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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (10 page)

BOOK: Bajo el hielo
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De nuevo hubo un titubeo.

—Estábamos concentrados con la película.

Mentía. Servaz tenía el convencimiento absoluto. Habían contado una sarta de mentiras que habían ideado juntos antes de la llegada de los gendarmes. Las mismas respuestas, las mismas vacilaciones…

—Un partido más dos películas suman aproximadamente cinco horas —calculó Servaz como si fuera un jefe de restaurante que preparara la cuenta en la caja registradora—. Pero en las películas no hay ruido todo el tiempo, ¿no? En toda película hay momentos de silencio, incluso en las de terror… Sobre todo en esas: cuando la tensión sube, cuando el suspense llega a su punto máximo… —Servaz volvió a inclinarse. Rozando casi la cara del vigilante con la suya, percibió su mal aliento… y su miedo—. Los actores no están siempre dando gritos ni los matan todo el rato, ¿no? El teleférico, ¿cuánto tarda en subir allá arriba? ¿Quince minutos?, ¿veinte? Y para bajar lo mismo. ¿Entiendes adonde quiero ir a parar? Sería una grandísima coincidencia que el estruendo del teleférico hubiera quedado completamente ahogado por los ruidos de la película, ¿no? ¿Qué te parece?

El vigilante le lanzó una mirada de animal acorralado.

—No sé —dijo—. Quizá fue antes, o durante el partido… En todo caso, nosotros no oímos nada.

—¿Aún tenéis ese DVD?

—Hum… Sí.

—Perfecto, haremos una pequeña reconstrucción… para ver si es materialmente posible que vuestro espectáculo privado asfixiase todo ese ruido. Y probaremos también con un partido de fútbol. E incluso con una porno, mira… ya puestos.

Servaz vio cómo resbalaba el sudor por la cara del guarda.

—Habíamos bebido un poco —confesó, con voz tan baja que Servaz tuvo que hacérselo repetir.

—¿Cómo?

—Habíamos bebido…

—¿Mucho?

—Bastante.

El vigilante levantó las manos, encarando las palmas hacia arriba.

—Oiga… Usted no se puede imaginar cómo son las noches de invierno aquí, comisario. ¿Le ha echado un poco el ojo a esto? Cuando se hace de noche, uno tiene la impresión de estar solo en el mundo. Es como si… como si estuviera en medio de la nada… ¡En una isla desierta, eso es! Una isla perdida en medio de un mar de nieve y de hielo —añadió con sorprendente lirismo—. En la central, a todo el mundo le da igual lo que hagamos aquí por la noche. Para ellos somos invisibles, no existimos. Lo único que quieren es que nadie venga a sabotear el material.

—No soy comisario, sino comandante. En todo caso, alguien logró subir hasta aquí, forzó la puerta, puso en marcha el teleférico y cargó un caballo muerto —señaló con paciente tono Servaz—. Todo eso lleva su tiempo, y no pasa inadvertido.

—Habíamos cerrado los postigos. Anoche hubo tempestad, y la calefacción funciona mal. Entonces nos encerramos, bebimos un poco para calentarnos y pusimos la tele o la música a todo volumen para no oír el viento. Es posible que, al estar cargados como estábamos, pensáramos que los ruidos eran de la tormenta. No hemos hecho bien nuestro trabajo, es verdad, pero lo del caballo… no hemos sido nosotros.

Había sonado convincente. A Servaz no le costaba imaginar cómo sería una tempestad allí. Las ráfagas de viento, la nieve, los viejos edificios desiertos llenos de corrientes de aire, los postigos y las puertas que chirrían… Aquello produciría un temor instintivo, el mismo que embargaba a los primeros hombres ante el furor desbocado de los elementos… incluso a dos tipos duros como aquellos.

Aún dudaba. Las versiones de ambos concordaban, pero de todas maneras no les creía. Desde cualquier ángulo que enfocase el problema, Servaz estaba al menos seguro de algo: mentían.

* * *

—¿Qué tal?

—Sus declaraciones coinciden.

—Sí.

—Un poco demasiado.

—Yo pienso lo mismo.

Se habían reunido con Maillard y Ziegler en una reducida habitación sin ventana, iluminada por la pálida luz de un fluorescente. En la pared, un cartel rezaba MEDICINA DEL TRABAJO, PREVENCIÓN Y EVALUACIÓN DE LOS RIESGOS PROFESIONALES, con consignas y un número de teléfono. En la cara de los dos gendarmes se evidenciaba la fatiga y Servaz sabía que lo mismo le ocurría a él. A aquella hora y en aquel sitio, tenían la impresión de haber llegado al límite de todo: al límite del cansancio, al confín del mundo, al cabo de la noche…

Alguien había traído vasos llenos de café. Servaz miró el reloj: las 17.32. El director de la central se había ido a su casa hacía dos horas, con la cara cenicienta y los ojos enrojecidos, después de saludar a todo el mundo. Servaz frunció el entrecejo al ver a Ziegler tecleando en un pequeño ordenador portátil. Pese a la fatiga, se concentraba en su informe.

—Se han puesto de acuerdo sobre lo que iban a decir antes de que los separásemos —concluyó apurando el café—, o bien porque son los autores, o bien porque tienen algo que ocultar.

—¿Qué hacemos? —planteó Ziegler.

Reflexionó un instante. Mientras, aplastó el vaso de poliestireno y lo lanzó a la papelera, pero erró el tiro.

—No tenemos nada contra ellos —opinó, inclinándose para recogerlo—. Hay que dejar que se vayan.

Servaz rememoró su contacto con los vigilantes. Ninguno de los dos le inspiraba confianza. En diecisiete años de oficio había conocido a montones de tipos como ellos. Antes del interrogatorio, Ziegler le había informado de que sus nombres constaban en el STIC (Sistema de Tratamiento de las Infracciones Constatadas), cosa que no tenía gran significación por otra parte, habida cuenta de que el STIC englobaba veintiséis millones de infracciones, incluidas ciertas multas de quinto grado aplicables a los delitos menores. Escandalizados, los defensores de las libertades individuales habían otorgado a la policía francesa un Big Brother Award (Premio Gran Hermano) por la instauración de aquel «mirador informático».

No obstante, Ziegler y él habían descubierto que los dos vigilantes figuraban también en el boletín número 1 del registro de antecedentes penales. Cada uno había purgado varias penas de cárcel relativamente breves en relación a los delitos que constaban: golpes y lesiones graves, amenazas de muerte, secuestro, extorsión de fondos y toda una gama de actos violentos diversos, algunos contra sus parejas. Pese a aquel voluminoso historial delictivo, entre los dos no sumaban en total más de cinco años en chirona. Durante los interrogatorios se habían comportado con docilidad de corderos, asegurando que se habían enmendado y sentado cabeza. Sus profesiones de fe eran idénticas y su sinceridad nula; el camelo habitual que únicamente un abogado habría podido fingir tragarse. De manera instintiva, Servaz había percibido que, si no hubiese sido policía y les hubiera planteado las mismas preguntas en el fondo de un parking desierto, habría pasado un mal rato y ellos habrían disfrutado ensañándose con él.

Se pasó una mano por la cara. Observando los hermosos ojos de Irene Ziegler, ahora orlados de ojeras, la encontró más atractiva aún. Había dejado caer la chaqueta del uniforme y la luz del fluorescente bailaba sobre su pelo rubio. Le miró el cuello: tenía un pequeño tatuaje que asomaba por el cuello de la camisa, un ideograma chino.

—Vamos a hacer una pausa y dormir unas cuantas horas. ¿Qué programa hay para mañana?

—El centro ecuestre —respondió ella—. He enviado a los hombres a precintar el box. Los técnicos se ocuparán mañana.

Servaz se acordó de que Marchand había hablado de indicios de allanamiento.

—Empezaremos por el personal del centro. Es imposible que nadie viera ni oyera nada. Capitán Maillard, no creo que lo vayamos a necesitar. Lo mantendremos informado.

Maillard asintió con la cabeza.

—Hay dos cuestiones prioritarias a las que debemos hallar respuesta: ¿Adónde fue a parar la cabeza del caballo? ¿Y por qué se tomaron la molestia de colgar ese animal en lo alto de un teleférico? Ese gesto debe de tener por fuerza algún significado —apuntó Servaz.

—La central es propiedad del grupo Lombard —señaló Ziegler—, y
Freedom
era el caballo favorito de Éric Lombard. Es evidente que el acto iba contra él.

—¿A modo de acusación? —sugirió Maillard.

—O de venganza.

—Una venganza puede ser también una acusación —señaló Servaz—. Una persona como Lombard debe de tener más de un enemigo, pero no me imagino a un simple rival en los negocios dedicándose a montar esa escenografía. Busquemos más bien del lado de los empleados, los que fueron despedidos o los que tienen antecedentes psiquiátricos.

—Hay otra hipótesis —apuntó Ziegler, cerrando el ordenador portátil—: Lombard es una multinacional presente en numerosos países: Rusia, Sudamérica, Sureste Asiático… Es posible que la corporación haya tenido, en algún momento, algún roce con mafias o grupos criminales.

—Muy bien. Tengamos presentes todas estas hipótesis sin excluir nada por ahora. ¿Hay un hotel correcto por aquí?

—Hay más de quince hoteles en Saint-Martin —respondió Maillard—. Depende de qué tipo de hotel quiera, aunque yo de usted probaría en el Russell.

Servaz registró la información mientras rememoraba la entrevista con los vigilantes, sus silencios y su turbación.

—Esos tipos tienen miedo —declaró de improviso.

—¿Cómo?

—Los vigilantes. Algo o alguien les infundió miedo.

6

Servaz se despertó con sobresalto al oír el móvil. Miró la hora en la radio-despertador: las 8.37. «¡Mierda!». No había oído la alarma; debió haber pedido a la dueña del hotel que lo despertara. Irène Ziegler iba a pasar a buscarlo al cabo de veinte minutos. Cogió el teléfono.

—Servaz.

—¿Qué tal va por allá arriba?

La voz de Espérandieu… Como de costumbre, su auxiliar se encontraba en la oficina antes que todos los demás. Servaz se lo imaginó leyendo un cómic japonés o probando las nuevas aplicaciones informáticas de la policía, con un mechón caído sobre la frente, vestido con un jersey de marca y última tendencia elegido por su esposa.

—Es difícil de precisar —repuso mientras se dirigía al baño—. Digamos que es algo que no se parece a nada conocido.

—Vaya, me habría gustado verlo.

—Lo verás en el vídeo.

—¿Y de qué va?

—Un caballo colgado de un arco de teleférico, a dos mil metros de altura —explicó Servaz, regulando la temperatura de la ducha con la mano libre.

Siguió un instante de silencio.

—¿Un caballo? ¿En lo alto de un teleférico?

—Sí.

El silencio se eternizó.

—Hostias —dijo escuetamente Espérandieu mientras bebía algo muy cerca del micrófono.

Servaz habría jurado que se trataba de algo efervescente en lugar de un simple café. Espérandieu era un especialista de las grajeas: grajeas para despertarse, grajeas para el sueño, para la memoria, para el vigor, contra la tos, el resfriado, la migraña, los dolores de estómago… Lo más increíble era que Espérandieu no era un viejo policía a punto de jubilarse, sino un joven sabueso de la criminal de apenas treinta años. Estaba en plena forma, corría tres veces por semana por la orilla del Garona y no tenía problemas de triglicéridos ni de colesterol. Se inventaba, en cambio, una serie de males imaginarios que, en ciertos casos al menos, acababan por ser reales a fuerza de tratarlos.

—¿Cuándo vuelves? Te necesitamos aquí. Los chavales afirman que la policía les pegó. Su abogado dice que la vieja es una borracha —explicó Espérandieu— y que su testimonio no vale nada. Ha solicitado la liberación inmediata del mayor al juez. Los otros dos han vuelto a su casa.

Servaz reflexionó un momento.

—¿Y las huellas?

—No estarán listas hasta mañana.

—Llama al teniente fiscal y dile que demore el asunto del mayor. Sabemos que fueron ellos, así que las huellas van a «cantar». Que hable con el juez. Y procura meterles prisa a los del laboratorio.

Colgó, totalmente despierto ya. Al salir de la ducha se secó deprisa y se puso ropa limpia. Luego se lavó los dientes y se miró en el espejo del lavabo pensando en Irène Ziegler. Se sorprendió al constatar que se observaba con más detenimiento que de costumbre, y se preguntó qué percepción tendría de él la gendarme. ¿Un tipo todavía joven y que no estaba mal pese a su aspecto de terrible cansancio? ¿Un poli un poco testarudo pero eficaz? ¿Un hombre divorciado cuya soledad se manifestaba en su cara y en el estado de su ropa? Si hubiera tenido que describirse a sí mismo, ¿qué habría visto? Sin lugar a dudas las ojeras bajo los ojos, el pliegue en torno a la boca y la arruga vertical entre las cejas… parecía como si acabara de salir del tambor de una lavadora. De todas maneras, estaba convencido de que a pesar de la amplitud de los estragos, aún seguía aflorando un algo juvenil y ardiente en su rostro. Pero… ¿a qué venían esas bobadas? Con la repentina impresión de ser un adolescente en celo se encogió de hombros y salió al balcón de la habitación. El hotel Russell se elevaba entre las calles altas de Saint-Martin, de modo que la panorámica de su habitación abarcaba una buena parte de los techos de la ciudad. Con las manos en la barandilla contempló el retroceso de las tinieblas en las estrechas calles en aras de una resplandeciente aurora. A las nueve de la mañana, el cielo presentaba por encima de las montañas la transparencia y luminosidad de una cúpula de cristal. Allá en lo alto, a dos mil quinientos metros de altitud, los glaciares surgían de la sombra, rutilantes bajo un sol que aún permanecía sin embargo oculto. A la izquierda, más allá del río, se elevaban los bloques de viviendas sociales. Al otro lado de la amplia hondonada, a dos kilómetros de distancia, la despoblada franja del telesilla remontaba como una ola la ladera boscosa. Desde su atalaya, Servaz veía las siluetas que se deslizaban en la sombra de las callejuelas del centro, de camino al trabajo, a los adolescentes que se dirigían petardeando en sus motos a los institutos de la ciudad y a los comerciantes que levantaban las persianas de los escaparates. Sintió un escalofrío. No fue a causa del frío, sino porque pensó en el caballo colgado allá arriba y en la persona o personas que allí lo habían colocado.

Se inclinó por encima de la barandilla. Ziegler lo esperaba abajo, apoyada en su Peugeot 306 de la gendarmería. En lugar del uniforme se había puesto un jersey de cuello alto y una chaqueta de cuero. Llevaba un maletín colgado y fumaba un cigarrillo.

Servaz fue a su encuentro y la invitó a un café. Tenía hambre y quería comer algo antes de irse. Tras consultar el reloj, ella torció el gesto pero al final se despegó del coche para seguirlo hacia el interior. El Russell era un hotel de los años treinta con habitaciones mal caldeadas, interminables y lúgubres pasillos y altos techos con molduras. El comedor, no obstante, con su vasta marquesina donde cada mesa lucía un bonito ramo de flores, gozaba de una vista impresionante. Servaz se instaló en una mesa próxima al ventanal y pidió un café negro y pan con mantequilla. Ziegler, zumo de naranja natural. En la mesa de al lado, unos turistas españoles —los primeros de la temporada— hablaban con locuacidad, trufando las frases de viriles palabras.

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