—Tres bombas han caído juntas en la casa del tío Candiola.
—Los ángeles del cielo apuntaron sin duda los morteros —exclamó D. José de Montoria con estrepitosa carcajada—. Veremos cómo se las compone ese judío mallorquín, si es que ha quedado vivo, para poner en salvo su dinero.
—Corramos a salvar a esos desgraciados —dijo Agustín con vehemencia.
—A las filas, cobardes —exclamó el padre sujetándole con férrea mano—. Esa es obra de mujeres. Los hombres a morir en la brecha.
Era preciso acudir a nuestros puestos, y fuimos, mejor dicho, nos llevaron, nos arrastró la impetuosa oleada de gente que corría a defender el barrio de las Tenerías.
Mientras los morteros situados al Mediodía arrojaban bombas en el centro de la ciudad, los cañones de la línea oriental dispararon con bala rasa sobre la débil tapia de las Mónicas y las fortificaciones de tierra y ladrillo del Molino de aceite y de la batería de Palafox. Bien pronto abrieron tres grandes brechas, y el asalto era inminente. Apoyábanse en el molino de Goicoechea, que tomaron el día anterior, después de ser abandonado e incendiado por los nuestros.
Seguras del triunfo, las masas de infantería recorrían el campo, ordenándose para asaltarnos. Mi batallón ocupaba una casa de la calle de Pabostre, cuya pared había sido en toda su extensión aspillerada. Muchos paisanos y compañías de varios regimientos aguardaban en la cortina, llenos de furor y sin que les arredrara la probabilidad de una muerte segura, con tal de escarmentar al enemigo en su impetuoso avance.
Pasaron largas horas; los franceses apuraban los recursos de su artillería por ver si nos aterraban, obligándonos a dejar el barrio; pero las tapias se desmoronaban, estremecíanse las casas con espantoso sacudimiento, y aquella gente heroica, que apenas se había desayunado con un zoquete de pan, gritaba desde la muralla, diciéndoles que se acercasen. Por fin, contra la brecha del centro y la de la derecha avanzaron fuertes columnas, sostenidas por otras a retaguardia, y se vio que la intención de los franceses era apoderarse a todo trance de aquella línea de pulverizados ladrillos, que defendían algunos centenares de locos, y tomarla a cualquier precio, arrojando sobre ella masas de carne y haciendo pasar la columna viva sobre los cadáveres de la muerta.
No se diga para amenguar el mérito de los nuestros, que el francés luchaba a pecho descubierto; los defensores también lo hacían; y detrás de la desbaratada cortina no podía guarecerse una cabeza. Allí era de ver cómo chocaban las masas de hombres y cómo las bayonetas se cebaban con saña más propia de fieras que de hombres en los cuerpos enemigos. Desde las casas hacíamos fuego incesante, viéndolos caer materialmente en montones, heridos por el plomo y el acero al pie mismo de los escombros que querían conquistar. Nuevas columnas sustituían a las anteriores, y en los que llegaban después, a los esfuerzos del valor se unían ferozmente las brutalidades de la venganza.
Por nuestra parte el número de bajas era enorme: los hombres quedaban por docenas estrellados contra el suelo en aquella línea que había sido muralla, y ya no era sino una aglomeración informe de tierra, ladrillos y cadáveres. Lo natural, lo humano habría sido abandonar unas posiciones defendidas contra todos los elementos de la fuerza y de la ciencia militar reunidos; pero allí no se trataba de nada que fuese humano y natural, sino de extender la potencia defensiva hasta límites infinitos, desconocidos para el cálculo científico y para el valor ordinario, desarrollando en sus inconmensurables dimensiones el genio aragonés, que nunca se sabe a dónde llega.
Siguió pues la resistencia, sustituyendo los vivos a los muertos con entereza sublime. Morir era un accidente, un detalle trivial, un tropiezo del cual no debía hacerse caso.
Mientras esto pasaba, otras columnas igualmente poderosas trataban de apoderarse de la casa de González, que he mencionado arriba; pero desde las casas inmediatas y desde los cubos de la muralla se les hizo un fuego tan terrible de fusilería y cañón, que desistieron de su intento. Iguales ataques tenían lugar, con mejor éxito de parte suya por nuestra derecha, hacia la huerta de Camporeal
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y baterías de los Mártires, y la inmensa fuerza desplegada por los sitiadores a una misma hora y en una línea de poca extensión no podía menos de producir resultados.
Desde la casa de la calle de Pabostre inmediata al Molino de la ciudad, hacíamos fuego, como he dicho, contra los que daban el asalto, cuando he aquí que las baterías de San José, antes ocupadas en demoler la muralla, enfilaron sus cañones contra aquel viejo edificio, y sentimos que las paredes retemblaban; que las vigas crujían como cuadernas de un buque conmovido por las tempestades; que las maderas de los tapiales estallaban destrozándose en mil astillas; en suma, que la casa se venía abajo.
—¡Cuerno, recuerno! —exclamó el tío Garcés—. Que se nos viene la casa encima.
El humo, el polvo, no nos permitía ver lo que pasaba fuera, ni lo que pasaba dentro.
—¡A la calle, a la calle! —gritó Pirli, arrojándose por una ventana.
—¡Agustín, Agustín!, ¿dónde estás? —grité yo, llamando a mi amigo.
Pero Agustín no parecía. En aquel momento de angustia, y no encontrando en medio de tal confusión ni puerta para salir, ni escalera para bajar, corrí a la ventana para arrojarme fuera, y el espectáculo que se ofreció a mis ojos obligome a retroceder sin aliento ni fuerzas. Mientras los cañones de la batería de San José intentaban por la derecha sepultarnos entre los escombros de la casa, y parecían conseguirlo sin esfuerzo, por delante, y hacia la era de San Agustín, la infantería francesa había logrado penetrar por las brechas, rematando a los infelices que ya apenas eran hombres, y acabándoles de matar, pues su agonía desesperada no puede llamarse vida. De los callejones cercanos se les hacía un fuego horroroso y los cañones de la calle de Diezma sustituían a los de la batería vencida. Pero asaltada la brecha, se aseguraban en la muralla. Era imposible conservar en el ánimo una chispa de energía ante tamaño desastre.
Huí de la ventana hacia dentro, despavorido, fuera de mí. Un trozo de pared estalló, reventó, desgajándose en enormes trozos y una ventana cuadrada tomó la figura de un triángulo isósceles: el techo dejó ver por una esquina la luz del cielo y los trozos de yeso y las agudas astillas salpicaron mi cara. Corrí hacia el interior, siguiendo a otros que decían: ¡por aquí, por aquí!
—¡Agustín, Agustín! —grité de nuevo llamando a mi amigo.
Por fin le vi entre los que corríamos pasando de una habitación a otra, y subiendo una escalerilla que conducía a un desván.
—¿Estás vivo? —le pregunté.
—No lo sé —me dijo—, ni me importa saberlo.
En el desván rompimos fácilmente un tabique, y pasando a otra pieza, hallamos una empinada escalera; la bajamos, y nos vimos en una habitación chica. Unos siguieron adelante, buscando salida a la calle, y otros detuviéronse allí.
Se ha quedado fijo en mi imaginación, con líneas y colores indelebles, el interior de aquella mezquina pieza, bañada por la copiosa luz que entraba por una ventana abierta a la calle. Cubrían las paredes desiguales estampas de vírgenes y santos. Dos o tres cofres viejos y forrados de piel de cabra, ocupaban un testero. Veíase en otro ropa de mujer, colgada de clavos y alcayatas, y una cama altísima de humilde aspecto, aún con las sábanas revueltas. En la ventana había tres grandes tiestos de yerbas; y parapetadas tras ellos, dirigiendo por los huecos la rencorosa visual de su puntería, dos mujeres hacían fuego sobre los franceses, que ya ocupaban la brecha. Tenían dos fusiles. Una cargaba y otra disparaba; agachábase la fusilera para enfilar el cañón entre los tiestos, y suelto el tiro, alzaba la cabeza por sobre las matas para mirar el campo de batalla.
—Manuela Sancho —exclamé, poniendo la mano sobre el hombro de la heroica muchacha—. Toda resistencia es inútil. Retirémonos. La casa inmediata es destruida por las baterías de San José, y en el techo de esta empiezan a caer las balas. Vámonos.
Pero no hacía caso, y seguía disparando. Al fin la casa, que era débil como la vecina, y aún menos que esta podía resistir el choque de los proyectiles, experimentó una fuerte sacudida, cual si temblara la tierra en que arraigaba sus cimientos. Manuela Sancho arrojó el fusil. Ella y la mujer que la acompañaba penetraron precipitadamente en una inmediata alcoba, de cuyo oscuro recinto sentí salir angustiosas lamentaciones. Al entrar, vimos que las dos muchachas abrazaban a una anciana tullida que, en su pavor, quería arrojarse del lecho.
—Madre, esto no es nada —le dijo Manuela cubriéndola con lo primero que encontró a mano—. Vámonos a la calle, que la casa parece que se quiere caer.
La anciana no hablaba, no podía hablar. Tomáronla en brazos las dos mozas; mas nosotros la recogimos en los nuestros, encargándoles a ellas que llevaran nuestros fusiles y la ropa que pudieran salvar. De este modo pasamos a un patio, que nos dio salida a otra calle, donde aún no había llegado el fuego.
Los franceses habíanse apoderado también de la batería de los Mártires, y en aquella misma tarde fueron dueños de las ruinas de Santa Engracia y del convento de Trinitarios. ¿Se concibe que continúe la resistencia de una plaza después de perdido lo más importante de su circuito? No, no se concibe, ni en las previsiones del arte militar ha entrado nunca que, apoderado el enemigo de la muralla por la superioridad incontrastable de su fuerza material, ofrezcan
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las casas nuevas líneas de fortificaciones, improvisadas por la iniciativa de cada vecino; no se concibe que, tomada una casa, sea preciso organizar un verdadero plan de sitio para tomar la inmediata, empleando la zapa, la mina y ataques parciales a la bayoneta, desarrollando contra un tabique ingeniosa estratagema; no se concibe que tomada una acera sea preciso para pasar a la de enfrente poner en ejecución las teorías de Vauban, y que para saltar un arroyo sea preciso hacer paralelas, zig-zags y caminos cubiertos.
Los generales franceses se llevaban las manos a la cabeza diciendo: «Esto no se parece a nada de lo que hemos visto». En los gloriosos anales del imperio se encuentran muchos partes como este: «Hemos entrado en Spandau; mañana estaremos en Berlín». Lo que aún no se había escrito era lo siguiente: «Después de dos días y dos noches de combate hemos tomado la casa número 1 de la calle de Pabostre. Ignoramos cuándo se podrá tomar el número 2».
No tuvimos tiempo para reposar. Los dos cañones que enfilaban la calle de Pabostre, en el ángulo de Puerta Quemada, se habían quedado sin gente. Unos corrimos a servirlo, y el resto del batallón ocupó varias casas en la calle de Palomar. Los franceses dejaron de hacer fuego de cañón contra los edificios que habíamos abandonado, ocupándose precipitadamente en repararlos como pudieron. Lo que amenazaba ruina lo demolían, y tapiaban los huecos con vigas, cascajo y sacas de lana.
Como no podían atravesar sin riesgo el espacio intermedio entre los restos de muralla y sus nuevos alojamientos, comenzaron a abrir una zanja en zig-zag desde el Molino de la ciudad a la casa que antes ocupáramos nosotros, la cual, sólo conservaba en buen estado para alojamiento la planta baja.
Al punto comprendimos que una vez dueños de aquella casa, procurarían, derribando tabiques, apoderarse de toda la manzana, y para evitarlo la tropa disponible fue distribuida en guarniciones que ocuparon todos los edificios donde había peligro. Al mismo tiempo se levantaban barricadas en las bocacalles, aprovechando los escombros. Nos pusimos a trabajar con ardor frenético en distintas faenas, entre las cuales la menos penosa era seguramente la de batirnos. Dentro de las casas arrojábamos por los balcones todos los muebles; afuera transportábamos heridos o arrimábamos los muertos al zócalo de los edificios, pues las únicas honras fúnebres que por entonces podían hacérseles, consistían en quitarlos de donde estorbaban.
Quisieron también los franceses ganar a Santa Mónica, convento situado en la línea de las Tenerías, más al Norte de la calle de Pabostre; pero sus paredes ofrecían buena resistencia, y no era fácil tomarlo como aquellas endebles casas, que el estruendo tan sólo de los cañones hacía estremecer. Los voluntarios de Huesca la defendían con gran arrojo, y después de repetidos ataques, los sitiadores dejaron la empresa para otro día. Posesionados tan sólo de algunas casas, en ellas permanecían a la caída de la tarde como en escondida madriguera, y ¡ay de aquel que la cabeza asomaba fuera de las ventanas! Las paredes próximas, los tejados, las bohardillas y tragaluces abiertos en distintas direcciones estaban llenos de atentos ojos que observaban el menor descuido del soldado enemigo para soltarle un tiro.
Cuando anocheció empezamos a abrir huecos en los tabiques para comunicar, todas las casas de una misma manzana. A pesar del incesante ruido del cañón y la fusilería, en el interior de los edificios pudimos percibir el golpear de las piquetas enemigas, ocupadas en igual tarea que nosotros. También ellos establecían comunicaciones. Como aquella arquitectura era frágil y casi todos los tabiques de tierra, en poco tiempo abrimos paso entre varias casas.
A eso de las diez de la noche nos hallábamos en una que debía de ser muy inmediata a la de Manuela Sancho, cuando sentimos que por conductos desconocidos, por sótanos, pasillos o subterráneas comunicaciones, llegaba a nuestros oídos el rumor de las voces del enemigo. Una mujer subió azorada por una escalerilla, diciéndonos que los franceses estaban abriendo un boquete en la pared de la cuadra, y bajamos al instante; pero aún no estábamos todos en el patio frío, estrecho y oscuro de la casa, cuando a boca de jarro se nos disparó un tiro, y un compañero fue levemente herido en el hombro. A la escasa claridad percibimos varios bultos que sucesivamente se internaron en la cuadra, e hicimos fuego, avanzando después con brío tras ellos.
Al ruido de los tiros acudieron otros compañeros nuestros que habían quedado arriba, y penetramos denodadamente en la lóbrega pieza. Los enemigos no se detuvieron en ella, y a todo escape repasaron el agujero abierto en la pared medianera, buscando refugio en su primitiva morada, desde la cual nos enviaron algunas balas. No estábamos completamente a oscuras, porque ellos tenían una hoguera, de cuyas llamas algunos débiles rayos penetraban por la abertura, difundiendo rojiza claridad sobre el teatro de aquella lucha. Yo no había visto nunca cosa semejante, ni jamás presencié combate alguno entre cuatro negras paredes y a la luz indecisa de una llama lejana, cuya oscilación proyectaba movibles sombras y espantajos en nuestro derredor.