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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Cuentos de invierno (10 page)

BOOK: Cuentos de invierno
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—¡Ha visto usted qué muchacho!

Ninguna mujer se escapaba de mis pícaros ojos; y en el tianguis, en la iglesia, en las procesiones, en las calles, siempre encontraba yo abundantes motivos para mis análisis y mis reflexiones. La blanca túnica de la adolescencia iba desapareciendo día a día, como si fuese una película de cera derretida por el calor creciente de mi corazón que, mariposa del deseo, comenzaba a revolar devorada por una sed inmensa.

Desde entonces comprendí que la aurora del amor es el deseo. Después he tratado en vano de convencerme, leyendo a los poetas platónicos, de que sucede lo contrario.

Puede que sea cierto, pero a mí no me sucedió así, y creo que a nadie le sucede; sólo que la hipocresía social y literaria impide que estas cosas se confiesen ingenuamente.

A pesar de mis aficiones, que me hacían grato el pueblo, yo prefería el campo, las montañas vecinas, las orillas de los ríos y el lago, y ahí gustábame contemplar las bellezas de la naturaleza, entre las que no me olvidaré de enumerar a las jóvenes labradoras que solían andar, como Ruth, medio desnudas, recogiendo mazorcas, ni a las lavanderitas o bañadoras que jugueteaban en los remansos, semejantes a las ninfas antiguas. Ahí comprendía yo la sensación de Adán al encontrarse con Eva; sólo que las evas que se ofrecían ante mis ojos no estaban consagradas a mí por sus creadores, y temblaba yo ante el riesgo de sufrir una paliza si me permitía con ellas las confianzas de nuestro primer padre.

Con todo, algo me decía que en esos lugares había de encontrar al fin el ansiado objeto de mis aspiraciones, vagas aún, de mis deseos aún no definidos, de mis esperanzas halagadoras. La sombra de la mujer amada, invisible todavía para los ojos, pero no para el corazón que la palpa en su pensamiento, suele pasearse así, de antemano, en los sitios que más tarde la suerte consagra en nuestra existencia.

Así se paseaba la sombra de Antonia entre aquellos sauces del río, entre aquellos nogales de la cañada, sobre aquella grama olorosa y menuda que cubría el llano como una alfombra de terciopelo.

Y ciertamente, ahí le vi por la primera vez.

Era una mañana del mes de julio, radiante y hermosa. Había llovido la noche anterior y los árboles aún sacudían de sus hojas brillantes las últimas gotas que los rayos del sol convertían en rubíes, en topacios y en amatistas.

Yo desperté con los pájaros, y sintiendo también la voluptuosa influencia del tiempo, salí al campo para ver los sembrados de mi padre y para pensar en mis sueños; porque después de algunas horas de insomnio, en las que había luchado con mis proyectos de independencia, me había dormido dulcemente, escuchando el ruido monótono del agua, y había soñado que abrazaba a alguien llamándola
bien mío
, precisamente como mi amiga la solterona me había referido que se llamaban mutuamente los amantes.

Así, meditabundo y predispuesto al amor, llegué hasta el pie de dos pequeñas colinas, enteramente cubiertas con los maizales de un labrador viejo y riquillo del pueblo, a quien apenas conocía yo. Entre una y otra colina serpenteaba un arroyo, entonces un poco crecido y pintorescamente bordado por dos hileras de amates y de sauces, cuyas copas formaban una espesa bóveda sobre él. En la cumbre de una de estas colinas había unas cabañas cómodas y de alegre aspecto; era un rancho, es decir, la habitación de la familia del labrador.

Yo quise pasar de una a otra colina y descendía al arroyo, deteniéndome un momento a la sombra de los árboles para observar el vado. De repente, vi aparecer del lado opuesto una figura que me produjo una especie de desvanecimiento: era una joven como de quince años, morena, muy linda, y estaba sola.

Se inclinaba para observar también el paso del arroyo, y por eso no pude mirar bien su semblante, pero sí vi lo demás. Levantábase el vestido lo suficiente para poder pasar sin mojarlo, y en esta desnudez, tan común en las vírgenes antiguas, pude admirar sus bellísimas formas. Un estatuario habría tenido deseo de reproducir en una Venus aquel pie pequeño y arqueado, y aquella pierna mórbida y blanca que parecía modelada por el cincel de Praxíteles.

Jamás había yo contemplado un espectáculo semejante, y aquél me enloqueció por la primera vez. Llegó por fin la hora del amor. Repuesto de mi emoción, di un grito, y la joven alzó la cara y me vio con sorpresa, pero ni soltó su falda, ni dio muestras de hacer gran caso de mí. Entonces pude examinarla. Era muy bella, tenía ojos negros como su cabello, hecho trenzas tejidas con flores rojas y amarillas. Sus labios eran bermejos y carnosos, y su cuello robusto y erguido le daba una cierta semejanza con la Agar y la Raquel, que había visto en las estampas de la Biblia de mi amiga la solterona.

Pero la muchacha no podía pasar; en vano había buscado una línea de piedras donde apoyarse para atravesar sin riesgo. La creciente de la noche anterior las había cubierto. El vado era profundo, y hubiera sido preciso hundirse hasta la cintura para llegar a la margen opuesta.

Entonces, un instinto que más tarde había de desarrollarse en alto grado, me inspiró mi primera galantería. Me eché al río, y en un momento estuve al lado de la hermosa niña que me vio llegar sonriendo.

—¿Qué quieres hacer? —me preguntó.

En los pueblos todos los muchachos se tutean.

—Vengo a ayudarte a pasar el arroyo —le respondí.

Tenía yo miedo de que ella rehusara mi auxilio, pero con gran contento mío repuso:

—Pero ¿me aguantarás? Yo peso mucho.

—No, ¡qué vas a pesar! Tan delgadita y tan ligera.

—Sí, pero tú eres más chico que yo.

—No, mira, te llevo lo menos una cuarta, y además, soy fuerte.

—Bueno, pues ahora verás, voy a abrazarme a tu cuello; tú me cargarás, tomándome de la cintura y de las piernas, y así no nos caeremos; si el vado está más hondo, me subes más, y aunque me moje los pies y las pantorrillas, no le hace.

Y diciendo y haciendo, la linda muchacha me abrazó y pegó su rostro contra el mío, y sentí su aliento fresco y puro soplar en mis mejillas, y aun toqué con mi labio uno de sus hombros, redondo y suave. Yo la tomé de la cintura, que enlacé perfectamente con uno de mis brazos, mientras que con el otro abarqué las piernas dejando colgar sus pies a la altura de mis rodillas.

Y me lancé al arroyo y temiendo caer con carga, porque sentía golpear la sangre en mis sienes y desfallecer mi corazón. En medio del arroyo vacilé y me detuve para no caer. Entonces ella me apretó contra su seno, y me dijo riendo y juntando su rostro con el mío:

—¡Cuidado! ¡Cuidado! me vas a tirar.

Esto, que pudo acabar de perderme, me hizo cobrar fuerzas y llegué a la orilla opuesta, donde ella se apresuró a saltar y a sentarse sobre la yerba, no sin arreglarse antes el vestido. Yo me puse a contemplarla extasiado. Tenía dos lunares en las mejillas y uno sobre el labio superior.

Decididamente, era linda.

—Ven, siéntate, me dijo, y luego subiremos a donde está la casa. ¿Por qué me ves así?

—Porque eres muy bonita —le respondí tartamudeando.

—Pero, qué ¿no me conoces?

—No, o puede ser que te haya visto, pero no como estás ahora.

—Ya lo creo, aquí ando en el campo, pero me has de haber visto en la iglesia o en la plaza, con mi madre, sólo que llevo allá mis vestidos de fiesta y me tapo la cara con mi rebozo porque así me lo mandan. Yo sí te conozco bien y te he visto muchas veces.

Después he podido notar en el largo curso de mi vida que siempre que una mujer que nos agrada y a quien amamos nos dice que nos conoce y que nos ha visto, nos causa un intenso placer. Con esto nos indica que no le hemos sido indiferentes, puesto que se ha fijado en nosotros. Algunas coquetas usan este recurso aun cuando no digan la verdad, y hacen bien, porque pocos hombres dejan de ser sensibles a semejante homenaje.

—¿Me has visto?, y ¿en dónde?

—Te he visto en la casa de doña…

Esta es otra galantería sabrosa. Decirle a uno que le han visto con una mujer, aunque esa mujer sea una vieja, es manifestarle un interés que casi provoca una confidencia. Yo apelo para confirmar esta verdad, a todos los hombres.

—Sí —añadió— te he visto platicando con ella en la ventana, y te conozco mucho, te llamas Jorge.

—Es verdad, y tú ¿cómo te llamas?

—¿No lo sabes? Me llamo Antonia.

—¡Antonia! —repetí muchas veces con fruición, como siempre que se repite el nombre de la mujer querida. Ella se levantó, y cogiéndome de la mano, me indicó que la siguiera.

—Pero —le dije deteniéndome—; ¿no estará tu padre o tu familia allá arriba?

—No hay nadie —me contestó—, mi padre se ha marchado con mi madre esta mañana al pueblo; mis hermanos están trabajando en el maizal, y yo voy a prepararles el almuerzo. Ven y te daré de almorzar.

La seguí.

Llegamos a las casitas, y ahí ella hizo lumbre, yo me puse a soplar; y mientras ella preparaba rápidamente un asado de gallina, huevos y un jarro de leche, y amontonaba en una gran jícara pintada de verde, olorosas y provocativas frutas, yo arreglé, también por indicación suya, algunos platos que colocamos después en un canasto. Una vez que todo estuvo dispuesto, almorzamos ella y yo alegremente.

Parecía que éramos amigos hacía diez años. No me acuerdo de cómo le declaré mi amor, y lo siento, porque aún hoy me divertiría con las bestialidades que debo haberle dicho; ni recuerdo tampoco si ella se puso colorada, si sonrió o frunció las cejas; en fin, se ha perdido, entre las nebulosidades que envuelven a veces los más grandes momentos de la juventud, esta escena; pero sí me viene a la memoria, lúcidamente, lo que ella hizo después. Me abrazó y me presentó una mejilla que yo devoré a besos. Poco a poco fui acercándome a la boca, pero ella al sentirlo retiró el semblante y me dijo con alguna solemnidad, en que había ya una tremenda coquetería:

—No, déjame; eso será después…

¡Ah! la niña de aldea era en esto, como en muchas cosas, igual a la mujer de corte. Un hombre se impacienta y quiere apurarlo todo de una vez. Una mujer tiene energía para enfrenar sus deseos, y no se concede sino por grados, aun a costa de sus propios tormentos. ¿Es cuestión de virtud, de vanidad, de expectación, o simplemente un artificio? Quién sabe; pero si hay en ello una dosis de cada una de estas cosas, entiendo que de la primera la dosis es pequeñísima.

—¿Te casarás conmigo? —me preguntó Antonia, cargándome la canasta con el almuerzo.

—Sí me casaré; si no me casara yo contigo, me moriría.

A los trece años, y aún a doble tiempo, promete uno casarse con todo el mundo con una facilidad asombrosa, y lo peor es que suele hacerla como lo dice. A los trece años también, cree uno que si no le dan a la muchacha que le gusta, puede morirse. No es sino más tarde cuando llega uno a comprender que de amor no se muere jamás, a no ser que se haya interesado el orgullo.

Cuando bajamos al arroyo, lo encontramos ya muy disminuido, y pudimos atravesarlo fácilmente; pero al llegar a la otra orilla, Antonia, tomando la canasta, me dijo:

—Ahora sí, no conviene que nos vean juntos; anda, vete, y no le digas a nadie lo que hemos hecho, porque mi padre me pegaría, y haría que tu padre te pegara también. Esta noche dormiremos en el pueblo, me irás a ver por la cerca de mi casa, y saldré a hablarte. No hagas ruido al arrimarte, porque hay perros, y además mi padre tiene el sueño ligero. Mis hermanos duermen aquí.

La aldeanita me daba una instrucción completa. La mujer de la ciudad, la mujer de mundo, hace lo mismo. Observad que es ella siempre la primera que legisla, sea joven o vieja.

El hombre no ejerce la dictadura sino después, a no ser que sea un papanatas, porque entonces se quedará en eterno vasallaje, y cuidado, que no será ya en su provecho, sino en el de otros.

Antonia se puso a mirarme amorosamente, me ofreció otra vez su mejilla sonrosada y aun sus lunarcitos, y me dijo adiós tomando con ligereza un sendero que se ocultaba a pocos pasos entre las cañas del maíz.

Yo me quedé abatido, y por la primera vez también comprendí lo que era ese horroroso desierto que se hace en derredor nuestro cuando se ausenta la mujer amada. Parecía que me había quedado sin alma y sin aliento; que el arroyo estaba inmóvil; que los árboles no tenían vida; que el cielo no tenía luz, y que mi casa, mi padre, mi madre y la aldea entera, no eran más que vanos fantasmas. Aquella joven se había llevado mi mundo.

III

Pasé aquel día soñando y
rumiando
las sensaciones que había tenido en la mañana. Como mi familia estaba acostumbrada a las excentricidades de mi carácter, no paró la atención en aquella agitación extraña de que me sentía sobrecogido, ni en aquel aparente mal humor que me hacía permanecer obstinadamente callado. Por otra parte, yo procuré estar el menor tiempo posible en mi casa, y según mis inclinaciones, volví a salir al campo, sólo que esta vez tomé un rumbo opuesto a aquél en que se hallaba el lugar querido en que había pasado mi primera escena de amor.

Me dirigí por las escarpadas orillas de otro riachuelo a una montaña vecina. Tenía deseos de estar absolutamente solo, y de entregarme a mis pensamientos en el silencio de los bosques. En pocos momentos comencé a trepar por las rocas, y fui a escoger una punta desde donde podía dominar el pueblo, y el hermoso y pequeño valle en que está situado, y que verdegueaba entonces con los sembrados, divididos simétricamente. A mi lado y a mi espalda se extendían grandes y espesos bosques de encinas y de pinos, en los que reinaba un silencio solemne, apenas turbado de cuando en cuando por el blando rumor de las hojas agitadas por el viento suave del mediodía.

A mi frente y abajo de mí, tenía el pueblo y el valle. Muchas veces había contemplado este mismo panorama, pero jamás me había parecido tan bello. Era que faltaba algo que lo animara a mis ojos.

Entonces me pareció encantador. Y realmente mi pueblo era bonito. El caserío era humilde, pero gracioso; la pequeña iglesia, que a mí se me figuraba el edificio más gigantesco del mundo, tenía dos torrecillas pardas, que juntamente con la fachada, en que había dos ventanas laterales y una puerta aplastada y deforme, daban al conjunto un cierto parecido a la cabeza de un burro en estado de meditación. A orillas del pueblo y por todos lados, había huertos, y allá al Oriente se extendía, coqueto y azul, un lago formado por las vertientes de las sierras que se levantaban en círculo en derredor del pueblo.

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