—Habla más bajo —dijo María—. Mi padre salió hace poco de su cuarto con una linterna, y rondó toda la casa y la huerta. Me parece que no duerme aún. La noche está oscura. Ocultémonos en la sombra del ciprés y hablemos en voz muy baja.
La escalera de piedra conducía a una especie de corredor o balcón con antepecho de madera. En el extremo de este corredor un ciprés corpulento, plantado en la huerta, proyectaba gran masa de sombra, formando allí una especie de refugio contra la claridad de la luna. Las ramas desnudas del olmo se extendían sin sombrear por otro lado, y garabateaban con mil rayas el piso del corredor, la pared de la casa y nuestros cuerpos. Al amparo de la sombra del ciprés sentose Mariquilla en la única silla que allí había; púsose Montoria en el suelo y junto a ella, apoyando las manos en sus rodillas, y yo senteme también sobre el piso, no lejos de la hermosa pareja. Era la noche, como de Enero, serena, seca y fría; quizás los dos amantes, caldeados en el amoroso rescoldo de sus corazones, no sentían la baja temperatura; pero yo, criatura ajena a sus incendios, me envolví en mi capote para resguardarme de la frialdad de los ladrillos. La tía Guedita había desaparecido. Mariquilla entabló la conversación abordando desde luego, el punto difícil.
—Esta mañana te vi en la calle. Cuando sentimos Guedita y yo el gran ruido de la mucha gente que se agolpaba en nuestra puerta, me asomé a la ventana y te vi en la acera de enfrente.
—Es verdad —respondió Montoria con turbación—. Allá fui; pero tuve que marcharme al instante porque se me acababa la licencia.
—¿No viste cómo aquellos bárbaros atropellaron a mi padre? —dijo Mariquilla conmovida—. Cuando aquel hombre cruel le castigó, miré a todos lados, esperando que tú saldrías en su defensa; pero ya no te vi por ninguna parte.
—Lo que te digo, Mariquilla de mi corazón —repuso Agustín— es que tuve que marcharme antes… Después me dijeron que tu padre había sido maltratado, y me dio un coraje… quise venir…
—¡A buenas horas! Entre tantas, entre tantas personas —añadió la Candiola llorando— ni una, ni una sola hizo un gesto para defenderle. Yo me moría de miedo aquí arriba, viéndole en peligro. Miramos con ansiedad a la calle. Nada, no había más que enemigos… Ni una mano generosa, ni una voz caritativa… Entre todos aquellos hombres, uno, más cruel que todos arrojó a mi padre en el suelo… ¡Oh! Recordando esto, no sé lo que me pasa. Cuando lo presencié, un gran terror me tuvo por momentos paralizada. Hasta entonces no conocí yo la verdadera cólera, aquel fuego interior, aquel impulso repentino que me hizo correr de aposento en aposento buscando… Mi pobre padre yacía en el suelo y el miserable le pisoteaba como si fuera un reptil venenoso. Viendo esto, yo sentía la sangre hirviendo en mi cuerpo. Como te he dicho, corrí por la habitación buscando un arma, un cuchillo, un hacha, cualquier cosa. No encontré nada… Desde lo interior oí los lamentos de mi padre, y sin esperar más bajé a la calle. Al verme en el almacén entre tantos hombres, sentí de nuevo invencible terror, y no podía dar un paso. El mismo que le había maltratado me alargó un puñado de monedas de oro. No las quise tomar, pero luego se las arrojé a la cara con fuerza. Me parecía tener en la mano un puñado de rayos, y que vengaba a mi padre lanzándolos contra aquellos viles. Salí después, miré otra vez a todos lados buscándote, pero nada vi. Sólo entre la turba inhumana, mi padre se encontraba sobre el cieno pidiendo misericordia.
—¡Oh! María, Mariquilla de mi corazón —exclamó Agustín con dolor, besando las manos de la desgraciada hija del avaro—, no hables más de ese asunto, que me destrozas el alma. Yo no podía defenderle… tuve que marcharme… no sabía nada… creí que aquella gente se reunía con otro objeto. Es verdad que tienes razón; pero deja ese asunto que me lastima, me ofende y me causa inmensa pena.
—Si hubieras salido a la defensa de mi padre, este te hubiera mostrado gratitud. De la gratitud se pasa al cariño. Habrías entrado en casa…
—Tu padre es incapaz de amar a nadie —respondió Montoria—. No esperes que consigamos nada por ese camino. Confiemos en llegar al cumplimiento de nuestro deseo por caminos desconocidos, con la ayuda de Dios y cuando menos lo parezca. No pensemos en lo ordinario ni en lo que tenemos delante, porque todo lo que nos rodea está lleno de peligros, de obstáculos, de imposibilidades; pensemos en algo imprevisto, en algún medio superior y divino, y llenos de fe en Dios y en el poder de nuestro amor, aguardemos el milagro que nos ha de unir, porque será un milagro, María, un prodigio como los que cuentan de otros tiempos y nos resistimos a creer.
—¡Un milagro! —exclamó María con melancólica estupefacción—. Es verdad. Tú eres un caballero principal, hijo de personas que jamás consentirían en verte casado con la hija del Sr. Candiola. Mi padre es aborrecido en toda la ciudad. Todos huyen de nosotros, nadie nos visita; si salgo, me señalan, me miran con insolencia y desprecio. Las muchachas de mi edad no gustan de alternar conmigo, y los jóvenes del pueblo que recorren de noche la ciudad cantando músicas amorosas al pie de las rejas de sus novias, vienen junto a las mías a decir insultos contra mi padre, llamándome a mí misma con los nombres más feos. ¡Oh! ¡Dios mío! Comprendo que ha de ser preciso un milagro para que yo sea feliz… Agustín, nos conocemos hace cuatro meses y aún no has querido decirme el nombre de tus padres. Sin duda no serán tan odiados como el mío. ¿Por qué lo ocultas? Si fuera preciso que nuestro amor se hiciera público, te apartarías de las miradas de tus amigos, huyendo con horror de la hija del tío Candiola.
—¡Oh! No, no digas eso —exclamó Agustín, abrazando las rodillas de Mariquilla y ocultando el rostro en su regazo—. No digas que me avergüenzo de quererte, porque al decirlo insultas a Dios. No es verdad. Hoy nuestro amor permanece en secreto porque es necesario que así pase; pero cuando sea preciso descubrirlo, lo descubriré arrostrando la cólera de mi padre. Sí, María, mis padres me maldecirán, arrojándome de su casa. Pero mi amor será más fuerte que su enojo. Hace pocas noches me dijiste, mirando ese monumento que desde aquí se descubre: «Cuando esa torre se ponga derecha, dejaré de quererte». Yo te juro que la firmeza de mi amor excede a la inmovilidad, al grandioso equilibrio de esa torre, que podrá caer al suelo, pero jamás ponerse a plomo sobre la base que la sustenta. Las obras de los hombres son variables; las de la naturaleza son inmutables y descansan eternamente sobre su inmortal asiento. ¿Has visto el Moncayo, esa gran peña que escalonada con otras muchas se divisa hacia Poniente, mirando desde el arrabal? Pues cuando el Moncayo se canse de estar en aquel sitio, y se mueva, y venga andando hasta Zaragoza, y ponga uno de sus pies sobre nuestra ciudad, reduciéndola a polvo, entonces, sólo entonces dejaré de quererte.
De este modo hiperbólico y con este naturalismo poético expresaba mi amigo su grande amor, correspondiendo y halagando así la imaginación de la hermosa Candiola, que propendía con impulso ingénito al mismo sistema. Callaron ambos un momento, y luego los dos, mejor dicho, los tres, proferimos una exclamación y miramos a la torre, cuya campana había lanzado al viento dos toques de alarma. En el mismo instante un globo de fuego surcó el espacio negro describiendo rápidas oscilaciones.
—¡Una bomba! ¡Es una bomba —exclamó María con pavor, arrojándose en brazos de su amigo.
La espantosa luz pasó velozmente por encima de nuestras cabezas, por encima de la huerta y de la casa, iluminando a su paso la torre, los techos vecinos, hasta el rincón donde nos escondíamos. Luego sintiose el estallido. La campana empezó a clamar, uniéndose a su grito el de otras más o menos lejanas, agudas, graves, chillonas, cascadas, y oímos el tropel de la gente que corría por las inmediatas calles.
—Esa bomba no nos matará —dijo Agustín, tranquilizando a su novia—. ¿Tienes miedo?
—¡Mucho, muchísimo miedo! —respondió esta—. Aunque a veces me parece que tengo mucho, muchísimo valor. Paso las noches rezando y pidiéndole a Dios que aparte el fuego de mi casa. Hasta ahora ninguna desgracia nos ha ocurrido, ni en este ni en el otro sitio. Pero ¡cuántos infelices han perecido, cuántas casas de personas honradas y que nunca hicieron mal a nadie han sido destruidas por las llamas! Yo deseo ardientemente ir, como los demás, a socorrer a los heridos; pero mi padre me lo prohíbe, y se enfada conmigo siempre que se lo propongo.
Esto decía, cuando en el interior de la casa sentimos ruido vago y lejano en que se confundía con la voz de la señora Guedita la desapacible del tío Candiola. Los tres obedeciendo a un mismo pensamiento nos estrechamos en el rincón y contuvimos el aliento, temiendo ser sorprendidos. Luego sentimos más cerca la voz del avaro que decía:
—¿Qué hace Vd. levantada a estas horas, señora Guedita?
—Señor —contestó la vieja, asomándose por una ventana que daba al corredor—, ¿quién puede dormir con este horroroso bombardeo? Si a lo mejor se nos mete aquí una señora bomba y nos coge en la cama y en paños menores, y vienen los vecinos a sacar los trastos y a pagar el fuego… ¡Oh, qué falta de pudor! No pienso desnudarme mientras dure este endemoniado bombardeo.
—Y mi hija, ¿duerme? —preguntó Candiola, que al decir esto se asomaba por un ventanillo al otro extremo de la huerta.
—Arriba está durmiendo como una marmota —repuso la dueña—. Bien dicen que para la inocencia no hay peligros. A la niña no le asusta una bomba más que un cohete.
—Si desde aquí se divisara el punto donde ha caído ese proyectil… —dijo Candiola alargando su cuerpo fuera de la ventana para poder extender la vista por sobre los tejados vecinos, más bajos que el de su casa—. Se ve claridad como de incendio; pero no puedo decir si es cerca o lejos.
—O yo no entiendo nada de bombas —dijo Guedita desde el corredor—, o esta ha caído allá por el mercado.
—Así parece. Si cayeran todas en las casas de los que sostienen la defensa, y se empeñan en no acabar de una vez tantos desastres… Si no me engaño, señora Guedita, el fuego luce hacia la calle de la Tripería. ¿No están por allá los almacenes de la junta de abastos? ¡Ah! ¡Bendita bomba, que no cayera en la calle de la Hilarza y en la casa del malvado y miserable ladrón!… Señora Guedita, estoy por salir a la calle a ver si el regalo ha caído en la calle de la Hilarza, en la casa del orgulloso, del entrometido, del canalla, del asesino D. José de Montoria. Se lo he pedido con tanto fervor esta noche a la Virgen del Pilar, a las Santas Masas y a Santo Domingo del Val, que al fin creo que han oído.
—Sr. D. Jerónimo —dijo la vieja—, déjese de correrías que el frío de la noche traspasa, y no vale la pena de coger una pulmonía por ver dónde paró la bomba, que harto tenemos ya con saber que no se nos ha metido en casa. Si la que pasó no ha caído en casa de ese bárbaro sayón, otra caerá mañana, pues los franceses tienen buena mano. Conque acuéstese su merced, que yo me quedo rondando la casa, por si ocurriese algo.
Candiola, respecto a la salida, varió sin duda de parecer, en vista de los buenos consejos de la criada, porque cerrando la ventanilla, metiose dentro, y no se le sintió más en el resto de la noche. Mas no porque desapareciera rompieron los amantes el silencio, temerosos de ser escuchados o sorprendidos; y hasta que la vieja no vino a participarnos que el señor roncaba como un labriego, no se reanudó el diálogo interrumpido.
—Mi padre desea que las bombas caigan sobre la casa de su enemigo —dijo María—. Yo no quisiera verlas en ninguna parte, pero si alguna vez se puede desear mal al prójimo, es en esta ocasión, ¿no es verdad?
Agustín no contestó nada.
—Tú te marchaste —continuó la joven—; tú no viste cómo aquel hombre, el más cruel, el más malvado y cobarde de todos los que vinieron, le arrojó al suelo, ciego de cólera y le pisoteó. Así patearán su alma los demonios en el infierno, ¿no es verdad?
—Sí —contestó lacónicamente el mozo.
—Esta tarde, después que todo aquello pasó, Guedita y yo curábamos las contusiones de mi padre. Él estaba tendido sobre su cama, y loco de desesperación, se retorcía mordiéndose los puños y lamentándose de no haber tenido más fuerza que el otro. Nosotras procurábamos consolarle; pero él nos decía que calláramos. Después me echó en cara ¡tal era su rabia!, que hubiese yo arrojado a la calle el dinero de la harina; enfadose mucho conmigo, y me dijo que pues no se pudo sacar otra cosa, los tres mil reales y pico no debían despreciarse; y que yo era una loca despilfarradora, que lo estaba arruinando. De ningún modo podíamos calmarle. Cerca ya del anochecer sentimos otra vez ruido en la calle. Creímos que volvían los mismos y el mismo del mediodía. Mi padre quiso arrojarse del lecho lleno de furia. Yo tuve al principio mucho miedo; después me reanimé, considerando que era necesario mostrar valor. Pensando en ti, dije: «Si él estuviera en casa, nadie nos insultaría». Como el rumor de la calle aumentara, lleneme de valor, cerré bien todas las puertas, y rogando a mi padre que continuase quieto en su cama, resolví esperar. Mientras Guedita rezaba de rodillas a todos los santos del cielo, yo registré la casa buscando un arma, y al fin pude hallar un cuchillo. La vista de esta arma siempre me ha causado horror; pero hoy la empuñé con decisión. ¡Oh!, estaba fuera de mí, y aún ahora mismo me causa espanto el pensar en aquello. Frecuentemente me desmayo al mirar un herido; me asusto y tiemblo sólo de ver una gota de sangre; casi lloro si castigan a un perro delante de mí, y jamás he tenido fuerzas para matar una mosca; pero esta tarde, Agustín, esta tarde cuando sentí ruido en la calle, cuando creí oír de nuevo los golpes en la puerta, cuando esperaba por momentos ver delante de mí a aquellos hombres… Te juro que si llega a salir verdad lo que temí, si cuando yo estaba en el cuarto de mi padre, junto a su lecho, llega a entrar el mismo hombre que le maltrató algunas horas antes, te juro que allí mismo… sin vacilar… cierro los ojos y le parto el corazón.
—¡Calla, por Dios! —dijo Montoria con horror—. Me causas miedo, María, y al oírte me parece que tus propias manos, estas divinas manos clavan en mi pecho la hoja fría. No maltratarán otra vez a tu padre. Ya ves cómo lo de esta noche fue puro miedo. No, no hubieras sido capaz de lo que dices; tú eres una mujer, y una mujer débil, sensible, tímida, incapaz de matar a un hombre, como no le mates de amor. El cuchillo se te hubiera caído de las manos y no habrías manchado tu pureza con la sangre de un semejante. Esos horrores se quedan para nosotros los hombres, que nacemos destinados a la lucha, y que a veces nos vemos en el triste caso de gozar arrancando hombres a la vida. María, no hables más de ese asunto, no recuerdes a los que te ofendieron; olvídalos, perdónalos, y sobre todo no mates a nadie, ni aun con el pensamiento.