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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Cuentos de invierno (7 page)

BOOK: Cuentos de invierno
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Recobrado a pocos momentos, volví a tomar la carta y la devoré en un segundo. Julia me decía que el señor Bell me diría todo lo que había pasado; que se había visto obligada a partir con la pena de dejarme enfermo gravemente, y tal vez por causa suya; que sabía que estaba yo fuera de peligro, pero que deseaba que la perdonase y que no conservara de ella un recuerdo doloroso.

Quise saberlo todo, y llamé.

El inglés se presentó y vino a abrazarme.

—Tal vez hice mal en creer —me dijo— que estaba usted ya capaz de leer esta carta; pero consulté con el médico y él me aseguró que no había peligro en enseñársela. Sé cual ha sido la causa de la enfermedad de usted porque en su delirio nos la ha hecho conocer. Ahora bien: era preciso que supiera usted de una vez lo que ha pasado con Julia; esa carta debía dar la ocasión para referírselo.

—Diga usted, diga usted —contesté yo con viva ansiedad.

—Pues bien: cosa de ocho días después de que usted cayó enfermo, dos parientes respetables de Julia se presentaron aquí con cartas que traían para mí y para otras personas de Taxco. Ya sabía usted que yo había procurado con empeño que se arreglaran las dificultades que había entre esta joven y su familia. La cosa no fue difícil, pues la madre de Julia había llegado a México en seguimiento de ella, sabiendo que se había venido acompañada de nosotros. Por fortuna, no se pensó mal de esta compañía; no se creía que habíamos cometido un rapto, como me lo temí, sino que se dio a la fuga de Julia su verdadero carácter, de lo que debemos felicitarnos. La señora fue a mi casa; habló a mis amigos, que justamente tenían ya encargo de explicar a la familia de Julia todo, y de procurar con ella un arreglo; la señora supo que su hija, cuyo carácter conoce perfectamente, no creyéndose segura en México, había continuado bajo nuestra protección hasta aquí; al mismo tiempo recibió una carta de la joven, bastante explícita, y como debe usted suponer, el arreglo no fue difícil. La señora se adelantó hasta proponer a mi abogado condiciones muy favorables para Julia, en vista de su repugnancia para permanecer con su familia y de su resolución manifestada tan enérgicamente. Así es que la joven vivirá en México con una familia de parientes suyos; se le nombrará un curador que administre los bienes, que le pertenecen por su herencia paterna, y de este modo no habrá ya disgustos ni dificultades. Vea usted, Julián, qué ventajas ha obtenido nuestra hermosa heroína con su conducta, que mucho temí la hubiera perdido para siempre. Su padrastro bien hubiera querido aprovecharse de la inconsiderada fuga de la joven para arruinarla, y aún procuró trabajar en ese sentido; pero debemos hacer justicia a la madre; ella no lo consintió, y aquel amor maternal, un tiempo apagado, volvió a encenderse de nuevo, con la ausencia, haciendo que la señora comprendiese cuál era su deber. Entonces fue cuando la señora, en compañía de dos parientes suyos, uno de los cuales es ahora el curador de Julia, se dirigieron a Cuernavaca; allí la señora aguardó a su hija y ellos vinieron a llevarla. Como debe usted comprender, Julia se sorprendió de este arreglo; no lo podía esperar tan ventajoso. Así es que, aunque triste por separarse de sus amigos y más triste aún porque lo dejaba a usted enfermo, partió sin poder despedirse de usted, que justamente en esos días se hallaba usted más grave. Ahora, amigo mío, acabe de aliviarse, trabaje, y yo creo que los proyectos de usted respecto de ella se arreglarán a pedir de boca; porque usted la ama, Julián, ¿no es así?

—Es verdad —le respondí, todavía distraído por los pensamientos que me había sugerido la narración del inglés.

—Pues bien: valor y que la esperanza termine pronto esa convalecencia que aún me admira. Sepa usted que hubo momentos en que no contamos para nada con su vida. Fue una fiebre tremenda de que no lo ha salvado a usted más que su juventud.

—Y es una lástima —repuse—, porque no valía la pena vivir; ella no me ama.

—¿Cómo es eso? ¿Julia no lo ama a usted?

—Amigo mío, demasiado la conoce usted, ¡y aún me lo pregunta…! Julia no ama sino a usted con toda su alma.

—¿A mí?, ¿es posible?

—¿No lo ha visto usted claramente en todas sus acciones, en todas sus palabras? Pero, hombre…; entonces, ¿usted no sabe leer en el corazón?

—Confieso a usted, Julián, que he tenido mis sospechas acerca de ello; pero que luego las he desechado, reflexionando sobre el carácter original de Julia, y más que todo en la intimidad de usted con ella, intimidad que yo había creído establecida por el amor. Ustedes eran jóvenes de la misma edad; usted ha hecho por ella lo que sólo un amante o un hermano habrían podido; usted había arrostrado todos los peligros para salvarla, y además la había acompañado solo de México a Taxco; ¿cómo dudar de que sus corazones hubieran permanecido tranquilos? Así es que las manifestaciones, a veces demasiado extrañas, que advertí en Julia, si bien me dieron en qué pensar, no me decidieron a darles otro origen que el de una amistad entusiasta y juvenil. Cuando un hombre ha salido de los primeros años de la juventud, como yo, no puede tener ya esa tan consoladora como fértil presunción que hace al adolescente creerse idolatrado porque se le concede una sonrisa común, o porque se contempla con atención la corbata que se lleva, o el chaleco que estrenó. Además, yo siempre fui, por carácter y por educación, frío y desconfiado. Natural era que por todo lo que he dicho a usted no me fijara largo tiempo en las acciones de Julia ni adivinara su origen. Pero, ciertamente, ¿usted lo sabe?

—Ella es quien me lo ha confesado.

Entonces referí en pocas palabras al inglés todo lo que había pasado aquella tarde fatal en que caí enfermo. Mi amigo se sorprendió grandemente y concluyó diciéndome:

—Más vale que yo haya ignorado la pasión de esta pobre niña. Habría yo sufrido sin poder hacerla feliz. Yo amo a otra, usted lo sabe, y mi próximo matrimonio formado por el afecto, por los intereses y por compromisos sagrados, habría fracasado, lo cual hubiera sido un golpe espantoso para mí, Julia es hermosa: diez veces más hermosa que mi novia; es inteligente y amable; pero ¿qué quiere usted, amigo mío? En mi corazón y en mi pensamiento ya no hay lugar más que para la mujer a quien estoy unido por promesas inviolables desde hace tres años. Todavía más: usted no puede comprender cuál fue mi temor al ver llegar a Julia a Taxco. Me creí perdido, y ha sido necesaria toda mi inteligencia, ayudada de la intimidad de usted con Julia, para hacer entender a mi maligno cuñado que la bella Elena no era para mí. Con todo, su venida provocó explicaciones serias por parte de mi novia, indagaciones por parte de mi suegro y hablillas entre los parientes, aspirantes y toda esa corte que rodea siempre a las familias como la de mi futura. Pero han quedado satisfechos todos, y la ida de Julia a México ha puesto punto a la historia.

Todavía seguimos hablando el inglés y yo por espacio de una hora, y cuando me dejó, animándome siempre con reflexiones consoladoras, me sentí aliviado de un gran peso.

Julia había partido; pero era feliz. Yo procuraría olvidarla; lo creía difícil, pero iba a hacer esfuerzos y me lisonjeaba de antemano de poder triunfar de aquella pasión tan dominadora como funesta.

A los pocos días estaba yo en pie y en el trabajo procuraba olvidar mis penas.

XIV

Pero el amor desgraciado impide trabajar o hace desfallecer pronto. Además, el trabajo es impotente para producir el olvido. Es una desdicha; pero el bálsamo bendito del trabajo no cura las heridas del alma. Yo me río de todos esos consejeros inexpertos que recomiendan a los que han sufrido alguna gran desventura de amor, que se refugien en el trabajo. Eso está bueno para las novelas; y aun cuando suele ser un remedio eficaz sólo puede aplicarse a ciertas gentes.

Los que aman como yo, no se curan así. Es preciso que otra gran pasión, tan dominadora como la que nos ha abatido, venga a levantarnos de nuevo en el camino triste de la existencia. y esta gran pasión tiene que ser diversa del amor, porque será mentira para los que tienen un corazón por partida doble; pero yo creo que el árbol del amor no florece más que una vez en la vida. Después suelen brotar en él algunos retoños; pero caen marchitos al nacer.

¡Se puede ser
Don Juan
muchas veces; pero Romeo…, sólo una! Eso explica, quizá, la existencia de los libertinos y de los descorazonados.

Algo de esto pensé por aquellos días; pero me consagré al trabajo con asiduidad. Al cabo de dos meses, me aburrí.

Mi pasión crecía; mi tedio a la vida me daba miedo; el insomnio me quitaba la salud; pensaba en Julia en todos los instantes; y cuando en las altas horas de la noche, sin haber cerrado los ojos, la veía aparecer delante de mí, más hermosa que nunca, rechazándome triste, como aquella tarde fatal, te confieso que más de una vez descolgué mi revólver de la cabecera y acaricié el gatillo con cierta alegría febril. Allí estaba el fin de mis padecimientos.

Pero la esperanza me hacía soltar el arma. ¡Esperanza!; ¿en qué?, me preguntarás. Pues bien; sí, esperanza, no en Julia, sino en la Patria. Gracias al cielo, comenzaba a romper las tinieblas de mi alma algo parecido a un fulgor, cada vez más creciente. Era el amor a la libertad. En mis paseos solitarios por los alrededores de Taxco, en mis horas de silencio en mi casa, mezclados a los recuerdos de Julia, solían cruzar por mi mente pensamientos extraños y que me habían asaltado otras veces en mis tiempos de estudiante. Ya sabes que los alumnos de la escuela de Minería siempre fueron liberales. Yo había pensado muchas veces en el pueblo, en su opresión, en sus miserias; como yo era hijo de su seno, me identificaba con él en sus dolores y en sus odios. Pero el género de mis estudios, la juventud, las distracciones, me impedían dejar crecer estos pensamientos en mi espíritu y pronto los olvidaba.

Yo no sé por qué, en aquellos días de sufrimiento para mí, tales ideas se renovaron con una fuerza extraordinaria. Tal vez contribuyó a esto en mucha parte la circunstancia de hallarse entonces la guerra del Sur en todo su furor. Las tropas del dictador Santa Anna atravesaban frecuentemente por nuestro rumbo, y las noticias de la campaña nos ocupaban sin cesar.

Tal vez la situación especial de mi espíritu, que me hacía buscar en emociones fuertes el olvido de mis dolores íntimos, fue la verdadera causa, o, más bien, la esperanza, aunque remota, de abrirme paso a una posición mejor por medio de la gloria. Yo no sé; pero lo que al principio fue una vaga preocupación, después tomó creces y rivalizó en mi espíritu con el amor a Julia.

Como te he dicho, al cabo de dos meses me aburrí y dije al inglés que no podía continuar en la mina; que mi salud quebrantada me obligaba ir a México, y que tal vez no volvería.

El inglés lo sintió mucho; pero sospechando, quizá, que lo que me obligaba a salir de Taxco era verdaderamente mi pasión por la hermosa joven, me dejó partir.

XV

Llegué a México y me propuse no preguntar nada acerca de Julia. Pero el primer día que salí, que fue el segundo después de mi llegada, iba yo bien triste, por cierto, atravesando, a eso de las tres de la tarde, el espacio que hay de la que es hoy esquina del café de la Concordia a la esquina de la Profesa, cuando tuve que detenerme para dejar pasar un magnífico carruaje tirado por dos caballos frisones y que venía de la calle de San José el Real con dirección a la del Espíritu Santo. Miré, como era natural, a las personas que venían dentro, y el corazón me dio un salto. Allí venía Julia, hermosa como un ángel, lujosa como una reina. Bajé los ojos y me aparté estremeciéndome, como si tuviera miedo. Ella me vio también y dejó escapar un ligero grito; los caballos iban con rapidez; pero Julia se asomó a la portezuela para mirarme, y en el momento en que yo volvía la cabeza para seguir con la vista el carruaje, ella me saludó; un momento después vi que el carruaje se detenía; pero sea por un sentimiento de orgullo o de temor, yo atravesé a pasos apresurados la calle de la Profesa y di vuelta en el momento por el callejón de Santa Clara. Como era de suponerse, no me siguieron.

Pero aquel incidente me hizo olvidar mi propósito y entonces comencé a preguntar a mis amigos lo que sabían acerca de Julia. Contáronme que la joven era a la sazón una de las
lionas
de México; que se sabía que era la hija de una familia opulenta de Puebla, que por ciertos disgustos con su padrastro se había venido a vivir a esta ciudad en compañía de otra familia de parientes suyos (lo de la fuga y la ida a Taxco se ignoraba); que frecuentaba los mejores círculos, asistía a los grandes bailes, concurría al teatro y estaba rodeada de adoradores, atraídos por su belleza como por la fama de su herencia. Esto se comprendía fácilmente. Aquí, como en todas partes, apenas aparece una mujer que se dice es rica heredera, cuando se precipitan a sus plantas los muchachos ricos y los muchachos simplemente buenos mozos, que todos son una especie de catadores de minas, sin corazón, para quienes la virtud y la belleza consisten nada más que en el filón de oro. Julia era rica, y he aquí que, previo cálculo sobre su dote, la rodeaban e idolatraban dos docenas de tontos vestidos a la
derniere
. Sin embargo, parecía que ella no había preferido a ninguno de ellos.

Estas noticias me helaron. Hoy menos que nunca podía acercarme a la joven, que no era ya la modesta habitante de mi casita de Taxco, sino la opulenta hija de una casa aristocrática que vivía rodeada de una corte de pretendientes y de lacayos.

Poco después del encuentro que he referido, fui una noche al teatro Nacional. Entre ya comenzada la pieza, y apenas tomé asiento en mi luneta, junto a un amigo, cuando éste, que revisaba todos los palcos con su anteojo, me dijo:

—Chico: del palco que está a nuestra derecha te está mirando con mucha atención una muchacha linda como un cielo.

Alcé la vista y volví a bajarla apresuradamente. Era Julia, que me veía con sus gemelos. Estaba radiante de belleza.

Yo no podía quedar tranquilo. Sentía sobre mi semblante algo abrasador y terrible; era su mirada.

—¡Qué bárbaro eres! —volvió a decirme mi amigo—; esa señorita te saluda y tú te portas como un payo miserable. Alza la cara.

—Déjame —le respondí—; tú no sabes lo que me pasa.

Al día siguiente me paseaba por la Alameda, por nuestra hermosa y poética Alameda, hoy tan desdeñada por las gentes que no buscan la bellezas naturales, sino las miradas del concurso. Era una tibia y tranquila tarde de otoño, pues estábamos en noviembre; los árboles comenzaban a cubrirse con un manto de hojas amarillentas; la brisa arrastraba suavemente a nuestros pies las hojas secas; el Sol se ponía, y todo me obligaba a pensar en mis esperanzas desvanecidas, en mi juventud herida de muerte, en mis sueños de amor perdidos, cuando de repente, vi aparecer al extremo de una calle, y en dirección a la glorieta principal, a un grupo de señoras que platicaban alegremente.

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