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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Cuentos de invierno (13 page)

BOOK: Cuentos de invierno
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—No tengas cuidado, no tengas cuidado.

Pero en ese instante oímos un ruido ocasionado por la llegada del coronel, que como todos los animales de su especie, no entraba jamás a una casa sin causar un estrépito escandaloso. Pisaba con brutalidad para que sus acicates repiquetearan, y arrastraba su sable de cubierta metálica para producir un curioso terror en las mujeres y en los niños. Además, hablaba con voz de esténtor y de una manera imperiosa e insolente, tratando a todo el mundo como trataba a sus reclutas. Todos los que hayan conocido al antiguo ejército recordarán este tipo, que va perdiéndose de día en día, pues aunque algunos oficiales de esta época, a los que se han incrustado por hambre en las filas liberales, pretenden algunas veces reproducirlo, nuestras burlas lo hacen insostenible.

Antonia me abandonó para ir a la sala. Yo la seguí. Ya la solterona estaba haciendo los honores al coronel, que aún no tomaba asiento. Parecía que buscaba algo. Luego que vio a Antonia, sonrió con satisfacción y la saludó con una familiaridad descarada.

—¡Hola! ¡Qué linda niña! ¿Es algo de usted, señorita? —preguntó a Dolores.

—Es mi ahijada, señor coronel.

—¿Ahijada de usted?

—Sí; era yo muy niña cuando la confirmé. Es muy encogidita, porque ya sabe usted lo que son las gentes del pueblo. Yo también así soy, aunque me he educado en México.

—¿Ha estado usted en México, eh?

—Sí; desde chica, allí estuve en un convento, y después con mi familia hasta que mamá, que estaba curándose, tuvo alivio, y nos vimos obligados a venirnos a este pueblo donde papá tenía sus fincas. En aquel tiempo murió papá.

—¿Y su mamá de usted vive todavía?

—No señor, a consecuencia de la muerte de papá nos vimos enredadas en un pleito, y mamá, quizá a causa de las pesadumbres que tuvo y de las infamias que nos hicieron, murió también —la solterona aquí suspiró y se llevó el pañuelo a los ojos.

—Vamos, no se entristezca usted, señorita, con esos recuerdos —dijo con aire indiferente el militar.

—¡Ay, señor coronel! ¡cuán desgraciada he sido! Pues señor, desde entonces vivo aquí sola, lejos del mundo, sin distracciones, porque ¿qué distracciones quiere usted que haya en este poblacho? Y hasta me estoy volviendo tonta; me ha de encontrar usted muy tonta, acostumbrado como estará usted a tratar a las señoritas de la Capital.

—¡Oh! no lo crea usted, la encuentro muy amable y muy graciosa, y me alegro de encontrarme por estos rumbos una joya como usted, cuyo trato me recuerda la sociedad en que he vivido siempre. Además, la hermosura de usted…

—Coronel —repuso la jamona mirando tiernamente al jefe—, usted es muy galante, usted me hace mucho favor… ¡Yo hermosa! ¡Si en estos pueblos se pone una harto fea, y luego los pesares…! ¡Si estoy inconocible…!

—Y ¿esta niña vive con usted? —preguntó el coronel que había estado mirando frecuentemente a Antonia.

La solterona hizo una mueca de disgusto y se apresuró a contestar:

—No; no vive aquí sino con su padre que es un labrador; y de veras, Antonia se me pasaba decirte que ya es tarde y te estarán aguardando en tu casa; no vayan a regañarte.

—¡Cómo! —dijo impaciente el militar—, ¿esta niña nos abandonará cuando es tan graciosa, señorita? Espero que no me privará usted de su presencia.

Yo devoraba a señas a Antonia, pero esta bribonzuela respondió con mucha seguridad, aunque ruborizándose.

—No, madrina, mi padre me dijo que podía yo estarme todo el día con usted.

Dolores hizo una mueca nueva, el coronel movió la cabeza con satisfacción, yo me desesperé y quise arrancarme los cabellos.

—Ya lo ve usted, señorita —añadió el soldado—; está autorizada, y por consiguiente comerá con nosotros y nos platicará. ¡Qué candorosa es! ¿Cuántos años tienes linda?

—Quince, señor, ya los cumplí.

—¡Quince! —repitió él, atusándose los bigotes con marcada fatuidad—. ¡Muy bien…! —y la devoró con una mirada de sátiro.

No había remedio: la solterona, al oír hablar de comer, se había levantado para dar sus órdenes.

—Usted dispensará, coronel, la asistencia; va usted a comer muy mal.

—¡Oh, señorita, no lo creo así! Pero no se moleste usted por mí; cualquiera cosa; un soldado como yo se contenta con nada… ¡con tal de que ustedes me acompañen, me parecerá divina cualquier cosa!

Este
ustedes
acabó de malhumorar a Dolores, que se marchó llevando el diablo adentro. En cuanto a Antonia, quedóse mirando de soslayo al guapo militar, y poniéndose colorada a cada momento. El coronel la hizo señas de que se sentase junto a él; Antonia obedeció, y sentóse en el canapé jugando con los flecos de su chal. Yo me arrimé también.

—Y este picarillo, ¿es tu hermano?

—¿Quién? ¿Este? No, no es nada; es Jorge, un muchacho de aquí que viene a ver a mi madrina.

Ni la negación de San Pedro me pareció tan infame como esta negación de mi amada.

El coronel, mirándome con burla, me dijo:

—¡Qué bueno estás para tambor, muchacho! ¿Quieres irte con la tropa?

Yo me encogí de hombros confuso y aterrado. ¡Tambor! Esa es una amenaza terrible para los muchachos de pueblo.

—Vamos, te voy a llevar de tambor; ¿no te enojarás tú, linda mía? ¿Qué dices?

—Si él no ha de querer —contestó sonriendo Antonia.

Esa fue la única observación que se le ocurrió.

Yo me olvidé por un momento de mi amor, de mis celos y de Antonia, por no atender más que al peligro que estaba corriendo. El coronel me miraba como un tigre; sentí correr hielo en mis venas a la sola idea de que me cogiesen de tambor y me quebrasen las manos, como me habían dicho que se hacía con los muchachos. Así es que, espantado y sacando los ojos, me escurrí poco a poco de la sala; y sin decir adiós a nadie, eché a correr con todas mis zancadas en dirección de mi casa, y busqué el rincón más oscuro para acurrucarme.

Hasta que estuve en salvo, no reflexioné que había yo dejado a la tórtola en las garras del gavilán.

VIII

Decir cómo pasé aquel día maldito, es inútil. Transcurridos los primeros momentos de cólera y terror, reflexioné con profunda humillación que estaba yo derrotado física y moralmente.

¿Qué podía yo hacer, pobre muchacho, aldeano insignificante, contra aquel militar, superior a mí bajo mil aspectos, y que se me figuraba un semidios o algo semejante? Tan grande era mi impotencia, y tal la distancia que la casualidad había querido establecer entre mi rival y yo.

Naturalmente, esta distancia y esta impotencia se marcaban dolorosamente a mis ojos, a propósito de mi amor a Antonia; porque en otro caso, y con otro motivo, la comparación no me habría preocupado un solo instante.

En el mundo tiene uno, día a día, y momento a momento, ocasiones de comprender la inferioridad de su situación, si la compara con la de otras gentes más afortunadas; pero estas observaciones rápidas y comunes no inquietan el ánimo para nada, y sigue uno su camino indiferente y resignado, sin sentir las amarguras de la desigualdad social.

Pero llega un momento en que, a causa de algún asunto que interesa vivamente al orgullo, esta desigualdad toma proporciones colosales a nuestra vista, y entonces se siente todo el dolor, toda la indignación de la debilidad humillada. En tal ocasión, los espíritus débiles miden temblando sus fuerzas, y encontrándolas miserables, sufren la agonía de la desesperación y mueren en el abatimiento. Son atletas afeminados que se doblegan al primer empuje, y caen en la arena cubriéndose la cara con las manos. Pero los espíritus altivos y templados para la lucha, sienten entonces nacer o despertarse en ellos algo desconocido y terrible que los transforma y les hace comprender su fuerza. Es el gigante del orgullo, que nace desafiando al mundo con una mirada, y que desde su cuna, como Hércules, alza los puños para ahogar entre sus manos a las serpientes que le amenazan.

Aquel instante decide el porvenir. Basta un arranque de esos para romper las cadenas de la debilidad humana, y emprender con paso firme los caminos más difíciles de la vida.

Esa revolución se operó en mí aquel día, y le doy gracias; porque habiéndome hecho conocer mi debilidad, despertó en mí la ambición de ser algo más que un pobre aldeanito, asustadizo y expuesto a ser tratado con desprecio por el primer sayón insolente que quisiera divertirse con él.

Mis propensiones a la independencia y a otra vida superior, largamente acariciadas, se fortificaron entonces de tal manera, que mi resolución quedó tomada irremisiblemente. ¿Cómo iba yo a ponerla en práctica? No lo sabía, y esperé con ciega confianza que el destino, por uno de sus agentes misteriosos, me tomase por los cabellos como al profeta Ezequiel para colocarme en mi nuevo camino.

Por lo demás, tuve el buen sentido de comprender que en el asunto de Antonia había otros mil motivos fuera del de mi humilde posición, para que ella me juzgase inferior al coronel. El primero era seguramente mi edad. Tenía yo trece años; mi rival treinta. El prestigio que ejerce la virilidad cuando está en plena florescencia sobre el corazón femenil, me faltaba por completo. Yo era un niño inexperto y candoroso, y esta inexperiencia y este candor que tienen tanto atractivo para la vieja, no son más que virtudes sosas y desabridas para la joven.

Y si ésta siente una repugnancia invencible por el anciano, o por el hombre cuya edad está en gran desproporción con la de ella, en cambio adora y se somete al hombre que reúne en su persona el ardor de la juventud con la energía de la madurez. Esta década de treinta a cuarenta años, que suele prolongarse en las organizaciones privilegiadas, es la poderosa en los hombres y peligrosa para las mujeres.

Yo no me explicaba esto tan claramente como hoy, pero comenzaba a comprenderlo, merced a una rara y precoz disposición a reflexionar.

Los otros motivos de mi inferioridad eran mi humilde posición y lo insignificante de mi carácter. Pero cuando yo pensaba en ellos, era cuando se sublevaba mi indignación contra Antonia, porque era entonces, también, cuando consideraba yo que su fragilidad no tenía razón alguna para hacerse perdonar. Yo la amaba y mi amor era bastante para llenar ante sus ojos los vacíos que la casualidad había puesto en mi vida. Ella me había correspondido; es decir, me amaba, me encontraba digno de ella y debía encontrarme preferible a todos los demás. Haberme sacrificado en la primera comparación, era una cosa infame, era indicarme o que su amor era mentido, o que su corazón que así desalojaba el cariño, no valía un ardite.

Como es natural, cualquiera de estas conclusiones me ponía fuera de mí y me obligaba a formar proyectos de venganza a cual más disparatados.

Entonces sentía yo una necesidad irresistible de confiar a alguno mi pena y mis deseos; pero ¿a quién abrir mi corazón? La solterona era rival de Antonia, cuando no su cómplice, y por ese momento también ella se hallaba demasiado ocupada en hacer la conquista del coronel para que tuviese tiempo de consagrarme su atención. A ningún otro me resolvía yo a darle participio en aquel asunto.

Así es que me encerré en un silencio sombrío y triste, y como siempre, fui a buscar en la soledad el oráculo que debía guiarme.

—Mañana —decía yo—, seré otra cosa; procuraré salir de la esfera humillante en que me hallo, y no correré el peligro de que me amenacen con hacerme tambor; podré ver frente a frente a los fanfarrones y a los soberbios de la estofa de este militar; pero entretanto, ¿qué haré con Antonia? ¿Cuál debe ser mi conducta con ella después de haber renegado de mí?

—Después de todo —añadía yo como para consolarme—, tal vez estoy construyendo sobre arena el edificio de mi propia desgracia; tal vez estoy atormentando con fantasmas mi pobre imaginación. ¿Pues qué, porque mi amada con la timidez de su edad no ha podido dar otras respuestas que las que le he oído, y ha sonreído avergonzada a un soldado buen mozo y terrible, puedo creer ya que se ha dejado conquistar y que me ha sido infiel? Antonia y yo somos unos niños apenas. ¿Qué sabemos nosotros de estos asuntos? Yo, sobre todo, soy un injusto en pensar así, y este sentimiento de cólera contra mi amada es una cosa ruin. Por la primera vez, como lo he dicho, conocía yo los celos, y es una verdad que el corazón que jamás los ha sentido, los rechaza siempre avergonzado cuando brotan por primera vez. La credulidad lucha desesperadamente antes de sufrir la primera derrota.

De manera que al tremendo arranque de celos, de cólera y de tristeza, sucedió luego un momento de confianza y de sabrosa tranquilidad. Renació mi cariño hacia Antonia, y a su impulso me dirigí ya adelantada la noche y con paso seguro, a la casa de la solterona, donde supuse que aún encontraría a mi amada.

IX

Eran las nueve de la noche cuando penetré en la casa por el zaguán, dirigiéndome al pequeño patio que estaba todo sembrado de flores, para observar desde allí un momento lo que podía verse en las piezas de asistencia.

Con ese objeto entré de puntitas y sin hacer el menor ruido. Lo primero que oí fue el punteo de una guitarra y el principio de una canción ridícula, entonada con voz tabernaria. Era un ayudante del señor coronel que procuraba en la sala lucir sus talentos musicales delante de la solterona. Era probable también que ésta hubiese cantado algunas antigüedades que sabía, y con las cuales estaba hechizando a la gente de mi pueblo desde hacía diez años. De manera que se divertían, y no pude dejar de reírme, figurándome los esfuerzos que la vieja coqueta estaría haciendo para parecer amable. Pero a todo esto, ¿y el coronel dónde estaría? Y Antonia ¿qué había sido de ella?

Apenas acababa de hacerme estas preguntas, cuando oí sonar a mi espalda dos magníficos besos tan tronados, según se dice aquí, como los que dan las nodrizas a sus nenes.

Volví la cara con rapidez, y me quedé helado. Era el coronel que parecía perseguir a Antonia, que la había alcanzado, la había cogido por el talle; y le había aplicado en la boca aquellos dos ósculos escandalosos.

La muchacha presentó muy leve resistencia, y murmuraba por fórmula algunas palabras que el militar ahogó con sus labios.

—¡Oh! déjeme usted, déjeme usted —dijo ella al coronel que aún la enlazaba con sus brazos.

—Espérate, mi vida, espérate linda… —le decía éste— estoy enamorado de ti y voy a robarte.

—Sí, ¿verdad? y ¿mi madrina? ¡también está usted enamorado de ella!

—¡Qué he de estar! ¿de esa vieja? Vamos, no seas tonta… ven.

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