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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Zaragoza (19 page)

BOOK: Zaragoza
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Los jefes nos detenían diciendo:

—Firmes, muchachos. No correr
[35]
. Eso es para asustaros. Nosotros también tenemos pólvora en abundancia, y abriremos minas. ¿Creéis que eso les dará ventaja? Al contrario. Veremos cómo se defienden entre los escombros.

Palafox se presentó a la entrada de la calle, y su presencia nos contuvo algún tanto. El mucho ruido impidiome oír lo que nos dijo; pero por sus gestos comprendí que quería impelernos a marchar sobre las ruinas.

—Ya oís, muchachos; ya oís lo que dice el capitán general —vociferó a nuestro lado un fraile de los que venían en la comitiva de Palafox—. Dice que si hacéis un pequeño esfuerzo más, no quedará vivo un solo francés.

—¡Y tiene razón! —exclamó otro fraile—. No habrá en Zaragoza una mujer que os mire, si al punto no os arrojáis sobre las ruinas de las casas y echáis de allí a los franceses.

—Adelante, hijos de la Virgen del Pilar —añadió un tercer fraile—. Allí hay un grupo de mujeres. ¿Las veis? Pues dicen que si no vais vosotros, irán ellas. ¿No os da vergüenza vuestra cobardía?

Con esto nos contuvimos un poco. Reventó otra casa a la derecha, y entonces Palafox se internó en la calle. Sin saber cómo ni por qué, nos llevaba tras sí. Y ahora es ocasión de hablar de este personaje eminente, cuyo nombre va unido al de las célebres proezas de Zaragoza. Debía en gran parte su prestigio a su gran valor; pero también a la nobleza de su origen, al respeto con que siempre fue mirada allí la familia de Lazán y a su hermosa y arrogante presencia. Era joven. Había pertenecido al Cuerpo de Guardias, y se le elogiaba mucho por haber despreciado los favores de una muy alta señora, tan famosa por su posición como por sus escándalos. Lo que más que nada hacía simpático al caudillo zaragozano era su indomable y serena valentía, aquel ardor juvenil con que acometía lo más peligroso y difícil, por simple afán de tocar un ideal de gloria.

Si carecía de dotes intelectuales para dirigir obra tan ardua como aquella, tuvo el acierto de reconocer su incompetencia, y rodeose de hombres insignes por distintos conceptos. Estos lo hacían todo, y Palafox quedábase tan sólo con lo teatral. Sobre un pueblo en que tanto prevalece la imaginación, no podía menos de ejercer subyugador dominio aquel joven general, de ilustre familia y simpática figura, que se presentaba en todas partes reanimando a los débiles y distribuyendo recompensas a los animosos. Los zaragozanos habían simbolizado en él sus virtudes, su constancia, su patriotismo ideal con ribetes de místico y su fervor guerrero. Lo que él disponía, todos lo encontraban bueno y justo. Como aquellos monarcas a quienes las tradicionales leyes han hecho representación personal de los principios fundamentales del gobierno, Palafox no podía hacer nada malo: lo malo era obra de sus consejeros. Y en realidad, el ilustre caudillo reinaba y no gobernaba. Gobernaban el padre Basilio, O'Neilly, Saint-March y Butrón, clérigo escolapio el primero, generales insignes los otros tres.

En los puntos de peligro aparecía siempre Palafox como la expresión humana del triunfo. Su voz reanimaba a los moribundos, y si la Virgen del Pilar hubiera hablado, no hubiera hablado por otra boca. Su rostro expresaba siempre una confianza suprema, y en él la triunfal sonrisa infundía coraje como en otros el ceño feroz. Vanagloriábase de ser el impulsor de aquel gran movimiento. Como comprendía por instinto que parte del éxito era debido, más que a lo que tenía de general a lo que tenía de actor, siempre se presentaba con todos sus arreos de gala, entorchados, plumas y veneras, y la atronadora música de los aplausos y los vivas le halagaban en extremo. Todo esto era preciso, pues ha de haber siempre algo de mutua adulación entre la hueste y el caudillo para que el enfático orgullo de la victoria arrastre a todos al heroísmo.

- XXIV -

Como he dicho, Palafox nos detuvo, y aunque abandonamos casi toda la calle de Pabostre, nos mantuvimos firmes en Puerta Quemada.

Si encarnizada fue la batalla hasta las tres, hora en que nos concentramos hacia la plaza de la Magdalena, no lo fue menos desde dicha ocasión hasta la noche. Los franceses empezaron a hacer trabajos en las casas arruinadas por los hornillos, y era curioso ver cómo entre las masas de cascote y vigas se abrían pequeñas plazas de armas, caminos cubiertos y plataformas para emplazar la artillería. Aquella era una guerra que cada vez se iba pareciendo menos a las demás guerras conocidas.

De esta nueva fase de batalla resultó una ventaja, y un inconveniente para los franceses, porque si la demolición de las casas les permitía colocar en ellas algunas piezas, en cambio los hombres quedaban a descubierto. Por nuestra desgracia no supimos aprovecharnos de esto al presenciar las voladuras. El terror nos hizo ver una centuplicación del peligro, cuando en realidad lo disminuía, y no queriendo ser menos que ellos en aquel duelo a fuego, los zaragozanos empezaron a incendiar las casas de la calle de Pabostre que no podían sostener.

Sitiadores y sitiados, deseosos de rematarse pronto, y no pudiendo conseguirlo en la laberíntica guerra de las madrigueras, empezaron a destruirlas unos con la mina otros con el incendio, quedándose a descubierto como el impaciente gladiador que arroja su escudo.

¡Qué tarde, qué noche! Al llegar aquí me detengo cansado y sin aliento, y mis recuerdos se nublan, como se nublaron mi pensar y mi sentir en aquella tarde espantosa. Hubo, pues, un momento, en que no pudiendo resistir más, mi cuerpo, como el de otros compañeros que habían tenido la suerte o la desgracia de vivir, se arrastraba sobre el arroyo tropezando con cadáveres insepultos o medio inhumados entre los escombros. Mis sentidos, salvajemente lanzados a los extremos del delirio, no me representaban claramente el lugar donde me encontraba, y la noción del vivir era un conjunto de vagas confusiones, de dolores inauditos. No me parecía que fuese de día, porque en algunos puntos lóbrega oscuridad envolvía la escena; mas tampoco me consideraba en medio de la noche, porque llamas semejantes a las que suponemos en el infierno, enrojecían la ciudad por otro lado. Sólo sé que me arrastraba pisando cuerpos, yertos unos, con movimiento otros, y que más allá, siempre más allá, creía encontrar un pedazo de pan y un buche de agua. ¡Qué desfallecimiento tan horrible! ¡Qué hambre! ¡Qué sed! Vi correr a muchos con ágiles movimientos, les oí gritar, vi proyectadas sus inquietas sombras formando espantajos sobre las paredes cercanas; iban y venían no sé a dónde ni de dónde. No era yo el único que agotadas las fuerzas del cuerpo y del espíritu después de tantas horas de lucha, se había rendido. Otros muchos, que no tenían la acerada entereza de los cuerpos aragoneses, se arrastraban como yo, y nos pedíamos unos a otros un poco de agua. Algunos, más felices que los demás, tuvieron fuerza para registrar entre los cadáveres, y recoger mendrugos de pan, piltrafas de carne fría y envuelta en tierra, que devoraban con avidez.

Algo reanimados, seguimos buscando, y pude alcanzar una parte en las migajas de aquel festín. No sé si estaba yo herido: algunos de los que hablaban conmigo comunicándome su gran hambre y sed, tenían horribles golpes, quemaduras y balazos. Por fin encontramos unas mujeres que nos dieron a beber agua fangosa y tibia. Nos disputamos el vaso de barro, y luego en las manos de un muerto, descubrimos un pañuelo liado que contenía dos sardinas secas y algunos bollos de aceite. Alentados por los repetidos hallazgos, seguimos merodeando, y al fin, lo poco que logramos comer, y más que nada el agua sucia que bebimos nos devolvió en parte las fuerzas. Yo me sentí con algún brío y pude andar, aunque difícilmente. Advertí que todo mi vestido estaba lleno de sangre, y sintiendo un vivo escozor en el brazo derecho, juzgueme gravemente herido; pero aquel malestar era de una contusión insignificante, y las manchas de mis ropas provenían de haberme arrastrado entre charcos de fango y sangre.

Volví a pensar sin confusiones, volví a ver sin oscuridad, y oí distintamente los gritos, los pasos precipitados, los cañonazos cercanos y distantes en diálogo pavoroso. Sus estampidos aquí y allí parecían preguntas y respuestas.

Los incendios continuaban. Había sobre la ciudad una densa niebla, formada de polvo y humo, la cual con el resplandor de las llamas, formaba perspectivas horrorosas que jamás se ven en el mundo; en sueños sí. Las casas despedazadas con sus huecos abiertos a la claridad como ojos infernales, las recortaduras angulosas de las ruinas humeantes, las vigas encendidas, eran espectáculo menos siniestro que el de aquellas figuras saltonas e incansables, que no cesaban de revolotear allí delante, allí mismo, casi en medio de las llamas. Eran los paisanos de Zaragoza que aún se estaban batiendo con los franceses, y les disputaban ferozmente un palmo de infierno.

Me encontraba en la calle de Puerta Quemada, y lo que he descrito se veía en las dos direcciones opuestas del Seminario y de la entrada de la calle de Pabostre. Di algunos pasos, pero caí otra vez rendido de fatiga. Un fraile, viéndome cubierto de sangre, se me acercó, y empezó a hablarme de la otra vida y del premio eterno destinado a los que mueren por la patria. Díjele que no estaba herido; pero que el hambre, el cansancio y la sed me habían postrado, y que creía tener los primeros síntomas de la epidemia. Entonces el buen religioso, en quien al punto reconocí al padre Mateo del Busto, se sentó a mi lado y dijo exhalando un hondo suspiro:

—Yo tampoco me puedo tener y creo que me muero.

—¿Está Vuestra Paternidad herido? —le pregunté viendo un lienzo atado a su brazo derecho.

—Sí, hijo mío; una bala me ha destrozado el brazo y el hombro. Siento grandísimo dolor; pero es preciso aguantarlo. Más padeció Cristo por nosotros. Desde que amaneció no he cesado de curar heridos, y encaminar moribundos al cielo. En diez y seis horas no he descansado un solo momento, ni comido ni bebido cosa alguna. Una mujer me ató este lienzo en el brazo derecho, y seguí mi tarea. Creo que no viviré mucho… ¡Cuánto muerto, Dios mío! ¿Y estos heridos que nadie recoge…? Pero ¡ay! yo no puedo tenerme en pie, yo me muero. ¿Has visto aquella zanja que hay al fin de la calle de los Clavos? Pues allí yace sin vida el desgraciado Coridón. Fue víctima de su arrojo. Pasábamos por allí para recoger unos heridos, cuando vimos hacia las eras de San Agustín un grupo de franceses que pasaban de una casa a otra. Coridón, cuya sangre impetuosa le impele a los actos más heroicos, se lanzó ladrando sobre ellos. ¡Ay!, ensartándole en una bayoneta, le arrojaron exánime dentro de la zanja… ¡Cuántas víctimas en un solo día, Sr. de Araceli! Pues no tiene Vd. poca suerte en haber salido ileso. Pero se morirá Vd. de la epidemia, que es peor. Hoy he dado la absolución a sesenta moribundos de la epidemia. A Vd. también se la daré, amigo, porque sé que no comete pecadillos y que se ha portado valientemente en estos días… ¿Qué tal? ¿Crece el mal? Efectivamente, está Vd. más amarillo que esos cadáveres que nos rodean. Morir de la epidemia durante el horroroso cerco, también es morir por la patria. Joven, ánimo: el cielo se abre para recibirle a Vd. y la virgen del Pilar le agasajará con su manto de estrellas. La vida no vale nada. ¡Cuánto mejor es morir honrosamente y ganar con el padecer de un día la eterna gloria! En nombre de Dios le perdono a Vd. todos sus pecados.

Después de murmurar la oración propia del caso, pronunció, bendiciéndome, el
ego te absolvo
, y extendiéndose luego cuan largo era sobre el suelo. Su aspecto era tristísimo, y aunque yo no me encontraba bien, juzgueme en mejor estado de salud que el buen fraile. No fue aquella la primera ocasión en que el confesor caía antes que el moribundo, y el médico antes que el enfermo.

Llamé al padre Mateo, y como no me respondiera sino con lastimeros quejidos, aparteme de allí para buscar quien fuese en su ayuda. Encontré a varios hombres y mujeres, y les dije: —Ahí está el padre fray Mateo del Busto, que no puede moverse.

Pero no me hicieron caso, y siguieron adelante. Muchos heridos me llamaban a su vez, pidiéndome que les diese auxilio; pero yo tampoco les hacía caso. Junto al Coso encontré un niño de ocho o diez años, que marchaba solo y llorando con el mayor desconsuelo. Le detuve, le pregunté por sus padres, y señaló un punto cercano, donde había gran número de muertos y heridos. Más tarde encontré al mismo niño en diversos puntos, siempre solo, siempre llorando, y nadie se cuidaba de él.

No se oía otra cosa que las preguntas
¿has visto a mi hermano? ¿Has visto a mi hijo? ¿Has visto a mi padre?
Pero mi hermano, mi hijo y mi padre no parecían por ninguna parte. Ya nadie se cuidaba de llevar los enfermos a las iglesias, porque todas o casi todas estaban atestadas. Los sótanos y cuartos bajos, que antes se consideraron buenos refugios, ofrecían una atmósfera infesta y mortífera. Llegó el momento en que donde mejor se encontraban los heridos era en medio de la calle.

Me dirigí hacia el centro del Coso, porque me dijeron que allí se repartía algo de comer; pero nada alcancé. Iba a volver a las Tenerías, y al fin frente al Almudí me dieron un poco de comida caliente. Al punto me sentí mejor, y lo que creía síntomas de epidemia, desapareció poco a poco, pues mi mal hasta entonces era de los que se curan con pan y vino. Acordeme al punto del padre Mateo del Busto, y con otros que se me juntaron fuimos a prestarle auxilio. El desgraciado anciano no se había movido, y cuando nos acercamos preguntándole cómo se encontraba, nos contestó así:

—¡Cómo! ¿Ha sonado la campana de maitines? Todavía es temprano. Déjenme ustedes descansar. Me hallo fatigadísimo, padre González. He estado durante diez y seis horas cogiendo flores en la huerta… Estoy rendido.

A pesar de sus ruegos le cargamos entre cuatro; pero al poco trecho se nos quedó muerto en los brazos.

Mis compañeros acudieron al fuego, y yo me disponía a seguirlos, cuando alcancé a ver un hombre cuyo aspecto llamó mi atención. Era el tío Candiola que salió de una casa cercana con los vestidos chamuscados y apretando entre sus manos un ave de corral que cacareaba sintiéndose prisionera. Le detuve en medio de la calle preguntándole por su hija y por Agustín, y con gran agitación me dijo:

—¡Mi hija!… No sé… Allá, allá está… ¡Todo, todo lo he perdido! ¡Los recibos! ¡Se han quemado los recibos!… Y gracias que al salir de la casa tropecé con este pollo, que huía como yo del horroroso fuego. ¡Ayer valía una gallina cinco duros!… Pero mis recibos, ¡Santa Virgen del Pilar, y tú Santo Dominguito de mi alma!, ¿por qué se han quemado mis recibos?… Todavía se pueden salvar… ¿Quiere usted ayudarme? Debajo de una gran viga ha quedado la caja de lata en que los tenía… ¿Dónde hay por ahí media docena de hombres?… ¡Dios mío! Pero esa junta, esa audiencia, ese capitán general, ¿en qué están pensando?…

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