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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Zona zombie (30 page)

BOOK: Zona zombie
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—No puedes ir. Tienes que quedarte aquí.

—Voy contigo —le dijo de nuevo a Richard, haciendo caso omiso de las palabras de Donna. Se quedó mirando fijamente al piloto con ojos desesperados.

—Escucha, compañero, ella tiene razón —replicó Richard—. No hay sitio. Allí quedan al menos quince personas. Si consigo llegar a ellas, necesitaré todo el espacio disponible para traerlas de vuelta, eso si me puedo acercar...

—¿Cuándo irás?

—Mira, necesito un poco de tiempo, ¿de acuerdo? Antes de hacer nada tengo que pensar cómo voy a...

—Tienes que volver. No los puedes dejar allí.

—No sé qué más puedo hacer. Van a ser un mínimo de tres o cuatro viajes.

—Entonces haz tres o cuatro viajes.

—Venga ya, Mike —intervino Donna con suavidad, agarrándolo por el brazo e intentando llevárselo—. No...

Él no se desplazó ni un milímetro, negándose a moverse.

—Michael —prosiguió Richard, mirándole a la cara—. No voy a ir a ningún sitio hasta mañana, si es que vuelvo. Es demasiado peligroso.

Michael no estaba escuchando. Se quedó mirando al piloto durante unos segundos más antes de darse la vuelta y perderse en la oscuridad. Donna contempló cómo desaparecía en la noche, sabiendo que no tenía sentido seguirle. No había nada que pudiera hacer para ayudarle.

41

Daba la sensación de que habían pasado días, pero en realidad no habían transcurrido más que un par de horas. Los once supervivientes escondidos en la oficina habían permanecido apelotonados en el pequeño cuarto de baño cuadrado, casi sin poderse mover y sin atreverse a respirar. En un silencio aterrorizado habían estado escuchando el mundo exterior durante lo que les había parecido una eternidad. Nada ahí fuera había sido lo suficientemente fuerte para poderlo distinguir, pero estaban rodeados por una banda sonora constante de cadáveres en movimiento y pisadas torpes. De vez en cuando también se escuchaban otros ruidos: lo más probable es que fueran de cadáveres que atacaban al azar a los que tenían alrededor.

La situación pendía de un hilo muy fino. Si conseguían seguir así, quizá podrían resistir hasta la mañana, pero ¿entonces qué? Croft podía sentir que la gente a su alrededor se estaba conteniendo. La presión física y mental aumentaba a cada segundo.

—Necesito moverme —dijo una voz femenina asustada, la única persona que se había atrevido a hablar en voz alta durante horas. Al principio en voz baja, la mujer había repetido sus palabras en un volumen cada vez más alto.

—Cállate —siseó Croft enfadado a quienquiera que se hubiera atrevido a romper el precioso silencio.

El espacio atestado del cuarto de baño del bloque de oficinas era terriblemente claustrofóbico e incómodo, y su reacción había sido desproporcionadamente fuerte. Lo que habría dado por un asiento. El dolor en la pierna era insoportable. No sabía cuánto tiempo más sería capaz de estar de pie.

La mujer cerca del fondo del cuarto de baño también estaba a punto de sucumbir.

—Me tengo que mover, si no lo hago voy...

—Cállate —la interrumpió de nuevo, esta vez consiguiendo mantener el tono de voz bajo.

Ya había desaparecido la última luz del día moribundo y el pequeño cuarto quedó bañado por una oscuridad fría y negra como la tinta. No podía ver quién estaba hablando. Quienquiera que fuera se tenía que callar. Hasta ahora lo habían hecho muy bien. Habían conseguido estar casi completamente en silencio y mantenerse a salvo. Los cadáveres habían perdido por el momento el interés en la oficina y sus ocupantes. El médico sabía que no haría falta mucho para que volvieran, e incluso una voz aislada podía ser suficiente. Seguramente ya habían ocupado todo el aeródromo.

—No puedo... —gimió la mujer.

Al lado de Croft, otro superviviente gimoteaba de forma patética, consciente de la fragilidad de su situación. Ahora podía ver algún movimiento frente a él. ¿Era de nuevo Jacob Flynn? Quienquiera que fuera estaba yendo hacia atrás, quizá para agarrar a la persona que estaba haciendo ruido y hacerla callar.

—¡Apártate! —chilló la mujer.

Croft sintió que sus piernas doloridas se le debilitaban a causa de los nervios. Mierda, eso era lo último que necesitaban. «Mantened la calma y no os dejéis llevar por el pánico...»

—Dios santo —gritó de forma involuntaria.

Ahora fue el turno del médico de romper el silencio cuando otra ráfaga repentina de movimiento le desequilibró sobre sus piernas heridas y provocó que cayese contra la puerta con un golpe ruidoso que recorrió el edificio vacío como un disparo. La pierna más débil se dobló y se derrumbó al suelo, haciendo que otros perdieran el equilibrio mientras caía. Quedó tendido sobre las frías baldosas del suelo, incapaz de moverse durante un momento. «Esto es inútil —pensó—, absoluta y jodidamente inútil.»

Una mano lo agarró inesperadamente y lo levantó.

—Venga, colega —le susurró en el oído una voz cansada—. ¿Estás bien?

El médico asintió, olvidando que el otro hombre no le podía ver, y estaba a punto de agradecérselo a quienquiera que fuese que le había ayudado cuando lo oyó. Un golpe aislado y fuerte, el sonido de un cadáver golpeando con un puño esquelético contra la pared exterior del edificio cerca de donde estaban escondidos. En silencio indicó al resto del pequeño grupo de supervivientes que no respondieran, pero sabía que su reacción era inevitable.

—Oh, Dios —gimió alguien—. Saben que estamos aquí. Esas malditas cosas saben que estamos aquí...

Antes de que hubiera acabado de hablar, se oyó otro golpe contra la pared exterior, éste directamente detrás de donde se encontraba Jacob Flynn. Se dio la vuelta instintivamente e intentó alejarse, pero sólo consiguió empujar a más gente y lanzar a los unos contra los otros.

Otro golpe, después otro, después otro, después el sonido inevitable de innumerables puños putrefactos martilleando la parte exterior del edificio.

—Dejadme salir —exigió alguien al lado de Croft, intentando forzar el paso.

Sintió como le agarraban por el hombro y lo apartaban de un empujón. Otra mano en su espalda, justo en medio de los omoplatos, le empujó de nuevo hacia abajo y golpeó el suelo por segunda vez en el intervalo de unos pocos minutos, dando de refilón con un lado de la cabeza en un radiador de metal frío. Conmocionado, intentó ponerse en pie, consciente de repente de que la gente pasaba a su lado y estaba saliendo del cuarto de baño. «No salgáis —pensó—. Malditos idiotas estúpidos. Por favor, no salgáis de aquí.»

Cooper, Emma, Juliet y Steve estaban sentados en medio de la sala en lo alto de la torre de control. Steve se miraba los pies, sin deseos de levantar la vista. Cooper contemplaba el claro cielo nocturno a través de los amplios ventanales que tenía en frente. Emma se masajeaba las sienes y Juliet Appleby miraba sin parpadear la oscuridad que tenía delante. Nadie había hablado durante casi una hora. Si muchas veces les había parecido que el tiempo pasaba lentamente, ahora tenían la sensación de que de alguna forma se había ralentizado de nuevo. Cada uno de los cuatro supervivientes había realizado en silencio sus propios cálculos mentales, y cada uno de ellos había llegado a la conclusión de que si el helicóptero fuera a volver, ya lo habría hecho. Con cada minuto que pasaba, parecía que se reducía la posibilidad de que Richard Lawrence volviese.

El sonido de cristales rotos y el crujido de la madera astillada perturbaron el silencio.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Emma, levantándose con rapidez de su asiento y corriendo hacia la ventana.

Se inclinó hacia delante y miró hacia abajo. La oscuridad era desorientadora. Tenía dificultades para distinguir los movimientos en medio de la interminable confusión que reinaba en el exterior.

—¿Qué está pasando? —susurró Cooper, mirando por encima de su hombro.

—Oh, Dios santo —gimió Steve delante de una ventana al otro lado de la sala.

—¿Qué?

—La oficina. Esas malditas cosas han entrado en la oficina.

Desde su posición podía ver parte del edificio que quedaba oculto a Cooper y Emma. Una ventana había estallado a los tres cuartos de su lado más largo. Los cadáveres ya estaban medio subiendo, medio cayendo a través del marco vacío de la ventana. También veía señales de que alguien intentaba salir de allí por la fuerza.

—Tenemos que hacer algo —insistió Juliet, moviéndose por la habitación para poder ver lo que estaba ocurriendo—. Por amor de Dios, tenemos que hacer algo.

—No hay nada que podamos hacer —respondió Cooper con tristeza.

—Tenemos que abrir las puertas de abajo para que puedan entrar.

—No podemos —contestó—. Entrarán miles de cadáveres antes de que puedas reaccionar.

—Pero no los podemos dejar —protestó Juliet.

—No tenemos alternativa —intervino Emma.

—Hay personas ahí abajo...

—Hay personas aquí arriba.

Mientras contemplaban la escena, un superviviente aislado se abrió paso a través de la ventana rota y con la fuerza de su huida frenética hizo salir volando a bastantes cadáveres muertos en todas direcciones.

—¿Quién es? —preguntó Steve.

Antes de que ninguno de ellos tuviera tiempo de responder ya era demasiado tarde. Quienquiera que fuese el que había escapado, fue rodeado de inmediato y engullido por la carne muerta. Se arremolinaron alrededor de la figura impotente, bloqueando cualquier ruta de escape, como una manada de animales hambrientos alrededor de su presa condenada. Por todas partes, más cuerpos seguían acercándose a la oficina, atraídos por el movimiento y el ruido repentinos.

Más abajo, más supervivientes forzaron su salida del edificio asediado y fueron engullidos por las hordas putrefactas. Aturdidos por la velocidad de los acontecimientos y por su impotencia total y absoluta, las personas en la torre de control sólo podían asistir a la conquista de la oficina.

—¿Seremos nosotros los siguientes? —preguntó Juliet, sus voz temblando por el miedo—. ¿Es eso lo que nos va a ocurrir?

—Probablemente aún no saben que estamos aquí arriba —respondió Cooper—, pero lo harán si les damos la más mínima oportunidad.

—Sólo es cuestión de tiempo —murmuró Steve para sí mismo.

—Tienes razón —asintió Emma, limpiándose de los ojos las lágrimas de miedo y frustración—. En algún momento se darán cuenta de que estamos aquí arriba y entonces...

—Entonces, ¿qué? —la presionó Juliet nerviosa.

—Mírales. Sus condiciones físicas se están deteriorando. No se pueden comunicar o razonar. Por eso cualesquiera que sean sus motivos, sólo reaccionan de una forma posible.

—¿Cómo? —preguntó la mujer ahora temblorosa, su voz poco más alta que un susurro.

—Intentarán hacernos picadillo —contestó Emma. Su respuesta clara y en tono neutro no dejaba traslucir el terror creciente que sentía.

En el cuarto de baño del bloque de oficinas, Phil Croft estaba sentado en el suelo con la espalda contra la puerta, decidido a mantener alejadas a toda costa a las malditas cosas que ahora llenaban el edificio. Pero no era idiota. Sabía que sólo era cuestión de tiempo.

Metiéndose la mano en el bolsillo de la camisa, sacó la última cajetilla de cigarrillos que le quedaba y la abrió. Le quedaba un pitillo y medio. Encendió el primero e inhaló una calada larga, bella y relajante, llenando sus pulmones con nicotina, alquitrán y humo. Encendió el segundo y lanzó la colilla encendida hacia un montón de toallas de papel, que inmediatamente empezaron a fundirse y arder. Al otro lado de la puerta podía oír los golpes, gruñidos y chillidos a medida que las diez personas que se habían quedado atrapadas con él eran destrozadas por los muertos. Se tapó los oídos e intentó llenar la cabeza con pensamientos inútiles al azar para distraerse de lo que estaba ocurriendo fuera y de su propia muerte inminente, pero no pudo. Antes siempre había sido capaz de bloquear el horror, pero esa noche no. Esa noche, el terror y el miedo desesperado eran lo único que le quedaba.

«Así es como acaba», pensó con tristeza mientras contemplaba cómo las llamas empezaban a prender en las toallas de papel y después comenzaban a chamuscar y quemar las paredes de madera del edificio. Empujó de nuevo contra la puerta, que ahora podía sentir cómo empujaban desde el otro lado los cadáveres, y apoyó los pies contra el cubículo del váter que tenía delante.

Se sentó, fumó el último cigarrillo y esperó, preguntándose si le alcanzarían antes las llamas o los cadáveres.

Desde lo alto de la torre de control, muy por encima del suelo, Cooper contempló como ardía el edificio a sus pies. Habían perdido a once buenas personas. ¿Cuánto pasaría hasta que el fuego o los cadáveres los alcanzasen a ellos? Se dejó caer al suelo y se tapó la cara. Ya no quería seguir mirando hacia el exterior.

42

Casi las primeras luces del amanecer.

Agotado, Richard Lawrence había retrasado el vuelo todo lo posible, poniendo en una balanza su cansancio físico con la necesidad de regresar rápidamente a por las personas que se habían visto obligados a dejar atrás. Ahora, siete horas después de dejarlos, pilotaba el helicóptero de vuelta sobre la tierra muerta. Bajo él parecía que había más movimiento que nunca. Donde antes sólo había tranquilidad y una calma incómoda, ahora parecía que todo el paisaje oscuro hervía de actividad. Podía ver cadáveres moviéndose con libertad, tambaleándose de un sitio a otro sin rumbo. Se preguntaba si no se lo estaría imaginando. ¿Era su mente nerviosa la que estaba exagerando lo que veía en realidad y hacía que las cosas pareciesen peores de lo que eran? Pero ¿cómo podía empeorar ya la situación?

Se trataba de un vuelo peligroso e inútil. Cuando abandonó el aeródromo, se sintió abatido y desconsolado. ¿Qué esperanzas podían tener las más o menos quince personas que habían quedado allí frente a los miles de cadáveres imparables que había visto que se dirigían hacia los pocos edificios aislados en medio del aeródromo? Muchas veces durante el viaje había considerado la posibilidad de dar media vuelta y volver a la isla, preguntándose si valdría la pena el intento de rescate. ¿Qué bien haría? ¿Qué iba a conseguir? La base había sido invadida; si había supervivientes, ¿cómo los iba a recoger? ¿Su regreso haría algo más que mofarse de los que se habían quedado atrás y prolongar su agonía? ¿Sería capaz de hacer algo más que volar alrededor del aeródromo, viendo cómo sus amigos esperaban la muerte? Por muy negra e inevitable que pareciese la conclusión de su vuelo, sabía que no tenía alternativa. Tenía que intentarlo.

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