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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Cuentos de invierno (9 page)

BOOK: Cuentos de invierno
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—Julia —le dije estrechándole las manos—: vea usted cuán desgraciado soy en no poder tocar la felicidad que el amor de usted me ofrece.

—¿Por qué? —preguntó ella asustada y palideciendo.

—Porque es tarde, Julia; es tarde ya; ¡estoy casado!

—¡Casado! —pudo apenas balbucir Julia—. ¡Dios mío…!

Y contuvo los sollozos que la ahogaban, haciendo un supremo esfuerzo. Entonces se levantó pálida y procurando sonreír tristemente, añadió:

—La fatalidad se atravesó entre nosotros desde un principio; ¡no hay más que resignarse! ¡Ay, qué triste es la vida así! ¡Cómo decide una palabra de la felicidad o de la desdicha! Es por palabras, Julián, por simples palabras, que nos ha separado la suerte.

Y tenía razón: palabras que hieren el amor propio; he aquí la clave misteriosa de muchas desgracias.

—En fin, Julián; adiós; que el cielo le ampare a usted y que sea feliz en su viaje…; no nos veremos más…; adiós —concluyó la joven ya sin poder contener el llanto. Y salió, echándose el manto sobre la cabeza y cubriéndose los ojos con el pañuelo.

—¡Pobre señorita! — dijeron el carpintero y su mujer—. Y vea usted, jefe; tiene fama de muy orgullosa.

Yo me entristecí también. Los sacrificios que impone el orgullo cuestan a veces la vida.

Al día siguiente salí de Puebla, y ocho días después me hallaba en San Luis Potosí.

XIX

—Pero sepamos —pregunté yo a Julián—: ¿por qué dijiste a Julia que eras casado?; ¿es que realmente lo estabas?

—No, hombre —me respondió—; ¡qué casado!; yo soy incapaz de cometer esa debilidad. ¿No has comprendido que dije eso para destruir de una vez toda probabilidad de unión entre Julia y yo?

Es preciso que leas bien en ciertas almas. Julia, amada por mí con una pasión frenética, terrible, la única de mi vida, me hizo en un momento de coquetería confesarle lo que yo guardaba en silencio por no exponerme a una humillación. Yo, engañado por sus palabras, en las que creí vislumbrar una esperanza, abrí mi corazón y recibí una herida en mi amor propio. Esa mujer se sorprendió de que yo la amara: luego le parecía imposible que me atreviera a tanto; ¿por qué? Después me confesó que amaba a mi rival más que a su vida, y eso era mucho para un orgulloso como yo. Ella lo hacía llorando de pena también; pero aun esa pena tan inmensa parecía humillante para mí.

Sufrí mucho a consecuencia de tal desengaño; estuve próximo a morir; luché largos días con mi pasión; pero eso acaba con la fuerza del alma, con la savia juvenil que se necesitaba para seguir amando. La hoguera ardió voraz, pero se convirtió en ceniza prontamente. Corazón herido, corazón muerto.

Más tarde no quedan más que los sentidos. Verdad espantosa, pero indudable. La novela puede decir otra cosa; pero la vida real no admite esos fantasmas de la imaginación.

Así, pues, yo había dejado de amar a Julia. Los amores ligeros de soldado que he tenido han sido mariposas que han agotado la poca esencia que pudo haberme quedado en el cáliz del alma. Ahora no puedo amar.

Por otra parte, la consideración de que ella dejó de amar al inglés por una frase desdeñosa que vio en una carta de éste, era también una consideración desconsoladora. Yo hubiera querido deber la preferencia a mi amor, no al orgulloso desprecio de mi antagonista.

¿Y la riqueza de Julia? Yo no estoy organizado para cometer el acto de abnegación que consiste en casarse uno, siendo pobre, con una rica, lo cual da a la coyunda matrimonial el aspecto de una librea. Si Julia hubiera sido pobre, no hubiera vacilado a pesar de las otras consideraciones; ¡pero rica! ¡No; jamás!

He aquí lo que me ha hecho apartar de mis labios voluntariamente la copa de la felicidad.

XX

Ahora, para concluir: hace cuatro años que Julia se casó, dicen que todavía apesadumbrada y llevando al lado de su marido su virtud intachable, pero su corazón despedazado.

Dicen que él la adora; que ella es buena mujer y que cumple con sus deberes noblemente. Yo no entiendo así las cosas. No me alegraría de estrechar contra mi pecho un corazón que latiese al recuerdo de otro hombre.

Y agregan que la pobre Julia ha sabido perfectamente que yo no era casado. La cosa pasó de esta manera:

Díjose hace tres años que iba a casarme con una señorita que había yo dado en visitar (solamente para practicar el inglés que ella hablaba como su lengua). Pues bien: un día se platicaba acerca de esto en casa de Julia.

—¿Saben ustedes —dijo uno— que se casa el general R… con la señorita S…?

—¡Cómo —exclamó Julia, asombrada—, si ese caballero es casado!

—No, señora, no es casado; ¿quién le ha dicho a usted semejante cosa?

—No sé quién; pero me lo han asegurado.

—Pues no hay tal; yo soy su amigo íntimo y puedo asegurar a usted que no se ha casado nunca y que ni siquiera le hemos conocido un amor formal. Parece que tuvo una pasión de joven y que fue desgraciado; desde entonces no tiene corazón.

Me han contado que Julia se puso pensativa, que estuvo sombría durante la tertulia y que se retiró pronto, pretextando un fuerte dolor de cabeza.

Yo estoy seguro de que a esta hora me odia mortalmente.

En cuanto a mí, ni la amo ya ni la aborrezco; pero le estoy agradecido porque me curó en mis primeros años de esa horrible enfermedad del amor que acosa mucho en la edad madura. El amor es como el vómito: se cura la primera vez y no vuelve a atacar nunca.

ANTONIA

IDILIOS Y ELEGIAS

(Memorias de un imbécil)

A Gustavo G. Gostkowski

Mi querido amigo:

El pobre muchacho con cuyo carácter diabólico tanto hemos luchado usted y yo, ha partido por fin hoy, resuelto a seguir nuestros consejos. ¡Quiera el cielo que ellos le curen y le libren de ir a un hospital de locos, o de arrojarse al mar, lo que sería para nosotros doblemente sensible!

Al despedirse, me encargó enviase a usted, pues se lo dedicaba, el consabido cuaderno en que ha escrito sus impresiones en forma de novelitas, a las que ha puesto un título digno de su extravagante numen: Memorias de un Imbécil. El bardo de esta aldea se permitió hacerlo preceder de otro un poco poético que escribió con letras grandes en la primera hoja. Si se decide Ud. a publicar eso en
El Domingo
, no vendrá tan mal, porque al menos los lectores tendrán una historia pequeña pero completa en cada número.

Además nuestro amigo dejó a usted su retrato: ¿para qué diablos lo quiere usted? He preferido regalarlo a mi vecina, que al leer el título del cuaderno que le enseñé derramó un lagrimón enorme, diciendo: ¡No era tan bestia!

Si los lectores repiten un elogio semejante, el miserable autor debe arrojarse al mar, ahora que van a presentársele las más bellas oportunidades.

Sabe usted que le quiere su afectísimo:
P. M.

Mixcoac, Mayo 23 de 1872.

ANTONIA

Even as one heat another heat expels,
Or as one nail by strenght drives out another,
So the remembrance of my former love
Is by a newer object quite forgotten
.

SHAKESPEARE
— The two gentlemen of Verona.

I

Decididamente voy a emplear el día escribiendo… ¿Y para qué? Nadie me ha de leer. Mi vecinita… Pero mi vecinita no hace más que dormir todo el día, y cuando suele despertar, tiene siempre los párpados cargados de sueño. Es seguro que al comenzar a recorrer estas páginas del corazón, abriría su linda boca en un bostezo preliminar del cabeceo más ignominioso para mí. ¿Quién piensa en la vecina?

No importa, debo escribir, aunque no sea más que para consignar en este papel los recuerdos que dentro de poco va a cubrir la negra cortina del idiotismo en el teatro de títeres de mi memoria. ¡Estoy aterrado! Anoche he soñado una cosa horrible… ¡horrible! Mi memoria, bajo la forma de una matroncita llorosa y agonizante de fatiga, se me presentó abrazada de la última joven bacante, a cuyo lado pasé horas deliciosas en México.

Todavía se hallaba ésta acicalada como en aquella famosa cena. Crujía su hermoso vestido de seda azul de larga cola, al recorrer ella mi cuarto solitario. Sentía quemar mis ojos con la mirada de aquellos ojos azules y cargados de un fluido embriagador. Aún escuché una voz suave, pero cuyo acento extranjero conocía… que murmuró en mi oído:
¡Despierta!

Y entonces mi memoria, inclinándose sobre el cuello blanco de la bacante, como una ebria, me decía…

—¡Te abandono, me voy… abur!

Y desaparecieron.

Yo me senté en mi lecho y me puse a decir varias veces:
¿Es posible?
con el mismo aire de asombro con que un chico se hace alguna pregunta en las Lecciones de Historia de Payno.

Después volví a dormirme; pero son las siete de la mañana y heme aquí despierto y pensando todavía si será posible que mi memoria se vaya, a pesar de que todavía recuerdo el sueño en que ella vino a decirme adiós.

¡Oh! ¡Simplezas…!

Sin embargo, es posible que yo pierda la memoria; tan posible como que don Anastasio Bustamante fuera presidente de la República por la segunda vez.

Entonces preparémonos: aún quedarán, lo supongo, algunos días, y pienso aprovecharlos, comenzando por el de hoy.

Un rayo de sol naciente penetra alegrísimo por la ventana abierta. Una oleada de aire fresco me trae el aroma de los árboles del parque vecino y el gorjeo de los pájaros que me importunaba otras veces. Todo me invita a levantarme y a trabajar. La campana de la aldea llama a los fieles a misa. Iré a misa, después hundiré mi cuerpo miserable en las quietas y cristalinas aguas del estanque. Dicen que el agua fría es un buen lazo para retener a la fugitiva memoria: luego, después de un desayuno frugal pero sano, me marcharé a recorrer los campos vecinos, y si es posible me entretendré en oír piar a los guinderos, rebuznar a los asnos del pueblo y mugir a las vacas que se dirigen a San Ángel. Recogeré también las flores del espino blanco y de la pervinca que se extiende humilde a orilla de los arroyos. Con esas florecillas haré un ramillete para colocarlo al pie del retrato de uno de los veinte verdugos que han torturado mi corazón y que conservo como una acusación palpitante de mi estupidez. Al volver del campo, almorzaré como un espartano y me pondré a trabajar, si trabajo puede llamarse a reproducir en algunas cuartillas de papel todos los disparates que me han amargado la vida. El trabajo sería olvidarlos completamente. Pero mi sueño, mi sueño me causa terror, y debiendo alegrarme por lo que él me prometía, he sentido al contrario un cierto dolor al considerar que pronto van a alejarse de mí aquellos recuerdos que me han hecho fastidiarme de la vida muchas veces. ¡Qué absurdo! ¿Es ésta acaso un capricho del carácter humano? ¿Hay cierta complacencia en recordar los sufrimientos? Ya había yo observado que los que han tenido una larga y penosa enfermedad se entretienen en referir a todo el mundo las terribles peripecias de ella; que los que han pasado largos años de prisión o han experimentado las negras angustias del destierro, se deleitan en referir a otros, o a sí mismos en sus horas de soledad, toda la historia de sus infortunios, de sus dolores físicos.

De seguro hay algo de amarga complacencia en recordar los tiempos desgraciados, cuando uno está ya libre de ellos.

Francesca, abrazando a su amante en las profundidades del infierno, deteniéndose delante del poeta para narrarle entre suspiros la historia de sus goces delincuentes, decía lo mismo, diciendo lo contrario.


He vuelto del campo, y la vista del cielo, y la soledad han avivado mi memoria.

II

Tenía yo trece años y vivía en un pueblecito de oriente, donde nací, y cuyo nombre no importa. Mi padre tenía algunas fanegas de tierra que sembraba cada año, un rancho pequeño y una huerta, con todo lo cual era pobre: primero, porque eso no produce por ahí gran cosa, y luego, porque se había propuesto ser benéfico, y mantenía a una legión de parientes haraganes que no le servían, si no es para consumir los escasos productos de su miserable hacienda.

Yo, que era hijo primogénito, constituía su esperanza, y, ¡pena me da decirlo! tenía ya trece años y era tan ocioso como mis parientes; y no es eso lo peor, sino que sentía grandes propensiones al
far niente
y a la independencia, dos cosas que nunca pueden unirse, si no es en el gitano o en el mendigo. Verdad es que sabía yo leer y escribir, de manera que tenía la educación más completa que puede recibirse en la escuela de aldea; pero eso no me servía sino para leer algunos libros místicos y una que otra novela que alguna vieja solterona me prestaba a hurtadillas, para pagarme así el trabajo de escribirle cartas que despachaba por el correo al pueblo vecino, donde residía un antiguo amante que venía cada tres meses a verla, y siempre de noche.

Esta amable señora, que había sido bonita, y que conservaba aún algunos rasgos que eran como el crepúsculo de su belleza que se ponía con rapidez, era mi confidente y mi amiga, y bien puedo asegurarlo, mi primera preceptora en las cosas del mundo, aunque debo hacerle la justicia de declarar que no me enseñó mas que algunas tonterías que ya había yo adivinado por instinto. Sus conversaciones, con todo, me parecían sabrosas. A esa edad, una frase manifiesta ilumina con un rayo de picardía la imaginación aún envuelta en las oscuridades de la inocencia infantil. Una reticencia acompañada de una sonrisa, es bastante para hacer pensar; y la sangre de la pubertad, que comienza a hervir, ayuda eficazmente al pensamiento.

Mi excelente amiga, revelándome algunas de sus aventuras, acabó de justificar las sospechas que una amatividad precoz me había hecho concebir desde hacía tiempo. Además, aunque lo contrario digan los defensores de las virtudes bucólicas, yo sé de cierto que la tierra de una aldea es la menos a propósito para cultivar por muchos días, después de la época de la dentición, las flores de la inocencia. ¡Se ven tantas cositas en una aldea!

Yo sentí, pues, al cumplir trece años, una necesidad irresistible de amar. Esta necesidad se explicaba por un humor melancólico y extravagante, por una opresión de pecho que me obligaba a salir de mi casa frecuentemente en busca de aire puro que respiraba a bocanadas, y por una constante y desenfrenada propensión a ver a las mujeres y a contemplar sus pies, sus brazos, su cuello y sus ojos.

Ya varias veces la mujer del administrador de rentas, que era una gordita muy risueña, había reparado con cierta complacencia en mi manera de mirarla fijamente; y aun la respetable esposa del alcalde municipal, jamona rechoncha que respiraba con estrépito y movía con alguna pretensión de coquetería su voluminosa persona, robustecida por la energía de sus cuarenta otoños, al ver una vez que examinaba yo su seno temblante y sus labios frescos y rojos, había fruncido el entrecejo murmurando:

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