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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Cuentos de invierno (3 page)

BOOK: Cuentos de invierno
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En esta ocasión influyó mucho la casualidad —la fatalidad, diría un musulmán.

El inglés añadió:

—No me es posible detenerme más en México; salgo mañana para Taxco, y le doy a usted sólo un día para que arregle el asunto de esta linda joven; pasado mañana me seguirá usted.

Yo comprendí que lo que el inglés deseaba era evitarse compromisos y ahorrármelos también a mí. Aún no sabía cómo saldría yo de la situación en que me había metido; pero él dejaba a mi confianza juvenil el cuidado de arreglarme, y no gustaba de romperse más la cabeza.

En cuanto a mí ¿para qué es ocultártelo? Estaba ya profunda, terrible y locamente enamorado de Julia. Antes creía yo que se necesitaban días, meses, años, para apasionarse de una mujer. Esta vez conocí que bastan algunas horas; que basta una mirada. Aunque yo no hubiera sabido de boca de la joven la historia de sus desgracias, habría, desde luego, adivinado en su belleza, en su porte, en su mirada, a la mujer de alma ardiente, pero de corazón puro. Era demasiado altiva para mentir. El amor podía vencerla; pero la maldad se estrellaría contra su virtud.

El inglés se despidió de ella, diciéndole que ya me había hecho sus encargos y que en todo procedería de acuerdo con él. Ten presente esto, porque semejante declaración me hizo sufrir mucho.

Es tiempo ya de decirte que el inglés era un hombre de treinta y cinco años, de hermosa y noble figura, y con ese aspecto majestuoso y digno que tienen todos los ingleses, aun los de condición mediana. Su conversación, difícil en español, era, sin embargo, agradable y delicada, y sus maneras distinguidas predisponían algo en su favor.

Así es que ese conjunto feliz de figura, carácter y edad, había hecho una impresión muy perceptible en el ánimo de una joven tan inteligente, tan distinguida y tan apasionada como era Julia. Yo lo había notado desde Puebla, lo confirmé en todo el camino y no tuve ya duda en México, porque al despedirse el inglés de ella, diciéndole que iba a partir al día siguiente, le preguntó con una ansiedad en que se mezclaba mucho el temor:

—¿Y no volveremos a vernos?

—Es poco posible, señorita, porque mis negocios requieren mi presencia lejos de aquí y mis viajes a México son muy raros. Pero usted escribirá a Julián, dándole noticias de sus asuntos, y nosotros mandaremos a usted nuestros saludos con frecuencia.

Al oír esto la joven, palideció y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Lo siento —repuso, balbuciendo como lo hace todo el que está enamorado y teme decir mucho—; lo siento, yo querría volver a verlo a usted; pero tal vez es imposible; ¡qué hemos de hacer!

—¡Oh!, imposible no —dijo el inglés—; la vida es larga, el asunto de usted se arreglará pronto y quizá la veremos a usted en su casa alguna vez.

El inglés se despidió; Julia se quedó abatida y sofocando sus sollozos. Yo no me quedé tampoco muy feliz. Amaba, y estaba seguro de que no se me comprendía y de que sólo se me hacía caso por suponerme dependiente del otro; más aun: la mujer cuya dicha hubiera yo comprado a costa de mi vida, amaba a ese otro, que por cierto no se curaba de semejante cariño.

Esto último se explicaba fácilmente. El inglés estaba enamorado también, hacía tiempo, de la hija de su socio, bella y rica heredera, que iba a traerle en su próximo enlace una dote de un par de millones. Así es que, primero por su afecto, y luego por temor de que la más pequeña sombra de
calaverada
viniese a empañar el cielo de su esperanza, el dicho inglés profesaba a su futura una fidelidad que hubieran envidiado Leandro y Romeo, Abelardo y Marsilio.

Pero Julia ignoraba esto. La hermosa e inocente joven, cuyo corazón se abría como una flor de la mañana, ansiosa de recibir el beso de las auras y la luz del Sol, se entregaba sin reservas a todos los pensamientos, a todos los sueños inefables, a todas las esperanzas que le inspiraba su nuevo amor. También ella, como yo, amaba por primera vez, y para sentir esa pasión no había necesitado muchos días. Vio al joven inglés y eso bastó.

—¿Qué era yo, pues, para ella, gran Dios? —este pensamiento me destrozaba el corazón como si fuese una garra de fuego.

Pero ella tenía razón.

En cuanto a ventajas físicas, ya ves que hubiera sido una locura sostener ni por un momento la comparación con mi rival. Además, era yo muy joven. Parecía el segundo siempre, y esto es fatal. Aunque con una carrera noble e independiente, el hecho de recibir un sueldo del rico minero me ponía una especie de librea que francamente quita mucho de la altivez propia de un hombre. Al menos, de soldado, hijo mío, llevo el uniforme de la Patria y soy esclavo de la gloria; pero entonces, ¡triste me parece decirlo! era yo el criado sabio de un hijo de la pérfida
Albión
.

Por todas estas razones, Julia me trataba muy bien; pero en su acento, en su sonrisa, en su manera de hablarme, conocía yo que establecía una gran diferencia entre el inglés y yo. Hasta en la confianza que me otorgaba, había algo de humillante; algo que me parecía decir:
no tengo cuidado de abandonarme a ti, porque tú tienes el deber de respetar a la protegida de tu señor
.

Esto me desesperaba.

Entre tanto, mi señor intencionadamente no pensaba en que era preciso gastar algún dinero en la hermosa prófuga. Desde Puebla, yo había echado mano de mi tesoro y había sufragado todos los gastos. En México sucedió lo mismo; pero esa satisfacción era la única que me hacía feliz. Julia no llegaría a saberlo, y la consideración de que atribuiría al inglés todos esos servicios me producía una especie de amarga voluptuosidad. Y si llegara a saber alguna vez, su triste sorpresa, porque sería triste, sin duda, me causaba también una delicia amarga anticipadamente.

Como Julia se había venido de Puebla, según he dicho, sólo con su traje negro, que estaba echado a perder por la lluvia, me ocupé en procurarle vestidos y los mejores que pude conseguir de pronto, pagando a una modista precios extraordinarios con tal de que en dos días le arreglase los muy urgentes; le proporcioné también ropa blanca finísima, calzado de seda, perfumes, un
neceser
, un costurero y todo, en fin, lo que necesita una mujer elegante y joven.

Ella recibió, sonriendo, todo; pero en su manera de darme las gracias conocía yo que creía ser deudora de todas esas atenciones al inglés.

El segundo día de nuestra permanencia en México, me dijo:

—Deseo ver a una familia de parientes míos para saber si quieren recibirme. En la situación especial en que me hallo, esta presentación ante mis parientes es demasiado penosa para mí; pero no tengo otro recurso, puesto que el señor Bell (llamaremos así al inglés) cree que es preciso arreglar mi asunto, como él dice.

Julia hablaba así con el acento turbado y los ojos húmedos de lágrimas.

Bien hubiera yo querido decirle que el inglés debía tenerla sin cuidado, que yo era su protector y que no tenía necesidad de pasar la vergüenza de ver a la familia de sus parientes; pero ¿cómo decirle esto? ¿Y si entonces rehusaba mis beneficios? No, no; preferí callar y verla afligida. Sin embargo, le pregunté:

—¿Y si esos parientes rehusaran recibir a usted, lo cual es posible?

—Ya se ve que es muy posible; conozco, por desgracia, a los tales parientes, y sé que no querrían por nada de esta vida atraerse el enojo de mi padrastro ni de mi mamá. Entonces yo también pregunto a usted, ¿qué haremos? ¿El señor Bell no ha dado a usted instrucciones para ese caso?

—Julia —le dije—: vea usted a esa familia; y si no la recibe, no tenga usted cuidado: ya sabré lo que he de hacer.

Parece que ella respiró entonces; comprendió que su Providencia no la abandonaría, y ya no tuvo inquietudes sobre su situación.

—Fácil me sería —añadió— procurarme trabajo como costurera; yo no tengo vergüenza de aceptar esa condición humilde. Soy rica; pero la pobreza no me espanta y el trabajo tiene para mí atractivos muy grandes. Sobre todo, seré libre, y conservándome honrada como hasta aquí, no temo el porvenir. Pero ¿estaría yo segura en México?; ¿no me perseguiría mi familia?, ¿no me harían sufrir nuevos sinsabores?

—No piense usted en nada de esto, Julia —dije, para concluir—; acompañaré a usted a ver a esa familia y veremos.

Un momento después hice traer un carruaje y nos dirigimos a la casa de los parientes de Julia.

VII

Al llegar, la joven bajó y penetró en el patio. Yo la aguardaba en el carruaje.

Un cuarto de hora después salió de la casa con el rostro descompuesto por la indignación y el dolor.

—¿Qué pasa Julia? —le pregunté.

—Dé usted orden de que volvamos al hotel. Ya le diré a usted.

Di la orden, en efecto; el carruaje se puso en marcha y Julia pudo llorar con toda libertad. Comprendí todo. Aquellas gentes habían rehusado recibirla.

—Miserables —dijo Julia—; ¡y así entienden estas gentes el parentesco y la caridad! Pues si yo hubiese abandonado mi casa por el olvido de mis deberes, ¿vendría yo a buscar el asilo de una familia? Creen que estoy perdida; y como les he explicado todo, van a preguntar a Puebla, estoy segura, y ahora sí es preciso tomar precauciones, porque mañana estarán aquí las órdenes para perseguirme.

—Casi me alegro de eso, Julia, porque así no queda otro recurso que el que usted se vaya con nosotros a Taxco.

—¿Es posible? —preguntó ella alborozada—; ¿el señor Bell no cree eso inconveniente?

—Y aunque lo creyera, cedemos a la necesidad.

—Es cierto: a la necesidad. Pero mire usted: si tal determinación disgustara al señor Bell preferiría yo quedarme en México y correr todos los peligros de mi mala posición.

—¡Oh!, no; créalo usted: no se disgustará.

—Pues entonces, acepto, y allá en Taxco, que supongo será una población regular, me pondré a trabajar, no estorbaré a nadie, no seré gravosa, y mi conducta dirá si merezco o no lo que ha hecho por mí ese hombre generoso.

Debes considerar que cada palabra de éstas era una puñalada para mi pobre corazón enamorado; pero yo disimulaba, y en esa especie de resignación a que lo reduce a uno un amor no comprendido, tenía yo por mejor dejar a Julia que creyera en la protección del inglés para que se prestara a seguirme, que declararle la verdad y exponerme a que, desesperada, prefiriese quedar en México a ser protegida por mí.

Así, todo lo dispuse para el viaje. Al día siguiente, es decir, al tercero de nuestra permanencia en México, partimos en la diligencia para Cuernavaca.

Llegamos a esta risueña y linda ciudad, en que Julia estuvo loca de contento; primero, porque se acercaba a su amado inglés, y luego, porque en la brisa embalsamada que respiraba entre los fértiles huertos que embellecen esa población, parecía recibir el aliento de vida del amor y la libertad.

Estaba lejos de sus enemigos, se acercaba al hombre que iba amando con delirio, había dejado el ruido opresor de las ciudades populosas y encontraba dulce refugio en las modestas poblaciones del campo, que sólo pueden ofrecer en su seno la serena alegría de la paz y la virtud.

Las gentes de Cuernavaca que me conocían se quedaban admiradas viendo a mi lado a una joven cuya belleza extraordinaria y cuya gracia revelaban desde luego a la mujer superior. Preguntábanme si era mi esposa, y como yo lo negara, se quedaban estupefactos, no sabiendo qué pensar de mí. Pero pronto supieron que era una señorita distinguida que iba a pasar una temporada a Taxco, y se explicaron esta manera de viajar sola por semejantes rumbos, con la introducción de las costumbres extranjeras en ciertas familias.

Como Julia no había caminado jamás por aquellas montañas y como pudiera serle molesto seguir a caballo, conseguí una litera, y a pesar de ser fastidiosísimo este antiguo vehículo, se resignó a aceptarlo, a falta de otro mejor.

La esperanza le hacía dulce la lentitud del camino.

Al segundo día de haber salido de Cuernavaca llegamos a Taxco, al oscurecer. Julia, asomándose a las ventanillas de la litera, pudo distinguir desde lejos el gracioso caserío del antiguo mineral, cuyas azoteas desiguales y calles tortuosas y empinadas como las de Guanajuato, Pachuca y todos los pueblos formados en los lugares mineros, presentan un aspecto pintoresco y singular. Taxco es un pueblo simpático, y su temperamento elogiado por el barón de Humboldt; y la circunstancia de haber sido la cuna del gran poeta don Juan Ruiz de Alarcón, así como la no menos importante de haber derramado en el mundo, desde los primeros años de la conquista, la plata de su seno a torrentes, hacen interesantísima para el viajero esta población, escondida entre las arrugas argentíferas de una montaña del Sur.

Taxco a lo lejos y en el crepúsculo de la tarde, con su hermosa iglesia de agudas y esbeltas torres, que se eleva gallarda en la cumbre de una colina; con su pardo caserío, por entre el que sobresalen las copas agudas de algunos árboles; con las arcadas de sus acueductos y con las sombras que se proyectan en su terreno escarpado y anguloso, parece una enorme estalagmita bajo la bóveda de oscuras nubes que la cubren en las tardes de julio, o bien un inmenso grupo de castillos de la Edad Media trepados en las alturas por el genio de la rapiña y de la soledad.

Desde que se sale del risueño pueblecillo de Acamixtla, y particularmente al llegar a la cumbre en que está asentada Taxco, un raudal de aromas frescos y delicados acaricia al viajero. Es el que vierte la flor del chirimoyo, abundantísima en aquellos alrededores y bien cultivada en los pequeños pero lindos huertos que circundan al mineral. A diferencia de Guanajuato, Pachuca y demás lugares de minas, en cuyo terreno, inútil para la vegetación, apenas se tuerce una que otra yedra y se adormecen tísicos los arbustos, Taxco, situado en una zona templada y fértil, ofrece entre sus riscos de plata y oro abundantes pliegues en los que una gruesa costra de tierra vegetal puede sustentar, auxiliada por cien manantiales de agua cristalina, numerosos cármenes y jardincitos, en que se ven crecer juntos el nopal y el naranjo, el membrillo y el limonero, el girasol y el jazmín. Aún hay en las barrancas que circundan a la población, extensos platanares, como en Cuernavaca y en Tlaltizapam, así como esmaltan las veras del camino y las arrugas del oscuro lomerío, las caléndulas rojas y amarillas que recaman las extensas praderas del vecino y ardiente valle de Iguala.

Taxco es alegre, bullicioso y fértil; y si la paz hubiese permitido a los capitalistas emprender grandes obras para trabajar las viejas minas abandonadas hoy, Taxco, el pueblo que prometió hacer la cúpula de su iglesia de plata; Taxco, donde un labrador de los Pirineos, Borda, pudo elevarse un trono de millonario en menos de una década, volvería a ser el emporio de la riqueza mexicana.

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