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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (6 page)

BOOK: Bajo el hielo
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—Todo este montaje por un caballo —dijo de repente.

Comprendió que tampoco ella aprobaba aquel despliegue de medios y que aprovechaba que se hallaban a recaudo de oídos indiscretos para hacérselo saber. Se preguntó si sus superiores la habían presionado y si ella había refunfuñado.

—¿No le gustan los caballos? —preguntó para pincharla.

—Me gustan mucho —contestó sin sonreír—, pero no es esa la cuestión. Nosotros tenemos las mismas preocupaciones que ustedes: falta de medios, de material, de personal… y los delincuentes siempre van un paso por delante. Por eso, dedicar tanta energía a un animal…

—De todas maneras, alguien capaz de hacerle eso a un caballo…

—Sí —admitió ella con una intensidad que le hizo sospechar que compartía su inquietud.

—Explíqueme lo que ha ocurrido allá arriba.

—¿Ve la plataforma metálica?

—Sí.

—Es la llegada del teleférico. Allí estaba colgado el caballo, en el arco, justo debajo de los cables. Con toda una escenografía; ya lo verá en el vídeo. De lejos, los obreros pensaron primero que se trataba de un pájaro.

—¿Cuántos obreros?

—Cuatro, más el cocinero. La plataforma superior del teleférico los conduce al pozo de entrada de la central subterránea. Es ese bloque de cemento de allá, detrás de la plataforma. Gracias a la grúa, bajan al fondo del pozo el material que luego se carga en unos tractores de dos plazas provistos de remolques. El pozo va a parar a una galería situada setenta metros más abajo, en el corazón de la montaña; una considerable bajada. Utilizan la misma galería que lleva el agua del lago superior a los conductos forzados para acceder a la central: las compuertas del lago superior permanecen neutralizadas mientras ellos pasan.

El aparato sobrevolaba ahora la plataforma, plantada en el flanco de la montaña a la manera de una torre de perforación. Viéndola casi suspendida en el vacío, Servaz sintió que el vértigo le tensaba de nuevo el estómago. Debajo de la plataforma, la pendiente era desde luego vertiginosa. El lago inferior era visible mil metros más abajo, entre las cumbres, con su gran presa en arco de circunferencia.

Servaz advirtió huellas en la nieve en torno a la plataforma, en el lugar donde los técnicos habían tomado las muestras y removido con palas la nieve. Habían dejado unos rectángulos de plástico amarillo con números negros en los lugares donde habían encontrado indicios y unos proyectores halógenos todavía sujetos al metal de los pilares. Se dijo que, por una vez, no había sido difícil delimitar el escenario del crimen pero que el frío debía de haberles complicado la labor.

La capitana Ziegler señaló el andamiaje.

—Los obreros no salieron siquiera de la cabina. Llamaron abajo y volvieron a bajar enseguida. Tenían un miedo cerval. Quizá temían que el chalado que ha hecho esto siguiera todavía por los alrededores.

Servaz miró de reojo a la joven. Cuanto más la escuchaba, más se avivaba su interés y aumentaba el número de interrogantes.

—Según usted, ¿un solo hombre pudo izar el cuerpo de un caballo muerto hasta esa altura y sujetarlo en medio de los cables sin ayuda? Parece difícil, ¿no?


Freedom
era un
yearling
de más de doscientos kilos —respondió ella—. Aun quitándole la cabeza y el cuello, quedan de todas formas casi ciento cincuenta kilos de carne que cargar. Por otra parte, ya ha visto la carretilla allá abajo: ese tipo de artefacto puede desplazar unas cargas enormes. La pega es que, admitiendo que un hombre consiga mover un caballo con ayuda de un carro o de un diablo, no ha podido colgarlo y colocarlo solo en el arco tal como estaba. Además, tiene razón: fue necesario un vehículo para llevarlo hasta allá.

—Y los guardianes no vieron nada.

—Y son dos.

—Y no oyeron nada.

—Y son dos.

Ninguno de los dos necesitaba que le recordasen que el setenta por ciento de los autores de homicidios eran identificados en el plazo de las veinticuatro horas posteriores al crimen. Pero ¿qué sucedía cuando la víctima era un caballo? Ese era un tipo de cuestión que probablemente no se contemplaba en las estadísticas de la policía.

—Demasiado simple —dijo Ziegler—. Es lo que cree. Demasiado simple. Dos guardianes y un caballo. ¿Qué motivo tendrían para hacer eso? Si hubieran querido desfogarse contra un caballo de Éric Lombard, ¿por qué habrían ido a ponerlo precisamente en lo alto de ese teleférico, en el sitio donde trabajan, para ser los primeros sospechosos?

Servaz reflexionó en lo que acababa de oír. ¿Por qué, en efecto? Por otro lado, ¿era posible que no hubieran oído nada?

—Y además, ¿por qué iban a hacer algo así?

—Nadie es tan solo vigilante, policía o gendarme —contestó—. Todo el mundo tiene sus secretos.

—¿Usted los tiene?

—¿Usted no?

—Sí, pero está el Instituto Wargnier —se apresuró a apuntar ella mientras realizaba una maniobra con el helicóptero. Servaz contuvo de nuevo la respiración—. Seguramente hay allá adentro más de un individuo capaz de un acto semejante.

—¿Quiere decir alguien que habría conseguido salir y volver sin que se diera cuenta el personal del establecimiento? —Rumió un instante—. ¿Ir hasta el centro ecuestre, matar un caballo, sacarlo de su box y cargarlo solo en un vehículo? ¿Todo eso sin que nadie se dé cuenta de nada, ni aquí ni allá? Y también descuartizarlo, subirlo…

—De acuerdo, de acuerdo, es absurdo —atajó ella—. Además, volvemos siempre al mismo punto: ¿cómo conseguiría un loco colgar un caballo allá arriba sin la ayuda de alguien?

—¿Dos locos, entonces, que se escaparan sin ser vistos y regresaran a sus celdas sin pretender huir? ¡No tiene ningún sentido!

—Nada tiene sentido en esta historia.

El helicóptero se inclinó bruscamente hacia la derecha para rodear la montaña… o bien fue la montaña la que se inclinó en el sentido contrario. Incapaz de notar la diferencia, Servaz volvió a tragar saliva. La plataforma y el blocao de entrada desaparecieron tras ellos. Bajo la burbuja de plexiglás desfilaron toneladas de rocas y después apareció un lago, mucho más pequeño que el de abajo. Su superficie, encajada en la hondonada de la montaña, estaba cubierta de una gruesa capa de hielo y nieve; parecía el cráter de un volcán helado.

Servaz reparó en la vivienda que había al borde del lago, pegada a la roca, cerca de la pequeña presa.

—El lago superior —indicó Ziegler—. Y el «chalet» donde se alojan los obreros. Llegan a él mediante un funicular que sube directamente desde las profundidades de la montaña hasta el interior de la casa y que la comunica con la central subterránea. Allí duermen, comen y viven después de concluir su jornada. Pasan cinco días antes de volver a bajar al valle el fin de semana y repetir el ciclo durante tres semanas. Disponen de todas las comodidades modernas e incluso de televisión por satélite… pero aun así el suyo es un trabajo difícil.

—¿Por qué no pasan por allí para acceder a la central al llegar, en lugar de verse obligados a neutralizar el flujo subterráneo de agua?

—La central no tiene helicóptero. Este área de aterrizaje solo se utiliza en caso de extrema urgencia, igual que la de abajo, para las operaciones de socorro en montaña, y eso cuando el tiempo lo permite.

El aparato descendió despacio hacia una superficie plana dispuesta en medio de un caos de neveros y morrenas. Una nube de nieve en polvo los rodeó.

—Tenemos suerte —comentó ella—. Hace cinco horas, cuando los obreros han descubierto el cadáver, no habríamos podido llegar hasta aquí. ¡Hacía demasiado mal tiempo!

Cuando los patines del helicóptero entraron en contacto con el suelo, Servaz sintió que renacía. La tierra firme… aunque fuera a más de dos mil metros de altura. Lo malo era que habría que volver a bajar por el mismo camino y solo de pensarlo se le encogió el estómago.

—Si no lo he entendido mal, cuando hace mal tiempo, una vez que la galería está llena de agua, quedan prisioneros de la montaña. ¿Qué hacen en caso de accidente?

La capitana Ziegler reaccionó con una elocuente mueca.

—Tienen que volver a vaciar la galería y regresar al teleférico por el pozo de acceso. Para llegar a la central tardan al menos dos horas, tirando a tres.

Servaz sintió curiosidad por saber qué primas ganaban aquellos hombres para correr tales riesgos.

—¿De quién es la central?

—Del grupo Lombard.

El grupo Lombard. La investigación acababa de empezar y ya era la segunda vez que aparecía en sus pantallas de radar. Servaz imaginó una nebulosa de sociedades, de filiales, de
holdings
, en Francia, aunque seguramente también en el extranjero, un pulpo cuyos tentáculos se extendían por todas partes y por cuyo interior circulaba dinero en lugar de sangre, que afluía en forma de miles de millones desde las extremidades hacia el corazón. Aunque no era un especialista en negocios, Servaz conocía más o menos, como todo el mundo hoy en día, el significado de la palabra «multinacional». ¿Sería verdaderamente rentable una vieja central como aquella para un grupo como el Lombard?

La rotación de las hélices se redujo al tiempo que disminuía el silbido de la turbina.

Luego reinó el silencio.

Ziegler dejó el casco, abrió la puerta y puso un pie en tierra. Servaz siguió su ejemplo y después avanzaron lentamente hacia el lago helado.

—Estamos a dos mil cien metros de altura —anunció la joven—. Se nota, ¿no?

Servaz aspiró a fondo el puro éter, helado y embriagador. La cabeza le daba vueltas… tal vez a causa del vuelo en helicóptero o bien a causa de la altura. Aquella sensación, más exaltante que perturbadora, la relacionó con el fenómeno de la ebriedad de las profundidades, preguntándose si también existía una ebriedad de las cimas. Estaba asombrado por la salvaje belleza del lugar, por la soledad mineral que imperaba en aquel luminoso desierto blanco. Los postigos de la casa estaban cerrados. Servaz imaginó lo que debían de sentir los obreros al levantarse por la mañana y abrir las ventanas que daban al lago, antes de descender a las tinieblas. Aunque también era posible que solo pensaran en eso, precisamente: en la jornada de trabajo que los aguardaba abajo, en las profundidades de la montaña, en el ruido ensordecedor y en la luz artificial, en las largas y penosas horas que iban a consumir allá.

—¿Viene? Las galerías las abrieron en 1929 y la central la instalaron un año después —explicó mientras se encaminaba a la casa.

Esta tenía un alero apoyado en recios pilares de tosca piedra que componían una galería a la que daban todas las ventanas salvo una, encarada a un lado. Servaz advirtió en uno de los pilares el tubo de sujeción de una antena parabólica.

—¿Han examinado las galerías?

—Por supuesto. Nuestros hombres aún están dentro, pero no creo que vayamos a encontrar nada aquí. El individuo o individuos en cuestión no han venido hasta aquí. Se han limitado a meter el caballo en el teleférico, colgarlo allá arriba y volver a bajar.

Tiró de la puerta de madera. Dentro, estaban encendidas todas las lámparas. Había gente en todas las habitaciones: dormitorios con dos camas; una sala de estar con un televisor, dos sofás y un aparador; una espaciosa cocina con una larga mesa. Ziegler llevó a Servaz a la parte de atrás de la casa, en el lado donde se adentraba en la roca, a una estancia que parecía hacer a un tiempo las veces de antesala y de vestuario, con armarios metálicos y colgadores fijados a la pared. Servaz descubrió la verja amarilla del funicular en el fondo del cuarto y, detrás, el negro agujero de una galería excavada en las oscuras entrañas de la montaña.

Tras indicarle que subiera, Ziegler cerró la verja y luego apretó un botón. El motor se puso en marcha enseguida provocando una sacudida en la cabina, que comenzó a bajar despacio por los relucientes raíles. Con una leve vibración, seguía una pendiente de cuarenta y cinco grados. A lo largo de la pared de negra roca, a través de la reja, unos fluorescentes alumbraban a intervalos regulares el trayecto. La estrecha galería desembocó en una gran sala tallada en la roca, profusamente iluminada por varias hileras de fluorescentes. Era un taller lleno de herramientas, tubos y cables. Unos técnicos vestidos con el mismo mono blanco que los que habían visto en la central se afanaban aquí y allá.

—Querría interrogar a esos obreros enseguida, aunque tengamos que quedarnos hasta la noche. No los deje volver a su casa. ¿Son siempre los mismos los que suben aquí cada invierno?

—¿En qué piensa?

—En nada por ahora. A estas alturas, una investigación es como una encrucijada en un bosque. Todos los caminos se parecen, pero ninguno es el bueno. Estas estancias en la montaña, en reclusión lejos del mundo, deben de crear lazos fuertes pero también tensiones. Hay que tener la cabeza bien en su sitio.

—¿Unos obreros veteranos que guardaran alguna rencilla contra Lombard? En ese caso, ¿para qué habrían hecho todo ese montaje? Cuando alguien pretende vengarse de su jefe, se presenta en el lugar de trabajo con un arma y agrede al patrón o a sus compañeros antes de cargar contra él. No se molesta en ir a colgar un caballo en lo alto de un teleférico.

Servaz sabía que tenía razón.

—Habrá que procurarse los antecedentes psiquiátricos de todos los que trabajan o han trabajado en la central estos últimos años —dijo—, y en especial de los que han formado parte de los equipos que se han trasladado aquí.

—¡Muy bien! —gritó ella para compensar el ruido—. ¿Y los vigilantes?

—Primero los obreros y después los vigilantes. Pasaremos la noche en vela si es necesario.

—¡Por un caballo!

—Por un caballo —confirmó.

—¡Tenemos suerte! ¡En condiciones normales, el estruendo es infernal aquí! Pero como han cerrado las compuertas, el agua del lago ya no circula hacia la cámara de rotura.

Servaz consideró que, por lo que al ruido respectaba, había más que suficiente así.

—¿Cómo funciona esta central? —preguntó, elevando la voz.

—¡No sé muy bien! La presa del lago superior se llena con el deshielo. El agua la llevan por las galerías subterráneas hasta los conductos forzados, esos tubos gruesos que se ven afuera y que la precipitan hacia los grupos hidráulicos de la central, abajo en el valle. La potencia de la caída acciona las turbinas. Pero también hay turbinas aquí. Dicen que el agua se turbina «en cascada» o algo por el estilo. Las turbinas convierten la fuerza motriz del agua en energía mecánica, después los alternadores transforman esa energía mecánica en electricidad, que se evacúa por las líneas de alta tensión. La producción total es de cincuenta y cuatro millones de kilovatios-hora por año, equivalente al consumo de una ciudad de treinta mil habitantes.

BOOK: Bajo el hielo
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