—¿Y las ciudades? —preguntó Jack Baxter con ansiedad—. ¿Nos vamos a alejar todo lo que podamos de las ciudades?
—Lo haremos —respondió Cooper, negando deliberadamente a Peter la posibilidad de contestar—, pero tendremos que equilibrar la seguridad y los riesgos. Para llegar a Bigginford tendremos que acercarnos mucho al centro de Rowley.
—¿Qué significa «acercarnos mucho»?
—Como he dicho, habrá que equilibrar la seguridad con los riesgos. Si rodeamos Rowley, entonces tienes razón, probablemente evitaremos un montón de posibles puntos de conflicto. El problema es que también añadiremos mucha distancia y tiempo a la duración del viaje. Está claro que estaremos en mejores condiciones de tomar una decisión final cuando nos acerquemos, pero creo que nos irá mejor si seguimos esta ruta. Prefiero correr el riesgo y apostar por la opción más rápida a arriesgarnos a quedarnos sin combustible porque hemos dado un rodeo más grande de lo necesario. Podemos quedarnos atascados en medio de ninguna parte.
—No me gusta —se quejó Jack.
—A nadie le gusta nada de esto —suspiró Cooper—, pero es lo que hay. Simplemente veamos cómo está el terreno cuando lleguemos allí, ¿de acuerdo? Lo más probable es que nadie se haya acercado a Rowley durante semanas. La mayor parte de los cadáveres es posible que se hayan ido.
—Supongo.
Peter aprovechó la oportunidad del silencio momentáneo en la conversación para hablar de nuevo.
—Cooper tiene razón, Rowley puede ser un problema, pero cuando lo hayamos pasado, podremos ir viento en popa hasta llegar al aeródromo.
—¿Viento en popa? —gruñó Steve—. Maldita sea, ¿cuándo fue la última vez que algo fue viento en popa?
—¿Richard te explicó algo sobre el aeródromo? —preguntó Jack.
—Me dijo que solía ser una instalación comercial privada —respondió Cooper—. Un sitio bastante pequeño con una pista y unos pocos edificios. Se supone que lo rodea una valla para mantener alejado a cualquiera que se quisiera colar y a los amantes de los aviones.
—¿Mantiene alejados a los cadáveres?
—De momento.
—¿Y qué quieres decir con eso?
—Parece que tienen el mismo tipo de problemas que tuvimos en la base y en la ciudad.
—¿Es decir?
—Cientos de cuerpos. Probablemente miles.
El optimismo y la emoción derivados de la llegada del helicóptero habían desaparecido. Ahora iban apelotonados en los vehículos, enfrentados a la perspectiva de lanzarse de cabeza de nuevo hacia lo desconocido. Todos ellos, militares y civiles por igual, sentían el estómago atenazado por los nervios.
Cooper, Donna y Steve arrancaron los motores y se fueron acercando lentamente a la salida. Michael soltó el cierre y empujó el portón para que se abriese. Sin nada que los detuviese, los asquerosos cadáveres empezaron a avanzar hacia él sobre unos pies inestables, estirando los brazos como aspas de molino. Michael corrió hacia la parte trasera del transporte de tropas, subió y cerró la puerta de golpe. Cooper empezó a acelerar, apartando de golpe los cuerpos de su camino y dirigiendo el convoy de regreso al mundo de los muertos.
Una mezcla de buena suerte y planificación inteligente les permitió seguir adelante, y el convoy de tres vehículos alcanzó el primer tramo de autopista menos de media hora después de abandonar el polígono industrial. Era media mañana cuando se incorporaron a la carretera principal, y en las horas que llevaban viajando el sol brillante del principio se había visto engullido poco a poco por una capa impenetrable de nubes oscuras. Se había empezado a levantar una ligera niebla otoñal, casi invisible, pero que lo empapaba todo.
Peter Guest, encargado de guiar a Cooper, se había vuelto de nuevo retraído y silencioso, regresando a su comportamiento más habitual y perdiendo de repente la confianza, la energía y el interés que había encontrado temporalmente. Nadie se sorprendió. Cooper, al igual que Michael, había anticipado que tendrían problemas con él.
—Salida veintitrés —informó Cooper.
Peter levantó la mirada y se puso a comprobar de nuevo el mapa, intentando frenéticamente confirmar que seguían por el buen camino. El hecho de que no hubieran tomado ningún desvío desde la última vez que lo comprobó no parecía importar. Cuanto más se alejaban de la tienda, más nervioso se ponía.
—¿Va todo bien, Cooper? —preguntó Michael, acercándose al conductor e inclinándose sobre su asiento.
—Estoy bien —contestó, concentrado en la carretera que tenía delante.
Michael intentó mirar a través del parabrisas del transporte de tropas. En la penumbra no era fácil ver la dirección que tomaba la carretera. La niebla repentina oscurecía la mayor parte del paisaje a su alrededor y el suelo que tenían delante estaba alfombrado con una capa de cuerpos muertos y maquinaria averiada. El vehículo que controlaba Cooper era lo suficientemente potente para abrirse camino a través de los escombros y la descomposición, permitiendo así que los demás siguieran sus huellas. Rowley, la segunda ciudad más grande del condado, se encontraba ahora a menos de quince kilómetros de distancia.
—Qué lúgubre, ¿no te parece? —murmuró Michael inútilmente justo por detrás del hombro de Cooper.
—Este sitio era lúgubre hasta en sus mejores tiempos.
Incluso contando con el tráfico y otros retrasos, en un día claro hacía unos meses, aquel viaje habría llevado como mucho un par de horas. Sin embargo, en la actualidad habían tardado el doble para alcanzar las afueras de la ciudad. Aunque habían sido relativamente afortunados y no se habían encontrado con muchos obstáculos serios a lo largo de la ruta, el avance a través del paisaje en ruinas había sido muy lento. A Cooper le latía la cabeza, dolorida por el esfuerzo de estar tan concentrado durante tanto tiempo. Quería parar para descansar y estirar las piernas, pero sabía que no era posible. Los faros del transporte de tropas parecía que iluminaban de forma constante movimientos al azar y huidizos por todas partes. Figuras cojas y sombrías parecían surgir continuamente de la niebla y volvían a desaparecer en la oscuridad cuando el transporte de tropas, el camión penitenciario y la furgoneta pasaban veloces a su lado.
—¿Por dónde, Peter? —preguntó Cooper, enojado por tener que seguir presionando para que le indicara la dirección.
Peter estaba mirando de nuevo por el parabrisas paralizado y no se había dado cuenta de que se acercaban con rapidez a un cruce en la carretera. Unos pocos segundos antes había quedado oculto por la niebla.
—No estoy seguro... —tartamudeó Peter sin ser de ninguna ayuda. Con un ataque de pánico repentino, furioso e inútil, sus ojos recorrieron el mapa que tenía sobre el regazo y que intentaba seguir con una linterna.
—Venga, tenías que ocuparte de esto —le espetó el ex soldado enojado, permitiendo que aflorase su agotamiento y malestar—. ¡Por el amor de Dios, eres tú el que tienes delante el maldito mapa!
—Creo que ya lo tengo —replicó Peter, levantando la vista y atravesando la oscuridad en un intento por leer una señal de tráfico sucia y sin iluminación—. Toma la 302.
La indecisión de Peter hizo que Cooper tuviera que girar el transporte de personal con fuerza hacia la izquierda para cambiar de dirección antes de pasarse la salida. Sus pasajeros desprevenidos se vieron zarandeados en la parte de atrás.
—¿Estás seguro de eso? —le preguntó mientras conducía por una carretera oscura que realizaba un giro descendente hacia la derecha y después pasaba por debajo de la autopista que acababan de abandonar.
—Es correcto —respondió Peter en voz baja, haciendo todo lo posible para apaciguar a Cooper—. Estoy seguro de que es ésta. Tenemos que seguir esta carretera unos dos o tres kilómetros, cruzar el río y entonces encontraremos la carretera hacia Huntridge. De esta forma habremos rodeado el centro de la ciudad.
Cooper hizo que el transporte de tropas rodease un autobús de dos pisos accidentado y que había caído sobre un lado, de manera que ahora ocupaba casi toda la anchura de la carretera. El camión penitenciario lo siguió de cerca y detrás de él, la furgoneta.
—Maldita sea —maldijo Donna mientras forzaba a dos de las ruedas de la furgoneta a que se subiesen al bordillo y pasasen por encima de un arcén cubierto de hierba para esquivar al autobús accidentado.
Mucho más pequeña que los demás vehículos, la furgoneta de correos no tenía la potencia para apartar de golpe los restos de coches, bicicletas, camiones y otros obstáculos como hacían los otros dos. En lugar de abrirle camino, a medida que los otros dos conductores se abrían paso a golpes a través de los restos, los objetos que movían rebotaban con frecuencia a sus espaldas hacia el centro de la carretera y se quedaban justo en su camino.
Al igual que Peter en la parte delantera del primer vehículo, Jack también estaba estudiando el mapa.
—Ya no falta mucho —comentó, manteniendo la cabeza baja, prefiriendo mirar el mapa antes que contemplar el exterior. Siempre que levantaba los ojos podía ver las siluetas grises y en constante movimiento de los cadáveres que convergían sobre el convoy.
Jack sabía que, probablemente, no pasaría nada siempre que siguieran en marcha, pero el hecho de estar de nuevo tan cerca de los muertos lo aterrorizaba hasta la médula.
La carretera que seguían ahora era una ronda que evitaba la mayor parte del centro urbano. Una autovía ancha y de construcción reciente, cubierta con los restos diseminados de los habitantes de Rowley y de los distritos cercanos. A medida que se aproximaban al corazón sin vida de la ciudad, también aumentaba la cantidad de metal retorcido y carne putrefacta a su alrededor, amenazando con bloquear su avance. Mucha, mucha gente había caído y muerto a las afueras de la ciudad cuando los atascos de la hora punta fueron devastados por la enfermedad hacía casi ocho semanas. Ninguno de los que atravesaban aquel día los restos se sorprendió. No era nada que no hubieran visto antes.
Donna se guiaba por las brillantes luces de freno de los dos vehículos que la precedían para atravesar la penumbra gris del exterior. Simplemente imitaba sus giros y movimientos en lugar de encontrar por ella misma la mejor ruta por la carretera. Pero entonces, sin aviso previo, aumentó el brillo de las luces rojas cuando tanto el transporte de tropas como el camión penitenciario se detuvieron de repente. Su corazón empezó a latir más rápido. Clare, que había conseguido dormir unos segundos preciosos, se enderezó en el asiento cuando también se detuvo la furgoneta.
—¿Qué ocurre? —preguntó ansiosa, mirando frenéticamente de un lado a otro—. ¿Por qué hemos parado?
Ni Donna ni Jack dijeron nada. Donna vio en el retrovisor izquierdo cómo un cadáver surgía de la oscuridad y colisionaba con fuerza contra el lateral de la furgoneta. Los dos soldados sentados en la parte trasera dieron un respingo cuando la criatura empezó a aporrear sus puños putrefactos contra el metal de la carrocería del vehículo. Unos segundos después aparecieron otros cuatro más y empezaron a hacer lo mismo. Donna levantó la mirada y vio que por delante estaba ocurriendo lo mismo, más figuras oscuras y difusas se habían arremolinado alrededor de la parte trasera del camión penitenciario.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Kilgore ansioso desde la parte de atrás.
Apretó el rostro enmascarado contra la ventanilla de la puerta trasera de la furgoneta y vio más cadáveres surgiendo de la densa niebla a su alrededor.
—¿Qué demonios están haciendo, Donna? —preguntó Jack.
Donna estaba a punto de responderle que su suposición era tan buena como la suya, cuando de repente apareció Michael en la parte trasera del transporte de tropas y corrió hacia la parte delantera del vehículo, perdiéndose de vista. Donna hizo avanzar la furgoneta para tener una mejor vista de lo que estaba ocurriendo, deteniéndose cuando estuvo a la altura del camión.
—Dios santo —exclamó al ver lo que estaba pasando—. ¿Qué se supone que vamos a hacer ahora?
A corta distancia por delante de ellos se encontraba un estrecho puente de un solo carril. A ambos lados del puente había semáforos que en su momento habían controlado el flujo de vehículos en ambas direcciones, pero que ahora eran tan inútiles y estaban tan muertos como el resto del mundo. Casi a medio camino sobre el puente de un solo carril, un camión de tonelaje medio había sufrido una colisión y se había girado en un ángulo de casi noventa grados, quedando volcado con torpeza entre las balaustradas decorativas de hormigón de ambos lados. A unos seis metros bajo el puente fluía un río ancho, cuyas aguas en su momento relativamente transparentes eran ahora un lodo hediondo, sucio y de color verde amarronado, envenenado por las filtraciones putrefactas que arrastraba de la ciudad cercana.
—¿Y ahora qué? —preguntó Clare.
Jack volvió a mirar el mapa que tenía en el regazo.
—Hay otros dos puentes —indicó—. Uno se encuentra a unos seis kilómetros al norte, el otro a unos ocho o nueve kilómetros de regreso por el camino que ya hemos recorrido.
—En cualquier caso añadiríamos horas al viaje. Mierda, esto no va bien.
Oculto a la vista de la mayor parte de los cadáveres cercanos gracias a la niebla, la estrechez del puente y los diversos vehículos parados y abandonados a su alrededor, Michael revisó la obstrucción que tenía delante y después corrió de regreso al transporte de tropas. Encontrando alguna forma de escurrirse por el espacio angosto, un cadáver se lanzó sobre él saliendo de la nada, surgiendo furioso desde las sombras sin aviso previo. Cogido por sorpresa, Michael recibió toda la fuerza del impacto en la cabeza y la criatura lo lanzó contra el lateral del transporte. El hedor inevitable a carne podrida le inundó los pulmones, provocando que jadeara y escupiera. Instintivamente levantó los brazos para protegerse la cara y reculó asqueado mientras agarraba el cadáver putrefacto. Como la mayor parte de su ropa harapienta había sido arrancada hacía tiempo, sus dedos se deslizaron a través de la carne blanda y grasienta que le cubría los huesos. Michael cerró los dedos de la mano derecha, estremeciéndose mientras desgarraba la piel muerta y los restos de órganos putrefactos empezaban a chorrear por sus brazos. Agarró sus costillas medio al aire, empujó con fuerza el cadáver, corrió hacia delante y lo lanzó por encima de la barandilla del puente. Perdiéndose de vista, el cadáver cayó durante varios segundos antes de hundirse en el agua turbia. Deteniéndose sólo para limpiarse las manos en la hierba húmeda que tenía a sus pies, Michael volvió a subir al transporte de personal.