Read Zaragoza Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Zaragoza (9 page)

BOOK: Zaragoza
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A pesar de ser tantas y tan gordas, nos las tragamos, y allí fueron las demostraciones de alegría, el repicar campanas, y el correr por las calles cantando la jota con otros muchos excesos patrióticos que por lo menos tenían la ventaja de proporcionarnos un poco de aquel refrigerio espiritual que necesitábamos. No crean Vds. que por consideración a nuestra alegría había cesado la lluvia de bombas. Muy lejos de eso, aquellos condenados parecían querer mofarse de las noticias de nuestra
Gaceta
, repitiendo la dosis.

Sintiendo un deseo vivísimo de reírnos en sus barbas, corrimos a la muralla, y allí las músicas de los regimientos tocaron con cierta afectación provocativa, cantando todos en inmenso coro el famoso tema:

La Virgen del Pilar dice
que no quiere ser francesa…

También ellos estaban para burlas, y arreciaron el fuego de tal modo, que la ciudad recibió en menos de dos horas mayor número de proyectiles que en el resto del día. Ya no había asilo seguro, ya no había un palmo de suelo ni de techo libre de aquel satánico fuego. Huían las familias de sus hogares, o se refugiaban en los sótanos; los heridos que abundaban en las principales casas eran llevados a las iglesias, buscando reposo bajo sus fuertes bóvedas: otros salían arrastrándose; algunos más ágiles llevaban a cuestas sus propias camas. Los más se acomodaban en el Pilar y después de ocupar todo el pavimento, tendíanse en los altares y obstruían las capillas. A pesar de tantos infortunios se consolaban con mirar a la Virgen, la cual sin cesar con el lenguaje de sus brillantes ojos les estaba diciendo
que no quería ser francesa
.

- XII -

Mi batallón no tomó parte en las salidas de los días 22 y 24, ni en la defensa del Molino de aceite y de las posiciones colocadas a espaldas de San José, hechos gloriosos en que se perdió bastante gente, pero donde se les sentó la mano con firmeza a los franceses. Y no era porque estos se descuidaran en tomar precauciones, pues en la tercera paralela, desde la embocadura de la Huerva hasta la puerta del Carmen, colocaron 50 cañones, los más de grueso calibre, dirigiendo sus bocas con mucho arte contra los puntos más débiles. De todo esto nos reíamos o aparentábamos reírnos, como lo prueba la vanagloriosa respuesta de Palafox al mariscal Lannes (que desde el 22 se puso al frente del ejército sitiador), en la cual le decía:
«La conquista de esta ciudad hará mucho honor al señor Mariscal si la ganase a cuerpo descubierto, no con bombas y granadas que sólo aterran a los cobardes»
.

Por supuesto en cuanto pasaron algunos días se conoció que los refuerzos esperados y los poderosos ejércitos que venían a libertarnos eran puro humo de nuestras cabezas y principalmente de la del diarista que en tales cosas se entretenía. No había tales auxilios, ni ejércitos de ninguna clase andaban cerca para ayudarnos.

Yo comprendí bien pronto que lo publicado en la
Gaceta
del 16 era una filfa, y así lo dije a D. José de Montoria y a su mujer, los cuales en su optimismo atribuyeron mi incredulidad a falta de sentido común. Yo había ido con Agustín y otros amigos a la casa de mis protectores para ayudarles en una tarea que les traía muy apurados, pues destruido por las bombas parte del techo, y amenazada de ruina una pared maestra, estaban mudándose a toda prisa. El hijo mayor de Montoria, herido en la acción del Molino de aceite, se había albergado, con su mujer e
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hijo en el sótano de una casa inmediata, y doña Leocadia no daba paz a los pies y a las manos para ir y venir de un sitio a otro trayendo y llevando lo que era menester.

—No puedo fiarme de nadie —me decía—. Mi genio es así. Aunque tengo criados, no quedo contenta si no lo hago todo yo misma. ¿Qué tal se ha portado mi hijo Agustín?

—Como quien es, señora —le contesté—. Es un valiente muchacho, y su disposición para las armas es tan grande, que no me asombraría verle de general dentro de un par de años.

—¡General ha dicho Vd.! —exclamó con sorpresa—. Mi hijo cantará misa en cuanto se acabe el sitio, pues ya sabe Vd. que para eso le hemos criado. Dios y la Virgen del Pilar le saquen en bien de esta guerra, que lo demás irá por sus pasos contados. Los padres del Seminario me han asegurado que veré a mi hijo con su mitra en la cabeza y su báculo en la mano.

—Así será, señora; no lo pongo en duda. Pero al ver cómo maneja las armas, no puede acostumbrarse uno a considerar que con aquella misma mano que tira del gatillo ha de echar bendiciones.

—Verdad es, Sr. de Araceli; y yo siempre he dicho que a la gente de iglesia no le cae bien esto del gatillo, pero qué quiere Vd. Ahí tenemos hechos unos guerreros que dan miedo a D. Santiago Sas, a D. Manuel Lasartesa, al beneficiado de San Pablo D. Antonio La Casa, al teniente cura de la parroquia de San Miguel de los Navarros, D. José Martínez, y también a D. Vicente Casanova, que tiene fama de ser el primer teólogo de Zaragoza. Pues los demás lo hacen, guerree también mi hijo, aunque supongo que él estará rabiando por volver al Seminario y meterse en la balumba de sus estudios. Y no crea usted… últimamente estaba estudiando en unos libros tan grandes, tan grandes que pesan dos quintales. Válgame Dios con el chico. Yo me embobo cuando le oigo recitar una cosa larga, muy larga, toda en latín por supuesto, y que debe de ser algo de nuestro divino Señor Jesucristo y el amor que tiene a su Iglesia, porque hay mucho de
amorem
y de
formosa
, y
pulcherrima, inflammavit
y otras palabrillas por el estilo.

—Justamente —le respondí—, y se me figura que lo que recita es el libro cuarto de una obra eclesiástica, que llaman la
Eneida
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, que escribió un tal Fray Virgilio de la orden de Predicadores, y en cuya obra se habla mucho del amor que Jesucristo tiene a su Iglesia.

—Eso debe de ser —repuso doña Leocadia—. Ahora, Sr. de Araceli, veamos si me ayuda Vd. a bajar esta mesa.

—Con mil amores, señora mía, la llevaré yo solo —contesté cargando el mueble, a punto que entraba D. José de Montoria echando porras y cuernos por su bendita boca.

—¿Qué es esto, porra? —exclamó—. ¡Los hombres ocupados en faenas de mujer! Para mudar muebles y trastos no se le ha puesto a Vd. un fusil en la mano, Sr. de Araceli. Y tú, mujer, ¿para qué distraes de este modo a los hombres que hacen falta en otro lado? Tú y las chicas ¡porra!, ¿no podéis bajar los muebles? Sois de pasta de requesón. Mira, por la calle abajo va la condesa de Bureta con un colchón a cuestas, mientras sus dos doncellas trasportan un soldado herido en una camilla.

—Bueno —dijo doña Leocadia—, para eso no es menester tanto ruido. Váyanse fuera, pues, los hombres. A la calle todo el mundo, y déjennos solas. Afuera tú también, Agustín, hijo mío, y Dios te conserve sano en medio de este infierno.

—Hay que trasportar veinte sacos de harina del convento de Trinitarios al almacén de la junta de abastos
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—dijo Montoria—. Vamos todos.

Y cuando llegamos a la calle, añadió:

—La mucha tropa que tenemos dentro de Zaragoza hará que pronto no podamos dar sino media ración. Verdad es, amigos míos, que hay muchos víveres escondidos, y aunque se ha mandado que todo el mundo declare lo que tiene, muchos no hacen caso y están acaparando para vender a precios fabulosos. ¡Mal pecado! Si les descubro y caen bajo mis manos, les haré entender quién es Montoria, presidente de la junta de abastos.

Llegábamos al Mercado, cuando nos salió al encuentro el padre fray Mateo del Busto, que venía muy fatigado, forzando su débil paso, y le acompañaba otro fraile a quien nombraron el padre Luengo.

—¿Qué noticias nos traen sus paternidades? —les preguntó Montoria.

—Efectivamente, D. Juan Gallart tenía algunas arrobas de embutidos que pone a disposición de la junta.

—Y D. Pedro Pizcueta, el tendero de la calle de las Moscas, entrega generosamente sesenta sacos de lana y toda la harina y la sal de sus almacenes —añadió Luengo.

—Pero acabamos de librar con el tío Candiola —dijo el fraile— una batalla, que ni la de las Eras se le compara.

—Pues qué —preguntó D. José con asombro— ¿no ha entendido ese miserable cicatero que le pagaremos su harina, ya que es el único de todos los vecinos de Zaragoza que no ha dado ni un higo para el abastecimiento del ejército?

—Váyale Vd. con esos sermones al tío Candiola —repuso Luengo—. Ha dicho terminantemente que no volvamos por allá si no le llevamos ciento y veinticuatro reales por cada costal de harina, de sesenta y ocho que tiene en su almacén.

—¡Hay infamia igual! —exclamó Montoria soltando una serie de porras que no copio por no cansar al lector—. ¡Con que a ciento veinticuatro reales! Es preciso hacer entender a ese avaro empedernido cuáles son los deberes de un hijo de Zaragoza en estas circunstancias. El capitán general me ha dado autoridad para apoderarme de los abastecimientos que sean necesarios, pagando por ellos la cantidad establecida.

—¿Pues sabe Vd. lo que dice, Sr. D. José de mis pecados? —indicó Busto—. Pues dice que el que quiera harina que la pague. Dice que si la ciudad no se puede defender que se rinda, y que él no tiene obligación de dar nada para la guerra, porque él no es quien la ha traído.

—Corramos allá —dijo Montoria lleno de enojo, que dejaba traslucir en el gesto, en la alterada voz, en el semblante demudado y sombrío—. No es esta la primera vez que le pongo la mano encima a ese canalla, lechuzo, chupador de sangre.

Yo iba detrás con Agustín, y observando a este, le vi pálido y con la vista fija en el suelo. Quise hablarle; pero me hizo señas de que callara, y seguimos esperando a ver en qué pararía aquello. Pronto nos hallamos en la calle de Antón Trillo, y Montoria nos dijo:

—Muchachos, adelantaos, tocad a la puerta de ese insolente judío: echadla abajo si no os abren, entrad, y decidle que baje al punto y venga delante de mí, porque quiero hablarle. Si no quiere venir, traedle de una oreja; pero cuidado que no os muerda, que es perro con rabia y serpiente venenosa.

Cuando nos adelantamos miré de nuevo a Agustín, y le observé lívido y tembloroso.

—Gabriel —me dijo en voz baja—, yo quiero huir… yo quiero que se abra la tierra y me trague. Mi padre me matará, pero yo no puedo hacer lo que nos ha mandado.

—Ponte a mi lado y haz como que se te ha torcido un pie y no puedes seguir —le dije.

Y acto continuo los otros compañeros y yo empezamos a dar porrazos en la puerta. Asomose al punto la vieja por la ventana y nos dijo mil insolencias; trascurrió un breve rato y después vimos que una mano muy hermosa levantaba la cortina dejando ver momentáneamente una cara inmutada y pálida, cuyos grandes y vivos ojos negros dirigieron miradas de terror hacia la calle. Era en el momento en que mis compañeros y los chiquillos que nos seguían, gritaban en pavoroso concierto:

—¡Que baje el tío Candiola, que baje ese perro Caifás!

Contra lo que creímos, Candiola obedeció, mas lo hizo creyendo habérselas con el enjambre de muchachos vagabundos que solían darle tales serenatas, y sin sospechar que el presidente de la junta de abastos con dos vocales de los más autorizados, estaban allí para hablar de un asunto de importancia. Pronto tuvo ocasión de dar en lo cierto, porque al abrir la puerta, y en el momento de salir, corriendo hacia nosotros con un palo en la mano, y centelleando de ira sus feos ojos, encaró con Montoria, y se detuvo amedrentado.

—¡Ah!, es Vd. Sr. de Montoria —dijo con muy mal talante—. Siendo Vd., como es, individuo de la junta de seguridad, ya podría mandar retirar a esta canalla que viene a hacer ruido en la puerta de la casa de un vecino honrado.

—No soy de la junta de seguridad —declaró Montoria—, sino de la de abastos, y por eso vengo en busca del señor Candiola y le hago bajar; que no entro yo en esa casa oscura, llena de telarañas y de ratones.

—Los pobres —repuso Candiola con desabrimiento— no podemos tener palacios como el Sr. D. José de Montoria, administrador de bienes del común y por largo tiempo contratista de arbitrios.

—Debo mi fortuna al trabajo, no a la usura —exclamó Montoria—. Pero acabemos, señor don Jerónimo; vengo por esa harina… ya le habrán enterado a Vd. estos dos buenos religiosos…

—Sí; la vendo, la vendo —contestó Candiola con taimada sonrisa—; pero ya no la
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puedo dar al precio que indicaron esos señores. Es demasiado barato. No la doy menos de ciento sesenta y dos reales costal de a cuatro arrobas.

—Yo no pido precio —dijo D. José conteniendo la indignación.

—La junta podrá disponer de lo suyo; pero en mi hacienda no manda nadie más que yo —contestó el avaro—, y está dicho todo… conque cada uno a su casa, que yo me meto en la mía.

—Ven acá, harto de sangre —exclamó Montoria asiéndole del brazo y obligándole a dar media vuelta con mucha presteza—. Ven acá, Candiola de mil demonios; he dicho que vengo por la harina y no me iré sin ella. El ejército defensor de Zaragoza no se ha de morir de hambre ¡reporra!, y todos los vecinos han de contribuir a mantenerlo.

—¡A mantenerlo, a mantener el ejército! —dijo el avariento, rebosando veneno—. ¿Acaso yo lo he parido?

—¡Miserable tacaño! ¿No hay en tu alma negra y vacía ni tanto así de sentimiento patrio?

—Yo no mantengo vagabundos. Pues qué, ¿teníamos necesidad de que los franceses nos bombardearan, destruyendo la ciudad? ¡Maldita guerra! ¿Y quieren que yo les dé de comer? Veneno les daría.

—¡Canalla, sabandijo, polilla de Zaragoza y deshonra del pueblo español! —exclamó mi protector, amenazando con el puño la arrugada cara del avaro—. Más quisiera condenarme, ¡cuerno!, quemándome por toda la eternidad en las llamas del infierno, que ser lo que tú eres, que ser el tío Candiola por espacio de un minuto. Conciencia más negra que la noche, alma perversa, ¿no te avergüenzas de ser el único que en esta ciudad ha negado sus recursos al ejército libertador de la patria? El odio general que por esta vil conducta has merecido, ¿no pesa sobre ti más que si te hubieran echado encima todas las peñas del Moncayo?

—Basta de músicas y déjenme en paz —repuso don Jerónimo dirigiéndose a la puerta.

—Ven acá, reptil inmundo —gritó Montoria, deteniéndole—. Te he dicho que no me voy sin la harina. Si no la das de grado como todo buen español, la darás por fuerza, y te la pagaré a razón de cuarenta y ocho reales costal, que es el precio que tenía antes del sitio.

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