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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (3 page)

BOOK: Bajo el hielo
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—Vamos —respondió Spitzner—. Tú ya has bregado con agresores sexuales, paranoicos y esquizofrénicos ¿no? Piensa que aquí va a ser lo mismo.

—No eran todos asesinos. En realidad, solo uno lo era.

No pudo evitar rememorar su imagen: una cara delgada, unos iris de color miel que se posaban sobre ella con la avidez de un predador. Kurtz era un auténtico sociópata, el único que había conocido. Frío, manipulador e inestable, sin el mínimo asomo de remordimientos. Había violado y matado a tres madres de familia, la más joven de las cuales tenía cuarenta y seis años y la de más edad, setenta y cinco. Esa era su especialidad, las mujeres maduras. Y también las cuerdas, las ataduras, las mordazas, los nudos corredizos… Cada vez que se esforzaba por no pensar en él, este se instalaba por el contrario en su mente, con su sonrisa ambigua y su mirada de fiera. Aquello le recordaba el letrero que Spitzner había fijado en la puerta de su despacho, situado en el primer piso del edificio de psicología: NO PIENSES EN UN ELEFANTE.

—Es un poco tarde para plantearse ese tipo de cuestiones ¿no te parece, Diane? —La observación le tiñó de rubor las mejillas—. Estarás a la altura, estoy seguro. Tienes el perfil ideal para ese puesto. No digo que vaya a ser fácil, pero saldrás airosa, te lo garantizo.

—Tienes razón —respondió—. Soy ridícula.

—Claro que no. Todo el mundo reaccionaría de la misma manera en tu lugar. Conozco la fama que tiene ese Instituto, pero no te obsesiones con eso. Concéntrate en tu trabajo, y cuando vuelvas, serás la más destacada experta en desequilibrios psicopáticos de todos los cantones. Ahora te tengo que dejar. El decano me espera para hablar de asuntos económicos. Ya sabes cómo es: voy a tener que desplegar todas mis facultades. Buena suerte, Diane, y mantenme al corriente.

Luego sonó el ruido de la línea. Había colgado.

El silencio, turbado tan solo por el sonido del torrente, se abatió sobre ella como una manta mojada. El
plaf
de una voluminosa placa de nieve desprendida de un árbol la asustó. Después de guardar el móvil en el bolsillo del anorak de plumas, plegó el mapa y volvió a subir al coche. Luego efectuó la maniobra para salir del área.

Un túnel. La luz de los faros se reflejó en sus negras paredes impregnadas de agua. Carecía de iluminación y había una curva justo en la salida. Un pequeño puente atravesaba el torrente a la izquierda. Allí estaba por fin el primer cartel, colgado de una barrera blanca: CENTRO DE PSIQUIATRÍA PENITENCIARIA CHARLES WARGNIER. Giró despacio y pasó el puente. La carretera se elevó con audaz brusquedad, siguiendo un sinuoso trazado en medio de los abetos y acumulaciones de nieve. Le dio miedo que su viejo coche se pusiera a patinar en la helada cuesta. No tenía ni cadenas ni neumáticos de invierno. Al poco rato, no obstante, la pendiente se suavizó.

Una última curva y luego se halló muy cerca ya.

Se apretó contra el asiento cuando los edificios acudieron a su encuentro a través de la nieve, la bruma y los bosques.

Eran las once y cuarto de la mañana del miércoles 10 de diciembre.

2

Copas de abetos coronadas de nieve, vistas desde arriba, en vertiginosa perspectiva vertical. La cinta de la carretera discurre, recta y profunda, entre esos mismos abetos de troncos orlados de bruma. Desfile veloz de copas. Allá al fondo, entre los árboles, un Jeep Cherokee abultado como un escarabajo circula al pie de las grandes coníferas. Sus faros taladran los ondulantes vapores. La máquina quitanieves ha dejado unos altos montones de nieve en los lados. Más allá, las blancas montañas bloquean el horizonte. El bosque se interrumpe de repente y entonces surge una escarpadura rocosa que la carretera rodea con una cerrada curva antes de proseguir bordeando un rápido río. Este supera una pequeña presa con tumultuoso impulso. En la otra orilla, la negra boca de una central hidroeléctrica se abre en el flanco de la montaña. En el arcén hay un cartel con un oso de los Pirineos pintado sobre un fondo de montañas y la leyenda: SAINT-MARTIN-DE-COMMINGES: PAÍS DEL OSO - 7 KM.

Servaz observó el letrero. ¿Un oso de los Pirineos? Lo que había allí eran osos eslovenos, que los pastores de la zona ansiaban como blanco de sus escopetas.

Según ellos, esos osos se acercaban demasiado a las viviendas, atacaban los rebaños y constituían incluso un peligro para los hombres. «Pero la única especie peligrosa para el hombre es el propio hombre», pensó Servaz. Cada año descubría nuevos cuerpos en el depósito de cadáveres de Toulouse, y no eran osos los que los habían matado. «
Sapiens nihil affirmat quod no probet
: El sabio no afirma nada que no demuestre», se dijo. Redujo velocidad cuando, tras una curva, la carretera se adentró de nuevo en el bosque. Allí no había sin embargo altas coníferas, sino un monte bajo difuso lleno de matorrales. Las aguas del torrente cantaban muy cerca. Las oía por la ventanilla que mantenía entreabierta a pesar del frío. Su cristalino canto ahogaba casi la música que brotaba del lector de CD: el allegro de la
Quinta Sinfonía
de Gustav Mahler. Una música impregnada de angustia y de exaltación, acorde con lo que le esperaba.

De improviso vio las destellantes luces giratorias y unas siluetas que agitaban unos bastones luminosos en medio de la carretera.

Los gendarmes…

Cuando no sabían por dónde comenzar una investigación, montaban controles en la carretera. Se acordó de las explicaciones que le había dado Antoine Canter, esa misma mañana, en el servicio regional de policía regional de Toulouse.

—Ha ocurrido esta noche, en los Pirineos, a unos kilómetros de Saint-Martin-de-Comminges. Ha sido Cathy d'Humières la que ha llamado. Ya has trabajado con ella, me parece —le había dicho Canter, un coloso con el áspero acento distintivo de los occitanos, antiguo jugador de rugby más listo que el hambre, agresivo con sus adversarios en la melé, que de policía raso había llegado a director adjunto de la policía judicial local.

Sobre sus mejillas plagadas de pequeños cráteres, como arena acribillada por la lluvia, sus grandes ojos de iguana habían escrutado a Servaz.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué es lo que ha ocurrido? —había preguntado este.

Canter había entreabierto los labios, en cuyas comisuras se había acumulado una blanquecina pasta.

—No tengo ni idea.

Servaz lo observó, desconcertado.

—¿Cómo?

—No me ha querido decir nada por teléfono, solo que te esperaba y que quería absoluta discreción.

—¿Y nada más?

—Sí.

Servaz había mirado, desorientado, a su jefe.

—¿No es en Saint-Martin donde está ese psiquiátrico?

—El Instituto Wargnier —confirmó Canter—, un establecimiento único en Francia, e incluso en Europa. Allí encierran a los asesinos reconocidos como locos por la justicia.

¿Se trataría de una evasión seguida de un crimen? Eso explicaría los controles. Servaz redujo la velocidad. Entre las armas de los gendarmes identificó pistolas-ametralladoras MAT 49 y fusiles de pistón Browning BPS-SP. Bajó el cristal. Los copos caían por decenas en medio del frío aire. El policía agitó su tarjeta delante del gendarme.

—¿Por dónde es?

—Tiene que ir a la central hidroeléctrica. —El hombre elevó la voz para hacerse oír entre los mensajes que brotaban de las radios; su aliento se condensaba en forma de blanco vapor—. Queda a unos diez kilómetros de aquí, en la montaña. En la primera rotonda de la entrada de Saint-Martin, a la derecha. Luego hay que torcer también a la derecha en la rotonda siguiente, en dirección al lago d'Astau. Después no tiene más que seguir la carretera.

—Y estos controles… ¿de quién ha sido la idea?

—De la fiscal. Procedimiento de simple rutina. Abrimos los maleteros y examinamos la documentación. Nunca se sabe.

—Ajá… —murmuró Servaz, dubitativo.

Después de ponerse en marcha aumentó el volumen de la música; los coros del
scherzo
invadieron el habitáculo del coche. Desviando un instante la mirada de la carretera, cogió el café frío del portavasos. Cada vez repetía ese ritual: siempre se preparaba de la misma manera. Sabía por experiencia que el primer día y la primera hora de una investigación son decisivos, que en esos instantes hay que estar despierto, concentrado y receptivo a la vez. El café era para estar despierto; la música para propiciar la concentración y para despejar la mente. «Cafeína y música… Y hoy, abetos y nieve», se dijo mirando el borde de la carretera con un incipiente retortijón de estómago. Servaz era un urbanita de corazón, y la montaña se le antojaba un territorio hostil. Recordó, con todo, que no siempre había sido así… que todos los años, su padre lo llevaba de excursión a aquellos valles cuando era niño. Como buen profesor, le daba explicaciones sobre los árboles, las rocas o las nubes, y el pequeño Servaz lo escuchaba mientras su madre extendía la manta sobre la hierba primaveral y abría el cesto de picnic tildando a su marido de «pedante» y de «plomazo». En aquellos apacibles días, la inocencia reinaba en el mundo. Mientras observaba la carretera, Servaz se planteó si el verdadero motivo por el que no había vuelto nunca a aquellos valles no tenía que ver con el hecho de que su recuerdo estaba indefectiblemente ligado al de sus padres.

«¿Cuándo podrás vaciar por fin ese desván de allá arriba, buen Dios?». Hubo un tiempo en que iba al psicólogo. Al cabo de tres años, sin embargo, el mismo psicólogo se dio por vencido. «Lo siento mucho. Querría ayudarlo, pero no puedo. Jamás había encontrado tantas resistencias». Servaz respondió, sonriendo, que no tenía importancia. En ese momento pensó sobre todo en la positiva incidencia que tendría el fin del análisis sobre su presupuesto.

Lanzó de nuevo una ojeada a su alrededor. Ese era el marco: ahora faltaba el cuadro. Canter había asegurado que no sabía nada, y Cathy d'Humières, la directora del ministerio fiscal de Saint-Martin, había insistido en que fuera solo. «¿Por qué motivo?». Por su parte, él había omitido precisar que le convenía así: estaba al frente de un grupo de siete investigadores, seis hombres y una mujer, que ya tenían bastante quehacer. El día anterior habían concluido la investigación del asesinato de un vagabundo, cuyo cadáver fue hallado apaleado medio sumergido en un estanque, no lejos de la autopista por la que acababa de pasar, cerca de la localidad de Noé. Habían bastado menos de cuarenta y ocho horas para localizar a los culpables: unas horas antes de su muerte, varias personas habían visto al indigente, un hombre de unos sesenta años, en compañía de tres adolescentes del pueblo. El mayor tenía diecisiete años y el más joven, doce. Primero habían negado los hechos, pero enseguida habían confesado. No tenían ningún móvil, ni tampoco remordimientos.

—Era una escoria de la sociedad, un inútil… —había aducido simplemente el mayor. Ninguno de ellos había tenido ningún percance con los servicios de policía ni con los servicios sociales. Eran chicos de buena familia, con escolaridad normal, sin malas compañías. Su indiferencia había dejado helados a cuantos participaron en la encuesta. Servaz recordaba todavía sus rostros infantiles, sus grandes ojos claros de mirada atenta que lo observaban sin temor… e incluso con desafío. Había tratado de dilucidar cuál de ellos había incitado a los demás; en esa clase de sucesos, siempre había un cabecilla… y él creía haberlo encontrado. No era el mayor, sino el de edad intermedia. «Un chico que curiosamente se llama Clément…».

—¿Quién nos ha denunciado? —había preguntado con consternación el muchacho delante de su abogado (se había negado a hablar con él, tal como tenía derecho a hacer, alegando que era «un chapucero»).

—Soy yo el que hace las preguntas aquí —había replicado el policía.

—Apuesto a que ha sido esa puta de la madre de Schmitz.

—Calma. Modera ese lenguaje —le había dicho el abogado contratado por su padre.

—No estás en el patio del instituto —había señalado Servaz—. ¿Sabes a qué os exponéis tú y tus amigos?

—Esto es prematuro —protestó débilmente el abogado.

—Nos vamos a follar viva a esa gilipollas. La voy a matar, joder…

—¡Para de decir groserías! —exclamó con exasperación el abogado.

—¿Me escuchas o no? —insistió Servaz, irritado—. Os exponéis a una condena de veinte años de cárcel. Haz el cálculo: cuando salgas, serás viejo.

—Por favor —intervino el abogado—. No hay que…

—Viejo como tú, ¿no? ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta? ¿Cuarenta? ¡No está mal esa chaqueta de terciopelo que llevas! Debe de valer una pasta. ¿A qué viene esto, eh? ¡No hemos sido nosotros! ¡Que no hemos hecho nada, hostia! De verdad, no hemos hecho nada. ¿Es idiota o qué?

Un adolescente sin antecedentes, se recordó a sí mismo Servaz para neutralizar su creciente rabia. Un chico que nunca había tenido ningún tropiezo con la policía, ni incidentes en el instituto. El abogado, muy pálido, sudaba copiosamente.

—No estás actuando en una serie de televisión —le dijo con calma Servaz—. No te vas a salir con la tuya. Ya estás atrapado. Aquí el idiota eres tú.

Cualquier otro adolescente habría acusado el golpe, pero no fue así con aquel. Ese muchacho llamado Clément no parecía hacerse cargo de la gravedad de los actos de los que se le acusaba. Servaz había leído ya varios artículos sobre menores que violaban, mataban o torturaban… y que parecían no tener la menor conciencia del horror de su gesto; como si hubieran participado en un juego de vídeo o en un juego de rol que había acabado mal. Él no se lo había querido creer hasta ese día, pensando que eran exageraciones de los periodistas, pero le había tocado enfrentarse personalmente a ese fenómeno. Lo más terrorífico no era la apatía de aquellos tres jóvenes asesinos, sino el hecho de que aquel tipo de sucesos había dejado de ser algo excepcional. El mundo se había convertido en un inmenso campo de experimentos cada vez más demenciales, surgidos de las probetas preparadas por Dios, el Diablo o el azar.

* * *

De regreso a casa, Servaz se había lavado con detenimiento las manos, se había quitado la ropa y había permanecido veinte minutos en la ducha, hasta que solo bajó agua tibia, como si se quisiera descontaminar. Después había cogido el libro de Juvenal de la estantería y lo había abierto en la sátira XIII: «¿Existe alguna fiesta, ni que sea una sola, lo bastante sagrada para dar tregua a los aprovechados, a los estafadores, a los ladrones, a los crímenes infames, a los degolladores, a los envenenadores, a los codiciosos? Las personas honradas son escasas, apenas tantas, si se cuenta bien, como las puertas de Tebas».

BOOK: Bajo el hielo
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