—¿Estás bien? —preguntó Emma.
Michael asintió.
—Perfecto —respondió mientras se dirigía hacia delante en busca de Cooper—. Parece que sólo está el camión bloqueando el camino, aunque está bastante bien atrancado. No lo podremos mover a mano. Tendrás que empujarlo por el lateral del puente.
Cooper no perdió tiempo valorando las alternativas. En su lugar aceleró lentamente hacia el bloqueo. El camión penitenciario, rodeado ahora por unos cuarenta o cincuenta cadáveres descontrolados, que arañaban y luchaban entre ellos para alcanzar a las personas que se encontraban en el interior, también reemprendió la marcha. En la furgoneta de correos, Donna, rodeada por una multitud algo más pequeña, aunque no menos animada o violenta, le siguió justo detrás.
—¿Ves donde sobresale la esquina del capó? —indicó Michael, aún sin aliento, inclinándose hacia la parte frontal del transporte de tropas y señalando el camión accidentado que tenían justo delante—. Si lo golpeas allí y le das un buen empujón, creo que podrás lanzarlo por el muro.
De nuevo, Cooper no respondió, concentrado en intentar evaluar la física de la situación en los pocos segundos que le quedaban antes de chocar. Parecía que Michael tenía razón. El camión estaba colocado en una posición en la que si le conseguía dar de la forma adecuada, su parte posterior atravesaría la balaustrada de hormigón y caería por el borde.
—¿Qué es eso? —preguntó Sheri Newton.
Estaba sentada al lado de Michael, mirando por encima del hombro de Cooper y observando a través del parabrisas la parte frontal del vehículo y al otro lado del puente.
—¿Qué? —gruñó Cooper, intentando concentrarse.
Sheri levantó el dedo y señaló hacia delante.
—Allí.
Michael levantó la vista y vio que había movimiento al otro lado del camión accidentado. La niebla era ligeramente menos densa en el otro extremo del puente. Al mirar fijamente la penumbra gris, se dio cuenta de que podía ver cadáveres. Había al menos diez o veinte. No, espera, había muchos más. En el momento más oportuno, el viento suave se llevó buena parte de la niebla, revelando durante un momento una muchedumbre densa de cascarones vacíos que llenaban la calzada al otro lado del río, todos ellos intentando moverse en la dirección de la luz y el ruido que se dirigía hacia ellos. Mientras Michael contemplaba la masa en movimiento de siluetas putrefactas, muchas de las criaturas que se encontraban en las primeras filas de la muchedumbre empezaron a arañar y a destrozar a los que tenían alrededor, impulsadas a dicho frenesí por los vehículos que se aproximaban.
—¿Por qué hay tantos? —preguntó Sheri nerviosa, siendo su voz poco más que un susurro.
La respuesta a su pregunta, aunque nadie se molestó en pronunciarla, era sencilla. El sonido que había producido el convoy se había propagado y había atraído la atención de prácticamente todos los cadáveres que se encontraban en las zonas más cercanas. Las criaturas a ambos lados del río se habían sentido atraídas por el ruido. Las que se encontraban al otro lado del río se habían acercado a aquella perturbación de la calma, siendo el estrecho puente la única forma de acercarse a ella. La creciente muchedumbre había sido canalizada hacia delante por los laterales del puente, y de la misma forma que los restos del camión evitaban que Cooper y los demás siguieran avanzando, también habían impedido que se acercasen los cuerpos. Ajenos a la obstrucción, cada vez más cadáveres seguían avanzando, como siempre, sin pausa hacia el ruido, apelotonándose en un tapón hinchado de carne enferma y putrefacta.
Cooper apenas era consciente de los cadáveres, dado que estaba concentrado en mover el camión. ¿Lo embestía o sólo lo empujaba con una fuerza lenta y constante? El vehículo que conducía era potente y respondía bien. En lugar de arriesgarse a herir a sus pasajeros lanzándose contra el bloqueo e intentando apartarlo de un golpe, decidió seguir la opción más prudente. Aumentó ligeramente la velocidad para darse suficiente impulso y se dirigió hacia el capó protuberante del camión, tal como le había señalado Michael. Las personas en la parte trasera del transporte de tropas se vieron lanzadas hacia delante y después cayeron de nuevo en sus asientos cuando los dos vehículos tomaron contacto. El metal empezó a chirriar y a presionar contra el metal.
—Vamos —le animó Michael en voz baja mientras Cooper aceleraba porque los restos que tenía delante se empezaban a mover.
Retrocedió unos pocos centímetros, pero después se detuvo cuando la rueda trasera del lado del conductor se atrancó contra el bordillo. Cooper aceleró de nuevo y empujó con más fuerza. No se movía. Empujó de nuevo con más fuerza y entonces, tras lo que le pareció una espera interminable y con el motor al máximo, el camión se rindió finalmente a la fuerza que le estaban aplicando. Las ruedas traseras saltaron al aire a causa de la presión y el chasis retorcido retrocedió unos centímetros más. Otro empujón por parte de Cooper y pudo sentir cómo el camión arañaba el muro. Peter Guest se inclinó hacia su ventanilla y vio cómo una lluvia de polvo y de grandes trozos de mampostería rota se precipitaba hacia las aguas contaminadas que tenían debajo.
—Casi lo has conseguido —comentó nervioso, sin perder de vista los cadáveres que había delante—. Dale otro empujón y...
Cansado de esperar, Cooper aceleró de nuevo con fuerza, precipitándose contra el capó del camión, esta vez enviándolo contra el agujero en el muro. Durante una fracción de segundo se mantuvo en un equilibrio inestable, balanceándose y tambaleándose de forma exasperante sobre el borde antes de perder el equilibrio y caer hacia atrás, dándose la vuelta e impactando con el techo contra el río. En cuanto el camino estuvo libre, Cooper avanzó a gran velocidad, lanzándose ahora con toda la potencia contra la muchedumbre de cuerpos que avanzaban hacia él, atravesándolos en un torrente de sangre, huesos, humores y putrefacción, aplastándolos casi al instante.
Libres ahora para avanzar de nuevo, el convoy atravesó con facilidad el resto del estrecho puente y prosiguió el viaje, rodeando los restos de la ciudad muerta.
El camino al otro lado del río estaba bastante despejado y no planteaba demasiados problemas. A poco más de un kilómetro, la carretera que habían estado siguiendo se volvía a ampliar a dos carriles, y las vías en dirección a la ciudad estaban atestadas con la familiar escena de cientos de vehículos que habían chocado en cadena, algunos de ellos con los restos podridos de conductores y pasajeros aún atrapados en su interior, luchando por salir a medida que se acercaba el convoy. En comparación, los dos carriles en dirección contraria estaban casi vacíos; muchos menos vehículos salían de Rowley cuando atacó la infección. Cooper condujo el convoy a través de la mediana, abriendo un agujero en una sección de quitamiedos que ya estaba dañada. Conducir en el lado erróneo de la carretera parecía antinatural, pero no cabía duda de que era más rápido y fácil.
Un pequeño respiro en la niebla y la lluvia aumentó durante un rato muy breve el nivel de luz vespertina de finales de octubre. La carretera trazaba una curva larga y suave con bosques a un lado y las sombras de la ciudad de Rowley al otro. No importaba el tiempo que hubiera pasado desde que el germen (si realmente era eso lo que había provocado todo el daño) atacase y lo destruyese todo, la visión de una ciudad antaño ajetreada y poderosa sumida en una oscuridad total y sin una sola luz en ninguno de sus edificios seguía siendo perturbadora. Era un gran recordatorio de la magnitud de lo que le había pasado al mundo.
Peter Guest parecía haber recuperado un poco la compostura.
—En algo menos de un kilómetro tendríamos que llegar a una serie de rotondas —explicó, siguiendo con atención en el mapa cada centímetro de su progreso y comprobándolo con sus notas manuscritas—. Sigue recto hasta que lleguemos a la quinta, entonces giras a la izquierda. Aproximadamente, unos treinta kilómetros después casi habremos llegado.
Michael se arrodilló en el suelo de la parte trasera del transporte de tropas y se lavó las manos con un desinfectante muy fuerte que habían cogido de la tienda, intentando eliminar el detestable olor de la carne muerta. Emma estaba sentada a su lado, contemplándolo con atención y de vez en cuando levantando la vista y mirando a través de la ventanilla. Cada pocos segundos, la luz de uno de los vehículos iluminaba la ventana de un edificio vacío o el parabrisas de un coche parado, reflejándose durante un instante, haciendo que mirase dos veces y se preguntase si había alguien dentro. Sabía que no había nadie, pero seguía mirando por si acaso.
Sintiendo pinchazos en las manos y con los ojos llorosos, Michael terminó lo que estaba haciendo y se derrumbó con fuerza en el asiento al lado de Emma, mientras el transporte de tropas giraba alrededor de la primera rotonda.
—¿Estás bien? —preguntó Emma.
—Bien.
—Apestas.
—Muchas gracias.
Emma no sabía qué era peor: el hedor de la carne muerta o el olor acre de los productos químicos que Michael había vertido sobre sus manos.
—Estaba pensando —le dijo, apoyándose en ella y susurrando en voz baja—. Si esto funciona, quiero llegar a la isla lo antes posible. Creo que ambos tendríamos que hacerlo.
—¿Por qué? —preguntó Emma, su voz igualmente baja.
—Porque si crees todo lo que hemos escuchado, entonces podría ser el lugar donde acabemos pasando el resto de nuestras vidas. Quiero asegurarme de que tendremos allí todo lo que necesitamos.
—¿No te parece que eso es un poco egoísta? ¿Qué pasa con...?
—No estoy sugiriendo que hagamos nada en perjuicio de nadie —explicó Michael con rapidez, ansioso por dejar claro que no estaba siendo completamente egocéntrico—. Sólo me quiero asegurar de que tengamos lo que necesitemos. Y no sólo estoy hablando de ti y de mí, sino que también estoy hablando de todos éstos.
Echó un vistazo alrededor del transporte de tropas hacia las otras personas que viajaban con ellos. Resultaba descorazonador que incluso ahora, después de haber pasado tanto tiempo juntos, el grupo siguiera dividido y disperso. En general, parecía que los supervivientes se encuadraban en dos categorías distintas: los que hablaban del futuro y hacían algo al respecto, y los que no lo hacían. Michael pensó que resultaba interesante que pudiera nombrar a todos aquellos que al menos habían intentado mirar hacia delante y construir algo con lo poco que les había quedado. Los demás, los que seguían pasando cada día en silencio hundidos en la autocompasión y la desesperación, seguían sin tener nombre ni rostro.
—Lo que estoy diciendo —le explicó a Emma, ansioso por que quedara claro— es que nos tenemos que asegurar de que seguimos al mando y de que no nos pasen por encima y nos quedemos con las sobras sólo porque ellos tienen un maldito helicóptero. Este poco de control es todo lo que nos queda.
Dos vehículos detrás, los nervios empezaban a crisparse.
—¿Queréis hacer el favor los dos de acabar con el maldito gimoteo? —gritó Donna, mirando por encima del hombro a los dos soldados derrumbados en la parte trasera de la furgoneta—. Lo único que habéis hecho durante la última hora es quejaros. Si no tenéis nada positivo que decir, no digáis nada de nada.
—Yo tengo un montón de cosas que decir —le respondió Kilgore también a gritos—. El problema es que no me quieres escuchar.
—Sólo te tienes que quitar la maldita máscara para que te oigamos bien.
—Venga ya, Donna, ¿no te parece que eso ha sido un poco duro? —murmuró Jack en la parte delantera de la furgoneta—. Déjalo estar, no vale la pena. Sólo es un maldito idiota aterrorizado ante la muerte. Ambos lo están, lo puedes ver en sus ojos.
Donna contempló en el retrovisor cómo Kilgore, enfadado, se dejaba caer de nuevo en su asiento como un niño enfurruñado, cruzando los brazos y volviéndose de espaldas a ella para mirar por la ventanilla.
—Ahora mismo los tendríamos que echar a los dos —comentó Donna a través de la comisura de los labios—. No sé por qué nos molestamos siquiera en traerlos con nosotros. Deberíamos hacer lo que Cooper le hizo a los otros dos y...
—Venga ya —suspiró Jack decepcionado—, sabes tan bien como yo por qué Cooper hizo lo que hizo. Esto es diferente. Al fin y al cabo son sólo personas como tú y como yo.
—Aun así.
Jack movió la cabeza con tristeza. Sabía (o al menos tenía la esperanza) que Donna no creía de verdad lo que estaba diciendo. Quizá se trataba sólo de la tensión y la incertidumbre del día, que la estaban alterando como lo estaban haciendo con él. Sin el menor deseo de prolongar la conversación, devolvió su atención a los mapas.
El convoy se aproximaba con rapidez a la tercera de las cinco rotondas que debían atravesar de camino hacia el aeródromo. Cansada, Donna se enderezó en el asiento y dejó que la furgoneta quedara un poco atrás para permitirle una visión más amplia de la carretera que tenía delante. En el centro de la isleta en medio de la calzada se alzaba un monumento a los caídos en piedra, alto y en forma de aguja, que podía ver recortado contra el cielo que se iba oscureciendo. En su base había recibido el impacto de un camión que había perdido el control al morir su conductor. El enorme camión se retorcía a su alrededor de una forma muy extraña, con la cabina caída hacia un lado y la mitad de las ruedas levantadas del suelo.
—Da el giro con suavidad —le advirtió Jack mientras los dos vehículos que iban delante redujeron la velocidad para rodear el accidente.
Un cuerpo salió de la oscuridad y salió al paso del transporte de tropas, distrayendo a Cooper y provocando que diera un volantazo. Steve Armitage, que le seguía demasiado cerca y no estaba prestando demasiada atención, golpeó la parte trasera del camión accidentado, haciendo que se empotrase más en la base del monumento. Levantó la mirada a tiempo para ver que el alto monumento de piedra se estaba moviendo. Aumentó la velocidad y se dirigió con rapidez hacia la salida que acababa de tomar Cooper.
—¡Mierda! —chilló Donna al ver cómo el camión y el transporte de tropas se evitaban y seguían adelante.
Desde donde se encontraba podía ver que el monumento, ya inestable, había quedado seriamente debilitado por el impacto y por la consiguiente vibración. Al alejarse el camión penitenciario, la punta del monumento se empezó a mecer. Su caída era inevitable, así que en lugar de correr ningún riesgo innecesario, Donna fue frenando la furgoneta. Contemplaron desde la distancia cómo la alta aguja de piedra caía al suelo, rompiéndose en tres grandes trozos. Incluso antes de asentarse el polvo resultaba obvio que la carretera que tenía delante había quedado bloqueada.