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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (4 page)

BOOK: Bajo el hielo
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«Somos nosotros los que hemos hecho así a esos chavales», se dijo cerrando el libro. ¿Qué porvenir tienen? Ninguno. Todo se va a pique. Unos cerdos se llenan los bolsillos y se exhiben en la tele mientras que a los padres de estos chicos los despiden del trabajo y quedan como unos perdedores. ¿Por qué no se rebelaban? ¿Por qué no prendían fuego a las boutiques de lujo, los bancos, los palacios de los centros de poder en lugar de a los autobuses o las escuelas?

«Pienso como un viejo», había concluido más tarde. ¿Sería porque iba a cumplir cuarenta años dentro de unas semanas? Había dejado que su grupo de investigación se ocupara de los tres muchachos. Aquella distracción le vendría bien… aunque ignorase qué le aguardaba.

* * *

Siguiendo las indicaciones del gendarme, rodeó Saint-Martin sin entrar en el casco urbano. Justo después de la segunda rotonda, la carretera comenzó a subir y enseguida divisó los blancos techos de la ciudad más abajo. Paró en el arcén y se apeó. La ciudad era más extensa de lo que creía. A través de la niebla apenas distinguía los grandes campos de nieve por donde había llegado, además de una zona industrial y unos campings al este, al otro lado del río. Había también varias aglomeraciones de viviendas sociales compuestas de edificios bajos y largos. El centro, con su madeja de callejuelas, se desparramaba al pie de la montaña más alta de los alrededores. En sus pendientes cubiertas de abetos, una doble hilera de telecabinas dibujaba una falla vertical.

La bruma y los copos de nieve introducían una distancia entre la ciudad y él, difuminando los detalles… Intuyó que Saint-Martin no debía de desvelarse fácilmente, que era una ciudad que había que abordar de soslayo y no de manera frontal.

Volvió a subir al Jeep. La carretera seguía ascendiendo. En verano había allí una vegetación exuberante, una superabundancia de verdes, de espinos, de musgos, que ni siquiera la nieve alcanzaba a ocultar en invierno. Y por todas partes se percibía el ruido del agua: fuentes, torrentes, riachuelos… Con la ventanilla bajada, atravesó un par de pueblos que tenían la mitad de las casas cerradas. Luego vio un nuevo cartel:

CENTRAL HIDROELÉCTRICA - 4 KM.

Los abetos desaparecieron, y también la niebla y toda traza de vegetación. Quedaron solo los muros de hielo de casi dos metros de altura del borde de la carretera y una luz violenta, boreal. Puso el Cheerokee en posición hielo.

Al final apareció la central, con su típica arquitectura de la era industrial: un edificio ciclópeo en piedra tallada, con ventanas altas y estrechas, coronado por un gran tejado de pizarra que retenía gruesas placas de nieve. Detrás, tres gigantescos tubos partían al asalto de la montaña. Había gente en el parking; vehículos, hombres uniformados… y periodistas. Una furgoneta de la televisión regional con una gran antena parabólica en el techo y varios coches camuflados. Servaz reparó en los distintivos de prensa dispuestos detrás de los parabrisas. Había también un Land Rover, tres Break 306, dos furgones Transit, todos del color de la gendarmería, y un furgón con techo elevado en el que reconoció el laboratorio ambulante de la sección de investigación de la gendarmería de Pau. Un helicóptero aguardaba asimismo en la zona de aterrizaje.

Antes de bajar, se miró un momento en el retrovisor de dentro. Tenía ojeras y las mejillas un poco hundidas, como siempre —parecía que hubiese estado de marcha toda la noche, aunque no era el caso—, pero al mismo tiempo se dijo que nadie le habría echado cuarenta años. Se peinó mal que bien con los dedos el tupido cabello moreno, se frotó la barba de dos días para despertarse y se subió el pantalón. ¡Jesús! ¡Había vuelto a adelgazar!

Unos cuantos copos le acariciaron las mejillas, pero aquello no era nada en comparación con lo que caía en el valle. Hacía mucho frío. Enseguida se dio cuenta de que debía haberse abrigado más. Los periodistas, las cámaras y los micros se volvieron hacia él, pero como nadie lo reconoció, su curiosidad se esfumó al instante. Se encaminó al edificio y después de subir tres escalones, mostró su tarjeta.

—¡Servaz!

La voz resonó en el vestíbulo como un cañón de nieve. Se volvió hacia la silueta que avanzaba en dirección a él. Era una mujer alta y delgada, vestida con elegancia, de unos cincuenta años. Llevaba el pelo teñido de rubio y una bufanda desplegada sobre un abrigo de alpaca. Catherine d'Humières se había desplazado en persona en lugar de enviar a sus sustitutos; Servaz experimentó una subida de adrenalina.

Tenía un perfil y unos ojos brillantes de ave rapaz. Quienes no la conocían la encontraban intimidadora, y los que la conocían también. Alguien le había dicho un día a Servaz que preparaba paraba unos extraordinarios
spaghetti alla puttanesca
y él se preguntó qué les debía de poner. ¿Sangre humana, tal vez? La mujer le estrechó brevemente la mano, con un apretón seco y potente como el de un hombre.

—¿De qué signo es, Martin?

Servaz sonrió. Cuando la conoció, en la época en que él acababa de llegar a la brigada criminal de Toulouse y ella todavía era un sustituta entre otras, le había preguntado lo mismo.

—Capricornio.

Ella no dio señales de haber advertido la sonrisa.

—Eso explica su tendencia prudente, controlada y flemática, ¿no? —Lo escrutó intensamente—. Tanto mejor, vamos a ver si sigue igual de controlado y flemático después de esto.

—¿Después de qué?

—Venga, que lo voy a presentar.

Se fue delante de él por el vestíbulo, vasto espacio sonoro donde resonaron sus pasos. ¿Para quién habían construido todos aquellos edificios de montaña? ¿Para una futura raza de superhombres? Todo en ellos proclamaba la confianza en un porvenir industrial radiante y colosal. Eran productos de una época de fe en el futuro que había quedado superada hacía mucho, se dijo. Se dirigieron a un cubículo de vidrio. En el interior había unos archivadores metálicos y una decena de escritorios que esquivaron para sumarse al reducido grupo de personas reunidas en el centro. D'Humières se encargó de las presentaciones: estaban el capitán Rémi Maillard, que dirigía la brigada de la gendarmería de Saint-Martin, y la capitana Irène Ziegler, de la sección de investigación de Pau; el alcalde de Saint-Martin —bajito, ancho de hombros, melena leonina y cara surcada de arrugas— y el director de la central hidroeléctrica, un ingeniero con aspecto de ingeniero: pelo corto, gafas y
look
deportivo bajo un jersey de cuello alto y un anorak acolchado.

—He pedido al comandante Servaz que nos preste ayuda. Cuando era sustituta en Toulouse tuve ocasión de recurrir a sus servicios. Su equipo nos ayudó a resolver varios asuntos delicados.

«Nos ayudó a resolver»… Muy propio de la manera de hablar de D'Humières. Entraba dentro de su personalidad el querer colocarse en el centro de la foto. Enseguida se dijo, no obstante, que era injusto: la tenía por una mujer que amaba su oficio… y que no escatimaba ni tiempo ni sudor; una virtud que apreciaba. A Servaz le gustaban las personas serias. Él mismo se consideraba encuadrado en dicha categoría: serio, tenaz y probablemente aburrido.

—El comandante Servaz y la capitana Ziegler dirigirán conjuntamente la investigación.

Servaz advirtió la expresión de consternación que se instaló en la hermosa cara de la capitana Ziegler y de nuevo dedujo que el asunto debía de ser grave. Una investigación llevada de manera conjunta por la policía y la gendarmería: fuente inagotable de disputas, de rivalidades y de disimulación de pruebas. Aunque también entraba dentro de la tendencia de los tiempos, y Cathy d'Humières era lo bastante ambiciosa como para no perder de vista el aspecto político de las cosas. Había subido todos los peldaños: fiscal sustituta, sustituta primera, fiscal adjunta… Había llegado cinco años atrás al frente de la fiscalía de Saint-Martin y Servaz estaba seguro de que no pensaba detenerse en tan halagüeño recorrido: Saint-Martin era demasiado pequeño y quedaba demasiado alejado de los focos de la actualidad para una ambición tan devoradora como la suya. Estaba convencido de que, dentro de un par de años, presidiría un tribunal de primera categoría.

—¿El cadáver lo han encontrado aquí, en la central? —preguntó.

—No, allá arriba —respondió Maillard, tendiendo el dedo hacia el techo—, al final del teleférico, a dos mil metros.

—¿Y quién utiliza el teleférico?

—Los obreros que suben a realizar el mantenimiento de las máquinas —explicó el director de la central—. Es una especie de central subterránea, que funciona sola; canaliza el agua del lago superior hacia los tres conductos forzados que se ven afuera. El teleférico es la única manera de acceder a ella en condiciones normales. Existe una pista de helicóptero, pero es solo para los casos de urgencias médicas.

—¿No hay ni camino, ni carretera?

—Hay un camino por el que se sube allá arriba en verano. En invierno está enterrado bajo dos metros de nieve.

—¿Quiere decir que quien ha hecho esto utilizó el teleférico? ¿Cómo funciona?

—Es sencillísimo: hay una llave y un botón para ponerlo en marcha. Y un gran botón rojo para pararlo todo en caso de que haya un contratiempo.

—El armario donde se guardan las llaves está aquí —intervino Maillard, señalando una caja metálica sujeta a la pared que habían precintado—. Lo forzaron. También la puerta. Colgaron el cadáver en lo alto de la última pilona. No cabe duda, el individuo o los individuos que lo hicieron cogieron el teleférico para transportarlo.

—¿No hay huellas?

—Ninguna visible en todo caso. Tenemos centenares de huellas latentes en la cabina. Ya se han enviado los transplantes al laboratorio. Estamos tomando las huellas de todos los empleados para compararlas.

Sacudió la cabeza.

—¿Y cómo estaba el cadáver?

—Decapitado. Y despedazado, con la piel desplegada a ambos lados a modo de unas grandes alas. Ya lo verá en el vídeo. La escenografía es realmente macabra. Los obreros aún no han superado la conmoción.

Servaz observó al gendarme con los sentidos alerta. Pese a la exagerada violencia de la época, no se trataba desde luego de un caso banal. Advirtió que, aunque guardaba silencio, la capitana Ziegler escuchaba con suma atención.

—¿Un maquillaje? ¿Le cortaron los dedos? —inquirió agitando la mano.

En la jerga policial, el «maquillaje» designaba las tentativas de volver inidentificable a la víctima destruyendo o retirando los órganos normalmente utilizados para la identificación: cara, dedos, dientes…

El oficial abrió los ojos con asombro.

—¿Cómo? ¿No le han dicho nada?

Servaz frunció el entrecejo.

—¿Dicho qué?

Vio que Maillard miraba presa de pánico a Ziegler, y después a la fiscal.

—El cadáver —farfulló el gendarme.

Servaz sintió que estaba a punto de perder la paciencia… pero aguardó a que acabara.

—… se trata de un caballo.

—¿Un caballo…?

Servaz observó con incredulidad al resto del grupo.

—Sí, un caballo. Un purasangre de un año más o menos, por lo que sabemos.

Entonces Servaz se volvió hacia Cathy d'Humières.

—¿Me ha hecho venir por un caballo?

—Creía que lo sabía —se defendió ella—. ¿Canter no le ha dicho nada?

Servaz rememoró su encuentro con Canter en el despacho y su despliegue de fingida ignorancia. Él sí sabía. También sabía que Servaz se habría negado a desplazarse por un caballo teniendo entre manos el asesinato del vagabundo.

—Tengo a tres chavales que han matado a un indigente ¿y me hacen venir por un penco?

La respuesta de D'Humières no se hizo esperar, conciliadora pero firme.

—No se trata de un caballo cualquiera. Es un purasangre, un animal muy caro, que pertenece sin duda a Éric Lombard.

«Ah, claro», se dijo Servaz. Éric Lombard, hijo de Henri Lombard, nieto de Édouard Lombard… Una dinastía de financieros, industriales y empresarios que reinaba en aquel rincón de los Pirineos desde hacía seis décadas, gozando por supuesto de un acceso ilimitado a las antesalas del poder. En aquella región, los purasangre de Éric Lombard tenían sin duda más importancia que un indigente asesinado.

—Y no olvidemos que cerca de aquí hay un psiquiátrico lleno de locos peligrosos. Si ha sido uno de ellos el autor, quiere decir que actualmente anda suelto.

—El Instituto Wargnier… ¿Los han llamado?

—Sí. Según ellos, no falta nadie. Ninguno de sus internos está autorizado a salir, ni siquiera de manera temporal. Aseguran que es imposible escaparse, que las condiciones de seguridad son draconianas, con varios cercos de confinamiento, medidas de seguridad biométricas, un personal cuidadosamente seleccionado, etcétera… Verificaremos todo eso, desde luego. El Instituto tiene, con todo, una fama especial debida a la notoriedad y el carácter particular de sus internos.

—¡Un caballo! —repitió Servaz.

De reojo, vio que la capitana Ziegler abandonaba por fin su reserva para esbozar una sonrisa. Aquella sonrisa, de la que solo él se percató, restó fuerza a su incipiente cólera. La capitana tenía unos ojos verdes con una profundidad de lago y, bajo la gorra del uniforme, unos cabellos rubios recogidos en un moño que debían de ser muy hermosos. En los labios llevaba solo un leve toque de carmín.

—Y todos esos controles en la carretera ¿para qué sirven?

—Mientras no tengamos la absoluta certeza de que no se ha fugado ningún interno del Instituto Wargnier no los vamos a quitar —repuso D'Humières—. No quiero que me acusen de negligencia.

Servaz se guardó para sí lo que pensaba. D'Humières y Canter habían recibido órdenes provenientes de arriba. Siempre era lo mismo: por más que tanto el uno como la otra fueran buenos jefes, muy superiores a la mayoría de los arribistas que poblaban fiscalías y ministerios, no por ello habían dejado de desarrollar como los otros un agudo sentido del peligro. Alguien de la dirección general, el propio ministro tal vez, había tenido la idea de montar todo ese circo para complacer a Éric Lombard, amigo personal de las más destacadas autoridades del Estado.

—¿Y Lombard? ¿Dónde está?

—En Estados Unidos, en viaje de negocios. Queremos asegurarnos de que se trata efectivamente de uno de sus caballos antes de avisarlo.

—Uno de sus encargados ha denunciado esta mañana la desaparición de uno de sus animales —explicó Maillard—. No estaba en su box. Corresponde a la descripción. No tardaremos en confirmarlo.

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