Después poniendo la mano sobre la cabeza de su hijo, que estaba descubierto y de rodillas junto al cadáver de Manuel, prosiguió así, elevando los ojos al cielo:
—Señor, si has resuelto también llevarte a mi segundo hijo, llévame a mí primero. Cuando se acabe el sitio, no deseo tener mas vida. Mi pobre mujer y yo hemos sido bastante felices, hemos recibido hartos beneficios para maldecir la mano que nos ha herido; pero para probarnos ¿no ha sido ya bastante? ¿Ha de perecer también nuestro segundo hijo?… Ea, señores —añadió luego—, despachemos pronto, que quizás hagamos falta en otra parte.
—Señor D. José —dijo D. Roque llorando—, retírese Vd. también, que los amigos cumpliremos este triste deber.
—No, yo soy hombre para todo, y Dios me ha dado un alma que no se dobla ni se rompe.
Y tomó ayudado de otro, el cadáver de Manuel, mientras Agustín y yo cogimos el del nieto, para ponerlos a entrambos en la entrada del callejón de las Rufas, donde otras muchas familias habían depositado los muertos. Montoria luego que soltó el cuerpo, exhaló un suspiro y dejando caer los brazos, como si el esfuerzo hecho hubiera agotado sus fuerzas, dijo:
—Es verdad, señores, yo no puedo negar que estoy cansado. Ayer me encontraba joven; hoy me encuentro muy viejo.
Efectivamente, Montoria estaba viejísimo, y una noche había condensado en él la vida de diez años.
Sentose sobre una piedra, y puestos los codos en las rodillas, apoyó la cara entre las manos, en cuya actitud permaneció mucho tiempo, sin que los presentes turbáramos su dolor. Doña Leocadia, su hija y su nuera, asistidas por otros individuos de la familia, continuaban en el Coso. D. Roque, que iba y venía de uno a otro extremo, llego diciendo:
—La señora sigue tan abatida… Ahora están todas rezando con mucha devoción, y no cesan de llorar. Están muy caídas las pobrecitas. Muchachos, es preciso que deis por la ciudad una vuelta, a ver si se encuentra algo sustancioso con que alimentarlas.
Montoria se levantó entonces, limpiando las lágrimas que corrían abundantemente de sus ojos encendidos.
—No ha de faltar, según creo. Amigo D. Roque, busque Vd. algo de comer, cueste lo que cueste.
—Ayer pedían cinco duros por una gallina en la Tripería —dijo uno que era criado antiguo de la casa.
—Pero hoy no las hay —indicó D. Roque—. He estado allí hace un momento.
—Amigos, buscad por ahí, que algo se encontrará. Yo nada necesito para mí.
Esto decía, cuando sentimos un agradable cacareo de ave de corral. Miramos todos con alegría hacia la entrada de la calle, y vimos al tío Candiola, que sosteniendo en su mano izquierda el pollo consabido, le acariciaba con la derecha el negro plumaje. Antes que se lo pidieran, llegose a Montoria, y con mucha sorna le dijo:
—Una onza por el pollo.
—¡Qué carestía! —exclamó D. Roque—. ¡Si no tiene más que huesos el pobre animal!
No pude contener la cólera al ver ejemplo tan claro de la repugnante tacañería y empedernido corazón del tío Candiola. Así es que llegueme a él y, arrancándole el pollo de las manos, le dije violentamente:
—Ese pollo es robado. Venga acá. ¡Miserable usurero! ¡Si al menos vendiera lo suyo! ¡Una onza! A cinco duros estaban ayer en el mercado. ¡Cinco duros, canalla, ladrón, cinco duros! Ni un ochavo más.
Candiola empezó a chillar reclamando su pollo, y a punto estuvo de ser apaleado impíamente; pero D. José de Montoria intervino diciendo:
—Désele lo que quiere. Tome Vd., Sr. Candiola, la onza que pide por ese animal.
Diole la onza, que el infame tacaño no tuvo reparo en tomar, y luego nuestro amigo prosiguió hablando de esta manera:
—Sr. de Candiola, tenemos que hablar. Ahora caigo en que le ofendí a Vd… Sí… hace días, cuando aquello de la harina… Es que a veces no es uno dueño de sí mismo, y se nos sube la sangre a la cabeza… Verdad es que Vd. me provocó, y como se empeñaba en que le dieran por la harina más de lo que el señor capitán general había mandado… Lo cierto es, amigo D. Jerónimo, que yo me amosqué… ya ve Vd… no lo puede uno remediar así de pronto… pues… y creo que se me fue la mano; creo que hubo algo de…
—Sr. Montoria —dijo Candiola—, llegará un día en que haya otra vez autoridades en Zaragoza. Entonces nos veremos las caras.
—¿Va Vd. a meterse entre jueces y escribanos? Malo. Aquello pasó… Fue un arrebato de cólera, una de esas cosas que no se pueden remediar. Lo que me llama la atención, es que hasta ahora no había caído en que hice mal, muy mal. No se debe ofender al prójimo…
—Y menos ofenderle después de robarle —dijo D. Jerónimo, mirándonos a todos y sonriendo con desdén.
—Eso de robar no es cierto —continuó Montoria—, porque yo hice lo que el capitán general me mandaba. Cierto es lo de la ofensa de palabra y de obra, y ahora cuando le he visto a Vd. venir con el pollo, he caído en la cuenta de que hice mal. Mi conciencia me lo dice… ¡Ah! Sr. Candiola, soy muy desgraciado. Cuando uno es feliz, no conoce sus faltas. Pero ahora… Lo cierto es, D. Jerónimo de Candiola, que en cuanto le vi venir a Vd., me sentí inclinado a pedirle perdón por aquellos golpes… yo tengo la mano pesada, y… Así es que en un pronto… no sé lo que me hago… Sí, yo le ruego a Vd. que me perdone y seamos amigos. Sr. D. Jerónimo, seamos amigos; reconciliémonos y no hagamos caso de resentimientos antiguos. El odio envenena las almas, y el recuerdo de no haber obrado bien nos pone encima un peso insoportable.
—Después de hecho el daño, todo se arregla con hipócritas palabrejas —dijo Candiola volviendo la espalda a Montoria, y escurriéndose fuera del grupo—. Más vale que piense el Sr. Montoria en reintegrarme el precio de la harina… ¡Perdoncitos a mí…! Ya no me queda nada que ver.
Dijo esto en voz baja, y alejose lentamente. Montoria, viendo que alguno de los presentes corría tras él insultándole, añadió:
—Dejadle marchar tranquilo, y tengamos compasión de ese desgraciado.
El 3 de Febrero se apoderaron los franceses del convento de Jerusalén, que estaba entre Santa Engracia y el hospital
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. La acción que precedió a la conquista de tan importante posición fue tan sangrienta como las de las Tenerías, y allí murió el distinguido comandante de ingenieros D. Marcos Simonó. Por la parte del arrabal poco adelantaban los sitiadores, y en los días 6 y 7 todavía no habían podido dominar la calle de Puerta Quemada.
Las autoridades comprendían que era difícil prolongar mucho más la resistencia, y con ofertas de honores y dinero intentaban exaltar a los patriotas. En una proclama del 2 de Febrero, Palafox, al pedir recursos, decía: «Doy mis dos relojes y veinte cubiertos de plata, que es lo que me queda». En la de 4 de Febrero ofrecía armar caballeros a los doce que más se distinguieran, para lo cual creaba una Orden militar noble, llamada de
Infanzones
; y en la del 9 se quejaba de la indiferencia y
abandono con que algunos vecinos miraban la suerte de la patria
, y después de suponer que el desaliento era producido por el
oro francés
, amenazaba con grandes castigos al que se mostrara cobarde.
Las acciones de los días 3, 4 y 5 no fueron tan encarnizadas como la última que describí. Franceses y españoles estaban muertos de fatiga. Las boca-calles que conservamos en la plazuela de la Magdalena, conteniendo siempre al enemigo en sus dos avances de la calle de Palomar y de Pabostre, se defendían con cañones. Los restos del seminario estaban asimismo erizados de artillería, y los franceses, seguros de no poder echamos de allí por los medios ordinarios, trabajaban sin cesar en sus minas.
Mi batallón se había fundido en el de Extremadura, pues el resto de uno y otro no llegaba a tres compañías. Agustín de Montoria era capitán, y yo fui ascendido a alférez el día 2. No volvimos a prestar servicio en las Tenerías y lleváronnos a guarnecer a San Francisco, vasto edificio que ofrecía buenas posiciones para tirotear a los franceses, establecidos en Jerusalén. Se nos repartían raciones muy escasas, y los que ya nos contábamos en el número de oficiales comíamos rancho lo mismo que los soldados. Agustín guardaba su pan, para llevárselo a Mariquilla.
Desde el día 4 empezaron los franceses a minar el terreno para apoderarse del Hospital y de San Francisco, pues harto sabían que de otro modo era imposible. Para impedirlo contraminanos, con objeto de volarles a ellos antes que nos volaran a nosotros, y este trabajo ardoroso en las entrañas de la tierra a nada del mundo puede compararse. Parecíanos haber dejado de ser hombres, para convertirnos en otra especie de seres, insensibles y fríos habitantes de las cavernas, lejos del sol, del aire puro y de la hermosa luz. Sin cesar labrábamos largas galerías, como el gusano que se fabrica la casa en lo oscuro de la tierra y con el molde de su propio cuerpo. Entre los golpes de nuestras piquetas oíamos, como un sordo eco, el de las piquetas de los franceses, y después de habernos batido y destrozado en la superficie, nos buscábamos en la horrible noche de aquellos sepulcros para acabar de exterminamos.
El convento de San Francisco tenía por la parte del coro vastas bodegas subterráneas. Los edificios que ocupaban más abajo los franceses también las
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tenían, y rara era la casa que no se alzaba sobre profundos sótanos. Las galerías abiertas por las azadas de unos y otros juntábanse al fin en uno de aquellos aposentos: a la luz de nuestros faroles veíamos a los franceses, como imaginarias figuras de duendes engendradas por la luz rojiza en las sinuosidades de la mazmorra; ellos nos veían también, y al punto nos tiroteábamos; pero nosotros íbamos provistos de granadas de mano, y arrojándolas sobre ellos les poníamos en dispersión persiguiéndoles luego a arma blanca a lo largo de las galerías. Todo aquello parecía una pesadilla, una de esas luchas angustiosas que a veces trabamos contra seres aborrecidos en las profundas concavidades del sueño: pero era cierto y se repetía a cada instante en diversos puntos.
En esta penosa tarea nos relevábamos frecuentemente, y en los ratos de descanso salíamos al Coso, sitio céntrico de reunión y al mismo tiempo parque, hospital y cementerio general de los sitiados. Una tarde (creo que la del 5) estábamos en la puerta del convento varios muchachos del batallón de Estremadura
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y de San Pedro y comentábamos las peripecias del sitio, opinando todos que bien pronto sería imposible la resistencia. El corrillo se renovaba constantemente. D. José de Montoria se acercó a nosotros, y saludándonos con semblante triste, sentose en el banquillo de madera que teníamos junto a la puerta.
—Oiga Vd. lo que se habla por aquí, señor don José —le dije—. La gente cree que es imposible resistir muchos días más.
—No os desaniméis, muchachos —contestó—. Bien dice el capitán general en su proclama que corre mucho oro francés por la ciudad.
Un franciscano que venía de auxiliar a algunas docenas de moribundos tomó la palabra y dijo:
—Es un dolor lo que pasa. No se habla por ahí de otra cosa que de rendirse. Si parece que esto ya no es Zaragoza. ¡Quién conoció a aquella gente templada del primer sitio!…
—Dice bien su paternidad —afirmó Montoria—. Está uno avergonzado, y hasta los que tenemos corazón de bronce nos sentimos atacados de esta flaqueza que cunde más que la epidemia. Y en resumidas cuentas, no sé a qué viene ahora esa novedad de rendirse cuando nunca lo hemos hecho, ¡porra! Si hay algo después de este mundo como nuestra religión nos enseña, ¿a qué apurarse por un día más o menos de vida?
—Verdad es, Sr. D. José —dijo el fraile—, que las provisiones se acaban por momentos y que donde no hay harina todo es mohína.
—¡Boberías y melindres!, padre Luengo —exclamó Montoria—. Ya… Si esta gente, acostumbrada al regalo de otros tiempos, no puede pasarse sin carne y pan, no hemos dicho nada. Como si no hubiera otras muchas cosas que comer… Soy partidario de la resistencia a todo trance, cueste lo que cueste. He experimentado terribles desgracias; la pérdida de mi primogénito y de mi nieto ha cubierto de luto mi corazón; pero el honor nacional, llenando toda mi alma, a veces no deja hueco para otro sentimiento. Un hijo me queda, único consuelo de mi vida y depositario de mi casa y mi nombre. Lejos de apartarle del peligro le obligo a persistir en la defensa. Si le pierdo, me moriré de pena; pero que salve el honor nacional, aunque perezca mi único heredero.
—Y según he oído —dijo el padre Luengo—, el señor D. Agustín ha hecho prodigios de valor. Está visto que los primeros laureles de esta campaña pertenecen a los insignes guerreros de la Iglesia.
—No, mi hijo no pertenecerá ya a la Iglesia. Es preciso que renuncie a ser clérigo, pues yo no puedo quedarme sin sucesión directa.
—Sí, vaya Vd. a hablarle de sucesiones y de casorios. Desde que es soldado parece que ha cambiado un poco; pero antes sus conversaciones trataban siempre de
re theologica
, y jamás le oí hablar de
erotica
. Es un chico que tiene a Santo Tomás en las puntas de los dedos, y no sabe en qué sitio de la cara llevan los ojos las muchachas.
—Agustín sacrificará por mí su ardiente vocación. Si salimos bien del sitio y la Virgen del Pilar me lo deja con vida, pienso casarle al instante con mujer que le iguale en condición y fortuna.
Cuando esto decía, vimos que se nos acercaba sofocada Mariquilla Candiola, la cual llegándose a mí me preguntó:
—Sr. de Araceli, ¿ha visto Vd. a mi padre?
—No, señorita doña María —le respondí—. Desde ayer no le he visto. Puede que esté en las ruinas de su casa, ocupándose en ver si puede sacar alguna cosa.
—No está —dijo Mariquilla con desaliento—. Le he buscado por todas partes.
—¿Ha estado Vd. aquí detrás, por junto a San Diego? El Sr. Candiola suele ir a visitar su casa llamada de los Duendes por ver si se la han destrozado.
—Pues voy al momento allá.
Cuando desapareció, dijo Montoria:
—Es esta, a lo que parece, la hija del tío Candiola. A fe que es bonita, y no parece hija de aquel lobo… Dios me perdone el mote. De aquel buen hombre, quise decir.
—Es guapilla —afirmó el fraile—. Pero se me figura que es una buena pieza. De la madera del tío Candiola no puede salir un buen santo.
—No se habla mal del prójimo —dijo D. José.
—Candiola no es prójimo. La muchacha desde que se quedaron sin casa, no abandona la compañía de los soldados.