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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Zaragoza (7 page)

BOOK: Zaragoza
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Nuestro batallón continuaba en el reducto, obra levantada en la cabecera del puente de la Huerva y a la parte de fuera. El radio de sus fuegos abrazaba una extensión considerable cruzándose con los de San José. Las baterías de los Mártires, del jardín Botánico y de la torre del Pino, más internadas en el recinto de la ciudad tenían menos importancia que aquellas dos sólidas posiciones avanzadas, y le servían de auxiliares. Nos acompañaban en la guarnición muchos voluntarios zaragozanos, algunos soldados del resguardo, y varios paisanos armados de los que espontáneamente se adherían al cuerpo más de su gusto. Ocho cañones tenía el reducto. Era su jefe D. Domingo Larripa, mandaba la artillería D. Francisco Betbezé, y hacía de jefe de ingenieros el gran Simonó, oficial de este distinguido cuerpo, y hombre de tal condición que se le puede citar como modelo de buenos militares, así en el valor como en la pericia.

Era el reducto una obra, aunque de circunstancias, bastante fuerte, y no carecía de ningún requisito material para ser bien defendida. Sobre la puerta de entrada, al extremo del puente habían puesto sus constructores una tabla con la siguiente inscripción:
Reducto inconquistable de Nuestra Señora del Pilar. Zaragozanos: ¡morir por la Virgen del Pilar o vencer!

Allí dentro no teníamos alojamiento, y aunque la estación no era muy cruda, lo pasábamos bastante mal. El suministro de provisiones de boca se hacía por una junta encargada de la administración militar; pero esta junta a pesar de su celo no podía atendernos de un modo eficaz. Por nuestra fortuna y para honor de aquel magnánimo pueblo, de todas las casas vecinas nos mandaban diariamente lo mejor de sus provisiones y frecuentemente éramos visitados por las mismas mujeres caritativas que desde la acción del 31 se habían encargado de cuidar en su propio domicilio a nuestros pobres heridos.

No sé si he hablado de Pirli. Pirli era un muchacho de los arrabales, labrador, como de veinte años y de condición tan festiva, que los lances peligrosos desarrollaban en él una alegría nerviosa y febril. Jamás le vi triste; acometía a los franceses cantando, y cuando las balas silbaban en torno suyo, sacudía manos y pies haciendo mil grotescos gestos y cabriolas. Llamaba al fuego graneado
pedrisco
; a las balas de cañón
las tortas calientes
; a las granadas
las señoras
, y a la pólvora
la harina negra
, usando además otros terminachos de que no hago memoria en este momento. Pirli, aunque poco formal, era un cariñoso compañero.

No sé si he hablado del tío Garcés. Era este un hombre de cuarenta y cinco años, natural de Garrapinillos, fortísimo, atezado, con semblante curtido y miembros de acero, ágil cual ninguno en los movimientos e imperturbable como una máquina ante el fuego; poco hablador y bastante desvergonzado cuando hablaba, pero con cierto gracejo en su garrulería. Tenía una pequeña hacienda en los alrededores, y casa muy modesta; mas con sus propias manos había arrasado la casa, y puesto por tierra los perales, para quitar defensas al enemigo. Oí contar de él mil proezas hechas en el primer sitio y ostentaba bordado en la manga derecha el
escudo de premio y distinción
de 16 de Agosto. Vestía tan mal que casi iba medio desnudo, no porque careciera de traje, sino por no haber tenido tiempo para ponérselo. Él y otros como él, fueron sin duda los que inspiraron la célebre frase de que antes he hecho mención. Sus carnes
sólo se vestían de gloria
. Dormía sin abrigo y comía menos que un anacoreta, pues con dos pedazos de pan acompañados de un par de mordiscos de cecina, dura como cuero, tenía bastante para un día. Era hombre algo meditabundo, y cuando observaba los trabajos de la segunda paralela, decía mirando a los franceses:
gracias a Dios que se acercan, ¡cuerno!… ¡Cuerno!, esta gente le acaba a uno la paciencia
.

—¿Qué prisa tiene Vd., tío Garcés? —le decíamos.

—¡Recuerno! Tengo que plantar los árboles otra vez antes que pase el invierno —contestaba—, y para el mes que entra quisiera volver a levantar la casita.

En resumen, el tío Garcés, como el reducto, debía llevar un cartel en la frente que dijera:
Hombre inconquistable
.

Pero ¿quién viene allí, avanzando lentamente por la hondonada de la Huerva, apoyándose en un grueso bastón, y seguido de un perrillo travieso, que ladra a todos los transeúntes por pura fanfarronería y sin intención de morderles? Es el padre fray Mateo del Busto, lector y calificador de la orden de mínimos, capellán del segundo tercio de voluntarios de Zaragoza, insigne varón a quien, a pesar de su ancianidad, se vio durante el primer sitio en todos los puestos de peligro, socorriendo heridos, auxiliando moribundos, llevando municiones a los sanos y animando a todos con el acento de su dulce palabra.

Al entrar en el reducto, nos mostró una cesta grande y pesada que trabajosamente cargaba, y en la cual traía algunas vituallas algo mejores que las de nuestra ordinaria mesa.

—Estas tortas —dijo sentándose en el suelo y sacando uno por uno los objetos que iba nombrando— me las han dado en casa de la Excma. Sra. condesa de Bureta, y esta en casa de D. Pedro Ric. Aquí tenéis también un par de lonjas de jamón, que son de mi convento, y se destinaban al padre Loshoyos
[18]
, que está muy enfermito del estómago; pero él, renunciando a este regalo, me lo ha dado para traéroslo. ¿A ver qué os parece esta botella de vino? ¿Cuánto darían por ella los gabachos que tenemos enfrente?

Todos miramos hacia el campo. El perrillo saltando denodadamente a la muralla, empezó a ladrar a las líneas francesas.

—También os traigo un par de libras de orejones, que se han conservado en la despensa de nuestra casa. Íbamos a ponerlos en aguardiente; pero primero que nadie sois vosotros, valientes muchachos. Tampoco me he olvidado de ti, querido Pirli —añadió, volviéndose al chico de este nombre—, y como estás casi desnudo y sin manta, te he traído un magnífico abrigo. Mira este lío. Pues es un hábito viejo que tenía guardado para darlo a un pobre; ahora te lo regalo para que cubras y abrigues tus carnes. Es vestido impropio de un soldado; pero si el hábito no hace al monje, tampoco el uniforme hace al militar. Póntelo y estarás muy holgadamente con él.

El fraile dio a nuestro amigo su lío, y este se puso el hábito entre risas y jácara de una y otra parte, y como conservaba aún, llevándolo constantemente en la cabeza, el alto sombrero de piel que el día 31 había cogido en el campamento enemigo, hacía la figura más extraña que puede imaginarse.

Poco después llegaron algunas mujeres también con cestas de provisiones. La aparición del sexo femenino trasformó de súbito el aspecto del reducto. No sé de dónde sacaron la guitarra; lo cierto es que la sacaron de alguna parte; uno de los presentes empezó a rasguear primorosamente los compases de la incomparable, de la divina, de la inmortal jota, y en un momento se armó gran jaleo de baile. Pirli, cuya grotesca figura empezaba en ingeniero francés y acababa en fraile español, era el más exaltado de los bailarines, y no se quedaba atrás su pareja, una muchacha graciosísima, vestida de serrana, y a quien desde el primer momento oí que llamaban Manuela. Representaba veinte o veinte y dos años, y era delgada, de tez pálida y fina. La agitación del baile inflamó bien pronto su rostro, y por grados avivaba sus movimientos, insensible al cansancio. Con los ojos medio cerrados, las mejillas enrojecidas, agitando los brazos al compás de la grata cadencia, sacudiendo con graciosa presteza sus faldas, cambiando de lugar con ligerísimo paso, presentándosenos ora de frente, ora de espaldas, Manuela nos tuvo encantados durante largo rato. Viendo su ardor coreográfico, más se animaban el músico y los demás bailarines, y con el entusiasmo de estos aumentábase el suyo, hasta que al fin, cortado el aliento y rendida de fatiga, aflojó los brazos y cayó sentada en tierra sin respiración y encendida como la grana.

Pirli se puso junto a ella y al punto formose un corrillo cuyo centro era la cesta de provisiones.

—A ver qué nos traes, Manuelilla —dijo Pirli—. Si no fuera por ti y el padre Busto, que está presente, nos moriríamos de hambre. Y si no fuera por este poco de baile con que quitamos el mal gusto de
las tortas calientes
y de las
señoras
, ¡qué sería de estos pobres soldados!

—Os traigo lo que hay —repuso Manuela sacando las provisiones—. Queda poco y si esto dura, comeréis ladrillos.

—Comeremos metralla amasada con harina negra —dijo Pirli—. Manuelilla, ¿ya se te ha quitado el miedo a los tiros?

Al decir esto, tomó con presteza su fusil disparándolo al aire. La muchacha dio un grito y sobresaltada huyó de nuestro grupo.

—No es nada, hija —dijo el fraile—. Las mujeres valientes no se asustan del ruido de la pólvora, antes al contrario deben encontrar en él tanto agrado como en el son de las castañuelas y bandurrias.

—Cuando oigo un tiro —dijo Manuela, acercándose llena de miedo—, no me queda gota de sangre en las venas.

En aquel instante los franceses que sin duda querían probar la artillería de su segunda paralela, dispararon un cañón y la bala vino a rebotar contra la muralla del reducto, haciendo saltar en pedazos mil los deleznables ladrillos.

Levantáronse todos a observar el campo enemigo; la serrana lanzó una exclamación de terror, y el tío Garcés púsose a dar gritos desde una tronera contra los franceses, prodigándoles los más insolentes vocablos acompañados de mucho
cuerno
y
recuerno
. El perrillo recorriendo la cortina de un extremo a otro ladraba con exaltada furia.

—Manuela, echemos otra jota al son de esta música, y ¡viva la Virgen del Pilar! —exclamó Pirli saltando como un insensato.

Manuela, impulsada por la curiosidad, alzábase lentamente alargando el cuello para mirar el campo por encima de la muralla. Luego al extender los ojos por la llanura, parecía disiparse poco a poco el miedo en su espíritu pusilánime, y al fin la vimos observando la línea enemiga con cierta serenidad y hasta con un poco de complacencia.

—Uno, dos, tres cañones —dijo contando las bocas de fuego que a lo lejos se divisaban—. Vamos, chicos, no tengáis miedo. Eso no es nada para vosotros.

Oyose hacia San José estrépito de fusilería, y en nuestro reducto sonó el tambor, mandando tomar las armas. Del fuerte cercano había salido una pequeña columna que se tiroteaba de lejos con los trabajadores franceses. Algunos de estos corriéndose hacia su izquierda, parecían próximos a ponerse al alcance de nuestros fuegos: corrimos todos a las aspilleras, dispuestos a enviarles un poco de
pedrisco
, y sin esperar la orden del jefe, algunos dispararon sus fusiles con gran algazara. Huyeron en tanto por el puente y hacia la ciudad todas las mujeres, excepto Manuela. ¿El miedo le impedía moverse? No: su miedo era inmenso y temblaba, dando diente con diente, desfigurado el rostro por repentina amarillez; pero una curiosidad irresistible la retenía en el reducto, y fijaba los atónitos ojos en los tiradores y en el cañón que en aquel instante iba a ser disparado.

—Manuela —le dijo Agustín—. ¿No te vas? ¿No te causa temor esto que estás mirando?

La serrana con la atención fija en aquel espectáculo, asombrada, trémula, con los labios blancos y el pecho palpitante, ni se movía, ni hablaba.

¡Manuelilla —dijo Pirli corriendo hacia ella—, toma mi fusil y dispáralo!

Contra lo que esperábamos, Manuelilla no hizo movimiento alguno de terror.

—Tómalo, prenda —añadió Pirli haciéndole tomar el arma—; pon el dedo aquí, apunta afuera y tira. ¡Viva la segunda artillera Manuela Sancho y la Virgen del Pilar!

La serrana tomó el arma, y a juzgar por su actitud y el estupor inmenso revelado en su mirar, parecía que ella misma no se daba cuenta de su acción. Pero alzando el arma con mano temblorosa, apuntó hacia el campo, tiró del gatillo e hizo fuego.

Mil gritos y ardientes aplausos acogieron este disparo, y la serrana soltó el fusil. Estaba radiante de satisfacción y el júbilo encendió de nuevo sus mejillas.

—Ves: Ya has perdido el miedo —dijo el mínimo—. Si a estas cosas no hay más que tomarlas el gusto. Lo mismo debieran hacer todas las zaragozanas, y de ese modo la Agustina y Casta Álvarez no serían una gloriosa excepción entre las de su sexo.

—Venga otro fusil —exclamó la serrana—, que quiero tirar otra vez.

—Se han marchado ya, prenda. ¿Te ha sabido a bueno? —dijo Pirli, preparándose a hacer desaparecer algo de lo que contenían las cestas—. Mañana, si quieres, estás convidada a un poco de
torta caliente
. Ea, sentémonos y a comer.

El fraile, llamando a su perrillo, le decía: —Basta, hijo; no ladres tanto, ni lo tomes tan a pechos, que vas a quedarte ronco. Guarda ese arrojo para mañana: por hoy, no hay en qué emplearlo, pues, si no me engaño van a toda prisa a guarecerse detrás de sus parapetos.

En efecto, la escaramuza de los de San José había concluido, y por el momento no teníamos franceses a la vista. Un rato después sonó de nuevo la guitarra, y regresando las mujeres, comenzaron los dulces vaivenes de la jota, con Manuela Sancho y el gran Pirli en primera línea.

- X -

Cuando desperté al amanecer del día siguiente, vi a Montoria, que se paseaba por la muralla.

—Creo que va a empezar el bombardeo —me dijo—. Se nota gran movimiento en la línea enemiga.

—Empezarán por batir este reducto —indiqué yo, levantándome con pereza—. ¡Qué feo está el cielo, Agustín! El día amanece muy triste.

—Creo que atacarán por todas partes a la vez, pues tienen hecha su segunda paralela. Ya sabes que Napoleón, hallándose en París, al saber la resistencia de esta ciudad en el primer sitio, se puso furioso contra Lefebvre Desnouettes porque había embestido la plaza por el Portillo y la Aljafería
[19]
. Luego pidió un plano de Zaragoza, se lo dieron e indicó que la ciudad debía ser atacada por Santa Engracia.

—¿Por aquí? Pronto lo veremos. Mal día se nos prepara si se cumplen las órdenes de Napoleón. Dime, ¿tienes por ahí algo que comer?

—No te lo enseñé antes, porque quise sorprenderte —me dijo mostrándome un cesto, que servía de sepulcro a dos aves asadas fiambres, con algunas confituras y conservas finas.

—¿Lo has traído anoche?… Ya. ¿Cómo pudiste salir del reducto?

—Pedí licencia al jefe, y me la concedió por una hora. Mariquilla tenía preparado este festín. Si el tío Candiola sabe que dos de las gallinas de su corral han sido muertas y asadas para regalo de los defensores de la ciudad, se lo llevarán los demonios. Comamos, pues, Sr. Araceli, y esperemos ese bombardeo… ¡Eh! ¡Aquí está!… una bomba, otra, otra…

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