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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (8 page)

BOOK: Bajo el hielo
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Llegaron hasta una nueva caja negra, empotrada en la pared, mucho más sofisticada que la anterior. Tenía una pequeña pantalla y dieciséis teclas para introducir un código, pero también un gran palpador rojo sobre el que Xavier aplicó su índice derecho.

—Evidentemente, nosotros no tenemos ese tipo de dilema con nuestros internos, puesto que han demostrado de sobras su peligrosidad. Aquí comienza el segundo recinto de confinamiento.

A la derecha había un pequeño despacho acristalado. De nuevo, Diane percibió dos siluetas detrás del vidrio, pero constató, no sin lamentarlo, que Xavier pasó de largo. Habría querido que la presentara al resto del personal, aunque ya estaba convencida de que no iba a hacerlo. Las miradas de los dos hombres la siguieron a través del cristal. Diane se preguntó de improviso qué acogida le iban a dispensar. ¿Habría hablado Xavier de ella? ¿Habría estado sembrando insidiosamente clavos en el camino?

Durante una fracción de segundo vio con nostalgia su habitación de estudiante, sus amigos de la universidad, su oficina de la facultad… Después pensó en alguien. Sintiendo que se le subían los colores, se apresuró a relegar la imagen de Pierre Spitzner al lugar más recóndito de su interior.

* * *

Servaz se examinó en el espejo con la balbuciente luz del fluorescente. Apoyándose con las dos manos en el picado borde del lavabo, se esforzó por adoptar una respiración pausada. Luego se encorvó y se mojó la cara con agua fría.

Las piernas le sostenían a duras penas; tenía la extraña sensación de caminar sobre unas suelas rellenas de aire. El viaje de regreso en helicóptero había sido agitado. El tiempo se mostró realmente infernal arriba y la capitana Ziegler había tenido que aferrarse a los mandos. Sacudido por las ráfagas, el aparato había bajado balanceándose como una lancha de salvamento expuesta a un mar embravecido. En cuanto habían tocado tierra, Servaz se había precipitado hacia los baños de la central para vomitar.

Dio media vuelta, con los muslos aplastados contra la hilera de lavabos. Diversas pintadas trazadas con bolígrafo o rotulador profanaban algunas puertas: BIB EL REY DE LA MONTAÑA (fanfarronada habitual), SOFÍA ES UNA GUARRA (seguido de un número de teléfono móvil), EL DIRECTOR ES UN GILIPOLLAS (¿una pista?). También había un dibujo que representaba a varias personas diminutas al estilo Keith Haring sodomizándose en fila india.

Servaz sacó del bolsillo la pequeña cámara numérica que Margot le había regalado para su último cumpleaños, se acercó a las puertas y las fotografió una por una.

Después salió y se encaminó al vestíbulo bordeando el pasillo. Fuera se había puesto a nevar otra vez.

—¿Está mejor?

Captó una sincera indulgencia en la sonrisa de Irene Ziegler.

—Sí.

—¿Y si vamos a interrogar a esos obreros?

—Si no tiene inconveniente, prefiero interrogarlos solo.

Notó cómo se endurecía la expresión del hermoso rostro de la capitana Ziegler. Desde fuera llegaba hasta sus oídos la voz de Cathy d'Humières, que hablaba con los periodistas: eran retazos de frases estereotipadas, formadas de acuerdo con el molde habitual de los tecnócratas.

—Vaya a dar un vistazo a las pintadas de los lavabos y entenderá por qué —dijo—. En presencia de un hombre, hay cierto tipo de informaciones que quizá caigan en la tentación de expresar y que se guardarán en presencia de una mujer.

—Muy bien, pero no olvide que somos dos en esta investigación, comandante.

* * *

Los cinco hombres lo observaron entrar con miradas en las que se mezclaban ansiedad, cansancio y cólera. Servaz se acordó de que estaban encerrados en aquella habitación desde la mañana. Quedaba claro, en todo caso, que les habían llevado comida y bebida. La gran mesa de reuniones estaba atestada de sobras de pizzas y bocadillos, vasos vacíos y ceniceros llenos. La barba les había crecido, de modo que presentaban unos mentones tan hirsutos como los náufragos de una isla desierta, con excepción del cocinero, un barbudo de cráneo pelado y brillante que llevaba varios aros en las orejas.

—Buenos días —saludó.

No hubo respuesta, aunque se irguieron de manera casi imperceptible. En sus ojos vio que estaban sorprendidos por su apariencia. Les habían anunciado la visita de un comandante de la brigada criminal y ante sí tenían a un individuo con aspecto de profesor o de periodista, con su apariencia de cuarentón en forma, sus mejillas mal afeitadas, su americana de terciopelo y sus vaqueros raídos. Servaz empujó sin decir nada una caja de pizza manchada de grasa y un vaso donde flotaban varias colillas en un fondo de café. Después apoyó las nalgas en el borde de la mesa, se pasó una mano por el negro cabello y se volvió hacia ellos.

Los miró fijamente, uno por uno, demorándose varias décimas de segundo cada vez. Todos bajaron la vista… salvo uno.

—¿Quién lo vio primero?

Un individuo sentado en un rincón levantó la mano. Llevaba una camiseta de manga corta con la leyenda UNIVERSITY OF NEW YORK encima de una camisa a cuadros.

—¿Cómo se llama?

—Huysmans.

Servaz sacó el bloc de notas de la chaqueta.

—Cuénteme.

Huysmans lanzó un suspiro. Su paciencia se había visto puesta a prueba en el curso de las horas precedentes y él no era ya de por sí muy paciente. Había contado lo mismo media docena de veces, aunque fuera de manera mecánica.

—Han vuelto a bajar sin haber puesto los pies en la plataforma. ¿Por qué?

Siguió un momento de silencio.

—Por miedo. Teníamos miedo de que ese tipo merodeara aún por ahí… o de que se hubiera metido en las galerías.

—¿Qué les hace pensar que se trata de un hombre?

—¿Se imagina a una mujer haciendo eso?

—¿Existen diferencias, rencillas entre los obreros?

—Como en todas partes —contestó otro—. Peleas de borrachos, historias de faldas, tipos que no se pueden ni ver. Eso es todo.

—¿Cómo se llama? —preguntó Servaz.

—Etcheverry, Gratien.

—La vida allá arriba debe de ser de todas formas dura ¿no? —prosiguió Servaz—. Los riesgos, el aislamiento, la convivencia tienen que crear tensiones.

—Los hombres que mandan allá arriba son recios y con buena cabeza, comisario. Ya se lo habrá dicho el director. Si no, se quedan abajo.

—No es comisario, sino comandante. Aun así, los días de tormenta, con el mal tiempo y todo, no es tan difícil salirse de madre, ¿no? Me han dicho que con la altura es muy difícil conciliar el sueño.

—Es verdad.

—Explíqueme eso.

—La primera noche estamos tan agotados por la altura y el trabajo que dormimos como un tronco, pero después dormimos cada vez menos. Las últimas noches, apenas descansamos dos o tres horas. Es el efecto de la montaña. Recuperamos el fin de semana.

Servaz volvió a mirarlos. Varios inclinaron la cabeza para confirmar.

Escrutaba las caras de aquellos hombres curtidos, aquellos individuos que no habían estudiado y que no se tenían por lumbreras, pero que tampoco pretendían ganar dinero fácil, sino que realizaban sin aspavientos un penoso trabajo en beneficio de todos. Aquellos hombres tenían más o menos su edad… entre cuarenta y cincuenta años, treinta en el caso del más joven. De improviso se avergonzó de lo que estaba haciendo. Luego se cruzó de nuevo con la mirada huidiza del cocinero.

—¿Ese caballo, les suena de algo? ¿Lo conocían? ¿Lo habían visto alguna vez?

Lo miraron, asombrados. Luego negaron despacio con la cabeza.

—¿Ha habido ya algún accidente allá arriba?

—Varios —repuso Etcheverry—. El último fue hace dos años. Un tipo perdió la mano.

—¿Qué hace hoy en día?

—Trabaja abajo, en las oficinas.

—¿Cómo se llama?

Etcheverry titubeó, ruborizándose. Miró a los otros, incómodo.

—Schaab.

Servaz se hizo el propósito de recabar información sobre el tal Schaab: «Un caballo pierde la cabeza, un obrero pierde una mano…».

—¿Accidentes mortales?

Etcheverry volvió a negar con la cabeza.

Servaz se giró hacia el de más edad, un hombre fornido vestido con una camiseta de manga corta que resaltaba sus musculosos brazos. Era el único, aparte del cocinero, que no había hablado todavía… y el único que no había bajado la vista ante el escrutinio de Servaz. En sus ojos pálidos había además un brillo de desafío. Tenía una cara chata y compacta y una mirada fría. «Una mente obtusa, sin matices, sin lugar para las dudas», concluyó Servaz.

—¿Es usted el más veterano?

—Pssí —confirmó el hombre.

—¿Cuánto hace que trabaja aquí?

—¿Arriba o abajo?

—Arriba y abajo.

—Veintitrés años arriba. Cuarenta y dos en total.

Una voz monótona, sin inflexiones. Plana como un lago de montaña.

—¿Cómo se llama?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Soy yo quien hace las preguntas ¿de acuerdo? ¿Cómo te llamas? —repitió Servaz, imitando el tuteo.

—Tarrieu —contestó el hombre, molesto.

—¿Qué edad tienes?

—Sesenta y tres.

—¿Cómo son las relaciones con la dirección? Pueden hablar sin temor. Lo que digan no saldrá de aquí. Acabo de leer una pintada en los baños que decía: «El director es un gilipollas».

Tarrieu compuso un rictus medio de desprecio, medio de regocijo.

—Es verdad. Pero si fuera una venganza, sería a él al que deberíamos haber encontrado allá arriba y no al caballo. ¿No te parece, señor policía?

—¿Quién habla de venganza? —replicó Servaz con el mismo tono—. ¿Quieres dirigir la investigación por mí? ¿Quieres entrar a trabajar en la policía?

Sonaron algunas risitas. Servaz vio el intenso rubor que inundó la cara de Tarrieu como una nube de tinta que se diluyera en el agua. Era evidente que aquel hombre era capaz de actos violentos, pero ¿hasta qué punto? Ahí radicaba la eterna pregunta. Tarrieu abrió la boca para replicar, pero en el último momento desistió.

—No —acabó respondiendo.

—¿Alguno de vosotros conocía el centro ecuestre?

El cocinero con pendientes levantó una mano con gesto turbado.

—¿Cómo se llama?

—Marousset.

—¿Monta a caballo, Marousset?

Tarrieu soltó una risa ahogada a su espalda, a la que siguieron las de los demás. Servaz sintió que lo invadía la cólera.

—No, yo soy el cocinero. De vez en cuando, voy a echar una mano al cocinero del señor Lombard al castillo, cuando hay fiestas. Para los cumpleaños, el Catorce de Julio… El centro ecuestre queda justo al lado.

Marousset tenía unos grandes ojos claros con pupilas del diámetro de cabezas de alfiler. Sudaba en abundancia.

—¿Había visto a ese caballo?

—A mí no me interesan los caballos. Pero puede que sí… allá hay muchos.

—Y al señor Lombard, ¿lo ve a menudo?

Marousset negó con la cabeza.

—Solo voy allá una vez al año o dos, y no salgo de las cocinas.

—Pero sí lo habrá visto a distancia de vez en cuando, ¿no?

—Sí.

—¿Viene a veces a la central?

—¿Lombard aquí? —dijo Tarrieu con tono sarcástico—. Para Lombard esta central es un grano de arena. ¿Tú te fijas en cada brizna de hierba cuando siegas el césped?

Servaz se volvió hacia los demás, que asintieron con la cabeza.

—Lombard vive en otra parte —prosiguió Tarrieu con el mismo tono provocador—. En París, en Nueva York, en las Antillas, en Córcega… Y esta central le importa un comino. La mantiene porque en el testamento de su padre constaba que la debía mantener, pero no le importa para nada.

Servaz inclinó la cabeza. Le dieron ganas de contestar algo mordaz. Pero ¿para qué? Quizá Tarrieu tenía sus motivos. Quizá había topado alguna vez con policías corruptos o incompetentes. «Las personas son como icebergs —pensó—. Bajo la superficie hay una enorme masa de cosas guardadas, de dolores y secretos. Nadie es de verdad lo que parece».

—¿Puedo darte un consejo? —dijo de improviso Tarrieu.

Servaz permaneció inmóvil, receloso. El tono había cambiado, sin embargo. Ya no era hostil, ni retador ni sarcástico.

—Te escucho.

—Los vigilantes —dijo el veterano—. En lugar de perder el tiempo con nosotros, deberías interrogar a los vigilantes. Sacúdelos un poco.

Servaz lo miró fijamente.

—¿Por qué?

Tarrieu se encogió de hombros.

—El policía eres tú —contestó.

* * *

Servaz se fue por el pasillo y tras franquear las puertas basculantes, pasó bruscamente de un ambiente recalentado a la temperatura glacial del vestíbulo. Los flashes del exterior poblaban el espacio con breves fogonazos alternados con extensas e inquietantes sombras. Servaz vio a Cathy d'Humières subiendo a su coche. Estaba anocheciendo.

—¿Y bien? —preguntó Ziegler.

—Esos hombres no tienen probablemente nada que ver, pero quiero información sobre dos de ellos. El primero es Marousset, el cocinero. El segundo se llama Tarrieu. Y también sobre un tal Schaab, el que perdió la mano en un accidente el año pasado.

—¿Por qué ellos?

—Simple comprobación.

Evocó la mirada de Marousset.

—También quiero que se consulte a los de estupefacientes si tienen algo sobre el cocinero en su base de datos.

La capitana Ziegler se limitó a observarlo atentamente, sin añadir nada.

—¿Cómo van las pesquisas con el vecindario? —preguntó Servaz.

—Están interrogando a los habitantes de los pueblos situados en la carretera de la central, por si alguno hubiera visto pasar un vehículo la noche pasada. Hasta ahora, no ha habido resultados.

—¿Qué más?

—Hay unos graffiti fuera, en las paredes de la central. Si hay graffiteros que merodean por aquí puede que vieran u oyeran algo. Esa clase de puesta en escena tuvo que exigir preparativos, localizaciones… Eso nos remite de nuevo a los vigilantes; quizás ellos sepan quién hizo los graffiti. ¿Y por qué no oyeron nada?

Servaz se acordó de la recomendación de Tarrieu. El capitán Rémi Maillard se había sumado a ellos. Tomaba notas en un pequeño cuaderno.

—¿Y el Instituto Wargnier? —apuntó Servaz—. Por un lado tenemos un acto cometido sin duda por un demente y por el otro a unos locos criminales encerrados a unos cuantos kilómetros de aquí. Aunque el director del Instituto asegure que ninguno de los internos escapó, habrá que explorar esa pista a fondo. —Miró a Ziegler y después a Maillard—. ¿Tienen algún psiquiatra en sus filas?

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