que yo le mande, porque me ama. ¿No es verdad que pondrás en libertad a mi padre? Tú me lo dijiste… Señores, ¿qué buscan ustedes aquí? ¿Piensan impedirlo? Agustín, no les hagas caso y defendámonos.
—¿Qué es esto? —exclamó Montoria con estupefacción—. Agustín, ¿ha dicho esta muchacha que te disponías a faltar a tu deber? ¿La conoces tú?
Agustín, dominado por profundo temor, no contestó nada.
—Sí, le pondrá en libertad —exclamó María con desesperación—. Fuera de aquí, señores. Aquí no tienen Vds. nada que hacer.
—¡Cómo se entiende! —gritó D. José, tomando a su hijo por un brazo—. Si lo que esta muchacha dice fuera cierto; si yo supiera que mi hijo faltaba al honor de ese modo, atropellando la lealtad jurada al principio de autoridad delante de las banderas; si yo supiera que mi hijo hacía burla de las órdenes cuyo cumplimiento se le ha encargado, yo mismo le pasaría una cuerda por los codos, llevándole delante del consejo de guerra para que le dieran su merecido.
—¡Señor, padre mío! —repuso Agustín, pálido como la muerte—. Jamás he pensado en faltar a mi deber.
—¿Es este tu padre? —dijo María—. Agustín, dile que me amas, y quizás tenga compasión de mí.
—Esta joven está loca —afirmó D. José—. Desgraciada niña: la tribulación de Vd. me llega al alma. Yo me encargo de protegerla en su orfandad
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… Pero serénese Vd.. Sí, la protegeré, siempre que usted reforme sus costumbres… Pobrecilla: Vd. tiene buen corazón… un excelente corazón… pero… sí… me lo han dicho, un poco levantada de cascos… Es lástima que por una perversa educación se pierda una buena alma… Con que ¿será Vd. buena?… Creo que sí…
—Agustín, ¿cómo permites que me insulten? —exclamó María con inmenso dolor.
—No os insulto —añadió el padre—. Es un consejo. ¡Cómo había yo de insultar a mi bienhechora! Creo que si Vd. se porta bien, le tendremos gran cariño. Queda Vd. bajo mi protección, desgraciada huerfanita… ¿Para qué toma Vd. en boca a mi hijo? Nada, nada: mas juicio, y por ahora basta ya de agitación… El chico tal vez la conozca a Vd… Sí, me han dicho que durante el sitio no ha abandonado Vd. la compañía de los soldados… Es preciso enmendarse: yo me encargo… No puedo olvidar el beneficio recibido; además, conozco que su fondo es bueno… Esa cara no miente; tiene Vd. una figura celestial. Pero es preciso renunciar a los goces mundanos, refrenar el vicio… pues…
—No —exclamó de súbito Agustín, con tan vivo arrebato de ira, que todos temblamos al verle y oírle—. No, no consiento a nadie, ni aun a mi padre, que la injurie delante de mí. Yo la amo, y si antes lo he ocultado, ahora lo digo aquí sin miedo ni vergüenza, para que todo el mundo lo sepa. Señor, Vd. no sabe lo que está diciendo ni cuánto falta a lo verdadero, sin duda porque le han engañado. Máteme Vd. si le falto al respeto; pero no la infame delante de mí, porque oyendo otra vez lo que he oído, ni la presencia de mi propio padre me reportaría.
Montoria, que no esperaba aquello, miró con asombro a sus amigos.
—Bien, Agustín —exclamó la Candiola—. No hagas caso de esa gente. Este hombre no es tu padre. Haz lo que te indica tu buen corazón. ¡Fuera de aquí, señores, fuera de aquí!
—Te engañas, María —repuso el joven—. Yo no he pensado poner en libertad al preso, ni lo pondré; pero al mismo tiempo digo que no seré yo quien disponga su muerte. Oficiales hay en mi batallón que cumplirán la orden. Ya no soy militar: aunque esté delante del enemigo, arrojo mi espada, y corro a presentarme al capitán general para que disponga de mi suerte.
Diciendo esto, desenvainó, y doblando la hoja sobre la rodilla, rompiola, y después de arrojar los dos pedazos en medio del corrillo, se fue sin decir una palabra más.
—¡Estoy sola! ¡Ya no hay quien me ampare! —exclamó Mariquilla con abatimiento.
—No hagan Vds. caso de las barrabasadas de mi hijo —dijo Montoria—. Ya le tomaré yo por mi cuenta. Tal vez la muchacha le haya interesado… pues… no tiene nada de particular. Estos eclesiásticos inexpertos suelen ser así… Y Vd. señorita doña María, procure serenarse… Ya nos ocuparemos de Vd. Yo le prometo que si tiene buena conducta, se le conseguirá que entre en las Arrepentidas… Vamos, llevarla
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fuera de aquí.
—¡No, no me sacarán de aquí sino a pedazos! —gritó la muchacha en el colmo de la desolación—. ¡Oh! Sr. D. José de Montoria: Vd. le pidió perdón a mi padre. Si él no le perdonó, yo le perdono mil veces… Pero…
—Yo no puedo hacer lo que Vd. me pide —replicó el patriota con pena—. El crimen cometido es enorme. Retírese Vd… ¡Qué espantoso dolor! ¡Es preciso tener resignación! Dios le perdonará a Vd. todas sus culpas, pobre huerfanita… Cuente Vd. conmigo, y todo lo que yo pueda… la socorreremos, la auxiliaremos… Estoy conmovido, y no sólo por agradecimiento, sino por lástima… Vamos, venga Vd. conmigo… Son las diez menos cuarto.
—Sr. Montoria —dijo María poniéndose de rodillas delante del patriota y besándole las manos—. Vd. tiene influencia en la ciudad, y puede salvar a mi padre. Se ha enfadado Vd. conmigo, porque Agustín dijo que me quería. No, no le amo; ya no le miraré más. Aunque soy honrada, él es superior a mí, y no puedo pensar en casarme con él. Sr. de Montoria, por el alma de su hijo muerto, hágalo Vd. Mi padre es inocente. No, no es posible que haya sido traidor. Aunque el Espíritu Santo me lo dijera, no lo creería. Dicen que no era patriota: mentira, yo digo que mentira. Dicen que no dio nada para la guerra; pues ahora se dará todo lo que tenemos. En el sótano de casa hay enterrado mucho dinero. Yo le diré a Vd. dónde está, y pueden llevárselo todo. Dicen que no ha tomado las armas. Yo las tomaré ahora: no temo las balas, no me asusta el ruido del cañón, no me asusto de nada; volaré al sitio de mayor peligro, y allí donde no puedan resistir los hombres me pondré yo sola ante el fuego. Yo sacaré con mis manos la tierra de las minas, y haré agujeros para llenar de pólvora todo el suelo que ocupan los franceses. Dígame Vd. si hay algún castillo que tomar, o alguna muralla que defender, porque nada temo, y de todas las personas que aún viven en Zaragoza, yo seré la última que se rinda.
—Desgraciada muchacha —murmuró el patriota, alzándola del suelo—. Vámonos, vámonos de aquí.
—Sr. de Araceli —ordenó el jefe de la fuerza, que era uno de los presentes—, puesto que el capitán don Agustín Montoria no está en su puesto, encárguese Vd. del mando de la compañía.
—No, asesinos de mi padre —exclamó María, no ya exasperada, sino furiosa como una leona—. No mataréis al inocente. Cobardes verdugos, los traidores sois vosotros, no él. No podéis vencer a vuestros enemigos, y os gozáis en quitar la vida a un infeliz anciano. Militares, ¿a qué habláis de vuestro honor, si no sabéis lo que es eso? Agustín, ¿dónde estás? Sr. D. José de Montoria, esto que ahora pasa es una ruin venganza, tramada por Vd., hombre rencoroso y sin corazón. Mi padre no ha hecho mal a nadie. Vds. intentaban robarle… Bien hacía él en no querer dar su harina, porque los que se llaman patriotas, son negociantes que especulan con las desgracias de la ciudad… No puedo arrancar a estos crueles una palabra compasiva. Hombres de bronce, bárbaros, mi padre es inocente, y si no lo es, bien hizo en vender la ciudad. Siempre le darían más de lo que Vds. valen… ¿Pero no hay uno, uno tan solo, que se apiade de él y de mí?
—Vamos: retirémosla, —señores; llevarla
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a cuestas. ¡Infeliz muchacha! —dijo Montoria—. Esto no puede prolongarse. ¿En dónde se ha metido mi hijo?
Se la llevaron, y durante un rato oí desde la plazuela sus desgarradores gritos.
—Buenas noches, Sr. de Araceli —me dijo Montoria—. Voy a ver si hay un poco de agua y vino que dar a esa pobre huérfana.
Vete lejos de mí, horrible pesadilla. No quiero dormir. Pero el mal sueño que anhelo desechar vuelve a mortificarme. Quiero borrar de mi imaginación la lúgubre escena; pero pasa una noche y otra, y la escena no se borra. Yo, que en tantas ocasiones he afrontado sin pestañear los mayores peligros, hoy tiemblo: mi cuerpo se estremece y helado sudor corre por mi frente. La espada teñida en sangre de franceses se cae de mi mano y cierro los ojos para no ver lo que pasa delante de mí.
En vano te arrojo, imagen funesta. Te expulso y vuelves porque has echado profunda raíz en mi cerebro. No, yo no soy capaz de quitar a sangre fría la vida a un semejante, aunque un deber inexorable me lo ordene. ¿Por qué no temblaba en las trincheras, y ahora tiemblo? Siento un frío mortal. A la luz de las linternas veo algunas caras siniestras; una sobre todo, lívida y hosca que expresa un espanto superior a todos los espantos. ¡Cómo brillan los cañones de los fusiles! Todo está preparado, y no falta más que una voz, mi voz. Trato de pronunciar la palabra, y me muerdo la lengua. No, esa palabra no saldrá jamás de mis labios.
Vete lejos de mí, negra pesadilla. Cierro los ojos, me aprieto los párpados con fuerza para cerrarlos mejor, y cuanto más los cierro más te veo, horrendo cuadro. Esperan todos con ansiedad; pero ninguna ansiedad es comparable a la de mi alma, rebelándose contra la ley que obliga a determinar el fin de una existencia extraña. El tiempo pasa, y unos ojos que yo no quisiera haber visto nunca, desaparecen bajo una venda. Yo no puedo ver tal espectáculo y quisiera que pusieran también un lienzo en los míos. Los soldados me miran, y yo disimulo mi cobardía, frunciendo el ceño. Somos estúpidos y vanos hasta en los momentos supremos. Parece que los circunstantes se burlan de mi perplejidad, y esto me da cierta energía. Entonces despego mi lengua del paladar y grito:
¡Fuego!
La maldita pesadilla no se quiere ir, y me atormenta esta noche, como anoche, y como anteanoche, reproduciéndome lo que no quiero ver. Más vale no dormir, y prefiero el insomnio. Sacudo el letargo, y aborrezco despierto la vigilia como antes aborrecía el sueño. Siempre el mismo zumbido de los cañones. Esas insolentes bocas de bronce no han cesado de hablar aún. Han pasado días, y Zaragoza no se ha rendido, porque todavía algunos locos se obstinan en guardar para España aquel montón de polvo y ceniza. Siguen reventando los edificios, y Francia después de sentar un pie, gasta ejércitos y quintales de pólvora para conquistar terreno en que poner el otro. España no se retira mientras tenga una baldosa en que apoyar la inmensa máquina de su bravura.
Yo estoy exánime y no me puedo mover. Esos hombres que veo pasar por delante de mí no parecen hombres. Están flacos, macilentos, y sus rostros serían amarillos, si no les ennegrecieran el polvo y el humo. Brillan bajo la negra ceja los ojos que ya no saben mirar sino matando. Se cubren de inmundos harapos, y un pañizuelo ciñe su cabeza como un cordel. Están tan escuálidos, que parecen los muertos del montón de la calle de la Imprenta, que se han levantado para relevar a los vivos. Generales, soldados, paisanos, frailes, mujeres, todos están confundidos. No hay clases ni sexos. Nadie manda ya, y la ciudad se defiende en la anarquía.
No sé lo que me pasa. No me digáis que siga contando, porque ya no hay nada. Ya no hay nada que contar, y lo que veo no parece cosa real, confundiéndose en mi memoria lo verdadero con lo soñado. Estoy tendido en un portal de la calle de la Albardería, y tiemblo de frío; mi mano izquierda está envuelta en un lienzo lleno de sangre y fango. La calentura me abrasa, y anhelo tener fuerzas para acudir al fuego. No son cadáveres todos los que hay a mi lado. Alargo la mano, y toco el brazo de un amigo que vive aún.
—¿Qué ocurre, Sr.
Sursum Corda
? —le preguntó.
—Los franceses parece que están del lado acá del Coso —me contesta con voz desfallecida—. Han volado media ciudad. Puede ser que sea preciso rendirse. El capitán general ha caído enfermo de la epidemia y está en la calle de Predicadores. Creen que se morirá. Entrarán los franceses. Me alegro de morirme para no verlos. ¿Qué tal se encuentra Vd., Sr. de Araceli?