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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Zona zombie (9 page)

BOOK: Zona zombie
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—Estupendo —le espetó Donna—. Dios santo, ¿por qué no haces un poco más de ruido? Será mejor que encendamos esa maldita luz porque todos los cadáveres en este jodido lugar estarán ahora de camino hacia aquí.

—¿No te has parado a pensar que debe de haber alguna razón por la que ninguno de nosotros se preocupa por llevar armas? —añadió Jack—. Un disparo puede acabar con uno de ellos, pero hay miles de estas malditas cosas ahí fuera, y el ruido que has producido para deshacerte de uno hará que cientos más empiecen a husmear a tu alrededor.

Donna empezó a revisar las estanterías cercanas en busca de algo que pudiera iluminar el oscuro edificio. Otros siguieron su ejemplo. Kelly Harcourt, la soldado con la que Michael había hablado antes, salió de nuevo al exterior y regresó con un puñado de linternas procedentes del transporte de tropas.

—¿Por qué demonios no las trajiste en un principio? —le gritó Donna, arrebatándole con furia una de las linternas.

—No te pases, Donna —le rebatió Jack mientras agarraba una de las linternas y la encendía.

Numerosos círculos de luz brillante se movieron en diferentes direcciones alrededor de la extensa superficie de la tienda, iluminando de vez en cuando cadáveres que se tambaleaban en su dirección.

—Quedaos aquí y esperad que vengan hacia nosotros —ordenó Cooper.

Apareció el primer cadáver. Moviéndose con torpeza y arrastrando detrás de sí un pie inútil, todas las linternas se centraron inmediatamente en la criatura. Su cara —lo que quedaba intacto— estaba muy descolorida y tenía un brillo ceroso y antinatural. La descomposición se había comido la mayor parte de la nariz, el ojo derecho y una mejilla, y los pocos dientes amarillos que le quedaban, que chirriaban constantemente, se veían a través del agujero más grande que se había abierto en su carne. Seguía vistiendo los restos andrajosos del uniforme de un dependiente de la tienda: una camisa azul, con un cuello que ahora parecía varias tallas demasiado grande a causa de la demacración del cuerpo, y una corbata roja. Donna encontró grotesco que el cadáver siguiera luciendo una corbata. Incluso seguía llevando la chapa con su nombre colgada del bolsillo de la camisa, aunque el nombre había quedado tapado por el moho y por las gotas de sangre y de otros fluidos corporales. Cooper se encargó de él, golpeándolo con un extintor y arrancándole prácticamente la cabeza de los hombros. Cayó al suelo mientras tres cuerpos más penetraban en la luz.

Bastó media hora para que los supervivientes se deshicieran de los cadáveres que quedaban y los dispusieran en un gran montón en el exterior. Después, muchos miembros del grupo se dedicaron a revisar el edificio, recogiendo todo lo que pudiera resultar útil, felices de tener algo que hacer durante un rato. Los cadáveres del exterior no se habían materializado en el gran número que había esperado el grupo. Aprovecharon esa ausencia para hacerse con toda la comida y bebida en buen estado de la cocina del pub cercano y de los puestos en el vestíbulo del cine al otro lado de la calle: en su mayor parte chucherías y latas de bebida, pero eran mejor que nada. Para cuando los que habían salido volvían a estar seguros dentro de la tienda, unos veinte cadáveres se habían reunido delante de la entrada principal del edificio, y la mitad de ellos estaban golpeando la alambrada que rodeaba la zona de carga, pero aun así no se acercaba ni de lejos a la ingente cantidad reunida alrededor del búnker.

—No suponen ningún problema cuando la situación es así y sólo hay unos pocos —explicó Cooper, intentando informar a Stonehouse—. El problema surge cuando no tienes cuidado: uno de ellos atrae a otro, después a otro y así sucesivamente, hasta que de repente te tienes que enfrentar a cientos. Y ahí fuera hay miles y miles de estos cabrones, así que usa las armas como último recurso. En silencio, ¿de acuerdo?

Stonehouse estaba sentado delante de Cooper, derrumbado con desánimo en una silla en una zona de la tienda que parecía una oficina, donde suponía que con anterioridad los clientes se habían sentado con los vendedores para pedir un crédito. Jack estaba sentado con ellos. Donna, Emma y Michael también se encontraban cerca, como otros muchos. A corta distancia, los otros tres soldados estaban sentados en silencio sobre una pila de grandes cojines y pufs de colores estridentes que parecía que habían sido diseñados para su uso en dormitorios infantiles.

—¿Y ahora qué? —preguntó Stonehouse.

Jack se lo quedó mirando e intentó imaginar cómo debía de sentirse, atrapado en el incómodo traje de protección, sabiendo que si se lo quitaba, lo más seguro es que sufriera una muerte rápida y dolorosa. Jack se imaginaba que él sería capaz de soportarlo durante unas pocas horas, quizás incluso un par de días por necesidad, pero los cuatro soldados que viajaban ahora con ellos deberían vivir así de forma indefinida. No sabía cómo iban a ser capaces de comer, beber o hacer cualquier otra cosa. Seguramente sólo sería cuestión de tiempo hasta que se vieran obligados a quitarse los trajes. Tanto si se daban cuenta como si no (y estaba bastante seguro de que eran conscientes de ello), sólo estaban esperando la muerte. Prolongando lo inevitable.

—Deberíamos quedarnos aquí mientras sea seguro —respondió Cooper, contestando finalmente a la pregunta del soldado—, después veremos lo que podemos conseguir y descubrir qué necesitamos...

—¿Y después qué?

—Supongo que seguiremos adelante.

—¿Hacia dónde?

—¿Cómo demonios se supone que lo voy a saber?

—El problema es —intervino Jack— que ya no hay ningún sitio seguro. Dios santo, todos vosotros con vuestras malditas armas y vuestros tanques y todo lo demás no habéis sido capaces de protegeros. ¿Qué esperanzas crees que nos quedan a nosotros?

Cooper levantó la cabeza e hizo un gesto para hacerlo callar.

—Venga ya, Jack, ya hemos hablado de esto cientos de veces —replicó antes de volverse de nuevo hacia Stonehouse—. Los cadáveres se están pudriendo. Tienen más control que antes, pero el hecho es que se siguen descomponiendo. Antes de que pase demasiado tiempo llegarán a un punto en que no serán funcionales.

—¿Y cuándo será eso?

—Supongo que en unos pocos meses.

—¿Meses? Maldita sea, ¿se supone que nos tenemos que quedar aquí sentados durante meses?

—Es posible que tengas que hacerlo. ¿Podrías resistir todo ese tiempo?

—Lo dudo. En cualquier caso, deshacerse de los cuerpos no significa eliminar el germen. El aire seguirá lleno de esa mierda que no podemos respirar.

—Entonces, ¿qué vais a hacer?

—No parece que tengamos más opción que intentar volver a la base —contestó Stonehouse—. Ocurra lo que ocurra, estamos muertos si nos quedamos aquí. Vale la pena intentar volver si podemos.

—No tenéis nada que perder —comentó Jack en voz baja.

—Me parece que ya está todo perdido.

10

El reloj de Clare Smith marcaba las tres menos cuarto. La cavernosa tienda era fría y levantaba ecos. Estaba tendida inquieta en el suelo al lado de Donna sobre un colchón polvoriento que habían arrastrado hacía unas horas desde el departamento de muebles. Estaba físicamente exhausta, pero era incapaz de dormir. Se incorporó sobre un codo y miró a su alrededor. Más o menos la mitad de los supervivientes también estaban despiertos.

Clare necesitaba relajarse, pero no era capaz de sentirse cómoda. Sus tripas se retorcían con oleadas repentinas de calambres. Probablemente sólo eran los nervios, se dijo a sí misma, o eso o la sobredosis de alimentos dulces que había ingerido antes. Fuera cual fuese la razón, ahora mismo la sola idea de pensar en comer le provocaba arcadas. Hacía una hora había estado con diarrea. Dios santo, había sido humillante. Se había sentado en una taza del váter reseca en el extremo más alejado del edificio y había gritado a causa del malestar y la humillación. Estaba segura de que todo el mundo la había oído. Incluso ahora, después de vivir de forma austera durante casi seis semanas y de pasar incluso sin las necesidades humanas más básicas, algunas veces la situación la sobrepasaba. Era una adolescente y, a pesar de lo que le había ocurrido al resto del mundo, su cuerpo se seguía desarrollando como era normal. Hacía unos días tuvo su primera regla. Donna la ayudó y la tranquilizó todo lo que pudo, pero no había sido fácil. Donna también estaba luchando. Todos y cada uno de ellos estaba librando su propia batalla.

Clare se tendió de nuevo y se quedó mirando el alto techo, estudiando las vigas de metal que sostenían el tejado y las luces. Deseaba que las pudieran encender. Hacía semanas que vivían en una oscuridad casi constante.

Los párpados le pesaban, pero seguía sin poder dormir. Sabía que en cuanto amaneciese, se levantarían y se irían, y no sabía cuándo podrían parar de nuevo. No sabía si tendría suficiente fuerza para continuar si no descansaba un poco. Ya era lo suficientemente duro seguir adelante cuando no sabían dónde estaban o lo que iban a hacer.

Oía algo.

Se sentó y escuchó. En la distancia podía oír sin lugar a dudas un ruido leve y mecánico. ¿Quizá más soldados que habían escapado del búnker? El mundo estaba tan silencioso que este sonido nuevo e inesperado parecía no proceder de ninguna dirección. ¿Se lo estaba imaginando? ¿Se trataba sólo de su mente cansada jugando a un juego cruel, o tal vez era algo más escondido en este edificio extraño?

Cada vez era más fuerte.

Se dio cuenta de que no era la única que lo había oído. Un par de personas más estaban ahora sentadas. Se inclinó y sacudió a Donna.

—¿Qué? —gruñó Donna apática antes de recordar de repente dónde se encontraba y dio un respingo con rapidez, preocupada de que algo fuera mal—. ¿Qué ocurre?

—Escucha.

Ahora no cabía duda de que el ruido se estaba acercando. Sonaba como un motor, pero nada que pudieran reconocer. Siguió aumentando constantemente en volumen y después se volvió poco a poco más claro; un traqueteo y golpeteo por encima del rugido del motor. Donna creía saber lo que era, pero se negaba a creerlo. Era cada vez más fuerte, hasta que pareció que el edificio se veía sacudido por aquel ruido ensordecedor. Michael se puso en pie y corrió hacia la parte delantera de la tienda, aplastando la cara contra el vidrio, intentando ver a través de los huecos de la reja de seguridad. Muy por encima del edificio, al parecer desde la nada, apareció de repente una columna de una luz blanca y brillante. Barrió varias veces toda el área del polígono industrial y después se detuvo, iluminando la zona de carga al lado de la tienda. La realidad de la situación tardó unos segundos en calar: había un helicóptero parado justo encima del edificio.

—¿Es uno de los vuestros? —le preguntó Jack a Stonehouse.

—No tiene nada que ver con nosotros —contestó el soldado.

Cooper agarró el fusil de uno de los soldados y desapareció a través de la puerta lateral que habían usado en su momento para entrar en el edificio. Stonehouse y Jack lo siguieron hacia la zona de carga y se agacharon a su lado junto al camión penitenciario, todos ellos protegiendo sus ojos de la luz brillante y del viento racheado. El piloto del helicóptero estabilizó con habilidad la máquina y la hizo aterrizar en el espacio entre los tres vehículos. Cooper contempló ansioso cada metro de su lento descenso.

El motor y las luces del helicóptero se apagaron. Las palas del rotor se empezaron a detener y el ruido se fue difuminando, pero el vacío quedó inmediatamente cubierto por el sonido familiar de los cadáveres precipitándose contra la alambrada de tela metálica.

—¿Quién demonios es? —preguntó Jack.

Antes de que nadie pudiera contestar, se abrieron las puertas laterales de la cabina del helicóptero. Dos personas saltaron a tierra, ambas agachándose instintivamente para evitar las palas aún en movimiento. Un hombre fornido y un mujer más pequeña y rechoncha estaban delante del helicóptero y miraban a su alrededor en busca de señales de vida.

—¡Hola! —gritó el hombre—. ¿Hay alguien ahí?

Su llamada provocó una reacción súbita e intensa de la muchedumbre de cadáveres al otro lado de la alambrada, pero nada más. Después de unos segundos pasados en silencio valorando otras opciones, Cooper se puso en pie y salió de las sombras. Seguía agarrando con fuerza el fusil del soldado, asegurándose de que fuera claramente visible, pero también mantuvo el cañón apuntando hacia el suelo.

—¡Por aquí! —gritó.

El hombre y la mujer se dieron la vuelta y anduvieron hacia él. Para su alivio parecían relativamente normales: civiles mal vestidos y desarmados.

—¿De dónde demonios han salido?

—De las afueras de Bigginford —contestó el hombre—. Soy Richard Lawrence. Ésta es Karen Chase.

—¿Va todo bien, Cooper? —preguntó Michael, apareciendo de repente en el exterior, flanqueado por un soldado y otros dos supervivientes.

Algunas personas más estaban de pie en el quicio de la puerta justo detrás de ellos, mirando con gran interés. Cooper los ignoró a todos y se acercó a los recién llegados.

—¿Cómo demonios nos han encontrado? Sólo llevamos aquí unas horas.

—No resulta difícil desde ahí arriba —respondió Richard, haciendo un gesto hacia el helicóptero. Se retiró de la cara el cabello canoso y largo removido por el viento para poder ver mejor a Cooper—. Vimos antes la muchedumbre, así que supimos que pasaba algo por los alrededores —prosiguió, refiriéndose a la batalla en el búnker—. Por eso estábamos atentos en busca de alguien que intentase huir. Y vosotros destacáis como un pulgar hinchado.

—¿Por qué?

—Llevo pilotando helicópteros desde hace años —explicó—. Te acostumbras al aspecto que deben tener las cosas desde ahí arriba. Es fácil descubrir lo que se sale de lo normal, en especial cuando todo lo demás está tan jodido. No resulta frecuente ver vehículos como ésos aparcados en la parte trasera de lugares como éste. No son exactamente camiones de reparto, ¿no te parece?

Tenía razón, admitió Cooper en silencio.

—¿Cuántas personas tienen aquí? —preguntó Karen, mirando el gentío en la puerta.

—No lo sé con exactitud —respondió Cooper—. Entre treinta y cuarenta.

—Deberíamos hablar dentro —sugirió Michael, que ya estaba regresando hacia la puerta, muy consciente del efecto que había producido la llegada del helicóptero en la masa creciente de cadáveres que se encontraba en las proximidades.

Los extraños le siguieron dentro, y cuando llegaron a la zona central donde había acampado el resto del grupo, todo el mundo estaba despierto y levantado, y sabían lo que estaba pasando. Las conversaciones nerviosas y en voz baja quedaron acalladas inmediatamente cuando los dos desconocidos entraron en la tienda. Convertidos repentinamente en el centro de atención, Richard y Karen se encontraron en medio del grupo, sintiéndose raros y vulnerables, y saludando con la cabeza a las pocas caras que pudieron distinguir en la penumbra.

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