El tío Garcés que nos mandaba, exclamó furioso:
—¡Recuerno! No nos cogerán esos perros. En el techo hay un tragaluz. Salgamos por él al tejado. Que seis sigan haciendo fuego… al que quiera subir, partirlo. Que los demás agranden el agujero: fuera miedo y ¡viva la Virgen del Pilar!
Se hizo como él mandaba. Aquello iba a ser una retirada en regla, y mientras parte de nuestro ejército contenía la marcha invasora del enemigo, los demás se ocupaban en facilitar el paso. Este hábil plan fue puesto en ejecución con febril rapidez, y bien pronto el hueco de escape tenía suficiente anchura para que pasaran tres hombres a la vez, sin que durante el tiempo empleado en esto ganaran los franceses un solo peldaño. Velozmente salimos al tejado. Éramos nueve. Tres habían quedado en el desván y otro fue herido al querer salir, cayendo vivo en poder del enemigo.
Al encontrarnos arriba saltamos de alegría. Paseamos la vista por los techos del arrabal, y vimos a lo lejos las baterías francesas. A gatas avanzamos un buen trecho, explorando el terreno, después de dejar dos centinelas en el boquete con orden de descerrajar un tiro al que quisiese escurrirse por él; y no habíamos andado veinte pasos, cuando oímos gran ruido de voces y risas, que al punto nos parecieron de franceses. Efectivamente: desde un ancho bohardillón nos miraban riendo aquellos malditos. No tardaron en hacernos fuego; pero parapetados nosotros tras las chimeneas y tras los ángulos y recortaduras que allí ofrecían los tejados, les contestamos a los tiros con tiros y a los juramentos y exclamaciones con otras mil invectivas que nos inspiraba el fecundo ingenio del tío Garcés.
Al fin nos retiramos saltando al tejado de la casa cercana. Creímosla en poder de los nuestros y nos internamos por la ventana de un chiribitil, considerando fácil el bajar desde allí a la calle, donde unidos y reforzados con más gente podíamos proseguir aquella aventura al través de pasillos, escaleras, tejados y desvanes. Pero aún no habíamos puesto el pie en firme, cuando sentimos en los aposentos que quedaban bajo nosotros el ruido de repetidas detonaciones.
—Abajo se están batiendo —dijo Garcés—, y de seguro los franceses que dejamos en la casa de al lado se han pasado a esta, donde se habrán encontrado con los compañeros. ¡Cuerno, recuerno! Bajemos ahora mismo. ¡Abajo todo el mundo!
Pasando de un desván a otro, vimos una escalera de mano que facilitaba la entrada a un gran aposento interior, desde cuya puerta se oía vivo rumor de voces, destacándose principalmente algunas de mujer. El estruendo de la lucha era mucho más lejano y por consiguiente, procedía de punto más bajo; franqueando, pues, la escalerilla, nos hallamos en una gran habitación, materialmente llena de gente, la mayor parte ancianos, mujeres y niños, que habían buscado refugio en aquel lugar. Muchos, arrojados sobre jergones, mostraban en su rostro las huellas de la terrible epidemia, y algún cuerpo inerte sobre el suelo tenía todas las trazas de haber exhalado el último suspiro pocos momentos antes. Otros estaban heridos, y se lamentaban sin poder contener la crueldad de sus dolores; dos o tres viejas lloraban o rezaban. Algunas voces se oían de rato en rato, diciendo con angustia, «agua, agua». Desde que bajamos distinguí en un extremo de la sala al tío Candiola, que ponía cuidadosamente en un rincón multitud de baratijas, ropas y objetos de cocina y de loza. Con gesto displicente apartaba a los chicos curiosos que querían poner sus manos en aquella despreciable quincalla, y lleno de inquietud, diligente en amontonar y resguardar su tesoro, sin que la última pieza se le escapase, decía:
—Ya me han quitado dos tazas. Y no me queda duda: alguien de los que están aquí las ha de tener. No hay seguridad en ninguna parte; no hay autoridades que le garanticen a uno la posesión de su hacienda. Fuera de aquí, muchachos mal criados. ¡Oh! Estamos bien… ¡Malditas sean las bombas y quien las inventó! Señores militares, a buena hora llegan ustedes. ¿No podrían ponerme aquí un par de centinelas para que guardaran estos objetos preciosos que con gran trabajo logré salvar?
Como es de suponer, mis compañeros se rieron de tan graciosa pretensión. Ya íbamos a salir, cuando vi a Mariquilla. La infeliz estaba trasfigurada por el insomnio, el llanto y el terror; pero tanta desolación en torno suyo y en ella misma, aumentaba la dulce expresión de su hermoso semblante. Ella me vio, y al punto fue hacia mí con viveza, mostrando deseo de hablarme.
—¿Y Agustín? —le pregunté.
—Está abajo —repuso con voz temblorosa—. Abajo están dando una batalla. Las personas que nos habíamos refugiado en esta casa, estábamos repartidas por los distintos aposentos. Mi padre llegó esta mañana con doña Guedita. Agustín nos trajo de comer y nos puso en un cuarto donde había un colchón. De repente sentimos golpes en los tabiques… venían los franceses. Entró la tropa, nos hicieron salir, trajeron los heridos y los enfermos a esta sala alta… aquí nos han encerrado a todos, y luego, rotas las paredes, los franceses se han encontrado con los españoles y han empezado a pelear… ¡Ay! Agustín está abajo también…
Esto decía, cuando entró Manuela Sancho trayendo dos cántaros de agua para los heridos. Aquellos desgraciados se arrojaron frenéticamente de sus lechos, disputándose a golpes un vaso de agua.
—No empujar, no atropellarse, señores —dijo Manuela riendo—. Hay agua para todos. Vamos ganando. Trabajillo ha costado echarles de la alcoba, y ahora están disputándose la mitad de la sala, porque la otra mitad está ya ganada. No nos quitarán tampoco la cocina ni la escalera. Todo el suelo está lleno de muertos.
Mariquilla se estremeció de horror.
—Tengo sed —me dijo.
Al punto pedí agua a la Sancho; pero como el único vaso que trajera estaba ocupado en aplacar la sed de los demás, y andaba de boca en boca, por no esperar, tomé una de las tazas que en su montón tenía el tío Candiola.
—Eh, señor entrometido —dijo sujetándome la mano—, deje Vd. ahí esa taza.
—Es para que beba esta señorita —contesté indignado—. ¿Tanto valen estas baratijas, Sr. Candiola?
El avaro no me contestó, ni se opuso a que diera de beber a su hija; mas luego que esta calmó su sed, un herido tomó ávidamente de sus manos la taza, y he aquí que esta empezó a correr también, pasando de boca en boca. Cuando yo salí para unirme a mis compañeros, D. Jerónimo seguía con la vista, de muy mal talante, el extraviado objeto que tanto tardaba en volver a sus manos.
Tenía razón Manuela Sancho al decir que íbamos ganando. Los franceses, desalojados del piso principal de la casa, habíanse retirado al de la contigua, donde continuaban defendiéndose. Cuando yo bajé, todo el interés de la batalla estaba en la cocina, disputada con mucho encarnizamiento; pero lo demás de la casa nos pertenecía. Muchos cadáveres de una y otra nación cubrían el ensangrentado suelo; algunos patriotas y soldados, rabiosos por no poder conquistar aquella cocina funesta, desde donde se les hacía tanto fuego, lanzáronse dentro de ella a la bayoneta, y aunque perecieron bastantes, este acto de arrojo decidió la cuestión, porque tras ellos fueron otros, y por fin todos los que cabían. Aterrados los imperiales con tan ruda embestida, buscaron salida precipitadamente por el laberinto que de pieza en pieza habían abierto. Persiguiéndolos por pasillos y aposentos, cuya serie inextricable volvería loco al mejor topógrafo, les rematábamos donde podíamos alcanzarles, y algunos de ellos se arrojaban desesperadamente a los patios. De este modo, después de reconquistada aquella casa, reconquistamos la vecina, obligándolos a contenerse en sus antiguas posiciones, que eran por aquella parte las dos casas primeras de la calle de Pabostre.
Después retiramos los muertos y heridos, y tuve el sentimiento de encontrar entre estos a Agustín de Montoria, aunque no era de gravedad el balazo recibido en el brazo derecho. Mi batallón quedó aquel día reducido a la mitad.
Los infelices que se refugiaban en la habitación alta de la casa, quisieron acomodarse de nuevo en los distintos aposentos; pero esto no se juzgó conveniente, y fueron obligados a abandonarla, buscando asilo en lugares más lejanos del peligro.
Cada día, cada hora, cada instante las dificultades crecientes de nuestra situación militar, se agravaban con el obstáculo que ofrecía número tan considerable de víctimas, hechas por el fuego y la epidemia. ¡Dichosos mil veces los que eran sepultados en las ruinas de las casas minadas, como aconteció a los valientes defensores de la calle de Pomar, junto a Santa Engracia! Lo verdaderamente lamentable estaba allí donde se hacinaban unos sobre otros sin poder recibir auxilio, multitud de hombres destrozados por horribles heridas. Había recursos médicos para la centésima parte de los pacientes. La caridad de las mujeres, la diligencia de los patriotas, la multiplicación de la actividad en los hospitales, nada bastaba.
Llegó un día en que cierta impasibilidad, más bien espantosa y cruel indiferencia se apoderó de los defensores, y nos acostumbramos a ver un montón de muertos, cual si fuera un montón de sacas de lana; nos acostumbramos a ver sin lástima largas filas de heridos, arrimados a las casas, curándose cada cual como mejor podía. A fuerza de padecimientos, parece que las necesidades de la carne habían desaparecido, y que no teníamos más vida que la del espíritu. La familiaridad con el peligro había transfigurado nuestra naturaleza, infundiéndole al parecer un elemento nuevo, el desprecio absoluto de la materia y total indiferencia de la vida. Cada uno esperaba morir
dentro de un rato
, sin que esta idea le conturbara.
Recuerdo que oí contar el ataque dado al convento de Trinitarios para arrebatarlo a los franceses; y las hazañas fabulosas, la inconcebible temeridad de esta empresa, me parecieron un hecho natural y ordinario.
No sé si he dicho que inmediato al convento de las Mónicas estaba el de Agustinos observantes, edificio de bastante capacidad, con una iglesia no pequeña y muy irregular, vastas crujías y un claustro espacioso. Era, pues, indudable que los franceses, dueños ya de las Mónicas, habrían de poner gran empeño en poseer también aquel otro monasterio, para establecerse sólida y definitivamente en el barrio.
—Ya que no tuvimos la suerte de hallarnos en las Mónicas —me dijo Pirli—, hoy nos daremos el gustazo de defender hasta morir las cuatro paredes de San Agustín. Como no basta Extremadura para defenderlo, nos mandan también a nosotros. ¿Y qué hay de grados, amigo Araceli? ¿Con que es cierto que este par de caballeros que están aquí es un par de sargentos?
—No sabía nada, amigo Pirli —le respondí, y verdad era que ignoraba aquel mi ascenso a las alturas jerárquicas del sargentazgo.
—Pues sí, anoche lo acordó el general. El señor de Araceli es sargento primero y el Sr. de Pirli sargento segundo. Harto bien lo hemos ganado, y gracias que nos ha quedado cuerpo en que poner las charreteras. También me han dicho que a Agustín Montoria le han nombrado teniente por lo bien que se portó en el ataque dentro de las casas. Ayer tarde al anochecer, el batallón de las Peñas de San Pedro no tenía más que cuatro sargentos, un alférez, un capitán y doscientos hombres.
—A ver, amigo Pirli, si hoy nos ganamos un par de ascensos.
—Todo es ganar el ascenso del pellejo —repuso—. Los pocos soldados que viven del batallón de Huesca, creo que van para generales. Ya tocan llamada. ¿Tienes qué comer?
—No mucho.
—Manuela Sancho me ha dado cuatro sardinas: las partiré contigo. Si quieres un par de docenas de garbanzos tostados… ¿Te acuerdas tú del gusto que tiene el vino? Dígolo porque hace días no nos dan una gota… Por ahí corre el rum rum de que esta tarde nos repartirán un poco cuando acabe la guerra en San Agustín. Ahí tienes tú: sería muy triste cosa que le mataran a uno antes de saber qué color tiene eso que van a repartir esta tarde. Si siguieran mi consejo, lo darían antes de empezar, y así el que muriera, eso se llevaba… Pero la junta de abastos habrá dicho: «hay poco vino; si lo repartimos ahora, apenas tocarán tres gotas a cada uno. Esperemos a la tarde, y como de los que defienden a San Agustín será milagro que quede la cuarta parte, les tocará a trago por barba».
Y con este criterio siguió discurriendo sobre la escasez de vituallas. No tuvimos tiempo de entretenernos en esto, porque apenas nos dábamos la mano con los de Extremadura, que guarnecían el edificio, cuando ved aquí que una fuerte detonación nos puso en cuidado, y entonces un fraile apareció diciendo a gritos:
—Hijos míos: han volado la pared medianera del lado de las Mónicas, y ya les tenemos en casa. Corred a la iglesia; ellos deben de haber ocupado la sacristía, pero no importa. Si vais a tiempo, seréis dueños de la nave principal, de las capillas, del coro. ¡Viva la Santa Virgen del Pilar y el batallón de Extremadura!
Marchamos a la iglesia con serenidad. Los buenos padres nos animaban con sus exhortaciones, y alguno de ellos, confundiéndose con nosotros en lo más apretado de las filas nos decía:
—Hijos míos, no desmayéis. Previendo que llegaría este caso, hemos conservado un mediano número de víveres en nuestra despensa. También tenemos vino. Sacudid el polvo a esa canalla. Ánimo, jóvenes queridos. No temáis el plomo enemigo. Más daño hacéis vosotros con una de vuestras miradas, que ellos con una descarga de metralla. Adelante, hijos míos. La Santa Virgen del Pilar es entre vosotros. Cerrad los ojos al peligro, mirad con serenidad al enemigo y entre las nubes veréis la santa figura de la madre de Dios. ¡Viva España y Fernando VII!
Llegamos a la iglesia; pero los franceses que habían entrado por la sacristía, se nos adelantaron, y ya ocupaban el altar mayor. Yo no había visto jamás una mole churrigueresca, cuajada de esculturas y follajes de oro, sirviendo de parapeto a la infantería; yo no había visto que vomitasen fuego los mil nichos, albergue de mil santos de ebanistería; yo no había visto nunca que los rayos de madera dorada, que fulminan su llama inmóvil desde los huecos de una nube de cartón poblada de angelitos, se confundieran con los fogonazos, ni que tras los pies del Santo Cristo, y tras el nimbo de oro de la Virgen María, el ojo vengativo del soldado atisbara el blanco de su mortífera puntería.
Baste deciros que el altar mayor de San Agustín era una gran fábrica de entalle dorado, cual otras que habréis visto en cualquier templo de España. Este armatoste se extendía desde el piso a la bóveda, y de machón a machón, representando en sucesivas hileras de nichos como una serie de jerarquías celestiales. Arriba el Cristo ensangrentado abría sus brazos sobre la cruz, abajo y encima del altar, un templete encerraba el símbolo de la Eucaristía. Aunque la mole se apoyaba en el muro del fondo, había pequeños pasadizos interiores, destinados al servicio casero de aquella república de santos, y por ellos el lego sacristán podía subir desde la sacristía a mudar el traje de la Virgen, a encender las velas del altísimo Crucifijo, o a limpiar el polvo que los siglos depositaban sobre el antiguo tisú de los vestidos y la madera bermellonada de los rostros.