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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Cuentos de invierno (6 page)

BOOK: Cuentos de invierno
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—No, Julia; nadie quiere eso; pero le pregunto yo únicamente para saber la opinión de usted.

—Pero ya sabe usted mi resolución; quiero quedarme aquí, vivir lejos de mi familia, trabajar tranquilamente…, a no ser que ustedes se vuelvan allá, porque entonces tendría que seguirlos para no quedar sola aquí, sin protección alguna.

—En cuanto al señor Bell, es posible que se vuelva…; yo me quedo.

—Y ¿será pronto? —preguntó con ansiedad Julia, cubierta de una palidez mortal.

—Tal vez —repuse yo—; sus negocios de México exigen su presencia allí. Anoche ha recibido cartas…; le llaman.

—Entonces iré y procuraré vivir oculta.

—Pero ¿no le convendría a usted mejor quedarse?

—No; decididamente, comprendo las dificultades en que mi presencia ha puesto a ustedes; y me resuelvo a sufrir sola las consecuencias de mi conducta. Partiré, Julián, dentro de pocos días, y yo ruego a usted que arregle mi viaje.

Julia decía esto sofocando los sollozos que hinchaban su pecho.

—Anoche —añadió— he tenido un momento de felicidad; ¡cuán poco debía durar, Dios mío, pues que esta mañana tan radiante y hermosa se ha trocado para mí en una noche de dolor!

—Pero, Julia —dije acercándome a ella—; no se aflija usted por mis palabras impertinentes. El señor Bell nada ha dicho de eso; debe usted descansar en las seguridades que le dio anoche. Yo soy solo el que, sin pensar afligir a usted, le he dirigido estas preguntas para conocer su voluntad; para saber si estaba usted contenta aquí.

—Julián: pues ¿para qué me hace usted sufrir de esta manera? Si no les hago mal, ¿por qué me atormenta usted haciéndome sospechar que me rechazan? En mi situación se vuelve uno susceptible hasta el extremo.

En este momento, un caballo se detuvo en el zaguán. El jinete se apeó y penetró en la casa. Era el inglés.

Julia lo recibió risueña y amable; pero en su semblante se notaba la tristeza que nuestra conversación anterior le había causado.

—¿Qué pasa, hija mía? —le preguntó el inglés saludándola cariñosamente—. La veo a usted triste… ¿Ha pasado usted mala noche? ¿Está usted fastidiada en este poblacho?

Entonces yo expliqué todo al inglés, que aparentó reñirme por mi impertinencia, y aseguró a la joven que nada tenía que temer. Después le indicó que le sería grato almorzar con ella, y me detuvo para que los acompañase. Acepté; Julia ofreció su pequeño ramillete al inglés y volvió a lucir el sol de la dicha. De manera que yo, que había ido a la casa de Julia con la intención de inclinarla a salir de la posición humillante en que el desagrado del inglés la colocaba, había empeorado mi causa y trabajado para la de mi rival.

XII

Así pasaron ocho días. Yo venía a ver a Julia todas las mañanas, y en las tardes volvía casi siempre con el inglés, que exigía que lo acompañase, seguramente para librarlo de caer en la tentación de enamorarse de la bella niña, que cada día adquiría a nuestros ojos nuevos encantos.

Yo no pensaba ya más que en ella; ni quería ni podía hacer otra cosa. ¡Amarla! He aquí, resumida en esta palabra, toda mi vida.

De día, su imagen me impedía consagrarme al trabajo. De noche, su imagen presidía implacable a mi insomnio doloroso. Perdí el apetito, me hice misántropo y se apoderó de mí una tristeza desesperada. Cuando iba a verla experimentaba una sensación desconocida, monstruosa: mezcla de felicidad y de amargura; brebaje envenenado que, sin embargo, era el único que parecía alimentarme. Dejar de verla hubiera sido morir.

Y, sin embargo, yo sabía que no me comprendía o no quería comprenderme, porque ella, a su vez, estaba más enamorada cada día del joven inglés. Cada tarde veía yo una nueva prueba de su amor, que el inglés aceptaba con exquisita finura, pero sin conmoverse; cada noche sabía yo por mis criados que ella lloraba cuando nos alejábamos. Hacía constantes preguntas a la criadita sobre el inglés; con respecto a mí, no preguntaba nunca.

Una vez fui a verla solo en la tarde, y como era mi costumbre, me senté en un sillón de bejuco junto al lugar que ella ocupaba regularmente. La tarde estaba triste: llovía. Como ella estaba en su cuarto y había mandado decirme que tuviera la bondad de esperarla, me levanté del sillón y fui a la puerta que daba al patio para ver el jardín. ¡Qué tristes me parecían los árboles inclinando sus copas por la lluvia! Parecióme que lloraban. Las pobres flores caían deshojadas, y sus pétalos eran arrastrados por las corrientes que inundaban el pequeño patio. El jardín presentaba un aspecto de desolación, y era la imagen de lo que pasaba en mi alma. Allí permanecí inclinado unos instantes con la frente abatida y las lágrimas hinchando ya los párpados, cuando oí que hablaban cerca de mí, y me volví apresuradamente.

Era Julia.

—¡Qué entretenido está usted con el aguacero! —me dijo alargándome una mano cariñosa.

Después fuimos a sentarnos.

No me preguntó por el inglés, y esto me hizo feliz; ¡qué niñería!

Luego comenzamos a hablar de muchas cosas; de esas muchas cosas que se precipitan en los labios como para ocultar un pensamiento que está en el fondo de la conciencia. Ella también parecía distraída. Yo tenía la inexplicable costumbre de hablarle siempre muy bien del inglés; y en mis palabras, éste, que era un hombre
comme il faut
, pero que estaba lejos de ser un héroe de novela, tomaba proporciones colosales. Mi pasión me daba elocuencia, y la joven me escuchaba extasiada. Todavía tenía yo una costumbre más singular: como la conocía bastante, comprendía sus propensiones, sus afectos, los recuerdos que le eran más caros, y procuraba manifestar mi odio a todo esto, con una especie de encarnizamiento que debió haberle llamado la atención. ¿Qué objeto tenía yo? Quizá herirla y hacerme aborrecible a sus ojos; quizá obligarla que me dijera algo que, ajando mi amor propio, disminuyera mi pasión; en fin: no sé qué deseaba, a punto fijo; pero yo experimentaba una especie de goce salvaje en ello. Y, como era natural, había logrado mis deseos. A los ojos de Julia yo era un hombre singular; yo la detestaba. De modo que no podía yo haber escogido mejor manera de elevar ante ella el carácter del inglés. Pues bien: esto me desesperaba; ya que no tenía la mirada bastante penetrante para leer lo que pasaba en mí, estaba resuelto a no decirle nada jamás. Sufría yo mucho; pero no sabía entonces que con este sufrimiento se arranca para siempre un amor, por profundas que sean las raíces que haya echado en el corazón.

Esa tarde, Julia me hablaba con una dulzura singular que me hizo estremecer; sonreía tristemente y me miraba con fijeza, como procurando leer en mi alma.

—Julián: usted tiene una enfermedad moral, ¿no es esto? —me preguntó con un acento tan suave, tan conmovido, que no pude menos de temblar y de sentirme agitado.

Sin embargo, procuré tomar un aire de indiferencia, y le respondí:

—No, Julia; no tengo nada, que yo sepa…; fastidio de estar aquí, es verdad; me figuré al principio que no extrañaría a México, que me acostumbraría a este trabajo monótono y duro y que el estudio me distraería.

—Y ¿no ha sido así?

—No; he resistido cerca de un año; pero este tiempo de aguas me ha hecho insoportable la vida aquí. Me muero de aburrimiento. Tengo nostalgia.

—Pero ¿es que México le interesa a usted porque allí ha pasado sus primeros años, o porque tiene allí algo que afecta especialmente su corazón?

—Le diré a usted: extraño a México, no porque tenga allí nada que afecte especialmente mi corazón. Hasta ahora no he amado a nadie… Pero México es una ciudad de placeres y yo estoy ávido de ellos. Conozco que mi organización exige esa fiebre de goces que aturden y que…

—Y que matan.

—Y que matan, en efecto. ¡Qué me importa!

—¡Cómo!; ¿no le importa a usted morir?

—No mucho. Hay veces en que la vida me hastía precisamente porque soy joven; se me figura que aún me falta que andar mucho, y ese largo camino que tengo frente a mi vista me causa desaliento.

—¡Oh!, no diga usted eso, Julián; no piense usted así…; destierre de su alma esa horrorosa enfermedad de tedio, que es peor que la muerte.

—Y ¿cómo, Julia?

—Amando; ¿por qué no ama usted?

—¡Ah!; porque temo ser despreciado.

—Pero eso no puede ser; tal vez una persona resista a las muestras de amor que otra le dé; pero si ellas son sinceras, el corazón acaba por abrirse conmovido.

—Julia: es usted muy niña y no sabe que amar no es precisamente el mejor medio para ser amado. Si eso fuera…

—¿Si eso fuera? —preguntó, sobresaltada, Julia.

—Si eso fuera, yo no sufriría.

—¿Usted? Pero ¿en qué quedamos: ama usted o no ama?

—¡Oh, sí!; amo con delirio, con ceguedad. Amo como se ama sólo una vez en la vida, mi alma hace el último esfuerzo.

—¡Julián! —me dijo Julia, trémula y agitada—; y ¿quién es la que inspira semejante amor?; ¿quién merece ser amada así?

—Julia —le respondí, delirante ya—, Julia: ¿no lo ha adivinado usted todavía? Pues ¿necesito decir a usted el nombre?; ¿necesito confesar a usted que no tengo ya vida sino para amarla, y que muero de pasión y tristeza viendo que usted no me comprende?

Y diciendo esto, estreché convulsivamente una de sus manos entre las mías, y quise apretarla contra mi corazón.

¡Insensato de mí! Había guardado mi doloroso secreto en la caja de hierro de mi orgullo. Abríla, engañado por la ilusión de un momento, y he aquí que estaba perdido. ¡Maldito instante aquél!

Julia retiró su mano vivamente y se levantó pálida y triste.

—Julián —me dijo—: no había yo comprendido, se lo confieso a usted con sinceridad. Preocupada con mis propias penas, no había creído que la tristeza de usted fuera causada por mí. Es usted noble y generoso, joven, digno de ser comprendido y amado. Pero yo… no puedo amar a usted ya…; la fatalidad lo ha dispuesto de otro modo.

—Todo lo sé, Julia —dije volviendo en mí, otra vez conducido al terreno de la razón por mi orgullo traicionado hacía un momento.

—Todo lo sé —continué—; usted ama a Bell…, ¿no es así?

—Sí, Julián —me respondió deshaciéndose en llanto—; también yo merezco piedad; también yo soy infeliz; ¡le amo más que a mi vida!

Hubo un momento de silencio. Después, Julia enjugó sus lágrimas, procuró serenarse y sonreír, y alargándome una mano, me dijo:

—Pero seamos razonables. Nuestras almas no pueden unirse con los lazos del amor; pero sí pueden estarlo con los lazos de la amistad. Seré amiga de usted; seré su hermana… ¿Acepta usted esta amistad tierna? ¿Quiere usted ser mi amigo único?

¿Has amado alguna vez, hijo mío, y al declarar tu amor te han respondido ofreciéndote amistad? Si es así, te compadezco, y puedes comprender lo que sufrí; si no te ha sucedido esa desgracia inmensa, entonces no puedes tener idea de la mía, como un hombre que no tiene hijos no puede tener idea de lo que se sufre cuando muere uno de ellos.
¡Amistad!
Esta palabra resonó lúgubre en mi alma, llena de tinieblas en aquellos momentos en que acababa de ponerse en ella para siempre el sol de la esperanza.
¡Amistad!
Esta palabra, tan dulce y tan consoladora en la boca de un amigo, es áspera y amarga en los labios de la mujer a quien se ama. Es de preferirse la indiferencia o el odio. La amistad es entonces la limosna de la compasión, así como la compasión es la limosna del alma.

Así, pues, aquella palabra sublevó mi orgullo y me dio una fuerza suprema, porque me sentía desfallecer. Entonces, arrancando una voz firme, aunque débil, de mi garganta anudada, y soltando aquellas manos hermosas que estrechaban las mías, respondí a la joven, que me miraba con los ojos húmedos de lágrimas:

—Gracias, Julia; pero no la acepto. El amor se paga con amor. La amistad lo profanaría. ¡Adiós!; ¡perdóneme usted! y me levanté, vacilando, y me dirigí hacia la puerta.

Julia me detuvo, suplicante.

XIII

No quise escucharla, y casi loco me lancé a la calle. Seguía lloviendo a cántaros; pero apenas pude advertirlo y llegué a mi alojamiento sin hablar a nadie.

Una vez que estuve en mi cuarto, caí a los pies de mi cama acometido de un acceso de desesperación. Hubiera deseado derramar lágrimas a torrentes para aliviar mi corazón, que sentía estallar; pero no pude, y creí morir por el violento dolor que sufría.

Era yo joven, amaba por primera vez, y así se explica la vehemencia de mis sentimientos. Si eso me hubiese acontecido ahora, habría yo parecido risible, aun a mis propios ojos.

En un estado próximo a la insensibilidad, debí de haber permanecido mucho tiempo, porque hasta llegada la noche, cuando mi criado vino a mi cuarto a encender luz, y notó con sorpresa que me hallaba tendido a los pies de mi cama, recuerdo haber cambiado de situación. El pobre criado me creyó enfermo; me levantó del suelo, me hizo meter en la cama y llamó al médico.

Este declaró que era yo presa de una fiebre violenta, cuya causa se atribuyó al aguacero que había yo recibido.

La enfermedad fue tan terrible, que no volví a recobrar el sentido sino hasta cuatro o cinco días después, y eso con tal debilidad, que apenas podía darme cuenta de lo que pasaba.

En vano preguntaba yo con voz moribunda qué era lo que tenía y por qué me hallaba así. Nadie quería responderme sino para recomendarme silencio, del que no salía yo, por fin, sino para ser acometido de un delirio penosísimo para los que me escuchaban y para mí mismo, porque me fatigaba.

Por último, merced a los esfuerzos y a la inteligencia del médico que me asistía, pude salvarme, y a los doce días estaba convaleciente, aunque incapaz de hablar ni de pensar. El aniquilamiento de mis fuerzas era sumo, y mi horror a toda clase de alimentos lo prolongaba.

Al fin comencé a recordar y a ver con lucidez las cosas: pero aún no me atreví a preguntar nada particularmente acerca de Julia, de miedo de revelar el estado de mi alma; estado que, sin embargo, era conocido de todos, a causa de las palabras que se me habían escapado durante mis delirios.

A los veinte días me creyeron capaz de leer mi correspondencia de México, y me la entregaron. Abrí varias cartas y las dejé porque eran largas y hablaban de negocios; pero al tomar una en mis manos no sé por qué me estremecí. La letra del sobrescrito era de mujer, y desconocida para mí. Abrila temblando. Era de Julia y estaba fechada en México. No pude reprimir un grito y caí desfallecido en las almohadas. ¡Julia en México! ¿Qué había pasado, pues, durante mi enfermedad?

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