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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Cuentos de invierno (8 page)

BOOK: Cuentos de invierno
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Conocí una voz fresca y argentina; no podía engañarme: era también Julia, que venía, que iba a encontrarme, que me había visto ya pasearme meditabundo y abatido.

Inmediatamente di la vuelta y fui a perderme en otra calle, me dirigí a una de las puertas y salí de la Alameda corriendo.

Si seguía por otros días aun en México, era darme por perdido. Sentía ya el huracán de la pasión rugir dentro de mi alma. Era preciso huir.

Así es que, escuchando los consejos de un excelente amigo mío, que es hoy uno de los más altos personajes del Estado, y que entonces trabajaba contra el dictador y en favor de la revolución, dejé a México y fui a unirme en el Estado de Veracruz a las fuerzas que, acaudilladas por el valiente general De la Llave, enarbolaban la bandera de la libertad.

XVI

Había encargado en México a un amigo que me transmitiera las noticias que juzgara importantes, que recibiera mi correspondencia y, sobre todo, que me hablara algo de Julia.

Era una debilidad bien perdonable en quien se alejaba para tomar parte en los peligros y para no volver, quizá.

Este amigo me escribió algunos meses después diciéndome: que tenía para mí una carta importantísima de Julia; pero que ignorando mi paradero no creía conveniente aventurarla; que se había visto obligado a hablar con ella y que tenía también cosas interesantes que comunicarme, y que si podía venir a México, lo hiciera.

Pero esto sí era difícil; estaba yo demasiado comprometido para que mi venida a México fuese segura para mí. Además, francamente, la guerra, mis nuevas esperanzas, mis nuevos pensamientos, habían amortiguado mucho mi amor y no me quedaban, por decirlo así, sino los dejos amarguísimos de aquella pasión que había comenzado a envenenarme.

Por fin, la guerra concluyó, el dictador se fue y ocupamos a México. Entonces vine a esta ciudad en diciembre de 1855, y tan pronto como pude fui a casa de mi amigo y le pedí la carta. Me la alargó, diciéndome:

—No es, con todo, lo más interesante; pero lee.

La carta decía esto:

Julián: Hace tiempo que no le veo a usted, y no comprendo por qué huye de mí. Estoy curada ya de aquella pasión que me arrepiento de haberle confesado. Conozco toda la nobleza de la conducta de usted para conmigo, que había ignorado hasta aquí. Venga usted a verme y hablaremos. No pronunciaré, lo prometo, la palabra amistad. Julia.

Esta carta me hubiera enloquecido de gozo un año antes. Entonces no me produjo sino una alegría mediana; ¿qué me había sucedido?

Después, mi amigo me refirió lo siguiente: Julia, en aquellos tiempos en que vivió entre la mejor sociedad de México, tuvo oportunidad de conocer y aun de relacionarse con la novia del inglés, quien, por su parte, también procuraba conocer a la que por algunos días le causó celos. Ya entonces, y poco antes de que yo viniera a México, la madre de Julia había escrito al inglés manifestándole su profundo agradecimiento por los servicios que había prestado a su hija; pero el inglés, sincero antes que todo, había contestado a la señora que, en verdad, no era él quien había prestado los mejores servicios a Julia, sino yo, que desde Puebla me había resuelto a protegerla a toda costa; de modo que para no atribuirse un mérito que no tenía, declaraba que yo había obrado en eso con entera independencia de él, y que había llevado mi delicadeza hasta el punto de no haber acudido a su bolsillo para nada. Pero advertía que siendo yo demasiado susceptible en esta materia, no era conveniente hablarme nada de ello. Tal fue la razón que hubo para no escribirme entonces y Julia se limitó a procurar que yo la viese, para manifestarme que sabía cuanto yo había hecho por ella.

Después, como indiqué al principio, se hizo amiga de la novia del inglés, y ésta, en una de sus conversaciones, le refirió las explicaciones que aquél le había dado a propósito de sus celos, explicaciones que la dejaron satisfecha, porque su novio la convenció de que nada tenía que temer. Con este motivo, la amiga había enseñado a Julia una carta del inglés en que éste ponía en claro la conducta de la joven prófuga, y qué sé yo qué frases contendría la carta, que indignaron a Julia y le dieron a conocer cuáles eran las opiniones del inglés acerca de ella. Lo cierto es que la malignidad de la novia de mi rival, enseñando la carta a Julia, produjo su efecto. Julia, que aún conservaba en silencio y sin esperanza un amor leal y apasionado al inglés, quedó curada de él instantáneamente y no volvió a mencionar su nombre.

Entonces fue cuando me escribió.

—¡Ah!, ya comprendo —interrumpí yo, disgustado—. Quería vengarse; el despecho la hacía buscarme y quería dar celos al inglés haciéndome instrumento de su venganza.

—No —replicó mi amigo—; no seas injusto ni ligero. Julia no quería hacerte instrumento de venganza ninguna. Julia es demasiado noble y demasiado ingenua para engañarte. Y para que te convenzas, escúchame hasta el fin. Hace cinco meses, y cuando nadie sabía tu paradero ni se tenía por segura la conclusión de la guerra, hubo un gran suceso que vino a poner en claro los sentimientos de Julia.

El socio del inglés y padre de su novia, quebró y quedó arruinado; de modo que la muchacha, cuya dote importaba antes unos dos millones, quedó reducida a una condición tan mediocre que apenas podía ofrecer con su blanca mano lo suficiente para no morir de miseria. El golpe fue terrible para el inglés, pues por la sociedad que tenía con su futuro suegro, sus intereses tenían que sufrir, y además perdía la esperanza de una pingüe dote, como la que esperaba con su novia. Por lo tanto, el matrimonio se desbarató. El inglés fue quien renunció a la mano de la pobre niña. Justamente en esos días, y por una singular coincidencia, el padrastro de Julia murió, dejándola por eso en plena posesión de sus cuantiosos bienes, sin que nadie le pusiera ya obstáculos. Debes suponer que al saberse esto en México, la linda joven se vio literalmente asediada por los pretendientes; ¡cómo la importunaron!

Pero lo particular fue que el inglés, que antes la había desdeñado por la heredera de dos millones, ahora, viéndola como mejor partido que su antigua novia empobrecida, con la frente alta y la mirada de conquistador, se dirigió a ella, fiado en el conocimiento que tenía acerca del amor que la joven le había profesado.

El fracaso del inglés no pudo ser más completo; Julia le contestó con mucha amabilidad, pero con una frialdad glacial, que no lo amaba y que no podía, por lo mismo, otorgarle su mano.

—Pues ¿a quién ama usted, Julia, entonces? —le preguntó el inglés—; porque nuestro amigo Julián me ha asegurado que usted misma le reveló que yo no le era a usted indiferente y aun que era usted desgraciada a causa de mi reserva.

—Es verdad —contestó Julia—; así era entonces; tal vez consistió en que no conocía a fondo el carácter de Julián y en que no veía claro el estado de mi propio corazón. Hoy sé a qué atenerme, y aseguro a usted que me pasa lo contrario.

—¿Es posible? ¿De modo que hoy ama usted a Julián?

—Tal vez —repuso Julia.

Como era natural, el inglés no volvió; de modo que por esto comprenderás si Julia te ama.

Yo me quedé pensativo y callado, como si esperase oír la voz de esa sibila que se llama la conciencia.

—Veremos —contesté—. ¿Y dónde está ahora Julia?

—En Puebla; ¿irás a verla?

—Más tarde; por ahora voy a los Estados Unidos en comisión de gobierno, y luego vendré a sentarme en la Cámara de Diputados, según todo me lo hace esperar.

Partí, en efecto, a la vecina República; en seguida, a Europa, después vine al congreso de 1857, primero constitucional; y que apenas comenzó a celebrar sus sesiones cuando fue disuelto por el golpe de Estado del general Comonfort.

XVII

Comenzó entonces la guerra terrible de los tres años contra la reacción. Yo estaba completamente consagrado a la política. No pensé, pues, más que en la compañía y sufrí todas sus vicisitudes, hasta concluir. En 1861 era yo coronel de ingenieros. Ocupado en comisiones importantes y aún en empleos de muy elevada categoría, me encontró la guerra extranjera. Serví en ella durante el hermoso año 1862, y en 1863 trabajé en la fortificación de la plaza de Puebla y tomé parte en su defensa heroica. Concluida ésta, como todo el mundo sabe, y conociendo la resolución de entregarnos prisioneros a los franceses, yo no quise aceptar ese sacrificio y me resolví a arriesgar mi vida más bien que caer en manos de nuestros enemigos de semejante manera.

Estaba gravemente herido, y hacía cuatro días que luchaba con la muerte, cuando llegó la hora de entregarnos. Los amigos me avisaron en el hospital; yo me levanté desesperado, y sin escuchar consejos me salí arrastrando: y mientras que los franceses entraban a la plaza por una parte, yo procuraba buscar asilo en la casa de algún vecino pobre y oscuro, a fin de poder salir de Puebla después, aunque fuera con peligro.

Pero mi energía era inferior a mis fuerzas; había andado apenas dos o tres calles cuando me acometió un vértigo y caí en el empedrado. Un carpintero generoso vino a levantarme, conoció por mi uniforme que era yo un oficial superior, y aventurándolo todo me llevó, ayudado de un hijo suyo, a su miserable vivienda, que era una accesoria incómoda y malsana. Su mujer le dijo que podría yo estar mejor en la gran casa vecina, cuyos dueños eran muy bondadosos, y yo, para evitar un compromiso a aquellos pobres artesanos, me dejé conducir.

Llegamos al zaguán; el carpintero tocó; abriéronle, y fue a hablar a las señoras, llevando mi tarjeta para que supiesen de quién se trataba. Yo estaba desfallecido y no podía hablar ni tenía fuerzas para nada. El carpintero volvió, furioso.

—¡Mal hayan estos ricos! —dijo—; ¡no tienen entrañas, ni quieren a sus paisanos, ni sirven para nada! Pues en mi pobre vivienda estará usted, mi jefe, y aunque pobres, le serviremos a usted hasta morir.

Me conmoví ante el patriotismo del generoso artesano y volvimos a la accesoria, en donde me tendí en un pobre jergón, deseando morir para dar fin a mis penas y a las molestias de aquellos infelices.

No podía yo soportar aquel horrible estado. Oía el galope de los caballos franceses; oía la confusa gritería del ejército enemigo; cada rumor era para mí un tormento, y la cólera, el dolor físico y el aniquilamiento moral me hacían ansiar la muerte.

Estaba yo postrado y delirante; pero recuerdo que dos o tres horas después llamaron a la puerta de la vivienda. El carpintero y su mujer fueron a ver quién era, y apenas habían entreabierto la puerta cuando se precipitó por ella una señora muy hermosa y muy bien vestida, preguntando con una ansiedad dolorosa:

—¿Dónde está? ¿Dónde está?

Los artesanos señalaron el lugar en que me hallaba apenas alumbrado por la débil claridad de una ventanilla medio cerrada, y cuando la dama me vio, se arrodilló, y tomándome las manos entre las suyas, dijo llorando:

—¡Ah!; ¡por fin, por fin!

Era Julia. Julia, ya no la tierna joven de 1854, sino la mujer; una mujer de veintisiete años, en todo el brillo de su belleza, pero con la melancólica gravedad que imprimen en el semblante de una mujer inteligente los sufrimientos de una vida agitada y la energía de un espíritu independiente y firme.

Julia estaba hermosa e imponía respeto. Yo la vi en medio de mi abatimiento como la aparición de una madre o de una hermana.

—Gracias, Dios mío —añadió Julia— gracias que he encontrado a usted y que puedo velar a su cabecera, como debí hacerlo en otro tiempo.

Luego explicó que cuando los artesanos me llevaron a su casa, ella no estaba allí, y que su familia, sin saber quién era yo, me habían rechazado; pero que al volver ella y ver mi tarjeta, todo lo había comprendido y había volado a reparar la falta de su familia.

XVIII

Desde luego, quiso llevarme a su casa; pero aquellos artesanos se resistieron tanto, y yo, por mi parte, les estaba tan agradecido, que por fin se decidió que me quedaría y que sólo se me enviarían medicinas, hilas y todo, de la casa de Julia.

Así se hizo, y ella venía a sentarse junto a mi cama largas horas en compañía de sus hermanos y de sus criadas. Pasaron dos meses. Mi convalecencia, gracias a los cuidados que se me prodigaron, fue rápida y buena. El cirujano que me asistía declaró que ya podía yo caminar, y que con ciertas precauciones podía ir a San Luis Potosí, donde se hallaba a la sazón el gobierno de la República, o a Querétaro y Guanajuato, donde estaban nuestras tropas todavía.

Comuniqué mi resolución a Julia. Ella la escuchó con profunda tristeza.

—Julián —me dijo—: nada me ha dicho usted en nuestras horas de conversación de cierta carta que debe usted haber recibido en México, si es que no la recibió en el Estado de Veracruz en 1855; ¿la vio usted?

—Sí la vi, Julia.

—Y bien: ¿por qué no procuró usted verme?

—No pude, Julia; el gobierno me envió a varias comisiones; después vino la guerra; mi suerte estaba enteramente identificada con la política; me envolví en ese torbellino, y, sobre todo… ¿qué quiere usted? deseaba aturdirme y olvidar mis pesares de Taxco.

—¡Olvidar! Pero ¿tenía usted, acaso, necesidad de olvidarlos en la guerra? ¿No creía usted que podía haberlos olvidado más pronto cerca de mí…? —concluyó Julia, ruborizada.

—¡Ah!, no —repuse yo—; cerca de usted hubiera vuelto a nacer mi pasión con mayor intensidad; y ¿qué habría yo logrado con eso? Una nueva humillación me hubiera matado.

—¡Nueva humillación! ¿Qué quiere usted decir? Si en Taxco no había comprendido a usted, y un sentimiento que me duele mucho haber abrigado en el alma por algún tiempo, me ponía una venda en los ojos, ¿no creía usted posible que eso se terminara? ¿No era bastante decir a usted que estaba arrepentida? ¿No adivina usted en las palabras de mi carta el cambio que se había operado en mis pensamientos…?

—¡Oh!; eso no es posible; ¿qué clase de corazón tiene usted si no comprende esas cosas? ¿Qué más quería usted que le dijera?

Yo sentía que me iba conmoviendo de una manera alarmante.

—Julia —le dije—: ahora comprendo que fui desconfiado en demasía. ¡Había sufrido tanto!

—No recuerde usted aquello, Julián; me hace usted mal y es usted injusto. Pero en fin, amigo mío; sólo hay la circunstancia de que soy menos joven; pero soy libre, soy rica y no he amado a nadie después de usted… Los sentimientos que abrigaba usted hacia mí hace nueve años, ¿habrán cambiado, por ventura?

Yo quedé en silencio unos instantes; pero al oír aquella palabra amigo mío, que me recordaba la odiosa amistad que se me ofreció en Taxco; al oír esa otra:
no he amado a nadie después de usted
, que me traía a la memoria el
le amo más que a mi vida
, hablando de mi rival; al pensar que Julia pudo, en efecto, no haber amado a ninguno después de mí, pero que sí amó con pasión antes, y sólo se curó por un desprecio que le hizo el inglés; sobre todo, el sentir esa palabra, al sentir esa frase que Julia pronunció indiscretamente:
soy rica
, se despertó mi orgullo, mi indomable orgullo, que no se sacrifica ante nada. Tomé, pues, una resolución:

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